Libro Vigésimo

El Juicio Final


CAPÍTULO PRIMERO. Que aunque Dios en todos tiempos juzga, en este libro señaladamente se trata de su último juicio
CAPÍTULO II. De la variedad de las cosas humanas, en las cuales no podemos decir que falta el juicio de Dios, aunque no lo alcance nuestro discurso.
CAPÍTULO III. Qué es lo que dijo Salomón en el libro del «Eclesiastés» de las cosas que son comunes en esta vida a los buenos y los malos
CAPÍTULO IV. Que para tratar del juicio final de Dios se alegarán, primero los testimonios del Testamento Nuevo, y después, los del Viejo
CAPÍTULO V. Con qué autoridades de nuestro Salvador se nos declara que ha de haber juicio divino al fin del mundo
CAPÍTULO VI. Cuál es la resurrección primera y cuál la segunda
CAPÍTULO VII. De los mil años de que se habla en e Apocalipsis de San Juan, y qué es le que racionalmente debe entenderse
CAPÍTULO VIII. Sobre, atar y soltar al demonio
CAPÍTULO IX. En qué consiste el reino en que reinarán los santos con Cristo por mil años, y en qué se diferencia del reino eterno
CAPÍTULO X. Cómo se ha de responder a los que piensan que la resurrección sólo pertenece a los cuerpos y no a las almas
CAPÍTULO XI. De Gog y de Magog, a quienes al fin del siglo ha de mover el demonio, y suelto, contra la Iglesia de Dios
CAPÍTULO XII. Si pertenece al último castigo de los malos lo que dice: que bajó fuego del cielo, y los consumió
CAPÍTULO XIII. Si se ha de contar entre los mil años el tiempo de la persecución del Anticristo
CAPÍTULO XIV. De la condenación del demonio con los suyos, y sumariamente de la resurrección de los cuerpos de todos los difuntos y del juicio de la última retribución
CAPÍTULO XV. Qué muertos son los que dio el mar para el juicio, o cuáles son los que volvió la muerte y el infierno
CAPÍTULO XVI. Del nuevo cielo y de la nueva tierra
CAPÍTULO XVII. De la glorificación, de la Iglesia sin fin después de la muerte
CAPÍTULO XVIII. Que es lo que el Apóstol San Pedro predicó del último y final juicio de Dios
CAPÍTULO XIX. De lo que el Apóstol San Pablo escribió a los tesalonicenses, y de la manifestación del Anticristo, después del cual seguirá el día del Señor
CAPÍTULO XX. Que es lo que San Pablo, en la primera epístola que escribe a los tesalonicenses, enseña de la resurrección los muertos
CAPÍTULO XXI. Qué es lo que el profeta Isaías dice de la resurrección de los muertos y, de la retribución del Nido
CAPÍTULO XXII. Cómo debe de entenderse la salida de los santos a ver las penas de los malos
CAPÍTULO XXIII. Qué es Lo que profetizó Daniel de la persecución del Anticristo, del juicio de Dios y del Reino de los Cielos
CAPÍTULO XXIV. Lo que está profetizado en los Salmos de David sobre el fin del mundo, y el último y final juicio de Dios
CAPÍTULO XXV. De la profecía de Malaquías en que se declara el último y final juicio de Dios; y quienes son los que dice que se han de purificar con las penas del purgatorio
CAPÍTULO XXVI. De los sacrificios que los santos ofrecerán a Dios; los cuales han de agradarle como le agradaron los sacrificios en los tiempos pasados y años primeros
CAPÍTULO XXVII. Del apartamiento de los buenos y de los malos, por el cual se declara la división que habrá en el juicio final
CAPÍTULO XXXVIII. Que la ley de Moisés debe entenderse espiritualmente, para que, entendiéndola carnalmente, no se incurra en murmuraciones reprensibles
CAPÍTULO XXIX. De la venida de Ellas antes del juicio y cómo descubriendo con su predicación los secretos de la divina Escritura, se convertirán los judíos
CAPÍTULO XXX. Que en el Testamento Viejo, cuando leemos que Dios ha de venir a juzgar, debemos entender que es Cristo


CAPÍTULO PRIMERO. Que aunque Dios en todos tiempos juzga, en este libro señaladamente se trata de su último juicio

Habiendo de tratar del último día del juicio de Dios, con los eficaces auxilios del Señor, y de confirmarlo y defenderlo contra los impíos e incrédulos, debemos primeramente sentar, como fundamento sólido de tan elevado edificio, los testimonio divinos.
Los que no quieren prestarles su asenso procuran impugnarlos con razones fútiles, humanas, falsas y seductoras, a fin de probar que significan otra cosa las autoridades que citamos de la Sagrada Escritura, o negar del todo que nos lo dijo y anunció Dios. Porque, en mi concepto, no hay hombre mortal que los examine, según se halIan declarados, y creyere que los profirió el sumo y verdadero Dios por medio de sus siervos, que no les reconozca autenticidad y veracidad, ya los confiese con la boca, ya por algún vicio propio, se ruborice o tema confesarlo; ya pretenda defender obstinadamente con una pertinacia rayan a en demencia lo que cree ser cierto.
Lo que confiesa y aprueba toda la Iglesia del verdadero Dios: que Cristo ha de descender de los cielos a juzgar a los vivos y a los muertos, éste decimos será el último día del divino juicio, es decir, el último tiempo. Porque aunque no es cierto cuántos días durará este juicio, ninguno ignora, por más ligeramente que haya leído la Sagrada Escritura, que en eIla se suele poner el día por el tiempo.
Cuando decimos el día del juicio de Dios, añadimos el último o el postrero, porque también al presente juzga, y desde el principio de la creación del hombre juzgó, desterrando del Paraíso y privando del sazonado fruto que producía el árbol de la vida a los primeros hombres, por la enorme culpa que cometieron; y también juzgó: «Cuando no perdonó a los ángeles transgresores de sus divinas leyes», cuyo príncipe, pervertido por sí mismo, con singular envidia pervierte a los hombres; ni sin profundo, impenetrable y justo juicio de Dios, lo mismo en el cielo aéreo, que en la tierra, la miserable vida, así de los demonios como de los hombres, está tan colmada de errores y calamidades; Pero aun cuando ninguno pecara, no sin recto y justo juicio conservara Dios en la eterna bienaventuranza todas las criaturas racionales que con perseverancia se hubieran unido con su Señor.
Juzga también, no sólo al linaje de los demonios y de los hombres, condenándolos a que sean infelices por el mérito de los primeros pecadores, sino las obras propias que cada uno hace mediante el libre albedrío de su voluntad. Porque también los demonios ruegan en el infierno que no los atormenten; y, ciertamente, que no sin justo motivo, no se les perdona, mas, según su maldad, se da a cada uno su respectivo tormento y pena. Y los hombres, casi siempre clara y a veces ocultamente, pagan siempre por juicio de Dios las penas merecidas por sus culpas, ya sea en esta: vida, ya después de la muerte, aunque no hay hombre que proceda bien y con rectitud sin auxilios y favor divino, ni hay demonio ni hombre que haga mal sin el permiso del divino y justo juicio de Dios, pues, como dice. el Apóstol: «No hay injusticia en Dios», y como añade en otro lugar: «Incomprensibles son los juicios de Dios e investigables sus altas disposiciones.»
No trataremos, pues, en este libro de aquellos primeros juicios de Dios ni de estos medios, sino que, con el favor e ilustración del Espíritu Santo, hablaremos del último juicio cuando Cristo ha de venir del cielo a juzgar a los vivos y a los muertos. Este día propiamente se llama del juicio, porque No habrá lugar en él para la queja o querella de los ignorantes de que por qué el malo es feliz y el bueno infeliz. Entonces solamente la de los buenos será tenida por verdadera y cumplida felicidad y la de los malos por digna y suma infelicidad.

CAPÍTULO II. De la variedad de las cosas humanas, en las cuales no podemos decir que falta el juicio de Dios, aunque no lo alcance nuestro discurso.

Pero ahora no sólo aprendernos a llevar con paciencia los males, que padecen y sufren también los buenos, sino a estimar en mucho los bienes, lo que consiguen igualmente los malos, y así, aun en las cosas donde no advertimos la justicia divina, se hallan documentos divinos para nuestra salud.
Porque ignoramos por qué juicio de Dios el que es bueno es pobre, y el que es malo es rico; que éste viva alegre, de quien pensarnos que por su mala vida debiera estar consumido de tristeza, y que ande melancólico el otro, cuya loable vida nos persuade que debiera vivir alegre; que el inocente salga de los tribunales, no sólo sin que se le dé la justicia que merece su causa, sino condenado, ya sea oprimido por la iniquidad del juez, ya convencido con testigos falsos, y que, por el contrario, su rival, perverso en realidad, salga, no sólo sin castigo, sino que, libre y triunfando, se burle y mofe de él; que el malo disfrute de una salud robusta y al bueno le consuman los achaques y dolencias; que los jóvenes bandidos que roban y saltean anden muy sanos y que los que a ninguno supieron ofender, ni aun de palabra, los veamos afligidos con varias molestias y horribles enfermedades; que a los niños que fueran útiles en el mundo no los permita la muerte lograr la vida y que los que parece que no debieran ni nacer gocen y vivan dilatados años; que al que está cargado de culpas y excesos le eleven a honras y dignidades. Y que el que es irreprensible en su conducta esté oscurecido en las- tinieblas del deshonor, y todo lo demás que se experimenta semejante a estas desigualdades, que sería imposible resumir y relatar aquí.
Si esto tuviera en su sinrazón constancia, de forma que en esta vida (en la cual el hombre, como dice el real Profeta, «se ha hecho un retrato de la vanidad y sus días Se pasan como sombra») no gozasen de estos bienes transitorios y terrenos sino los malos, ni tampoco padeciesen semejantes males sino los buenos, pudiérase referir esto al justo o al benigno juicio de Dios, a fin de que los que no habían de que los que no habían de gozar de los bienes eternos, considerándose bienaventurados con los temporales, o quedasen burlados o engañados por su culpa y malicia, o por la misericordia de Dios les sirviesen de algún consuelo; y los que no habían de sufrir los tormentos eternos fuesen en la tierra afligidos por sus pecados, cualesquiera que fuesen, o por pequeños que fuesen o fueran ejercitados con los males, para la perfección de las virtudes.
Pero como ahora no sólo a los buenos les sucede mal y a los males bien, lo cual nos parece injusto, sino que también a los malos muchas veces les sucede mal y a los buenos bien, vienen a ser más incomprensibles los juicios de Dios y sus altas disposiciones más difíciles de penetrar.
Por eso, aunque no sepamos la razón por qué Dios hace semejantes cosas, o por qué permite que se hagan, habiendo en él suma potencia, suma sabiduría y suma justicia, y no habiendo ninguna flaqueza, ninguna temeridad y ninguna injusticia, sin embargo, con esto nos da saludables documentos para que no estimemos en mucho los bienes o los males que vemos son comunes a los buenos y a los malos, y para que busquemos los bienes que son propios de los buenos y huyamos particularmente aquellos males que son propios de los malos.
Pero cuando estuviéremos en aquel juicio de Dios, cuyo tiempo unas veces se llama con grande propiedad el día del juicio y otras el día del Señor, echaremos de ver que no sólo lo que entonces se juzgare, sino también todo lo que hubiere juzgado desde el principio del mundo, y lo que todavía se hubiere de juzgar hasta aquel día, ha sido con equidad y justicia. Donde asimismo advertiremos con cuán justo juicio de Dios sucede que se le escondan ahora y pasen por alto al sentido y juicio humano tantos, y casi todos los juicios de Dios, aunque en este particular no se los esconda a los fieles, que es justo lo que se les oculta y no pueden penetrar.

CAPÍTULO III. Qué es lo que dijo Salomón en el libro del «Eclesiastés» de las cosas que son comunes en esta vida a los buenos y los malos

En efecto, Salomón, aquel sapientísimo rey de Israel, que reinó en Jerusalén, así comenzó el libro que se intitula el Eclesiastés, y es uno de los que tienen los judíos comprendidos en el Canon de los libros sagrados: «Vanidad de vanidades, y todo vanidad ¿Qué cosa importante saca el hombre de todo el trabajo que emplea debajo del sol?» Y enlazando con esta sentencia todo lo demás que allí dice refiriendo las penalidades y errores de esta vida, y cómo corre y pasa en el ínterin el tiempo, en el que no se posee cosa que sea sólida ni estable; entre aquella vanidad de las cosas criadas debajo del sol, se queja también, ea cierto modo, de que «haciendo tanta ventaja la sabiduría a la ignorancia cuanta la hace la luz a las tinieblas y siendo el sabio perspicaz y prudente y el necio e ignorante ande a oscuras a ciegas con todo, todos corran una misma fortuna en esta vida que se pasa debajo del sol»; significándonos, en efecto, que los males que vemos son comunes a los buenos y a los malos.
Dice también de los buenos que padecen calamidades como si fueran malos, y que éstos, como si fueran buenos, gozan de los bienes, con estas palabras: «Hay otra vanidad, dice, de ordinario en la tierra: que hay algunos justos a quienes sucede como si hubieran vivido como impíos, y hay algunos impíos a quienes sucede como si hubieran vivido como justos, lo que lo tuve asimismo por vanidad.» Y para intimarnos y notificarnos esta vanidad en cuánto le pareció suficiente, consumió el sapientísimo rey todo este libro, y no con otro fin sino con el de que deseemos aquella vida que no tiene vanidad debajo del sol, sino que tiene y manifiesta la verdad debajo de aquel que crió este sol. Con esta vanidad, pues, ¿acaso no se desvanecería el hombre, que vino a ser semejante a la misma vanidad, si no fuera por justo y recto juicio de Dios? Con todo, durante el tiempo de esta su vanidad, importa mucho si resiste u obedece a la verdad, y si está ajeno de la verdadera piedad y religión, o si participa de ella, no con fin de adquirir y gozar de los bienes de esta vida, m por huir de los males que pasan, sino por el juicio que ha de venir, por cuyo medio no sólo los buenos llegarán a tener los bienes, sino también los malos los males perpetuos y perdurables.
Finalmente, este sabio concluye dicho libro en tales términos, que viene a decir: «Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es ser un hombre cabal y perfecto, pues todo lo que pasa en la tierra, bueno o malo, lo pondrá Dios en tela de juicio, aun lo más despreciado.» ¿Qué pudo decirse más breve, más verdadero y más importante? Temerás, dice, a Dios, y guardarás sus mandamientos, porque esto es todo el hombre. Pues cualquiera que obrare así, sin duda que es fiel observante de los mandatos de Dios, y el que esto no es, nada es, puesto que no se acomoda a la imagen de la verdad, sino que queda en la semejanza de la vanidad. Porque toda esta obra, esto es, todo cuanto hace el hombre en esta vida, o bueno o malo, lo pondrá Dios en tela de juicio, aun lo más despreciable y aun al más despreciado, esto es, a cualquiera que, nos parece aquí despreciado, y por eso pase aquí inadvertido, porque a éste también le ve Dios y no le desprecia, ni cuando juzga se le pasa entre renglones sin hacer caso de él.

