La conciencia del sexo

​El Museo universal​ (1868)
La conciencia del sexo
 de A. Ribot y Fontseré.

Nota: Se ha conservado la ortografía original.

De la serie: TIPOS SOCIALES.

LA CONCIENCIA DEL SEXO.

Pocos son en el mundo los que tienen la conciencia de su edad, la conciencia de su posición social y la conciencia de su sexo.

Pero hablemos en términos menos absolutos, y en lugar de decir que son pocos los que tienen estas conciencias, digamos que son muchos los que de ellas carecen.

Tantos son, que resumen en sí la responsabilidad de casi todos los achaques sociales de que adolece el género humano. Se puede decir que, desde Plauto hasta nuestros dias, son los tipos que se han ofrecido principalmente á la pedestre musa y á los pintores de costumbres para escitar su vis cómica.

¿Hay alguna ridiculez que mas se preste al lápiz de un caricaturista ingenioso que los viejos verdes y los mozos maduros, los ricos avarientos que se hacen el pobre y los pobres fachendosos que se hacen el rico, las mujeres varoniles y los hombres afeminados?

De todos esos tipos nos ocuparemos un dia ú otro. Por hoy debemos limitarnos á llamar la atención sobre las mujeres que carecen de la conciencia de su sexo.

¿Quién, al ver á una mujer dedicada á las rudas faenas del campo ó á los profundos trabajos del espíritu, no huye azorado con la velocidad del anemodromo, gritando como un exorcista: Fugite partes adversae?

Una mujer que caza, que maneja la pistola ó el florete, que monta á caballo, aunque sea á mujeriegas, ó que tiene algunos pespuntes de literata, no es mujer, es una apóstata de su sexo. Las literatas, sobre todo, inspiran a un tio nuestro tal antipatía y aversión que, tan hombre como es, suele decir á sus diez hijos que prefiere á que se casen con una literata que se casen con otro hombre. Es seguro que si tuviese el ingenio de M. Alfonso Karr, se le hubiera ocurrido decir, como al célebre novelista, que las mujeres literatas producen á la vez dos males, siendo uno de ellos el aumentar el número de libros y el otro el disminuir el número de mujeres.

Pero esas apreciaciones rebuscadas, que revelan el gracejo del que se las permite y no deben considerarse como hijas de una convicción íntima, son en nuestro concepto muy exageradas. Confesamos, no obstante, que aunque en la mano de una mujer está mejor una pluma que, un látigo ó una azada, mejor está que una pluma, una sombrilla ó un abanico, y mejor aun una aguja ó la cuenta de la lavandera.

Los penosos ejercicios corporales é intelectuales desmujerizan á la mujer, la virilizan; adulteran y borran los atributos de su sexo, (influyendo, no sólo en el menoscabo de sus caracteres morales, sino que también en el de sus caracteres físicos.

La mujer tiene obligación de conservarse tan hermosa como pueda y de no acelerar su decrepitud y su ruina. Debe preservarse de la intemperie, para que el sol y el aire y las vicisitudes atmosféricas no curtan su cutis y la priven prematuramente de su característica delicadeza y tersura.

Ha de ser como esas plantas delicadas que á fuerza de asiduidad y cuidados florecen en los invernáculos.

Rousseau, tan admirador como era de la naturaleza y tan opuesto á todas las desigualdades artificiales y de pura convención, prefería, tal vez por lo mismo, las señoras de la ciudades á las mujeres rústicas y campesinas.

Porque en realidad, está mas cerca de la naturaleza, y obedece mejor las prescripciones de ésta, la mujer que cuida mucho de su persona y se pone de veinte mil alfileres, que la que abandona sus atractivos á merced del azar y no los defiende de los continuos ataques de los agentes esteriores.

El primer deber de las mujeres, es ser hermosas, es decir, ser mujeres.

