La ciudad en el mar (Lasplaces tr.)

Nota: Traducción de Alberto Lasplaces

LA CIUDAD EN EL MAR

¡Ved! La Muerte se ha erigido un trono, en una extraña ciudad que se levanta, solitaria, muy lejos, en el sombrío occidente, donde los buenos y los malos, los peores y los mejores han ido hacia la paz eterna. Allí los templos, los palacios y las torres—torres carcomidas por el tiempo, y que no tiemblan nunca,—no se parecen en nada a las nuestras. A su alrededor, olvidadas por los vientos que no las agitan jamás resignadas bajo los cielos, reposan las aguas melancólicas.

Desde el cielo sagrado, ningún rayo desciende en la negra noche de esa ciudad; pero un resplandor reflejado por la lívida mar, invade las torres, brilla silenciosamente sobre las almenas, a lo hondo y a lo largo, sobre las cúpulas, sobre las cimas, sobre los palacios reales, sobre los templos, sobre las murallas babilónicas, sobre la soledad sombría y desde largo tiempo abandonada, de los macizos de hiedra esculpida y de flores de piedra—sobre tanto y tanto templo maravilloso en cuyos frisos contorneados se entrelazan claveles, violetas y viñas.

Bajo el cielo, resignadas, reposan las aguas melancólicas. Las torres y las sombras se confunden de tal modo que todo parece suspendido en el aire, mientras que desde una torre orgullosa, la Muerte como un espectro gigante, contempla la ciudad que yace a sus pies.

Allá los templos abiertos y las tumbas sin losa bostezan al nivel de las aguas luminosas; pero ni las riquezas que se muestran en los ojos adiamantados de cada ídolo, ni los cadáveres con sus rientes adornos de joyas, quitan a las aguas de su lecho; ninguna ondulación arruga, ¡ay de mi! todo ese vasto desierto de cristal; ninguna ola indica que los vientos puedan existir sobre otros mares lejanos y más felices; ninguna ola, ninguna ola deja suponer que han existido vientos sobre mares menos horrorosamente serenos.

Pero, he ahí que un estremecimiento agita el aire. Una onda, un movimiento se ha producido, allá abajo. Se diría que las torres se han bamboleado y se hunden, dulcemente, en la onda taciturna, como si las cimas hubieran producido un ligero vacío en el cielo brumoso. Entonces las ondas tienen una luz más roja, las horas transcurren sordas y lánguidas. Y cuando en medio de gemidos que no tengan nada de terrestres, esta ciudad sea engullida por fin y profundamente fijada bajo la mar, todavía, levantándose sobre sus mil tronos, el Infierno le rendirá homenaje.

1845.