CAPÍTULO IV. Que para tratar del juicio final de Dios se alegarán, primero los testimonios del Testamento Nuevo, y después, los del Viejo

Los testimonios que pienso citar en confirmación de este último juicio de Dios los tomaré primeramente del Testamento Nuevo, y después alegaré los del Viejo; pues aunque los antiguos sean primeros en tiempo, deben preferirse los nuevos por su dignidad, porque los viejos son pregones que se dieron de los nuevos. Así que, ante todo, aduciremos los nuevos, y para su mayor confirmación extractaremos también algunos de los viejos.
Entre éstos se numeran la ley y los profetas, y entre los nuevos el Evangelio y las letras y escritos apostólicos. Por eso dice San Pablo: «que por la ley se nos manifestó el conocimiento del pecado; pero que ahora sin la ley se nos ha demostrado la justicia de Dios, la cual nos pregonaron y testificaron la ley y los profetas, y la justicia de Dios es la que se nos da por fe de Jesucristo a todos cuantos crecen en él». Esta justicia de Dios pertenece al Nuevo Testamento, y tiene su testimonio y comprobación en el Viejo, esto es, en la ley y los profetas, por lo que pondremos primero la causa, después alegaremos los testigos. Es orden es también el que Jesucristo nos muestra debemos observar, cuando dijo «que el doctor que es sabio para predicar el reino de Dios, es semejante a un padre de familia que de su despensa o tesoro hace sacar lo nuevo lo viejo». No dijo lo viejo y lo nuevo como lo hubiera dicho, sin duda, si no quisiera guardar mejor el orden de los méritos que el de los tiempos.

CAPÍTULO V. Con qué autoridades de nuestro Salvador se nos declara que ha de haber juicio divino al fin del mundo

Reprendiendo el mismo Salvador las ciudades en donde había practicas y obrado grandes virtudes, prodigios milagros, y, sin embargo, no había creído, y anteponiendo a éstas las cualidades de los gentiles, dice así: «verdad os digo, con menos rigor ser tratadas las ciudades de Tiro y Sidón el día del juicio que vosotros». Y poco después, hablando con otra ciudad «En verdad te digo que con menos rigor y más blandura se procederá con la tierra de los de Sodoma el día del juicio que contigo.» En este texto, evidentemente, declara que ha de venir día del juicio; y en otra parte: «Los ninivitas, dice, se levantarán el día del juicio contra esta gente y la condenarán porque hicieron penitencia con predicación de Jonás, y ved aquí otro que es más que Jonás. La reina del Austro se levantará el día del juicio contra esta gente, y la condenará, porque ella vino desde lo último del orbe a oír la sabiduría de Salomón, y ved aquí otro que es más que Salomón.» Dos cosas nos enseña en este lugar que vendrá el día del juicio, y que vendrá con la resurrección de los muertos, porque cuando decía esto de los ninivitas y de la reina del Austro sin duda que hablaba de los muertos, los cuales dijo que habían de resucitar el día del juicio. Pero tampoco hemos de entender que dijo «y los condenarán» porque ellos hayan de ser jueces, sino porque en comparación de ellos, con razón serán condenados.
En otro lugar, hablando de la confusión que hay en la actualidad entre los buenos y los malos, y de la distinción que habrá después, que sin duda será el día del juicio, trajo una parábola o semejanza del trigo sembrado y de la cizaña que nació entre él, y declarando esta alusión a sus discípulos, dice «El que siembra la buena semilla es el hijo del hombre, y el campo o barbecho es este mundo. La buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña es el demonio; la cosecha es la consumación y fin del siglo, y los segadores los ángeles; así, pues, como se coge la cizaña y la queman con el fuego, así sucederá en el fin del siglo. Enviará el hijo del hombre sus ángeles, y entresacarán de su reino todos los escándalos, y a todos los que viven mal, y los echarán en el fuego; allí será, el gemir y crujir de dientes; entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su padre. El que tiene oídos para oír, oiga.» Aquí, aunque no nombre el juicio o el día del juicio, sin embargo, le egresó mucho más, declarándole con los mismos sucesos, y dice que será en el fin del siglo.
También dijo a, sus discípulos: «Con verdad os digo que vosotros, que me habéis seguido en la regeneración, cuando el Hijo del hombre estará sentado en la silla de su majestad, estaréis también sentados vosotros en doce sillas, juzgando las doce tribus de Israel». De esta doctrina inferimos que Jesucristo ha de juzgar con sus discípulos.
En otra parte dijo a los judíos: «Si yo lanzo los demonios en nombre de Belzebú, vuestros hijos, ¿en nombre de quién los lanzan? Por eso ellos serán vuestros jueces.»
No porque dice que han de sentarse en doce sillas debemos presumir que solas doce personas han de ser las que han de juzgar con Cristo, pues en el número de doce se nos significa cierta multitud general de los que han de juzgar por causa de las dos partes del número septenario, con que las más de las veces se significa la universidad, cuyas dos partes es, a saber: el tres y el cuatro, multiplicados uno por otro, hacen doce, porque cuatro veces tres y tres veces cuatro son doce, sin hablar de otras razones que se podrían encontrar en el número duodenario para probar este propósito. Pues, de otro modo, habiendo ordenado por Apóstol, en lugar del traidor Judas, a San Matías, el Apóstol San Pablo, que trabajó más que todos ellos, no tendría dónde sentarse a juzgar, y él, sin duda, manifiesta que le toca con los demás santos ser del número de los jueces, diciendo: «¿No sabéis que hemos de juzgar los ángeles?» También de parte de los mismos que han de ser juzgados existe igual razón por lo que respecta al número duodenario, pues no porque dice, para juzgar las doce tribus de Israel, la tribu de Leví, que es la decimotercera, ha de quedar sin ser juzgada por ellos, o han de juzgar solamente a aquel, pueblo, y no también a las demás gentes. Con lo que dice de la regeneración, ciertamente quiso dar a entender la universal resurrección de todos los muertos, porque se reengendrará nuestra carne por la incorrupción, como reengendró nuestra alma por la fe.
Muchas particularidades omito que parece se dicen del último juicio; pero consideradas con atención, se halla que son ambiguas y dudosas, o, que pertenecen más a otras cosas, es a saber: o a la venida del Salvador, que por todo, este tiempo viene en su Iglesia, esto es, en sus miembros parte por parte, y paulatinamente, porque toda ella es su cuerpo; o a la destrucción y desolación de la terrena Jerusalén, pues cuando habla de ésta, habla, por lo general, como si hablara del fin del siglo, y de aquel último y terrible día del juicio. De suerte que no se puede echar de ver de ningún modo, si no se coteja entre sí todo lo que los tres evangelistas, Mateo, Marcos y Lucas, sobre esto dicen, por cuanto uno dice algunas cosas con más oscuridad, y otro las explica más, para que las que aparecen concernientes a una misma cosa, se advierta cómo y en qué sentido las dicen; lo cual procuré hacer en una carta que escribí a Hesiquio, de buena memoria, obispo de la ciudad de Salona, cuyo título es Sobre el fin de este siglo.
Debo insertar aquí lo escrito en el Evangelio de San Mateo acerca de la división que se hará de los buenos y de los malos en el rigurosísimo y postrimero juicio de Cristo: «Cuando -dice- viniere el Hijo del Hombre con toda su majestad, acompañado de todos los ángeles, entonces se sentará en su trono real, y se congregarán ante su presencia todas las gentes: Él apartará a los unos de los Otros, como suele apartar el pastor las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su diestra y los cabritos a la siniestra. Entonces dirá el Rey a los que estarán a su diestra: «Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino que está prevenido para vosotros desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis y hospedasteis en vuestra casa; estando desnudo, me vestisteis; estando enfermo, me Visitasteis, y estando en la cárcel, me vinisteis a ver.» Entonces le responderán los justos, y dirán: «¿Cuándo os vimos, Señor, con hambre, y os dimos de comer? ¿Cuándo con sed, y os dimos de beber? ¿Y cuándo os vimos peregrino, y os acogimos y hospedamos? ¿O desnudo, y os vestimos? ¿O cuándo os vimos enfermo o en la cárcel, y os fuimos a ver?» Y les responderá el Rey diciendo: «En verdad os digo, y es así, que todo cuanto habéis hecho con uno de estos mis más mínimos hermanos, lo habéis hecho conmigo.» Entonces dirá también a los que estarán a su mano izquierda: «Idos, apartaos, alejaos de mí, malditos, al fuego eterno que se dispuso para el diablo y sus ángeles». Después censurará a estos otros porque no hicieron las cosas que dijo haber hecho los de la mano derecha. Y preguntándole ellos también cuándo le vieron padecer alguna de las necesidades indicadas, responden que lo que no se hizo con uno de sus más mínimos hermanos, tampoco se hizo con el Señor. Y concluyendo su discurso: «Estos, dice, irán a los tormentos eternos, y los justos a la vida eterna.» Pero el evangelista San Juan claramente refiere que dijo que en la universal resurrección de los muertos había de ser el juicio, porque habiendo dicho: «Que el Padre no juzgará Él solo a ninguno, sino que el juicio universal de todos le tiene dado y encargado a su Hijo, queriendo que sea juez juntamente con Él, para que así sea honrado y respetado por todos el Hijo como lo es el Padre, porque Quien no honra al Hijo no honra al Padre, que envió al Hijo»; añadió: «En verdad os digo, que el que oye mi palabra y cree a Aquel que me envió, tiene vida eterna y no vendrá a juicio, sino que pasará de la muerte a la vida.» Parece que en este lugar dice también que sus fieles no vendrán a juicio. Pero ¿Cómo ha de ser cierto que por el juicio han de dividirse y apartarse de los malos, y han de estar a su mano derecha, sino porque en este pasaje puso el juicio por la condenación? Pues a semejante juicio no vendrán los que oyen su palabra y creen a aquel Señor que le envió.

CAPÍTULO VI. Cuál es la resurrección primera y cuál la segunda

Después prosigue, y dice: «En verdad, en verdad os digo que ha llegado la hora, y es ésta en que estamos, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán, porque así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así la dio también al Hijo para que la tuviese en sí mismo.» No habla aquí de la segunda resurrección, es a saber, de la de los cuerpos, que ha de ser al fin del mundo, sino de la primera, que es ahora, porque para distinguirla dijo: «Ha venido la hora, y es ésta en que estamos», la cual no es la de los cuerpos, sino la de las almas, puesto que igualmente las almas tienen su muerte en la impiedad y en los pecados. Y según esta muerte, murieron, y son los muertos de quienes el mismo Señor dice: «Deja a los muertos que entierren a sus muertos»; es decir, que los muertos en el alma entierren a los muertos en el cuerpo.
Así que, por estos muertos en el alma con la impiedad y pecado, ha venido, dice, la hora, y es ésta en que estamos, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán. Los que la oyeren, dijo, los que la obedecieren, los que creyeren y perseveraren hasta el fin. Pero tampoco hizo aquí diferencia de los buenos y de los malos, porque para todos es bueno oír su voz y vivir, y pasar de la muerte de la impiedad a la vida de la piedad y amistad de Dios. De esta muerte habla el Apóstol, cuando dijo: «Luego todos están muertos y uno murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que murió por ellos y resucitó.» Así que todos murieron y estaban muertos en los pecados, sin excepción de ninguno, ya fuese en los originales, ya en los que incurrieron por su voluntad, ignorando o sabiendo y no practicando lo que era justo, y por todos los muertos murió uno que estaba vivo, esto es, uno que no tuvo especie alguna de pecado, para que los que consiguieren vida por la remisión de los pecados, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió por todos nuestros pecados y resucitó por nuestra justificación, a fin de que, creyendo en el que justifica al impío, justifica dos y libres de nuestra impiedad, como quien vuelve de la muerte a la vida, podamos ser del número de los que pertenecen a la primera resurrección de las almas, que se hace ahora. Porque a esta primera no pertenecen sino los que han de ser bienaventurados para siempre, y a la segunda, de la que hablará después, manifestará pertenecen los bienaventurados y los infelices. Esta resurrección es de misericordia, y la otra de juicio. Por eso dijo el real Profeta: «Celebraré, Señor, tu misericordia y tu juicio.»
De este juicio, prosigue diciendo:«Y le dio poder para juzgar, porque es hijo de hombre.» Aquí nos declara que ha de venir a juzgar en la misma carne en que vino para ser juzgado, pues por eso dice: porque es hijo de hombre; y enseguida añade, a propósito de lo que tratamos: «No os maravilléis de esto, porque ha de venir hora en la cual todos los que están en las sepulturas han de oír la voz del Hijo de Dios, y saldrán y resucitarán los que hubieren hecho buenas obras, para la resurrección de la vida, y los que las hubieren hecho malas, para la resurrección del juicio.» Este es aquel juicio que poco antes, como ahora puso en vez de condenación, diciendo: «El que oye mi palabra y cree a Aquel que me envió, tiene vida eterna y no vendrá a juicio, sino que pasará de la muerte a la vida.» Esto es, alcanzando la primera resurrección con que al presente se pasa de muerte a vida, no vendrá a la condenación, la cual significó bajo el nombre de juicio; como también en este lugar donde dice: «y los que las hubieren hecho malas, para la resurrección del juicio, esto es, de la condenación.
Resucite, pues, en la primera el que no quisiere ser condenado en la segunda resurrección, porque ha venido la hora, y es ésta en que estamos, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán, esto es, no serán condenados, que es la segunda muerte, en la cual serán lanzados y despeñados después de la segunda resurrección, que ser la de los cuerpos, los que en la primera, que es la de las almas; no resucitan.
Vendrá ahora (y no añade «es ésta en que estamos», porque será el fin del siglo, esto es, el final y grande juicio de Dios), cuando todos los muertos que estuvieren en la sepultura oirán su voz, saldrán y resucitarán No dijo aquí como en la primera resurrección, «y los que oyeren», vivirán, porque no todos vivirán, es saber, con aquella vida, la cual, por cuanto es bienaventurada, se ha llamar sólo vida; pues, en efecto, Si alguna vida no pudieran oír y salir de las sepulturas, resucitando la carne.
Y la razón porque no vivirán todos la declara en lo que sigue: «Saldrán dice, los que hubieren hecho buenas obras a la resurrección de la vida: éstos son los que vivirán; pero los que las hubieren hecho malas, a la resurrección del juicio, éstos son los que no vivirán, porque morirán con la segunda muerte. Porque, en efecto, hicieron obras malas, pues vivieron mal, y vi vieron mal porque en la primera resurrección de las almas que se hace a presente, no quisieron revivir, o habiendo revivido, no perseveraron hasta el fin.»
Así que, como hay dos regeneraciones, de las cuáles ya hemos hablado arriba, la una según la fe, que se consigue en la actualidad por el bautismo la otra, según la carne, la cual vendría ser en su incorrupción e inmortalidad por medio del grande y fina juicio de Dios; así también hay de resurrecciones: la una, primera, que tiene lugar ahora, y es de las almas que nos libra de que lleguemos a muerte segunda; y la otra, segunda, que no sucede ahora, sino será al fin del siglo, y tampoco es de las almas, sine de los cuerpos, la cual, por medio del juicio final, a unos destinará a la segunda muerte y a otros a la vida que no tiene muerte.