Que si en su cabeza se anticipa á la edad de las canas alguna cana, que si en su rostro se anticipa a la edad de las arrugas alguna arruga, procedan estas precocidades ó pródromos de la vejez del ejercicio de sus funciones de mujer, y no se puedan en manera alguna atribuir á haber usurpado las funciones de los hombres. Que envejezcan prematuramente por haber dado á luz muchas criaturas, y no por haber dado á luz muchos libros.

Una escritora célebre, que no había gozado de las delicias de la maternidad, como sucede con frecuencia á las mujeres que se humanizan, quae homines factoe sunt, preguntó un dia al primer Napoleón, esperando de él una respuesta que halagase su vanidad de literata, cuáles eran en su concepto las mujeres mas meritorias.

—Las que mas hijos echan al mundo,—contestó el emperador con desenfado.

La contestación nos parecería magnífica, sí en lugar de haberla dado el César francés, que deseaba sin duda que las mujeres pariesen muchos hijos para tener él mucha carne de cañon al servicio de sus cálculos ambiciosos, hubiese salido de la boca de uno de esos grandes iniciadores que sólo aspiran á la prosperidad de los pueblos á cuyo frente les ha colocado su genio ó su fortuna.

Dan un sentido epigramático á la respuesta del primer Napoleón las circunstancias que concurrían en la persona que le dirigió la pregunta, y que hemos ya manifestado. Era una escritora que no había tenido nunca ocasión de practicar los deberes y virtudes de la maternidad, no sabemos si por haber vivido siempre en estado honesto, ó sí por no haber Dios bendecido sus entrañas.

La respuesta de Napoleón prueba por lo menos que el gran conquistador simpatizaba poco con las literatas, lo que nada malo arguye contra ellas, pues es sabido que Napoleón no simpatizaba tampoco mucho que digamos con los literatos, á quienes comprendió en el anatema fulminado bajo el primer imperio contra los filósofos, motejados por él con el sobrenombre de ideólogos. En cambio, le gustaban los cómicos, sin duda porque él de cómico tenia mucho mas que de literato. Similis similem quoerit.

No podemos abstenernos de terciar en la cuestión y emitir nuestro parecer aunque nadie nos lo pida, y se nos tache por ende de entrometidos y oficiosos. Estamos en nuestro derecho. La mujer es la mitad del hombre, dimidia pars hominis, y de consiguiente, quod mulierium est a nobis alienum non putamus. Demostrado el derecho de consignar nuestra opinión, vamos á manifestarla sin tapujos.

Convenimos con el fundador de la dinastía Napoleónica en que la mujer mas meritoria es la que mas hijos tiene. La misión de la mujer es tener hijos, y esta misión, cuyo desempeño requiere sacrificios y actos de abnegación de tal magnitud que no alcanza á medirlos la mente del hombre, porque el hombre es demasiado egoísta para comprender ciertos heroísmos, exige de la mujer que ponga de su parte cuanto pueda para sacar de su belleza todo el partido posible, dedicando todos sus afanes á su conservación y aumento.

La afectación de muchas jóvenes, aficionadas á emperifollarse con esceso, es no mas que la exageración, ó la aberración tal vez, de un instinto que es común á todas ellas. Inconscientemente poseen todas este instinto de agradar, que se relaciona íntimamente con la vida de reproducción perpetuadora de la especie.

Por eso cuando una mujer ha pasado ya de la edad crítica, cuando es ya vieja, cuando los años la han vuelto ya inútil para la vida de reproducción, todos los esfuerzos que hace para reparar su belleza en decadencia la vuelven ridicula.

Por eso constituyen uno de los tipos mas grotescos las viejas presumidas y remilgadas.

La belleza en las mujeres tiene una razón de ser que desaparece con su facultad reproductora, y cuando esta facultad se agota al mismo tiempo que sus gracias, supérfluas ya faltando aquella, las debemos la consideración á que se han hecho acreedoras por los grandes dolores á que se han sometido en el cumplimiento de su misión providencial, con tal que se resignen al abandono y perpetua abdicación de unos atractivos que no deben va existir luego que ha concluido la misión que los hacia necesarios.

