La condecoración
LA CONDECORACION
El maestro de escuela León Pustiakof vive al lado de la casa de su amigo el teniente Ladenzof. Allí dirige sus pasos en aquella mañana del día de Año Nuevo.
—Verás de qué se trata, amigo Gricha—le dice después de las felicitaciones y enhorabuenas usuales—; no te molestaría si no se tratara de un asunto urgente. Préstame por el día de hoy tu condecoración de San Estanislao. Estoy convidado a comer en casa del comerciante Spitchkin y tú conoces a este imbécil: está loco por las condecoraciones; a los que no ostentan ninguna en el uniforme les considera casi como a unos burros. Además, tiene dos hijas... Nastia y Zina... Te lo confieso como a un amigo..., ¿me comprendes, querido? ¡Préstamela, te lo ruego!
Todo este discurso es pronunciado balbuceando. Pustiakof está enrojecido de confusión, y a cada palabra se vuelve, mirando tímidamente hacia la puerta de entrada. El teniente le riñe, pero le cede la condecoración.
Aquella misma tarde, a las dos, Pustiakof, en un coche de alquiler, va a casa de Spitchkin; lleva el abrigo entreabierto y contempla su pecho. Allí, con su esmalte de color y puntas doradas, resplandece la condecoración ajena.
—Hasta uno mismo se tiene más consideración gracias a este juguetito—reflexiona el maestro—. Un chisme tan insignificante, costará todo lo más unos cinco rublos, y ¡cuánta importancia tiene!
Al llegar a casa de Spitchkin se desabrocha completamente el gabán y saca el dinero para pagar al cochero. Le parece que éste se ha quedado aturdido al ver sus hombreras, los botones relucientes y la condecoración. Pustiakof tose satisfecho y entra en la casa. Al quitarse el abrigo en la antecámara, mira hacia el salón. Hay allí ya unos quince convidados. Se oye rumor de voces y ruido de platos.
—¿Quién es?—pregunta el dueño—. ¡Hola! ¿Es usted, León Nicolaevitch? ¡Enhorabuena! Llega usted un poco tarde; pero no importa...; acabamos de sentarnos.
Pustiakof, con el pecho alzado y la cabeza erguida, entra restregándose las manos. Al mismo instante observa algo terrible: al lado de Zina está sentado un compañero suyo—el maestro de francés Tramblin—. Dejarle ver la condecoración sería exponerse a una multitud de preguntas y averiguaciones desagradables. Su primer impulso fué arrancar la condecoración o echarse a correr; pero está fuertemente cosida, y escaparse ya no es posible.
Tapándose el pecho con la mano derecha y encogiéndose tanto como puede, entra rápidamente, hace un saludo general y se sienta en la primera silla vacía que puede encontrar, la cual resulta hallarse frente al francés.
—Seguramente está algo bebido—piensa Spitchkin al notar su cara avergonzada.
Le sirven un plato de sopa. Coge la cuchara con la mano izquierda; pero, acordándose de que esto no se usa, dice que ya ha comido y no tiene gana.
—Dispénseme... He ido a visitar al canónigo, y me ha convidado... obligándome a comer...
Se encuentra muy molesto; le ahoga la ira. La sopa huele muy bien y el pescado tiene un aspecto de lo más apetitoso. Prueba dejar libre su mano derecha tapándose la condecoración con la izquierda; pero le resulta incómodo. «Lo notarán; tendré la mano puesta sobre el pecho, como un tenor que se prepara a cantar. ¡Dios mío, que se acabe pronto esta comida! Iré luego al restaurante y tomaré algo.»
Después del tercer plato, levanta tímidamente los ojos hacia el francés. Tramblin está también visiblemente molesto; lo mira con un aire desconcertado, y tampoco come. Al notar que se miran mutuamente, ambos se avergüenzan y fijan los ojos en sus platos vacíos.
—La habrá visto el canalla; por su aspecto noto que la habrá visto—piensa desesperadamente Pustiagof—, y es un miserable, un chismoso; se lo contaré mañana al director.
Sirven el cuarto plato, y el quinto... Un caballero alto, con las ventanillas de la nariz anchas y velludas y los ojos pequeños, se pone en pie, se acaricia la cabeza, y exclama: «Brindo por la salud de las señoras.»
Los comensales se levantan ruidosamente y toman las copas en sus manos. Alegre «¡viva!» resuena por todas las habitaciones. Las señoras sonríen y alzan también sus copas. Pustiagof se pone a su vez en pie y coge la suya con la mano izquierda.
—Haga usted el favor, León Nicolaevitch; déle esta copa a su vecina—dice uno de los convidados al maestro—; hágala usted beber.
No hay más remedio. Pustiagof, muy a su pesar, tiene que separar la mano de su pecho para coger la copa, y la condecoración, con su arrugada cinta roja, resplandece a la luz del día. El maestro palidece, baja la cabeza y lanza una tímida mirada al francés, que lo contemplaba lleno de asombro y con aire interrogativo; sus labios sonríen astutamente, y el malestar desaparece de su semblante.
—Juli Avgestovitch—le dice el dueño al francés—; alcánceme la botella que tiene delante.
Tramblin, indeciso, alarga la mano y... ¡qué felicidad! Pustiagof ve en su pecho una condecoración. ¡Y no la de San Estanislao: la de Santa Ana! De modo que el francés ha hecho la misma trampa. Puntiagof, de contento, se echa a reír y se recuesta en su silla... Ya no tiene motivo de ocultar su condecoración: los dos han pecado; ninguno puede denunciar al otro.
—¡Ah!—murmura el dueño, al notar la condecoración en el pecho del francés.
—Es extraordinario. Qué pocos han sido condecorados en nuestra escuela—dice Pustiagof al francés—. Tenemos un personal tan numeroso, y somos los dos únicos agraciados.
Tramblin le saluda alegremente con la mano y se yergue en toda su majestad, para que de todas partes vean su solapa ornada con la condecoración de Santa Ana, de tercera categoría.
Después de la comida, Pustiagof se pasea por todos los cuartos, y de un modo satisfecho enseña a las señoritas su condecoración. Siéntese contento y satisfecho, a pesar de un cierto vacío en el estómago.
—Si lo hubiese sabido antes—piensa mirando con envidia la Santa Ana del francés, que habla con el dueño respecto a condecoraciones—, habría pedido la de San Vladimiro. ¡He sido un bobo!
Esta sola idea le molesta un tanto. Por lo demás, es completamente feliz.