CAPÍTULO VII. De los mil años de que se habla en e Apocalipsis de San Juan, y qué es le que racionalmente debe entenderse

De estas dos resurrecciones habla de tal manera en el libro de su Apocalipsis el evangelista San Juan, que la primera de ellas algunos de nuestros escritores no sólo no la han entendido, sino que la han convertido en fábulas ridículas, porque en el libro citado dice así: «Yo vi bajar del Cielo un ángel, que tenía la llave del abismo y una grande cadena en su mano; él. tomó al dragón, la serpiente antigua, que es el Diablo y Satanás, y le até por mil años, y habiéndole precipitado al abismo, le encerró en él y lo sellé, para que no seduzca más a las naciones, hasta que sean cumplidos los mil años, después de lo cual debe ser desatado por un poco de tiempo. Vi también unos tronos, y a los que se sentaron en ellos se les dio el poder de juzgar. Vi más, las almas de los que habían sido decapitados por haber dado testimonio a Jesús. y por la palabra de Dios, y que no adoraron la bestia ni su imagen, ni recibieron su señal en las frentes ni en las manos, y éstos vivieron y reinaron con Jesucristo mil años. Los otros muertos no volverán a la vida hasta que sean cumplidos dos mil años; ésta es la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder en ellos, y ellos serán sacerdotes de Dios y de Jesucristo, con quien reinarán mil años.»
Los que por las palabras de este libro sospecharon que la primera resurrección ha de ser corporal, se han movido a pensar así entre varias causas, particularmente por el número de los mil años, como si debiera haber en los santos como un sabatismo y descanso de tanto tiempo, es a saber, una vacación santa después de haber pasado los trabajos y calamidades de seis mil años desde que fue criado el hombre, desterrado de la feliz posesión del Paraíso y echado por el mérito de aquella enorme culpa en las miserias y penalidades de esta mortalidad. De forma que porque dice la Escritura «que un día para con el Señor es como mil años, y mil años como un día», habiéndose cumplido seis mil años como seis días, se hubiera de seguir el séptimo día como de sábado y descanso en los mil años últimos, es a saber, resucitando los santos a celebrar y disfrutar de este sábado.
Esta opinión fuera tolerable si entendieran que en aquel sábado habían de tener algunos regalos y deleites espirituales con la presencia del Señor, porque hubo tiempo en que también yo fui de esta opinión. Pero como dicen que los que entonces resucitaren han d entretenerse en excesivos banquetes canales en que habrá tanta abundancia de manjares y bebidas que no sólo n guardan moderación alguna, sino que exceden los límites de la misma incredulidad, por ningún motivo puede creer esto ninguno sino los carnales. Los que son espirituales, a los que dan crédito a tales ficciones, los llaman en griego Quiliastas, que interpretado a la letra significa Milenarios. Y porque ser asunto difuso y prolijo detenernos e refutarles, tomando cada cosa de por sí, será más conducente que declaremos ya cómo debe entenderse este pasa de la Escritura.
El mismo Jesucristo, Señor nuestro dice: «Ninguno puede entrar en casa del fuerte y saquearle su hacienda, sino atando primeramente al fuerte; queriendo entender por el fuerte al demonio, porque éste es el que pudo tener cautivó al linaje humano; y la hacienda que le había de saquear Cristo, son los que habían de ser sus fieles a los cuales poseía él presos con diferentes pecados e impiedades. Para maniatar y amarrar a este fuerte, vio Apóstol en el Apocalipsis a un ángel que bajaba del Cielo, que tenía la IIave del abismo y una grande cadena en su mano, y prendió, dice, al dragón, aquella serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás, y le ató por mil años, esto es, reprimió y refrenó poder que usurpaba a éste para engañar y poseer a los que había de pon Cristo en libertad.
Los mil años, por lo que yo alcanzo pueden entenderse de dos maneras: porque este negocio se va haciendo los últimos mil años, esto es, en sexto millar de años, como en el sexto día, cuyos últimos espacios van corriendo ahora, después del cual se ha de seguir consiguientemente el sábado que carece de ocaso o postura del si es a saber, la quietud y descanso de los santos, que no tiene fin; de manera que a la final y última parte de es millar, como a una última parte del día, la cual durará hasta el fin del siglo, la llama mil años por aquel modo particular de hablar, cuando por todo se nos significa la parte, o puso mil años por todos los años de es siglo, para notar con número perfecto la misma plenitud de tiempo. Pues número millar hace un cuadrado sólido del número denario, porqe multiplicado diez veces diez hace ciento, la cual no es aún figura cuadrada, sino llana o plana, y para que tome fondo y elevación y se haga sólida, vuélvense a multiplicar diez veces ciento y hacen mil Y si el número centenario se pone alguna vez por la universalidad o por el todo, como cuando el Señor prometió al que dejase toda su hacienda y le siguiese, «que recibirá en este siglo el ciento por uno; lo cual, a explicándolo el Apóstol en cierto modo, dice: «Como quien nada tiene y lo posee todo; porque estaba antes ya dicho, «el hombre fiel es señor de todo el mundo, y de las riquezas: ¿cuánto más se pondrán mil por la universalidad donde se halla el sólido de la misma cuadratura del denario? Así también se entiende lo que leemos en el real Profeta: «Acordóse para siempre de su pacto y testamento y de su palabra prometida para mil generaciones, esto es, para todas.
Y le echó, dice, en el abismo, es a saber, lanzó al demonio en el abismo. Por el abismo entiende la multitud innumerable de los impíos, cuyos corazones están con mucha profundidad sumergidos en la malicia contra la Iglesia de Dios. Y no porque no estuviese ya allí antes el demonio se dice. Que fue echado allí, sino porque, excluido poseer y dominar con más despotismo a los impíos, pues mucho más poseído está del demonio el que no sólo está ajeno a Dios sino que también de balde aborrece, a los que sirven a Dios.
Encerróle, dice, en el abismo, y echó su sello sobre él, para que no engañe ya a las gentes, hasta que se acaben mil años. Le encerró, quiere decir, le prohibió fue pudiese salir, esto es transgredir lo vedado. Y lo que añade: le echó su sello, me parece significa que quiso estuviese oculto, cuáles son los que pertenecen a la parte del demonio y cuáles son los que no pertenecen, cosa totalmente oculta en la tierra, pues es incierto si el que ahora parece que está en pie ha de venir a caer, y si el que parece que está caído ha de levantarse. Y con este entredicho y clausura se le prohibe al demonio y se le veda el engañar y seducir a aquellas gentes que, perteneciendo a Cristo, engañaba o poseía o antes, porque a éstas escogió Dios y el determinó «mucho antes de crear el mundo sacarlas de la potestad de las tinieblas y transferirlas al reino de su amado Hijo, como lo dice el Apóstol, ¿Y qué cristiano hay que ignorar que el demonio no deja de engañar al presente a las gentes
llevándola, consigo la las penas eternas, pero no a las que están predestinadas para la vida eterna? No debe movernos que muchas veces el demonio engaña también a los que, estando ya regenerados en Cristo, caminan por las sendas de Dios, «porque conoce y sabe el Señor los que son suyos». Y de éstos a ninguno engaña de modo que caiga en la eterna condenación. Porque a éstos los conoce el Señor, como Dios, a quien nada se le esconde ni oculta, aun de lo futuro; y no como el hombre, que ve al hombre de presente (si es que ve a aquel cuyo corazón no ve); pero lo que haya de ser después, ni aun de sí mismo lo sabe. Está atado y preso el demonio y encerrado en el abismo para que no engañe a las gentes, de quienes como de sus miembros consta el cuerpo de la Iglesia, a las cuales tenía engañadas antes que hubiese Iglesia, porque no dijo para que no engañe a alguno, sino para que no engañe ya a las gentes, en las cuales, sin duda, quiso entender la Iglesia, hasta que finalicen los mil años, esto es, lo que queda del día sexto, el cual consta de mil años, o todos los años que en adelante ha de tener este siglo.
Tampoco debe entenderse lo que dice «para que no engañe las gentes hasta que se acaben los mil años», como si después hubiese de engañar a aquellas entes que forman la Iglesia predestinada, a quienes se le prohibe engañar por aquellas prisiones y clausuras en que está, Sino que, o lo dice con aquel modo de hablar que se halla algunas veces en la Escritura, como cuando dice el real Profeta: «así están nuestros ojos vueltos a Dios nuestro Señor, hasta que tenga misericordia y se compadezca de nosotros»; pues habiendo usado de misericordia, tampoco dejaran los ojos de sus siervos de estar vueltos a Dios, su Señor, o el sentido y orden de estas palabras, es así: «le encerró y echó su cuello sobre él hasta que se pasen mil años, Lo que dijo en medio «Y para que no engañe ya a las gentes», está de tal suerte concebido, que debe entenderse separadamente como si se añadiera después: de forma que diga toda la sentencia: «le encerró y echó su sello sobre él hasta que pasen mil años, a fin de que ya no seduzca a las gentes; esto es, que le encerró hasta que se cumplan los mil años, para que no engañe ya a las gentes.

CAPÍTULO VIII. Sobre, atar y soltar al demonio

«Después de éstos, le soltarán, dice, por un breve tiempo». Si el estar amarrado y encerrado es, respecto del demonio, no poder engañar a la Iglesia, el soltarle, ¿será para que pueda? De ningún modo; porque jamás engañará a la Iglesia predestinada y escogida antes de la creación del mundo, de la cual dice la Escritura: «Conoce y sabe Dios los que son suyos.» Sin embargo, estará aquí la Iglesia en el tiempo en que han de soltar ni demonio, así como lo ha estado desde que fue fundada, y’ lo estará en todo tiempo; esto es, en los suyos, en los que suceden, naciendo, a los que mueren. Pues poco después dice «que el demonio, suelto, vendrá con todas las gentes que hubiere engañado en todo el orbe de la tierra a hacer guerra a la Iglesia, y que el número de esta gente enemiga será como la arena del mar». «Y ellos se esparcieron sobre la faz de la tierra, y dieron revuelta al campo de los santos, y a la ciudad querida; mas Dios hizo bajar del cielo fuego que los devoró, y el diablo, que los seducía, fue arrojado al estanque de fuego y azufre, en donde la bestia y el falso profeta serán atormentados de día y de noche por los siglos de los siglos.» Aunque esto ya pertenece al juicio final, me ha parecido conducente referirlo ahora, porque no presuma alguno que por el corto tiempo que estuviere suelto, el demonio no habrá Iglesia en la tierra, o no la hallará en ella cuando le hubieren soltado, o acabará con ella persiguiéndola con toda especie de seducciones.
Así que por todo el tiempo comprendido en el Apocalipsis, es a saber, desde la primera venida de, Cristo hasta el fin del mundo, en que será su segunda venida, no estará atado el demonio; de forma que el estar así amarrado durante el tiempo que San Juan llama mil años, sea no engañar a la Iglesia, pues ni aun suelto ciertamente no la engañará. Porque verdaderamente si el estar atado es respecto de él no poder engañar o no permitírselo, ¿qué será el soltarle, sino poder engañar y darle permiso para esto? Lo cual jamás suceda, sino que el atar al demonio no es permitirle ejercer todo imperio por medio de las tentaciones violentas, o seductoras para engañar los hombres, o forzándolos con violencia a seguir su partido, o engañándolos cautelosamente. Si esta potestad se le permitiese por tan largo tiempo y contra la imbecilidad y flaqueza tantos espíritus débiles, a muchos Dios no quiere que padezcan siendo fieles los derribaría y apartaría de fe, y a los que no fuesen fieles estorbaría que creyesen. Para que no haga semejante atentado, le amarraron.
Le soltarán cuando será breve tiempo (porque leemos que por tres años y seis meses ha de manifestar toda su crueldad con todas sus fuerzas y las de los suyos), y serán tales aquellos a quienes ha de hacer la guerra que no podrán ser vencidos ni con e ímpetu tan grande, ni con tantos daños y ardides.
Pero si nunca le desatasen, se descubriría menos su maligna potencia, menos se probaría la fidelísima paciencia de la santa Ciudad, y, finalmente, menos se echaría de ver de cuán gran malicia suya usó tan bien el Omnipotente Dios, pues no le privó del todo que no tentase a los santos, aunque echó fuera de todo lo interior de Él, donde se cree en Dios, para que con su combate exterior aprovechasen, y, maniató pera evitar que derrame y ejecute toda su malicia contra la multitud innumerable de los flacos, con quienes convenía multiplicar y llenar la iglesia, y a los unos que habían de creer no los desviase de la fe de la verdad religión, y a los que creían ya, no los derribase.
Le desatarán ni fin para que la Ciudad de Dios cuán fuerte contrario venció con tan inmensa gloria su Redentor, favorecedor y libertad ¿Y qué somos nosotros en comparación de los santos y fieles que habrá entonces? Para probar la virtud de éstos soltarán un tan fuerte enemigo con quien estando, como está, atado, peleamos ahora nosotros con todo riesgo y peligro. Aunque también en este, espacio de tiempo no hay duda que habido y hay algunos soldados de Cristo tan prudentes y fuertes, que si hallaran vivos en este mundo, cuan hayan de soltar al infernal espíritu, dos sus engaños, estratagemas y acometimientos prudente y sagazmente declinarían, y con extraordinaria resignación las sufrirían.
El atar al demonio no sólo se hizo cuando la Iglesia, fuera de la tierra de Judea, comenzó a extenderse por unas ,y otras naciones, sino que también se hace ahora, y se hará hasta el fin del siglo, en que le han de desamarrar, porque también al presente se convierten los hombres de la infidelidad en que él los poseía a la fe, y se convertirán sin duda hasta el fin del mundo. En efecto; átese entonces a éste fuerte, respecto de cualquiera de los fieles, cuando se le sacan de sus manos como cosa suya; y el abismo donde le encerraron no se acabó al morir los que había cuando comenzó a estar encerrado, sino que sucedieron otros a aquéllos, naciendo, y hasta que fenezca este siglo se sucederán los que aborrezcan a los cristianos, en cuyos ciegos y profundos corazones cada día, como en un abismo, se encierra el demonio.
Pero hay alguna duda si en aquellos últimos tres años y seis meses, cuando estando suelto ha de mostrar toda su crueldad cuanto pudiere, llegará alguno a recibir la fe que antes no tenía. Porque como sea cierto lo que dice la Escritura: «Que ninguno puede entrar en casa del fuerte y saquearle su hacienda, sino atando primero al fuerte», ¿estando suelto le saquearan? Parece, pues, que nos impulsa a creer este pasaje de la Escritura, que en aquel tiempo, aunque breve, nadie se unirá al pueblo cristiano, sino que el demonio peleará con los que entonces fueren ya cristianos. Y si hubiere algunos que, vencidos, les siguieren, éstos no pertenecían al número predestinado de los hijos de Dios; porque no en vano el mismo apóstol San Juan, que escribió asimismo esta particularidad en el Apocalipsis, dijo de algunos en su epístola: «Estos han salido de nosotros, mas no eran de los nuestros; porque si hubiesen sido de los nuestros hubieran permanecido con nosotros; más esto ha sido para que se conozca que no son todos de los nuestros.»
Pero ¿qué será de los niños? Porque increíble parece que no habrá en aquel tiempo ningún niño hijo de cristiano que ‘haya nacido y no le hayan aún bautizado; y que ninguno nacerá tampoco en aquellos días; o que si los hubiere, por ningún motivo los llevarán sus padres a la fuente do la regeneración. Pero si esto ha de ser así, ¿de qué forma, estando ya suelto el demonio, le han de quitar estos vasos y esta hacienda si en su casa, ninguno entra a saquearía sin que primero le haya atado? Con todo debemos creer que no faltarán en aquel tiempo ni quien se aparte de la Iglesia, ni tampoco quien se llegue a ella, sino que realmente serán tan valerosos, así los padres para bautizar sus hijos, como los que de nuevo hubieren de creer que vencerán a aquel fuerte aunque no esté atado; esto es, que aunque use contra ellos de todos sus artificios, y los apriete con el resto de sus fuerzas más que nunca, no sólo con vigilancia le encenderán sus estratagemas, sino que con admirable paciencia sufrirán y se mantendrán contra sus fuerzas, y de esta manera se libertarán de su poder aunque no esté atado. Ni por eso tampoco será falsa aquella sentencia evangélica que ninguno entrará en la casa del fuerte para saquearle su hacienda, si antes no atare al fuerte»; pues conforme, al tenor de esta sentencia, primeramente se ató al fuerte, y saqueándole sus vasos y alhajas, se ha multiplicado la Iglesia por toda la redondez de la tierra, por todas las naciones de fuertes y de flacos; de forma que con la virtud de la fe robustísima y corroborada con las profecías del cielo ya cumplidas, le pudiese, quitar los vasos, aunque estuviese suelto.
Porque así como debemos confesar que se resfría la caridad de muchos cuando abunda la iniquidad, y sobreviniendo las grandísimas y nunca vistas persecuciones y engaños del demonio, que andará ya suelto, muchos que no están escritos en el libro de la vida se le rendirán, así también debemos imaginar que no sólo, los fieles buenos que alcanzarán aquellos tiempos, sino también algunos de los que estarán todavía fuera por convertir, con los auxilios de la divina gracia, leyendo y considerando las Divinas Escrituras, en las cuales está, profetizado entre las demás cosas el mismo fin, que verán ya venir, estarán más firmes para creer lo que no creían, y más fuertes y valerosos para vencer al demonio, aunque no esté atado; lo cual, si ha de ser así, debe creerse que; precedió el atarle para que continuase el saquearlo y despojarle estando atado y estando suelto, porque esto quiere decir la Escritura cuando insinúa que ninguno entrará en la casa del fuerte para saquearle sus vasos y alhajas si primero no le atase.