Si el don de agradar sobreviviese en las mujeres á su poder reproductor, las viejas usurparían á las jóvenes atribuciones que sólo a éstas corresponden, y pocos siglos bastarían para borrar la especie humana de la faz de la tierra. Verdad es que con eso se perdería bien poca cosa. Todavía no hemos podido persuadirnos de que la humanidad sirva de algo.

El deseo de agradar es de tal manera instintivo en las jóvenes, que todas poseen, aunque á grados diferentes, cierto talento para satisfacerlo. Todas poseen un arte, que pudiéramos llamar arte de la naturaleza, porque es la naturaleza quien se lo da, con el cual añaden nuevos quilates á su beldad nativa.

Este arte es en ellas innato, como en las hormigas el que emplean para construir sus moradas, que son modelos de arquitectura, no obstante carecer sus hábiles constructoras de todo título académico.

Y este arte de embellecerse, para agradar mas, que poseen todas las jóvenes, se revela no sólo en sus trages y en sus adornos, sino en sus gestos, en sus palabras, en sus actitudes, en las modulaciones de su voz, en su continente, en su manera de andar, en su manera de estar sentadas, en sus alegrías y en sus tristezas, en sus risas y en sus llantos, en sus mimos y en sus desdenes, en todos los actos, hasta los mas insignificantes y vulgares de su existencia, dedicada toda entera á un sólo objeto.

¿Creen las literatas que su cualidad de literatas acrece los atractivos que tienen como mujeres? Lo creen sin duda alguna, pues los actos todos de las mujeres no tienden nunca á otro fin; pero se equivocan miserablemente. Si el cultivo de la literatura fuese un medio mas que tuviesen las mujeres para agradar á los hombres, todas las mujeres serian literatas. Nacerían todas literatas, como nacen todas mujeres.

No hay exageración en lo que decimos; las paradojas no son de nuestro gusto. Cuanto la naturaleza ha podido dar á las mujeres en general para agradar, se lo ha dado. Les ha dado hasta el arte de hermosearse, el arte de realzar sus gracias para que parezcan mas bellas de lo que son realmente. ¿Y no había de ser en la mujer congénita la literatura, si ésta pudiese servir de algo para volverla mas simpática, cuando lo único que la naturaleza ha querido hacer de la mujer es el ser simpática por escelencia?

Si el carácter de literata de una mujer constituyese un atractivo, las literatas, que son hoy la escepcion, serian la regla.

La naturaleza se opone á que las mujeres sean literatas, y la desobediencia de algunas de ellas procede de un error de cálculo. Si fuese posible encontrar dos mujeres hermosas perfectamente iguales, tan iguales como si fuesen dos copias exactas del mismo modelo, dos estátuas vaciadas en el mismo molde, los hombres en general escogerían indistintamente á cualquiera de las dos, aunque una de ellas cultivase las letras con un éxito prodigioso, y la otra no supiese mas que la materialidad de leer y escribir como leen y escriben las que han sido educadas en un colegio cualquiera. Nada da ni quita la literatura á la mujer, considerada en sus relaciones con el otro sexo.

En cuanto á nosotros particularmente, nunca en nuestra juventud nos hubiéramos enamorado de una mujer por sus producciones literarias, aunque éstas nos hubiesen encantado. Somos entusiastas admiradores de las obras de Stael, de Sand, de Stowe, pero ninguna de estas célebres escritoras nos inspira con sus libros ningún interés que no sea del género del que nos inspiraría un hombre que los hubiese compuesto

Las mujeres, á nuestros ojos, no adquieren como mujeres ningún valor con ser escritoras. Respetamos su talento ó su genio como el de Carlos Dikens ó el de Víctor Hugo, ni mas, ni menos. No vemos á la mujer, no vemos mas que á la escritora, sin acordarnos siquiera de que tenga un sexo.

(Se continuará}

A. Ribot y Fontseré