CAPÍTULO IX. En qué consiste el reino en que reinarán los santos con Cristo por mil años, y en qué se diferencia del reino eterno

Entre tanto que está amarrado el demonio por espacio de mil años, los santos de Dios reinarán con Cristo también otros mil años, los mismos sin duda, y deben entenderse en los, mismos términos, esto es, ahora, en el tiempo de su primera venida. Porque si fuera de aquel reino (de quien dirá en la consumación de los siglos: «Venid, benditos de mi Padre, y tomad posesión del reino que está preparado para vosotros»), reinarán ahora de otra manera, bien diferente y desigual, con Cristo sus santos (a quienes dijo: «Yo estaré con vosotros hasta el fin y consumación del siglo») tampoco al presente se llamaría la Iglesia su reino, o reino de los cielos. Porque en este tiempo, en el reino de Dios, aprende y se hace sabio aquel doctor de quien hicimos arriba mención, «que Saca de su tesoro lo nuevo y lo viejo», y de la Iglesia han de recoger los otros segadores la cizaña que dejó crecer juntamente con el ‘trigo basta la siega.
Explicando esto, dice: «La siega es el fin del siglo, y los segadores son los ángeles; así que de la manera que se recoge la cizaña y se echa en el fuego, así será el fin del mundo; enviará el Hijo del hombre sus’ ángeles, y recogerán de su reino todos los escándalos.» ¿Acaso ha de recogerlos de aquel reino donde no hay escándalo alguno? Así, pues, de este reino, que es en la tierra la Iglesia, se han de recoger.
Además dice: «El que no guardare uno de los más mínimos mandamientos y los enseñare a los hombres, será el mínimo en el reino de los cielos; pero el que los observare exactamente y los enseñare, será grande en el reino de los cielos.» El uno y el otro dice que estarán en el reino de los cielos, el que no práctica las leyes y mandamientos que enseña, que eso quiere decir solvere, no guardarlos, no observarlos; y el que los ejecuta y enseña, aunque al primero llama mínimo, y al segundo grande
Seguidamente añade: «Yo os digo, que si no fuere mayor vuestra virtud que la de los escribas y fariseos», esto es, que la virtud de aquellos que no observan lo que enseñan (porque de los escribas y fariseos dice en otro lugar «que dicen y no hacen»); si no fuere mayor vuestra virtud que la suya, esto es, de modo que no quebrantéis, antes practiquéis lo que enseñáis, «no entraréis, dice, en el reino de los cielos». De otra manera se entiende el reino de los cielos, donde entra el que enseña y no lo practica, y el que practica lo que enseña, que es la Iglesia actual; y de otra, donde se hallará sólo aquel que guardó los mandamientos, que es la Iglesia cual entonces será, cuando no habrá en ella malo alguno.
Ahora también la Iglesia se llama reino de Cristo y reino de los cielos; y reinan también ahora con Cristo sus santos, aunque de otro modo reinarán entonces. No reina con Cristo la cizaña, aunque crezca en la Iglesia con el trigo, porque reinan con él los que ejecutan lo que dice el Apóstol: «Si habéis resucitado con Cristo, atended a las cosas del Cielo, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios Padre; buscad las cosas del Cielo, no las de la tierra»; Y de estos tales dice asimismo: «Que su conversar, vivir y negociar es en los Cielos.» Finalmente, reinan con el Señor los que están de tal conformidad en su reino, que son también ellos su reino. ¿Y cómo han de ser reino de Cristo los que (por no decir otras cosas), aunque están allí hasta que se recojan al fin del mundo todos los escándalos, buscan sólo en este reino sus intereses, las cosas que son suyas y no las de Jesucristo?
A este reino en que militamos, en que todavía luchamos con el enemigo, a veces resistiendo a los repugnantes vicios, y a veces cediendo a ellos, hasta que lleguemos a la posesión de aquel reino quietísimo de suma paz, donde reinaremos sin tener enemigo con quien lidiar; a este reino, pues, y a esta primera resurrección que hay ahora se refiere el Apocalipsis. Porque habiendo dicho cómo habían amarrado al demonio por mil años, y que después le desataban por breve tiempo, luego, recapitulando lo que hace la Iglesia, o lo que se hace en ella en estos mil años, dice: «Vi unos tronos, y unos que se sentaron en ellos, y se les dio potestad de poder juzgar.» No debemos pensar que esto se dice y entiende del último y final juicio, sino que se debe entender por las sillas de los Prepósitos, y por los Prepósitos mismos, que son los que ahora gobiernan la Iglesia.
En cuanto a la potestad de juzgar, que se les da, ninguna se entiende mejor que aquella expresada en la Escritura: «Lo que ligaréis en la tierra será también atado en el cielo, y lo que desatareis en la tierra será también desatado en el cielo. De donde procede esta frase del Apóstol: «¿Qué me toca a mí el juzgar de los que están fuera de la Iglesia? ¿Acaso vosotros no juzgáis también a los que están dentro de ella?
«Y vi las almas dice San Juan de los que murieron por el testimonio de Jesucristo y por la palabra de Dios; ha de entenderse aquí lo que después dice, «y reinaron mil años con Jesucristo, es a saber, las almas de los mártires antes de haberles restituido sus cuerpos. Porque a las almas de los fieles difuntos no las apartan ni separan de la Iglesia, la cual igualmente ahora es reino de Cristo. Porque de otra manera no se hiciera memoria de ellos en el altar de Dios, en la comunión del Cuerpo de Cristo, ni nos aprovecharía en los peligros acudir a su bautismo, para que sin no se nos acabe esta vida; ni a la reconciliación, si acaso por la penitencia o mala conciencia está uno apartado y separado del gremio de la Iglesia. ¿Y por qué se hacen estas cosas, sino porque también los fieles difuntos son miembros suyos? Así que aunque no sea con sus cuerpos, ya sus almas reinan con Cristo mientras duren y corren estos mil años.
En este mismo libro y ea otras partes leemos: «Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, en su amistad y gracia, porque ésos en lo sucesivo dice el Espíritu Santo, descansarán de sus trabajos, pues las obras que hicieron los siguen. Por esta razón reinará primeramente con Cristo la Iglesia en los vivos en los difuntos; pues, como dice el Apóstol: «Por eso murió Cristo pata ser Señor de los vivos y de los difuntos. Pero sólo hizo mención de los mártires, porque principalmente reinan después de muertos los que hasta la muerte pelearon por la verdad. Pero como por la parte se entiende el todo, también entendemos todos dos demás muertos que pertenecen a la Iglesia, que es el reino de Cristo.
Lo que sigue: «Y los que no adoraron la bestia ni su imagen, ni recibieron su marca o carácter en sus frentes o en sus manos», lo debemos entender juntamente de los vivos y de los difuntos. Quién sea esta bestia, aun que lo hemos de indaga; con más exactitud, no es ajeno de la fe católica que se, entienda por la misma ciudad impía, y por el pueblo de los infieles enemigo del pueblo fiel y Ciudad de Dios. Y su imagen, a mi parecer, es el disfraz o fingimiento de las personas que hacen como que profesan la fe y viven infielmente, porque fingen que son lo que realmente no son, y se llaman, no con verdadera propiedad, sin con falsa y engañosa apariencia, cristianos. Pues a esta misma bestia pertenecen no sólo los enemigos descubiertos del nombre de Cristo y de su Ciudad gloriosa, sino también la cizaña que es la de recoger de su reino que es la Iglesia, en la consumación del siglo. ¿Y quiénes son los que no adoran a la bestia ni a su imagen, si no los que practican lo que insinúa e Apóstol, «que no llevan el yugo con los infieles», porque no adoran, esto es, no consienten, no se sujetan, ni admiten, ni reciben la inscripción, es saber, la marca y señal del pecado en sus frentes por la profesión, ni en sus manos por las obras? Así que; ajeno de estos males, ya sea viviendo aun en esta carne mortal, ya sea después de muertos, reinan con Cristo, aun en la actualidad, de manera congrua y acomodada a esta vida, por todo el espacio de tiempo que se nos significa con los mil años.
Los demás, dice, no vivieron: «Porque ésta es la hora en que los muertos han de oír la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeron, vivirán», pero los demás no vivirán. Y lo que añade: «hasta el cumplimiento de los mil años», debe entenderse que no vivieron aquel tiempo en que debieron vivir, es decir, pasando de la muerte a la vida. Y así, cuando venga el día en que se verificará la resurrección de los cuerpos, no saldrán de los monumentos y, sepulturas para la vida, sino para el juicio, esto es, para la condenación, que se llama segunda muerte. Porque cualquiera que no viviere hasta que se concluyan los mil años, esto es, en todo este tiempo en que se efectúa la primera resurrección, no oyere la voz del Hijo de Dios Y no procurare pasar de la muerte a la vida, sin duda que en la segunda resurrección, que es la de la carne, pasará a la muerte segunda con la misma carne.
San Juan añade: «Esta es la primera resurrección: bienaventurado y santo es el que tiene parte en esta primera resurrección.» Esto es, el que participa de ella. Y sólo participa de ella el que no sólo resucita y revive de la muerte que consiste en los pecados, sino que también en lo mismo que hubiere resucitado y revivido permanece. «En éstos, dice, no tiene poder la muerte segunda.» Pero sí la tiene en los demás, de quienes dijo arriba: «Los demás no vivieron hasta el fin de los mil’ años», porque en todo este espacio de tiempo, que llama mil años, por más que cada uno de ellos vivió en el cuerpo, no revivió de la muerte en que le tenía la impiedad, para que, reviviendo de esta manera, se hiciera partícipe de la primera resurrección y no tuviera en él poderío la muerte segunda.

CAPÍTULO X. Cómo se ha de responder a los que piensan que la resurrección sólo pertenece a los cuerpos y no a las almas

Hay algunos que opinan que la resurrección no se puede decir sino de los cuerpos, y por eso pretenden establecer como inconcuso que esta primera ha de ser también de los cuerpos. Porque de los que caen, dicen, es el levantarse, y los que caen muriendo son los cuerpos, pues de caer se dijeron en latín los cuerpos muertos cadavera; luego no puede haber, infieren, resurrección de las almas, sino de los cuerpos.
Pero ¿cómo hablan contra la expresa autoridad del Apóstol, que la llama resurrección? Porque según el hombre interior, y no según el exterior, sin duda resucitaron aquellos a quienes dice: «Si habéis resucitado con Cristo, atended a las cosas del cielo»; lo cual comprobó en otro lugar por otras palabras: «Para que así como Cristo resucitó de entre los muertos por virtud de su divinidad, así también nosotros resucitemos y vivamos con nueva vida.» Lo mismo quiso decir en otro lugar. «Levántate tú, que estás dormido; levántate de entre los muertos y te alumbrará Cristo.»
Lo que insinúan que no pueden resucitar sino los que caen, por cuyo motivo imaginan que la resurrección pertenece a los cuerpos y no a las almas, porque de los cuerpos es propio el caer, procede de que no oyen estas, palabras: «No os apartéis de él, par que no caigáis»; y «a, su propio Señor toca si persevera o si cae»; y «el que piensa que está firme, mire no caiga. Porque me parece que nos debemos guardar de esta caída del alma y no de la del cuerpo. Luego si la resurrección es de los que caen, y caen también las almas, sin duda que debemos con ceder que igualmente las almas resucitan.
A las palabras que San Juan seguidamente pone: «En éstos no tiene poder la muerte segunda», añade y dice: «Sino que serán sacerdotes de Dios, de Cristo, y reinarán con él mil anos. Sin duda no lo dijo solamente por le obispos y presbíteros, a los cuales llamamos: propiamente en la Iglesia sacerdotes, sino que, como llamamos todos cristos por el crisma y unción mística, así llama a todos sacerdotes, porque son miembros de un sacerdocio, a los cuales llama el apóstol San Pedro: «Pueblo santo y sacerdocio real.» Sin duda que, aunque brevemente y de paso, nos dio a entender que Cristo era Dios, diciendo sacerdotes de Dios y de, Cristo, esto es, del Padre y del Hijo; pues así como por la forma de siervo se hizo Cristo hijo de hombre, así también se hizo sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec, sobre lo cual hemos discurrido en esta obra más de una vez.

CAPÍTULO XI. De Gog y de Magog, a quienes al fin del siglo ha de mover el demonio, y suelto, contra la Iglesia de Dios

«Y cumplidos, dice, mil años, soltarán a Satanás de su cárcel y saldrá engañar las gentes que habitan en los cuatro extremos de la tierra a Gog y Magog, y los traerá a la guerra, cuyo número será como las arenas del mar. Para obligarlos, pues, a esta guerra los seducir. Pues también anteriormente por los medios que podía lo engañaba, causándoles muchos y diferentes males.
Y dice: saldrá; esto es, de los, ocultos escondrijos de los odios y rencores saldrá en público á perseguir la Iglesia siendo ésta la última persecución por acercarse ya el último y final juicio, que padecerá la Santa Iglesia en todo el orbe de la tierra, es decir; la universal ciudad de Cristo, de la universal ciudad del demonio en toda la tierra.
Y estas gentes, que llama Gog y Magog, no deben tomarse como si fuesen algunos bárbaros que tienen fijado su asiento en alguna parte determinada de la tierra; o los Getas y Masagetas, como sospechan algunos fundados en las letras con que principian estos nombres; o algunos otros gentiles, ajenos y no sujetos a la jurisdicción romana. Porque da a entender que éstos se hallarán por todo el orbe de la tierra, cuando dice: «las gentes que habrá en algunas partes de la tierra», y éstas, prosigue, son Gog y Magog. Interpretados estos nombres, hallamos que quieren decir Gog el techo y Magog del techo, como la casa y el que sale y procede de la casa. Así que son las gentes en quienes, como dijimos arriba, estaría encerrado el demonio como en un abismo; y él mismo, que parece que sale y dimana de ellas; de suerte que ellas sean el techo y él del techo. Y si ambos nombres los referimos a las gentes y no el uno a las gentes y el otro al demonio, ellas son el techo, porque en ellas ahora se encierra y en cierto modo se oculta aquel nuestro antiguo enemigo, y ellas mismas serán el techo cuando del odio encubierto saldrán al odio público y descubierto.
Y lo que dice: «Y subieron sobre la latitud de la tierra y cercaron el ejército de los santos y la ciudad amada», no se entiende que vinieron o que habrán de venir a algún lugar determinado, como si en cierto lugar haya de estar el ejército de los santos y la ciudad querida, pues ésta no es sino la iglesia de Cristo que está esparcida por todo el orbe de la tierra, y dondequiera que, estuviere entonces, que estará en todas las gentes, lo que significó con el nombre de la latitud de la tierra, allí estará el ejército de los santos, allí estará la Ciudad querida de Dios, allí todos sus enemigos, porque también ellos con ella estarán en todas las gentes, la acercarán con el rigor de aquella persecución, esto es, la arrinconarán, apretarán y encerrarán en las angustias de la tribulación. Y no desamparará su milicia, la que mereció que la llamasen con nombre de ejército.

CAPÍTULO XII. Si pertenece al último castigo de los malos lo que dice: que bajó fuego del cielo, y los consumió

Sobre lo que dice: «Que descendió fuego del cielo y los consumió», no debemos entender que éste es aquel último final castigo, que será cuando se les dirá: «Idos de mí, malditos, al fuego eterno». Porque entonces ellos serán los que irán al fuego y no el fuego el que vendrá del cielo sobre ellos. Aquí bien podemos entender por este fuego que baja del cielo la misma firmeza de los santos, con que han de resistir y no ceder a sus perseguidores, para hacer la voluntad de éstos. Pues firmamento es el cielo, cuya firmeza los afligirá y atormentará con ardentísimo rencor y celo, por no haber podido atraer a los santos de Cristo al bando del Anticristo.
Y éste será el fuego que los consumirá, el cual lo enviará Dios, pues por beneficio y gracia suya son invencibles los santos, por lo que rabiarán y se consumirán sus enemigos. Porque así como se toma el celo en buena parte, donde dice: «El celo de tu casa me consume», así, por el contrario, se toma en contraria acepción, esto es, en mala parte, donde dice: «Ocupó el celo al pueblo ignorante, y el fuego ahora consumirá a los contrarios» «Y ahora, es decir, no el fuego del juicio final y sí al castigo que ha de dar Cristo, cuando venga, a los perseguidos de su Iglesia, a los cuales hallará vivos sobre la tierra cuando ha de matar al Anticristo con el espíritu de su boca: «Si a este castigo, digo, llama fuego que desciende del cielo, y que los consume»; tampoco éste será el último castigo de los impíos, sino el que han de padecer después de la resurrección de los cuerpos.

CAPÍTULO XIII. Si se ha de contar entre los mil años el tiempo de la persecución del Anticristo

Esta última persecución, que será la que ha de hacer el Anticristo (como lo hemos ya insinuado en este libro, y se halla en el profeta Daniel), durará tres años y seis meses. El cual tiempo, aunque corto, con justa causa se duda si pertenece a los mil años en que dice que estará atado el demonio, y en que los santos reinarán con Cristo; o si este pequeño espacio ha de aumentarse a los mismos años, y ha de contarse fuera de ellos.
Porque si dijésemos que este espacio pertenece a los mismos años, hallaremos que el reino de los santos con Cristo se entiende más tiempo de lo que está él demonio atado. Pues sin duda los santos con su Rey reinarán también con especialidad durante la persecución, venciendo y superando tantos males y calamidades cuando ya el demonio no estará atado, para que pueda perseguirlos con todas sus fuerzas.
En tal caso ¿de qué forma determina esta Escritura y limita lo uno y lo otro, es a saber, la prisión del demonio, y, el reino de los santos, con unos mismos mil años; puesto que tres años y seis meses antes se acaba la prisión del demonio, que el reino de los santos con Cristo en estos mil años?
Y si dijésemos que este pequeño espacio de dicha persecución no debe contarse en los mil años, sino que, cumplidos, debe añadirse, para que se pueda entender bien lo que dice el Apocalipsis de que «los sacerdotes de Dios y de Cristo reinarán con el Señor mil años», añadiendo que «cumplidos los mil años soltarán a Satanás de su cárcel», pues así da a entender que el reino de los santos y la prisión del demonio han de cesar a un mismo tiempo; para que después el espacio de aquella persecución se entienda que no pertenece al reino de los santos ni a la prisión de Satanás, cuyas dos circunstancias, se incluye en los mil años, sino que debe contarse fuera de ellos; nos será forzoso confesar que los santos en aquella persecución no reinarán con Cristo. Pero ¿quién habrá que, se atreva a decir que entonces no han de reinar con él sus miembros, cuando particular v estrechamente estarán unidos con él, y en el tiempo en que cuanto fuere más vehemente la furia de la guerra, tanto mayor será la gloria de la firmeza y constancia, y tanto más numerosa la corona del martirio?
Y si por causa de las tribulaciones que ha de padecer no hemos de decir que han de reinar, se deducirá que tampoco en los mismos mil años cualquiera de los santos que padecía tribulaciones, al tiempo de padecerlas no reinó con Cristo; y, por consiguiente, tampoco aquellos cuyas almas vio el autor de este libro, según dice, que padecieron muerte por dar testimonio de la fe de Cristo y por la palabra de Dios, reinarían con Cristo cuando padecían la persecución, ni eran reino de Cristo aquellos a quienes con más excelencia poseía Cristo. Lo cual, sin duda, es absurdo, pues sin duda las almas victoriosas de los gloriosísimo mártires, vencidos y concluidos todos los dolores y penalidades, después que dejaron los miembros mortales, reinaron y reinarán con Cristo hasta que terminen los mil años, para reinar también después de recobrar los cuerpos inmortales.
Así, pues, las almas de los que murieron por dar testimonio de Cristo las que antes salieron de sus cuerpos y las que han de salir en la misma última persecución, reinarán con hasta que se acabe el siglo mortal se trasladen a aquel reino donde no habrá ya más muerte. Por lo cual llegaran a ser más los anos que los santos remarán con Cristo, que la prisión del demonio, porque cuando el demonio no estará ya atado en aquellos tres años y medio, reinarán con su Rey, el Hijo de Dios.
Cuando San Juan dice: «Los sacerdotes de Dios y de Cristo reinarán con el Señor mil años, y, terminados éstos, soltarán a Satanás de su cárcel» debemos entender o que no se acaban los mil años de este reino de los santos, sino los de la prisión del demonio, de manera que los mil años, esto es, todos los años los tengan cada una de las partes, para acabar los suyos en diferentes y propios espacios, siendo el más largo el reino de los santos, y más breve la prisión del demonio; o realmente debemos creer que por ser el espacio de los tres años y medio brevísimo, no se pone en cuenta, sea en lo que parece que tiene de menos prisión de Satanás, o en lo que tiende más el reino de los santos; como lo manifesté hablando de los cuatrocientos años en el capítulo XXIV libro XVI de esta obra, los cuales, aun que eran algo más, sin embargo, lo llamó cuatrocientos. Muchas cosas como éstas hallaremos en la Sagrada Escritura, si así lo quisiéramos advertir.

CAPÍTULO XIV. De la condenación del demonio con los suyos, y sumariamente de la resurrección de los cuerpos de todos los difuntos y del juicio de la última retribución

Después de haber referido esta última persecución, breve y concisamente refiere todo cuanto el demonio y la ciudad enemiga con su príncipe ha de padecer en el último juicio. Porque dice: «Y el demonio, que los engañaba, fue echado en un estanque de luego y azufre, donde la bestia y los seudos o falsos profetas han de ser atormenta dos de día y de noche para siempre jamás.» Ya dijimos en el capítulo IX, que puede entenderse bien por la bestia la misma ciudad impía y su pseudo profeta y Anticristo, o aquella imagen o ficción de que hablamos aquí.
Después de esto, recapitulando, refiere cómo se le reveló el mismo juicio final, que será en la segunda resurrección de los muertos, es decir, la de los cuerpos, y dice: «Vi entonces un gran trono blanco, y uno sentado, en él, delante del cual la tierra y el cielo huyeron, y no quedó lugar para ellos.» No dice que vio un, trono grande y blanco, y uno sentado sobre él, y que de su presencia huyó el cielo y la tierra, porque esto no sucedió entonces, esto es, antes que se hiciese el juicio de los vivos y de los muertos, sino dijo que vio sentado en el trono a aquel fue cuya presencia huirían el cielo y la tierra; pero huirían después, porque acabado el juicio, entonces dejará de ser este cielo y esta tierra, comenzando a ser nuevo cielo y nueva tierra; pues este mundo pasará, mudándose las cosas, no pereciendo del todo. Así lo dijo el Apóstol: «Porque se pasa la figura de este mundo, quiero que viváis sin solicitud y cuidado»; de modo que la figura es la que pasa, no la naturaleza.
Habiendo, pues, dicho San Juan que vio a uno que estaba sentado en un trono, a cuya presencia (lo que después ha de suceder) huyó el cielo y la tierra: «Después vi, dice, a los muertos grandes y pequeños en pie delante del trono, y fueron abiertos los libros, y después se abrió aún otro libro, que es el libro de la vida, y los muertos fueron jugados por lo que estaba escrito en los libros; según sus obras.» Dice que se abrieron libros y el libro, y que éste es el libro de la vida de cada uno luego los libros que puso en primer lugar deben entenderse los sagrados así los del Viejo como los del Nuevo Testamento, para que en ellos se registren los mandamientos y preceptores que Dios mandó guardar. El otro, que trata de la vida particular de cada uno contiene cuanto cada uno observó no observó; el cual libro, si carnalmente le quisiéramos considerar, ¿quién podrá estimar su grandeza, prolijidad y extensión? ¿O en cuánto tiempo podrá leerse un libro donde están escritas las vidas de cuantos hombres ha habido y hay? Acaso ha de haber tanto número de ángeles cuanto hay de hombres para que cada uno oiga a su Angel recitar su vida? Luego no ha de ser uno el libro de todos, sino para cada uno el suyo.
Pero aquí la Escritura, queriendo darnos a entender que ha de ser uno, dice: «Y se abrió otro libro.» Por lo cual debemos entender cierta virtud divina con que sucederá que a cada uno se le vengan a la memoria todas las obras buenas o malas que hizo y las verá con los ojos de su entendimiento con maravillosa presteza, acusando o excusando a su conciencia el conocimiento que tendrá de ellas. De esta manera se hará el juicio de cada uno de por sí, y de todos juntamente, cuya virtud divina se llamó libro, porque en ella en cierto modo se lee todo lo que se recuerda haber hecho.
Y para demostrar qué clase de muertos han de ser juzgados, esto es, chicos y grandes, recopila y dice, como retrocediendo a lo que había dejado, o, por mejor decir, diferido: «Y el mar dio los muertos que habían sido sepultados en sus aguas; la muerte y el infierno dieron también los muertos que en sí tenían.» Esto, sin duda, sucedió primero que los muertos fuesen juzgados, y, sin embargo, dijo aquello primero. Por eso he dicho que resumiendo volvió a lo que había dejado. Pero después siguió el orden de los sucesos, y para que se explicase este orden, repitió lo que ya se había dicho perteneciente al juicio de los muertos. Y después de referir que dio el mar los muertos que había en él, y que la muerte y el infierno volvieron los muertos que en sí tenían, añadió inmediatamente lo que poco antes había dicho: «Y cada uno fue juzgado según sus obras», que es lo mismo que antes dijo: «Y los muertos fueron juzgados según sus obras.»

CAPÍTULO XV. Qué muertos son los que dio el mar para el juicio, o cuáles son los que volvió la muerte y el infierno

Pero ¿qué muertos son los que dio el mar que estaban en él? Acaso los que murieron en el mar no están en el infierno? ¿Acaso sus cuerpos se guardan en el mar? O lo que es más absurdo, ¿el mar tenía los muertos buenos y el infierno los malos? ¿Quién ha de pensar tal cosa? Muy a propósito entienden algunos que en este lugar el mar significa este siglo. Así que, queriendo San Juan advertir que habían de ser juzgados todos los que hallará Cristo todavía en sus cuerpos, juntamente con los que han de resucitar, a los que hallará en sus cuerpos los llamó muertos; lo mismo a los buenos de quienes dice el Apóstol «que están muertos acá, y que su vida está escondida y atesorada con Cristo en Dios», como a los malos, de quienes dice el sagrado cronista: «Dejen a los muertos que entierren sus muertos, quienes pueden ser llamados también muertos, porque traen cuerpos mortales. Por ello dice el Apóstol: «Que el cuerpo está muerto por el pecado, pero el alma vive por la justificación», mostrando que lo uno y lo otro se halla en el hombre viviente y que está todavía en este cuerpo, el cuerpo muerto y el alma viva. No dijo cuerpo mortal, sino muerto; aunque poco después los llama también cuerpos mortales, que es como más comúnmente se llaman. Otros muertos, pues, dio el mar, que estaban en él, esto es, dio este siglo todos los hombres que había en él, porque aun no habían fallecido.
Y la muerte y el infierno -dice- fueron sus muertos, los que tenían en sí. El mar les dio, porque así como se hallaron se presentaron, pero la muerte y el infierno los volvieron a dar, porque los redujeron a la vida, de la cual se habían ya despedido. Y acaso no en vano no dice la muerte o el infierno, sino ambas cosas; la muerte, por los buenos que sólo pudieron Padecer la muerte, pero no el infierno; y el infierno, por los malos, los cuales pasarán sus penas respectivas en el infierno. Porque si con razón parece creemos que también los santos antiguos que creyeron en Cristo antes que viniese al mundo estuvieron en los infiernos aunque en Parte remotísima de los tormentos de los impíos, hasta que los sacó y libró de aquella cárcel la preciosa sangre de Jesucristo y su bajada a aquellos tenebrosos lugares; sin duda en lo sucesivo los fieles buenos, redimidos ya por aquel precio que por ellos se derramó, de ningún modo saben qué cosa es infierno; hasta que, recobrando sus cuerpos, reciban los bienes que merecen.
Y habiendo dicho: «y fueron juzgados cada uno conforme a sus obras», brevemente añadió cómo fueron juzgados: «Y el infierno y la muerte fueron arrojados al estanque de fuego», indicando con estas palabras al demonio, porque es el autor de la muerte y de las penas del infierno, y juntamente todo el escuadrón de los demonios, porque esto es lo que arriba más expresamente, anticipándose, había ya dicho; y el demonio, que los engañaba, fue echado en un estanque de fuego y de azufre.
Pero lo que allí expresó con más oscuridad diciendo: «a donde la bestia y el seudo-profeta», aquí lo dice más claro: «y el que no se halló escrito en el libro de la vida, fue arrojado al estanque de fuego». No sirve este libro de memoria a Dios para que no se engañe por olvido, sino que significa la predestinación de aquellos a quienes ha de darse la vida eterna. Porque no los ignora Dios, y para saberlos lee en este libro, sino que antes la misma presciencia que tiene de ellos, que es la que no se puede engañar, es el libro de la vida donde están los escritos, esto es, los conocidos para la vida eterna.

CAPÍTULO XVI. Del nuevo cielo y de la nueva tierra

Concluido el juicio en el cual nos anunció habían de ser condenados los malos, resta que nos hable también respecto de los buenos. Y puesto que ya nos explicó lo que dijo el Señor en compendiosas palabras: «Estos irán a los tormentos eternos», corresponde ahora que nos declare lo que allí añade: «Y los justos Irán a la vida eterna». «Después de esto vi un cielo nueve y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, y el mar ya no le habla.» Según este orden ha de suceder lo que arriba, anticipándose, dijo: que vio uno sentado sobre un uno, a cuya presencia huyó él cielo y la tierra, porque, acabó el juicio universal.
Habiendo condenado a los que no se hallaron escritos en el libro de la vida y echándoles al fuego eterno (cuál sea este fuego y en qué parte del mundo haya de estar, presumo que no hay hombre que lo sepa, sino aquel que acaso lo sabe por revelación divina), entonces pasará la figura de este mundo por la combustión del fuego mundano, como se hizo el Diluvio con la inundación de las aguas mundanas. Así que, con aquella combustión mundana, las cualidades de los elementos Corruptibles que cuadraban a nuestros cuerpos corruptibles perecerán y se consumirán, ardiendo completamente, y la substancia de los elementos tendrá aquellas cualidades que convienen con maravillosa transformación a los cuerpos inmortales, para que el mundo; renovado y mejorado, se acomode concordemente a los hombres renovados y también mejorados en la carne.
Lo que dice: «Y el mar ya no lo había», no me determinaría fácilmente a explicarlo: si se secará con aquel ardentísimo calor o si igualmente se transformará en otro mejor; pues aunque leemos que habrá nuevos cielos y nueva tierra, sin embargo, del mar nuevo no me acuerdo haber leído cosa alguna, sino, lo que se dice en este mismo libro: «Como un mar de vidrio, semejante al cristal». Pero entonces no hablaba del fin del mundo ni parece que dijo propiamente mar, sino como un mar, Igualmente que ahora (como la locución profética gusta de mezclar las palabras metafóricas con las propias, y así ocultarnos en cierto modo su significación, tendiendo un velo a lo que dice) pudo hablar de aquel mar y no del mencionado, cuando dice: «Y dio el mar sus muertos, los que estaban en él»; porque entonces no será este siglo turbulento y tempestuoso con la vida de los mortales, lo que nos significó y figuró con, el nombre de mar.

CAPÍTULO XVII. De la glorificación, de la Iglesia sin fin después de la muerte

«Y yo, Juan, vi bajar del cielo la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que venía de Dios, adornada como una esposa para su esposo. Y oí una voz grande que salía del trono y que decía: Veis aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y habitará con, ellos y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios, quedando en medio de ellos, será su Dios. Dios les enjugará todas las lágrimas de sus ojos y no habrá más muerte, ni más llanto, ni más grito, ni más dolor; porque las primeras a cosas son pasadas; entonces el que esta sentado en el trono, dijo: Veis aquí hago yo nuevas todas las cosas.» Dícese que baja del cielo esta Ciudad porque es celestial la gracia con que Dios la hizo; por eso, hablando con ella, la dice también por medio de Isaías: «Yo soy el Señor que te hizo.»
En efecto, desde su origen y principio desciende del cielo, después que por el discurso de este siglo, con la gracia de Dios, que viene de lo alto va creciendo cada día el número de sus ciudadanos por medio del bautismo de la regeneración, en virtud de Espíritu Santo enviado del cielo. Pero por el juicio de Dios, que será el último y final, que hará su Hijo Jesucristo, será tan grande y tan nueva por especial beneficio de Dios, la claridad con que se manifestará, que ni le quedará rastro, alguno de lo pasado puesto que los cuerpos mudarán igual mente su antigua corrupción y mortalidad en una nueva incorrupción inmortalidad. Pues querer entender por este tiempo en que reinan con su rey por espacio de mil años, me parece que es demasiada obstinación, diciendo bien claro que les enjugará todas las lágrimas de sus ojos, y que no habrá más muerte, ni llanto, ni clamores, ni género de dolor. ¿Y quién habrá tan impertinente y tan fuera de sí de puro obstinado, que se atreva a afirmar que en los trabajos de la vida mortal no sólo todo el pueblo de los santos, sino cada uno de los santos, dejara de pasar o haber pasado esta vida sin lágrimas algunas ni dolor, siendo así que cuanto uno es más santo, y está más lleno de deseos santos, tanto más abundantes son sus lágrimas en la oración? ¿Acaso no es la ciudad soberana de Jerusalén la que dice: «De día y de noche me sirvieron de pan mis lágrimas»;. «lavaré cada noche mi lecho con lágrimas, y con ellas regaré mi estrado»? «No ignoras, Señor, mis gemidos». «¿Mi dolor será renovado?» ¿O por Ventura no son hijos suyos los que régimen cargados de este cuerpo, del que no querrían verse despojados, sino vestirse sobre él y que la vida eterna consumiese, no el cuerpo, sino lo que tiene de mortalidad»? ¿Acaso no son aquellos «que teniendo las primicias de la gracia del espíritu tan colmadas, gimen en sí mismos deseando y esperando la adopción de los hijos de Dios, y no cualquiera, no la redención y perfecta libertad e inmortalidad del cuerpo y del alma? ¿Por ventura el mismo Apóstol San Pablo no era ciudadano de la celestial Jerusalén, o no era mucho más cuando «andaba tan triste y con continuo dolor en su corazón por causa de, los israelitas, sus hermanos carnales? «¿Y cuándo dejará de haber muerte en esta ciudad, sino, cuando se diga: ¿adónde esta, ¡oh muerte!, tu tesón? ¿Adónde está tu guadaña? La guadaña de la muerte es el pecado.» El cual, sin duda, no le habrá entonces cuando se le diga: «¿dónde está?» Pero ahora, no dama y no da voces cualquiera de los humildes e ínfimos ciudadanos de aquella ciudad, sino el mismo San Juan en su epístola: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no está la verdad en nosotros.»
Aunque en este libro del Apocalipsis se declaran muchos misterios en estilo profético, para excitar el entendimiento del lector, y hay pocas expresiones en él por cuya claridad se puedan rastrear (poniendo algún cuidado y molestia) las demás, especialmente porque de tal suerte repite de muchas maneras las mismas cosas, que parece que dice otras; averiguándose que estas mismas las dice de una y otra y muchas maneras; con todo, las palabras donde dice «que les limpiará todas las lágrimas de sus ojos y que no habrá más muerte, ni llanto, ni clamores, ni género de dolor», con tanta luz y claridad se dicen del siglo futuro y de la inmortalidad y eternidad de los santos (Porque entonces solamente, y allí precisamente, no ha de haber estas cosas), que en la Sagrada Escritura no hay que buscar, cosa clara si entendemos que éstas son oscuras.

CAPÍTULO XVIII. Que es lo que el Apóstol San Pedro predicó del último y final juicio de Dios

Veamos ahora qué es lo que igualmente escribió el Apóstol San Pedro de este juicio final: «Primeramente, dice, sabed que en los últimos tiempos vendrán unos impostores artificiosos, que seguirán sus propias pasiones y dirán: ¿Dónde está la promesa de su venida? Porque desde que murieron nuestros padres, todas las cosas perseveran como desde el principio del mundo. Mas ignoran los que esto quieren, que al principió fueron criados los cielos por la palabra de Dios, y que la tierra se dejó ver fuera del agua, y subsiste en medio de las aguas. Y que, por estas cosas, el mundo que entonces era, pereció sumergido en las aguas. Mas los cielos y la tierra que ahora subsisten por la misma palabra están reservados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos. Carísimos, una cosa hay que no debéis ignorar, y es que, delante del Señor, un día es como mil años, y mil años como un solo día. No tardará el Señor, como piensan algunos, en cumplir su promesa; sino que por amor de vosotros espera con paciencia, no queriendo que alguno se pierdan, sino que todos se conviertan a Él por la penitencia; porque el día del Señor vendrá cómo un ladrón, y entonces los cielos pasarán con grande ímpetu, los elementos se disolverán por el calor del fuego, y la tierra, con todo lo que hay en ella, será abrasada. Como todas estas cosas han de perecer, ¿cuáles debéis ser vosotros, y cuál la santidad de vuestra vida y la piedad de vuestras acciones esperando y deseando que venga pronto la venida del día del Señor, en que el ardor del fuego disolverá los cielos y derretirá los elementos? Porque esperamos; según sus promesas, unos cielos nuevos y’ una tierra nueva, donde habitará la justicia.
En ésta su carta no dice cosa particular de la resurrección de los muertos, aunque, sin duda, ha dicho lo bastante acerca de la destrucción de este mundo, donde, refiriendo lo que acaeció en el Diluvio, aparece que en cierto modo nos advierte cómo hemos de entender y creer que al fin del siglo ha de perecer toda la tierra. Porque igualmente dice que pereció en aquel tiempo el mundo que florecía entonces, y no sólo la tierra, sino también los cielos, por los cuales entendemos, sin duda, el aire, hasta el espacio que entonces ocupó el agua con sus crecientes. Todo o casi todo este aire, que llama cielo o cielos (no entendiéndose en estos ínfimos los supremos donde están el sol, la luna y las estrellas), se convirtió en agua, y de esta forma pereció con la tierra, á la cual, en cuanto a su primera forma, había destruido el Diluvió. Y los cielos, dice, y la tierra que ahora existe, por el mismo decreto y disposición se conservan reservados para el fuego, para ser abrasados en el día del juicio y destrucción de los hombres impíos. Por lo cual los mismos cielos, la misma tierra, esto es, el mismo mundo que pereció con el Diluvió y quedó otra vez fuera de las mismas aguas, ese mismo está reservado para’ el fuego final el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos.
Tampoco duda decir que sucederá la perdición de los hombres por el trastorno tan singular y terrible que experimentarán, aunque su naturaleza permanezca en medio de las penas eternas.
¿Preguntará acaso alguno: si, terminado el juicio, ha de arder todo el orbe, antes que en su lugar se reponga nuevo cielo y nueva tierra, y al mismo tiempo que se quemare, dónde estarán los santos, pues teniendo cuerpos es necesario que estén en algún lugar corporal? Puede responderse que estarán en las regiones superiores, donde no llegará a subir la llama de aquel voraz incendio, así como tampoco alcanzaron las aguas del Diluvio, porque los cuerpos que tendrán serán tales que estarán donde quisieren estar. Tampoco temerán al fuego de aquel incendio, siendo, como son, inmortales e incorruptibles, así como los cuerpos corruptibles y mortales de aquellos tres jóvenes pudieron vivir sin daño alguno en el horno de fuego, que ardía extraordinariamente.

CAPÍTULO XIX. De lo que el Apóstol San Pablo escribió a los tesalonicenses, y de la manifestación del Anticristo, después del cual seguirá el día del Señor

Bien advierto que necesito omitir muchas circunstancias que ocurren están escritas sobre este último y fin juicio de Dios en los libros evangélicos y apostólicos, porque no abulte demasiado este volumen; pero por ningún pretexto debemos pasar en silencio lo que el Apóstol San Pablo escribe a los tesalonicenses: «Os rogamos, hermanos, dice, por la venida de nuestro Señor Jesucristo, y por la congregación de los que nos hemos de unir con e Señor, que no os apartéis fácilmente de vuestro dictamen, ni os atemoricéis ni por algún espíritu, ni por palabra, ni por carta, enviada en mi nombre anunciando que llega ya la venida de Señor, no os engañe alguno, porque antes vendrá aquel rebelde, y se manifestará aquel hombre hijo del pecado y de la perdición, el cual se opondrá levantará contra toda doctrina y contra todo lo que se dice y cree de Dio en la tierra de suerte que llegará sentarse en el templo de Dios, vendiéndose a sí mismo por Dios.
»¿No os acordáis que cuando estaba todavía entre vosotros os decía estas cosas? Ya sabéis vosotros la causa que ahora le detiene hasta que sea manifestado o venga el día señalado. El hecho es que ya va obrando o se ve formando el misterio de la iniquidad entre tanto, el que está firme ahora manténgase hasta que sea quitado el impedimento, y entonces se manifestara aquel malvado a quien el Señor quitará la vida con el aliento de su boca, deshará con el resplandor de su presencia a aquel que vendrá con el poder de Satanás, con señales y prodigio mentirosos, y con toda maliciosa sedición, para engañar y perder a los perdidos réprobos, porque no recibieron el amor de la verdad para que salvaran. Y por esto les enviará Dios el artificio del error, a fin de que crear la mentira y sean juzgados y condenados todos los que no creyeren la verdad, sino que consintieren y aprobaren la maldad.»
No hay duda que todo esto lo dice del Anticristo y del día, del juicio, por que este día del señor dice que no vendrá hasta que venga primero aquel que llama rebelde a Dios nuestro Señor; lo cual, si puede decirse de todos los malos, ¿cuánto más de éste?
Pero en qué templo de Dios se haya de sentar como Dios, es incierto; si será en aquellas ruinas del templo que edificó el rey Salomón o en la Iglesia; porque a ningún templo de los ídolos o demonios llamará el Apóstol templo de Dios.
Algunos quieren que en este lugar, por el Anticristo, se entienda, no el mismo príncipe y cabeza, sino en cierto modo todo su cuerpo, esto es, la muchedumbre de los hombres que pertenecen a él juntamente con su príncipe, y piensan que mejor se dirá en latín, como está en el griego, no in templo Dei, sino in templum Dei sedeat, como si el fuese el templo de Dios, esto es, la Iglesia; como decimos sedet in amicum, esto es, como amigo.
Lo que dice «y ahora bien sabéis lo que le detiene, esto es, ya sabéis la causa de su tardanza y dilación para que se descubra aquél a su tiempo; y porque dijo que lo sabían ellos, no quiso manifestarlo expresamente. Nosotros, que ignoramos lo que aquéllos sabían, deseamos alcanzar con trabajo lo que quiso decir el Apóstol, y no podemos, especialmente porque lo que añade después hace más oscuro y misterioso el sentido.
¿Qué quiere decir «porque ya ahora principia a obrar el misterio de la iniquidad, sólo el que está firme ahora manténgase, hasta que se quite el impedimento? ¿Y entonces se descubrirá aquel inicuo?» Yo confieso que de ningún modo entiendo lo que quiso decir; sin embargo, no dejaré de insertar aquí las sospechas humanas que, sobre esto he oído o leído.
Algunos piensan que dijo esto del Imperio Romano, y el Apóstol San Pablo no lo quiso decir claramente porque no le calumniasen e hiciesen cargo de que deseaba mal al Imperio a mano, el cual entendían que había de ser eterno; como esto que dice: «y ahora principia a obrar el misterio de la iniquidad», imaginan que lo dijo por Nerón, cuyas acciones ya parecían semejantes a las del Anticristo. Por lo social sospechan algunos que ha de resucitar y que ha de ser el Anticristo; aunque otros piensen que tampoco murió, sino que le escondieron para que creyeran que era muerto, y que vivo está escondido en el vigor de la edad juvenil en que estaba cuando se dijo que le mataron, hasta que se descubra a su tiempo y le restituyan en su reino.
Mucho me admira la gran presunción de los que tal opinan. Sin embargo, lo que dice el Apóstol: «Sólo el que ahora está firme manténgase hasta que se quite de en medio el impedimento», no fuera de propósito, se entiende que lo dice del mismo Imperio Romano, como si dijera: sólo resta que el que ahora reina reine hasta que le quiten de en medio, esto, es, hasta que le destruyan y acaben, y entonces se descubrirá aquel inicuo; por el cual ninguno duda que entiende el Anticristo.
Otros también, sobre lo que dice: «Bien sabéis lo que le detiene, y que principia a obrar el misterio de la iniquidad», piensan que lo dijo de los malos e hipócritas que hay en la iglesia, hasta que lleguen a tanto numero que constituyan un numeroso pueblo al Anticristo, y que éste es el misterio de la iniquidad, por cuanto parece oculto; y que, además, el Apóstol amonesta a los fieles que perseveren constantes en la fe que profesan, cuando dice: «Sólo el que ahora está firme manténgase hasta que se quite de en, medio el impedimento», esto es, haga que salga de en medio de la Iglesia el misterio de la iniquidad, que ahora está oculto. Porque a este misterio piensan que pertenece lo que dijo San Juan evangelista en su epístola: «Hijitos, ha llegado la última hora, y como habéis oído decir que ha de venir el Anticristo, también hay ahora muchos Anticristos o doctores falsos; y esto nos da a conocer que ha llegado la última hora. Estos han salido de nosotros, mas no eran de los nuestros, porque si hubieran sido de los nuestros hubieran permanecido con nosotros.» Igualmente dicen, así como, antes del fin, en esta hora, que llama San Juan la última, han salido muchos herejes de en medio de la Iglesia, a quienes llama muchos Anticristos: así, entonces saldrán de allí todos, los que pertenecerán, no a Cristo, sino a aquel último Anticristo, y entonces se manifestará.
Unos conjeturan de una manera y otros de otra, sobre estas palabras oscuras del Apóstol; aunque no hay duda en lo que dijo de que no vendrá Cristo a juzgar a los vivos y a los muertos, si antes no viniere a engañar a los muertos en el alma su adversario el Anticristo; aunque pertenece al ocultó juicio de Dios el haber de ser engañados por él.
Su venida será, como se ha dicho, con todo el poder de Satanás, con señales y prodigios falsos y engañosos para seducir a los perdidos y réprobos; porque entonces estará suelto Satanás, y obrará por medio del Anticristo prodigios admirables, pero falsos.
Aquí suelen dudar si se llaman señales y prodigios mentirosos; porque vendrá a engañar a los sentidos humanos con fantasmas y, apariencias, de forma que parezca que hace lo que no hace, o porque aquellos mismos portentos, aunque sean verdaderos, han de ser para atraer a la mentira a los que creyeren que aquéllos no pudieron hacerse si virtud, divina, ignorando la virtud y potestad que tiene el demonio, principalmente cuando le consideran poder que jamás tuvo. Pues, en efecto, no diremos que fueron fantasmas cuando vino fuego del cielo y consumió de un golpe tan dilatada e ilustre familia, con tantos y tan numerosos hatos de ganado, del santo Job, y cuando el torbellino impetuoso, derribando la casa, le mató los hijos; todo lo cual fue, sin embargo, obra de Satanás, a quien dio Dios este poder. A cuál de estas dos causas las llamó señales y prodigios mentirosos, entonces se echará de ver mejor, aunque por cualquiera de ellas que los llame así serán alucinados y engañados con sus señales y prodigios los que merecerán ser seducidos, porque no recibieron, dice, el amor de la verdad para que se salvaran.
Y no dudó el Apóstol añadir: «y por eso les enviará Dios un espíritu erróneo, para que crean a la mentira y a la falsedad». Dice que Dios le enviará, porque Dios permitirá que el demonio ejecute estas maravillas por sus justos e impenetrables juicios, aunque el demonio lo haga con intención inicua o maligna; «para que sean juzgados, dice, y condenados todos cuantos no creyeren en la verdad, sino que consintieron y aprobaron la iniquidad». Por cuya razón los juzgados serán engañados y los engañados serán juzgados; aunque los juzgados serán engañados por aquellos juicios de Dios, ocultamente justos y justamente ocultos, con los cuales desde el principio, desde que pecó la criatura racional, nunca dejó de juzgar. Y los engañados serán juzgados con el último y manifiesto juicio por Jesucristo, que juzga y condenará justísimamente, habiendo sido el Señor injusta e impíamente juzgado y condenado.

CAPÍTULO XX. Que es lo que San Pablo, en la primera epístola que escribe a los tesalonicenses, enseña de la resurrección los muertos

Aunque en el citado lugar no hablo de la resurrección de los muertos, no obstante, en la epístola primera escribe a los mismos tesalonicenses dice: «No queremos que ignoréis, he manos, lo que pasa de los muertos para que no os entristezcáis como los demás que no tienen esperanza; por que si creemos que Jesucristo murió y resucitó, asimismo hemos de creer que Dios, a los que murieron, los ha de volver a la vida por el mismo Jesús, resucitados por Él y con Él; porque os digo en nombre del Señor que nosotros, que ahora vivimos, o lo que vivieren entonces cuando viniere Señor, no hemos de resucitar primero que los otros que murieron ante porque el mismo Señor en persona, con imperio y majestad, a voz y pregón un arcángel, y al son de una trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que hubieren muerto en Cristo resucitará primero; después nosotros, los que no hallaremos vivos, todos juntamente con los que murieron antes, seremos arrebatados y llevados en las nubes por los aires a recibir a Cristo, y así estaremos siempre con el Señor.
Estas palabras apostólicas, con toda claridad nos enseñan, la resurrección que debe haber de los muertos cuando venga nuestro Señor Jesucristo a jugar a los vivos y los muertos.
Pero se suele dudar si los que hallará en la tierra Cristo Señor nuestro vivos, cuya persona transfirió el Apóstol en sí y en los que entonces vivía con él, nunca han de morir, o si en e mismo instante que serán arrebatados juntamente con los resucitados, por los, aires a recibir a Cristo pasarán, con admirable presteza, por la muerte a la inmortalidad. Pues no hemos de juzga imposible que mientras los llevan por los aires, en aquel espacio intermedio no puedan morir y resucitar.
Lo que dice: «y así siempre estaremos con el Señor», no debemos entenderlo como si dijera que nos habíamos de quedar con el Señor siempre en el aire; porque ni Él ciertamente quedará allí, porque viniendo ha de pasar, pues al que viene se le sale a recibir, y no al que está quedo. Y así estaremos con el Señor; esto es, así estaremos siempre, teniendo cuerpos eternos dondequiera que estuviéremos con Él. Según este sentido, parece que el mismo Apóstol nos induce a que entendamos que también aquellos a quienes el Señor hallare vivos en el mundo, en aquel Corto espacio de tiempo han de pasar por la muerte y recibir la inmortalidad, cuando dice: «que todos han de ser vivificados por Cristo»; diciendo en otro lugar, con motivo de hablar sobre la resurrección de los muertos: «El grano que tú siembras no se vivifica, si no muere y se corrompe primero.» ¿Cómo, pues, los que hallare Cristo vivos en la tierra se han de vivificar por Él con la inmortalidad aunque no mueran, advirtiendo que dijo el Apóstol: «lo que tú siembras no se vivifica si primero no muere»? Aunque no digamos con propiedad que se siembra, sino de los cuerpos de los hombres que, muriendo, vuelven a la tierra (como lo expresa la sentencia que pronunció Dios contra el padre del linaje humano, cuando pecó: «tierra eres, y a la tierra volverás»); hemos de confesar que a los que hallare Cristo cuando viniere sin que hayan salido aún de sus cuerpos ni les comprenden estas palabras del Apóstol ni las del Génesis; porque siendo arrebatados a lo alto por las nubes, ni los siembran, ni van a la tierra, ni vuelven de ella; ya no pasen por la muerte, ya la sufran por un momento en el aire.
Pero aun se nos ofrece otra duda. El mismo Apóstol, hablando de la resurrección de los cuerpos a los corintios, dice: «Todos resucitaremos»; o, como se lee en otros códices: «Todos hemos de dormir». Siendo cierto que no puede haber resurrección sin que preceda muerte, y que por el sueño no podemos entender en aquel pasaje sino la muerte, ¿cómo todos han de dormir o resucitar, si tantos como hallará Cristo en sus cuerpos no dormirán ni resucitarán? Si creyéremos que los santos que se hallaren vivos cuando venga Cristo, y fueren arrebatados para salirle a recibir, en el mismo rapto saldrán de los cuerpos mortales y volverán a los mismos cuerpos ya inmortales, no encontraríamos dificultad alguna en las palabras del Apóstol; así, cuando dice que «el grano que tú siembras no se vivificará si antes no muere», como cuando dice «que todos hemos de resucitar» o «todos hemos de dormir»; porque estos tales no serán vivificados con la inmortalidad si primero, por poco momento que pase, no mueren, y así tampoco dejarán de participar de la resurrección aquellos a quienes precede el sueño, aunque brevísimos, pero efectivamente alguno. ¿Y por qué se nos ha de figurar increíble que tanta multitud de cuerpos se siembre en cierto modo en el aire, y que allí luego resucite y reviva inmortal e incorruptiblemente, creyendo, como creemos, lo que el mismo Apóstol claramente dice: que la resurrección ha de ser en un batir de ojos, y que con tanta facilidad y con tan inestimable velocidad el polvo de los antiquísimos cuerpos ha de, volver a los miembros que han de vivir sin fin?
Ni tampoco debemos pensar que se libertarán los santos de aquella sentencia que se pronunció contra el hombre: «tierra eres, y a la tierra has de volver», aun cuando al morir sus cuerpos no caigan en la tierra, sino que en el mismo rapto, al morir, resuciten en el espacio de tiempo que van por el aire; porque a la tierra irás quiere decir, irás en perdiendo la vida, a lo que eras antes que tomases vida, esto es, serás sin alma lo que eras antes que fueses animado (pues tierra fue a la que inspiró Dios en el rostro el soplo de vida cuando fue criado el hombro animal vivo), como si le dijeran: tierra eres animada, lo que antes no eras; tierra serás sin alma, como antes lo eras; lo cual son aun antes de que se corrompan y pudran todos los cuerpos de los difuntos, como también lo serán los santos si murieren, dondequiera que mueran, cuando carecieren de la vida que al momento han de recobrar. De esta conformidad irán a la tierra, porque de hombres vivos se harán tierra; como se va a la ceniza lo que se hace ceniza, y se va a la senectud lo que se hace viejo, y se va a cascote lo que del barro se hace cascote, y otras sesenta cosas que decimos de esta manera.
Pero como ha de ser esto, que ahora conjeturamos según las débiles fuerzas de nuestro limitado entendimiento, podremos saberlo entonces. Porque si queremos ser cristianos, es necesario que creamos que ha de haber resurrección de los cuerpos muertos cuando viniere Cristo a juzgar los vivos y muertos, y no es vana en esto nuestra fe porque no podamos perfectamente comprender el cómo ha de ser.
Tiempo es ya, como prometimos arriba, de que manifestemos lo que pareciere bastante, de lo que dijeron también los profetas en el Viejo Testamento de este último y final juicio de Dios. En lo cual, a lo que entiendo, no será necesario detenernos mucho, si procurare el lector valerse de lo que hemos ya dicho.

CAPÍTULO XXI. Qué es lo que el profeta Isaías dice de la resurrección de los muertos y, de la retribución del Nido

El profeta Isaías dice: «Resucitarán los muertos, y resucitarán los que estaban en las sepulturas, y se alegrarán todos los que están en la tierra; porque el rocío que procede de ti les dará la salud, pero la tierra de los impíos caerá.» Las primeras expresiones de este vaticinio pertenecen a la resurrección de los bienaventurados; mas en aquellas donde expresa que la tierra de los impíos caerá, se entiende bien claro que los cuerpos de los impíos caerán en la eterna condenación.
Y si quisiéramos reflexionar con exactitud y distinción lo que dice de la resurrección, de los buenos, hallaremos que a la primera se debe referir lo que insinúa: «resucitarán los muertos»; y a la segunda, lo que sigue: «y resucitarán los que estaban en las sepulturas».
Y si quisiéramos saber de aquellos santos que en la tierra hallará vivos el Señor, congruamente se les puede acomodar lo que añade: «y se alegrarán todos los que están en la tierra, porque el rocío que procede de ti les dará la salud». Salud, en este lugar, se entiende muy bien por la inmortalidad, porque ésta es la íntegra y plenísima salud que no necesita repararse con alimentos como cotidianos.
El mismo Profeta, dando primero esperanza a los buenos y después infundiendo terror a los malos, dice de este modo: Esto dice el Señor: «Veis cómo yo desciendo sobre ellos como un río de paz y como un arroyo que sale de madre Y riega la gloria las gentes. A los hijos de éstos los varé sobre los hombros y en mi los consolaré; así como cuando a la madre consuela a su hijo, así consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados; veréis, y se holgará vuestro corazón, y vuestros huesos nacerán como hierba. Y se conocerá la del Señor en los que le reverencia y su indignación y amenaza en los tumaces; porque vendrá el Señor como fuego, y sus carros como un torbellino para manifestar el grande furor de venganza y el estrago que ha de hacer con las llamas encendidas de fuego pues con fuego ha de juzgar el se toda la tierra, pasará a cuchillo toda carne, y será innumerable el número de los, que matará el Señor.»
En la promesa de los buenos, que el Señor declina y baja como no de paz, en cuyas expresiones, duda, debemos entender la abundancia de su paz, tan grande que no puede ser mayor. Con ésta, en efecto, seremos bañados; de la cual hablan extensamente en el libro anterior.
Este río dice que le inclina y deriva sobre aquellos a quienes promete singular bienaventuranza, para que tendamos que en aquella región felicísima que hay en los cielos todas cosas se llenan y satisfacen con este río; mas por cuanto la paz influirá se derramará también en los cuerpos de terrenos la virtud de la incorrupción, e inmortalidad, por eso dice que dina y deriva este río, para que de parte superior en Cierto modo venga bañar también la inferior, y así haga los hombres iguales con los ángeles.
Por Jerusalén, asimismo, hemos entender, no aquella que es, sierva, en sus hijos, sino la libre, que es más nuestra, y según el Apóstol, «eterna en los cielos», donde, después de trabajos, fatigas y cuidados mortal seremos consolados, habiéndonos llevado como a pequeñuelos suyos en hombros y en su seno; porque, rudos y novatos, nos recibirá y acogerá aquella bienaventuranza nueva y de usada para nosotros con suavísimos regalos y favores. Mil veremos y alegrará nuestro corazón. No decide lo que hemos de ver; pero ¿qué se, sino a Dios? De forma que se cumpla en nosotros la promesa evangélica de que serán bienaventurados los impíos de corazón, porque ellos verán Dios», y todas las otras maravillas y de grandezas que ahora no vemos; pero, creyéndolas según la humana capacidad no dad, las imaginamos incomparablemente mucho menos de lo que son. «Y veréis, dice, y se holgará vuestro corazón;» Aquí creéis, allí veréis.
Pero porque dijo «y se holgará vuestro corazón», para que no pensáremos no que aquellos bienes de Jerusalén pertenecían sólo al espíritu, añadió: «Vuestros huesos nacerán y reverdecerán como la hierba»; donde comprendió la resurrección de los cuerpos como añadiendo lo que no había dicho, pues se harán cuando los viéremos, sino cuando se hubieren hecho los veremos.
Ya antes había dicho lo del cielo nuevo y de la tierra nueva, refiriendo muchas veces y de diferentes manera las cosas que al fin promete Dios a los santos. Habrá, dice, nuevos cielos y nueva tierra; no se acordarán de los pasados, ni les pasarán por el pensamiento, sino que en éstos hallarán alegría y contento; yo me regocijaré en Jerusalén, me alegraré en mi pueblo, y no se oirá más en ella voz alguna de llanto, etc.» Esta profecía intentara algunos espíritus carnales referirla a aquellos mil años ya insinuados, pues conforme a la locución profética, mezcla las frases y modos de hablar metafóricos con los propios para que la intención cuerda y diligente, con trabajo sutil y saludable, llegue al sentido espiritual; pero a la flojedad carnal o En la rudeza del entendimiento que, o no ha estudiado o se ha ejercitado poco, a contentándose con percibir la corteza de la letra, le parece que no hay que penetrar ni buscar más en lo interior. Y baste haber dicho esto sobre las expresiones proféticas que se escriben antes de este pasaje.
Pero en éste, de donde nos hemos apartado, habiendo dicho: «y vuestros huesos nacerán o reverdecerán como nace y reverdece la hierba», para manifestar que hacía ahora mención de la resurrección de la carne, pero sólo de la de los buenos, añadió: «y se conocerán la mano del Señor en los que le reverencian y sirven». ¿Qué se denota aquí sino la mano del que distingue y aparta sus siervos y amigos de los que le despreciaron.
A éstos se refiere en lo que sigue: «Y en su amenaza en los contumaces» o, como dice otro interprete, «en los incrédulos». Tampoco entonces amenazará, sino que lo que ahora dice con amenaza, entonces, se cumplirá efectivamente. Porque «vendrá el Señor dice, como fuego, y sus carros como tempestad, para mostrar el gran furor de su venganza y el estrago que ha de hacer con las llamas encendidas del fuego; pues con fuego ha de juzgar el Señor toda la tierra, y pasará a cuchillo toda la carne, y será innumerable el número de los que herirá el Señor». Ya sea con fuego, o con tempestad o con cuchillo, ello significa la pena del juicio, puesto que dice que el mismo Señor ha de venir como fuego, para aquellos se entiende, sin duda, a quienes ha de ser penal su venida. Y por sus carros (que los llamó en plural) entendemos, no incongruentemente, los ministros angélicos.
En lo que dice que con fuego y cuchillo ha de juzgar toda la tierra toda la carne, tampoco, aquí debemos entender a los espirituales y santos, sino a los terrenos y carnales, de quienes dice la Escritura «que saben gustan de las, cosas de la tierra», que «saber y vivir según la carne muerte», y a los que llama el Señor carne cuando dice: «No permanecer mi espíritu en estos hombres, porque son carne.»
Lo que dice aquí: «Muchos serán los que herirá el Señor», de esta herida ha de resultar la muerte segunda. Aun que se puede también tomar en bien el fuego, el cuchillo y la herida, por que igualmente dijo el Señor que quería enviar fuego al mundo. y que vieron sobre los discípulos lenguas como de fuego cuando vino el Espíritu Santo: «No vine, dice el mismo Señor a poner paz en la tierra, sino el cuchillo.» A la palabra de Dios llama Ir Escritura cuchillo de dos filos, aludiendo a los dos Testamentos, y en los Cantares dice la iglesia Santa que está herida de caridad, como si esto viera herida de las saetas del amor pero como leemos aquí, u oímos que ha de venir el Señor castigando, claro está cómo han de entenderse estas palabras.
Después, habiendo referido brevemente los que habían de ser condenado por este juicio, bajo la figura de los manjares que se vedaban en la ley antigua, de los cuales no se abstuvieron significando los pecadores impíos, resume desde el principio la gracia de Nuevo Testamento, comenzando desde la primera venida del Salvador, y con incluyendo en el último y final juicio, de que tratamos ahora. Pues refiere que dice el Señor que vendrá a congregar todas las gentes, y que éstas vendrán y verán su gloria; pues, según el Apóstol, «todos pecaron y tienen necesidad de la gloria de Dios». Y dice que dejará sobre ellos señales, para que admirándose de ellas, crean en él, y que los que se salvaren de éstos, los despachará y los enviará a diferentes gentes, y a las islas más remotas, donde nunca oyeron su nombre ni vieron su gloria, y que éstos anunciarán su gloria a las gentes, y que traerán a los hermanos de estos con quien hablaba, esto es, a aquellos que siendo en la fe hijos de un mismo Dios Padre, serán hermanos de los israelitas escogidos, y que los traerán de todas las gentes, ofreciéndoles al Señor en jumentos y carruajes (por cuyos jumentos y carruajes se entienden bien los auxilios de Dios por medio de sus ministros e instrumentos de cualquier género que sean, o angélicos o humanos) a la ciudad santa de Jerusalén, que ahora en los fieles santos está derramada por toda la tierra. Porque donde los ayuda la divina gracia, allí creen, y donde creen allí vienen. Y los comparó el Señor a los hijos de Israel cuando le ofrecían sus hostias y sacrificios con Salmos en su casa; lo cual donde quiera hace al presente la Iglesia y promete que de ellos ha de escoger para sí sacerdotes y levitas, lo que también vemos que se, hace ahora. Pues no según el linaje de la carne y sangre, como eta el primer sacerdocio según el Orden de Aarón sino como convenía en el Testamento Nuevo, en el que Cristo es el Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec, vemos en la actualidad que, conforme al mérito que a cada uno concede la divina gracia, se van eligiendo sacerdotes y levitas, quienes no por el nombre de sacerdotes, el cual muchas veces alcanzan los indignos, sino por la santidad, que no es común a los buenos y a los malos, se deben estimar y ponderar.
Habiendo hablado así sobre esta evidente y clara misericordia que ahora comunica Dios a su Iglesia, les prometió, también los fines, á los cuales ha de venirse a parar por el último y final juicio, después de hecha la distinción y separación de los buenos y de los malos, diciendo por el Profeta, o diciendo del Señor, el mismo Profeta:«Porque así como permanecerá el cielo nuevo y la tierra nueva delante de mí, dice el Señor, así permanecerá vuestra descendencia y vuestro nombre y mes tras mes, y sábado tras sábado. Vendrá toda carne a adorar en presencia en Jerusalén, dice él y saldrán y verán los miembros los hombres que prevaricaron contra mi. El gusano de ellos no morirá, fuego no se apagará, y será visión abominación a toda carne.» Así acaba este Profeta su libro, como así también acabará el mundo.
Algunos no traducen los miembros de los hombres, sino cuerpos muertos de varones, significando por cuerpos muertos la pena evidente los cuerpos, aunque no suele llamarse cuerpo muerto sino el cuerpo sin alma, y realmente aquellos han de cuerpos animados, porque de otra manera no podrían sentir los tormentos a no ser que se entienda serán cuerpos muertos, esto es, de aquellos caerán en la segunda muerte; por no fuera de propósito se pueden también llamar cuerpos muertos. Como entiende también la otra expresión cité arriba del mismo Profeta: «La tierra de los impíos caerá.» ¿Y que no ve que de caer se derivó la palabra cadáver. Y que aquellos intérpretes hablaron de varones en lugar de hombres, está claro, aunque nadie dirá que no ha de haber en aquel tormento mujeres prevaricadoras, sino que por más principal, mayormente por aquí de quien fue formada la mujer, se tiende uno y otro sexo. Pero lo que más hace al intento, cuando igualmente de los buenos se dice: «Vendrá toda carne, porque de todo género de hombres constará este pueblo» (puesto que no han de estar allí todos los hombres ya que los más se hallarán en las penas), según principié a decir, cuan el Profeta habla de la carne se refiere a los buenos, y cuando habla de miembros o cuerpos muertos alude los malos, sin duda después de la resurrección de la carne, cuya fe se establece con estos y semejantes vocablos, lo que apartará a los buenos los malos, llevando a cada uno a respectivos fines, declara que será juicio futuro.

CAPÍTULO XXII. Cómo debe de entenderse la salida de los santos a ver las penas de los malos

Pero ¿cómo saldrán los buenos a v las penas de los malos? Acaso con movimiento del cuerpo dejarán aquellas estancias y moradas bienaventuradas, e irán a los lugares de las penas y tormentos? Ni por pensamiento, no que saldrán por ciencia, porque este modo de decir se nos significó que los que padecerán los tormentos estarán fuera. Y así también el Señor llamó a aquellos lugares tinieblas exteriores, cuya contraposición es aquel infra que dice al buen siervo: «Entiende el gozo de tu señor», para que no pensemos que allá entran los malos a fin de que se sepa y tengan noticias de ellos, antes si parece que salen ellos los buenos por la ciencia que los han de conocer, pues han de comprender y tener exacta noticia de que está fuera. Porque los que estará en las penas no sabrán lo que se hace allá dentro en el gozo del Señor; pero los que estuvieren en aquel gozo, habrán lo que pasará allá fuera en las tinieblas exteriores. Y por eso dijo saldrán, porque no se les esconderán aun los que estarán allá fuera.
Pues si los profetas pudieron sabe estos ocultos sucesos antes que acaeciesen, porque estaba Dios, por muy poco que fuese, en el espíritu de aquellos hombres mortales, ¿cómo no ha de saber entonces las cosas ya sucedidas los santos inmortales cuando «Dios estará y será todo en todos»
Permanecerá, pues, en aquella bienaventuranza la descendencia y nombre de los santos; la descendencia, es a saber, de la que dice San Juan: «Que su descendencia permanecerá en él» y el nombre del cual, por el mismo Isaías dice: «Le daré un nombre eterno, y tendrán un mes después de otro y un sábado después de otro sábado»: como quien dice luna tras luna, y descanso tras descanso; Cristo es, sus fiestas y solemnidades serán perpetuas, cosas ambas que tendrán ellos cuando pasaren de estas sombras viejas y temporales a aquellas luces nuevas y eternas.
Lo que pertenece al fuego inextinguible y al gusano vivacísimo que ha de haber en los tormentos de los malos, de diferentes maneras lo lían declarado y entendido varios autores; porque algunos atribuyen lo uno y lo otro al cuerpo, otros lo uno y lo otro al alma, otros sólo propiamente el fuego al cuerpo, y el gusano metafóricamente al alma, lo cual parece más creíble. No es tiempo ahora de disputar sobre esta diferencia, por cuanto en este libro nos hemos propuesto la idea de tratar sólo del juicio final, con el que se efectuará la división y distinción de los buenos y de los malos; y en lo concerniente a los premios y penas, en otra parte lo trataremos extensamente.

CAPÍTULO XXIII. Qué es Lo que profetizó Daniel de la persecución del Anticristo, del juicio de Dios y del Reino de los Cielos

De este juicio final habla Daniel, de tal suerte, que dice que vendrá también primero el Anticristo, y llega con su narración al Reino eterno, de los santos. Porque habiendo visto en visión profética cuatro bestias, que significaban cuatro reinos, y al cuarto vencido por un rey, que se conoce ser el Anticristo, y después de éstos, habiendo visto al Reino eterno del Hijo del hombre, que se entiende Cristo, dios: «Grande fue el horror y admiración de mi espíritu; yo, Daniel, quedé absorto con esto, y sola la imaginación y visión interior me aterró. Y llegué a Uno de los que estaban allí, le pregunté la verdad de todo lo que allí se representaba, y me declaró la verdad.»
Después prosigue lo que oyó a aquel a quien preguntó la verdad de todas estas cosas, y como si el otro se las declarara, dice: «Estas cuatro bestias grandes son cuatro reinos que se levantarán en la tierra, los cuales se desharán y tomarán al fin el Reino los Santos del Altísimo, y le poseerán para siempre por todos los siglos de los siglos. Después pregunté, dice, particularmente sobre la cuarta bestia porque era muy diferente de las de más, y mucho más terrible: tenía dientes de acero, unas de bronce, comía desmenuzaba y hollaba a las demás con sus pies; también pregunté acerco de los diez cuernos que tenía en la cabeza, y de otro que le nació entre ellos y derribé los tres primeros. Este cuerno tenía ojos, y una boca que hablaba cosas grandes y prodigiosas, y parecía mayor que los demás. Estaba yo atento, y vi que aquel cuerpo hacía guerra a los santos y prevalecía contra ellos, hasta que vino el antiguo de días y dio el Reino a los Santos del Altísimo, llegó el tiempo determinado y vinieron a conseguir el Reino los Santos.» Esto dice Daniel que preguntó.
Después, inmediatamente, prosigue y pone lo que oyó, diciendo, y dijo: «Esto es, aquel a quien había preguntado, respondió y dijo: La cuarta bestia será el cuarto reino de la tierra, el cual será mayor que todos los reinos: comerá toda la tierra, la hollará y la quebrantará. Y sus diez cuernos, es porque de él nacerán diez reyes, y tras éstos nacerá otro, que con sus males sobrepujará a todos los que fueron antes de él, y abatirá y humillará a los tres Reyes, y hablará palabras injuriosas contra el, Altísimo, y quebrantará los Santos del Altísimo; le parecerá que podrá mudar los tiempos y la ley, y se le entregará en su mano hasta el tiempo y tiempos y la mitad del tiempo. Y se sentará el juez, le quitará su principado y dominio para acabarle y destruirle del todo para siempre. Y el reino y potestad y la grandeza de los reyes que hay debajo de todo el cielo se entregará a los Santos del Altísimo. Cuyo reino es reino eterno, y todos los reyes le servirán y obedecerán. Hasta aquí es lo que me dijo, y a mi, Daniel, me turbaron mucho mis pensamientos, se me demudó el color del rostro y guardé en mi corazón estas palabras que me dijo.» Aquellos cuatro reinos declaran algunos y tienen por los de, los asirios, persas, macedonios y romanos. Quien quisiere saber con cuánta conveniencia y propiedad se dijo esto, lea los Comentarios que escribió sobre Daniel, con particular escrupulosidad y erudición, el presbítero Jerónimo.
Pero que ha de venir a ser cruelísimo el reino del Anticristo contra la Iglesia, aunque por poco tiempo, hasta que por el último y final juicio de Dios reciban los santos el Reino eterno, el que leyere esta doctrina, aunque no sea con mucha atención, no podrá dudarlo. El tiempo y tiempos y la mitad del tiempo se entiende por el número de los días que después se ponen, y alguna vez en la Sagrada Escritura se declara también por el número de los meses, que es un año dos años y medio; año, y, por consiguiente, tres anos y medio. Pues aunque el latín parece que se ponen los tiempos indefinidamente y sin limitación, con todo, aquí están puestos en el número dual, del cual carecen los latinos, como le tienen los griegos, así también dicen que lo tienen los hebreos Dice, pues, tiempos, como si dijera dos tiempos; sin embargó, confieso que recelo nos engañemos acaso en los diez reyes que parece ha de hallar el Anticristo, como si hubiesen de ser diez hombres; y que así venga de repente sin pensarlo al tiempo que no, hay tantos reinos en el dominio romano Porque ¿quién sabe si por el número denario quiso significarnos generalmente todos los reyes, después de los cuales ha de venir el Anticristo, coma con el milenario, centenario y centenario se nos significa por la mayor parte la universalidad, y con otros muchos números que no es necesario ahora referir?
En otra parte, dice el mismo Daniel: «Vendrá un tiempo de tanta tribulación, cual no se ha visto después que comenzó a haber, gente en la tierra hasta aquel tiempo, en el cual se salvarán los de vuestro pueblo, todos los que se hallaren escritos en el libro. Y muchos que duermen en las fosas de la tierra se levantarán y resucitarán, unos a la vida eterna y otros a la ignominia y confusión eterna. Y los doctos e inteligentes resplandecerán como la claridad y resplandor del firmamento, y todos los justos como estrellas para siempre jamás.» Este pasaje es muy semejante a aquel del Evangelio relativo a la resurrección sólo de los cuerpos de los muertos. Porque de los que allá dice que están en los monumentos o sepulturas, acá dice que duermen en las fosas de la tierra, o, como otros interpretan, en el polvo de la tierra; como allá dice procedent, saldrán, si aquí exurgent, se levantarán. Y como allá: «Los que hicieron buenas obras, a la resurrección de la vida, y los que las hicieron malas, a la resurrección del juicio y condenación», así en este lugar: «Los unos a la vida eterna, y los otros a la ignominia y confusión eterna.» No debe parecernos que hay diversidad alguna, porque dice allá, todos los que están en los monumentos; y aquí el Profeta no dice todos, sino muchos que duermen en las fosas de la tierra, pues en la Escritura algunas veces se pone muchos por todos. Y así, dice Dios a Abraham: «Yo te he hecho padre de muchas gentes», a quien, sin embargo, en otro lugar dice: «En tu semilla y descendencia serán benditas todas las naciones.» De esta resurrección poco después le dicen a este mismo Profeta Daniel también: «Pero tú ven y descansa, porque antes que se cumplan los días de la consumación, tú descansarás y resucitarás en tu suerte al fin de los días.»

CAPÍTULO XXIV. Lo que está profetizado en los Salmos de David sobre el fin del mundo, y el último y final juicio de Dios

Muchas particularidades se hallan en los Salmos relativas al juicio final, pero las más de ellas se dicen de paso y sumariamente. Con todo, lo que allí se dice con completa evidencia acerca del fin de este siglo, no me pareció oportuno remitirlo ni silencio: «Al principio, Señor, tú estableciste la tierra, y los cielos son de tus manos. Ellos perecerán, pero tú permanecerás, y todos se envejecerán como la vestidura, y como una cubierta los mudarás y se mudarán, mas tú siempre serás el mismo, y tus años jamás faltarán.»
Pregunto yo ahora: ¿cuál es la causa porque alabando Porfirio la religión de los hebreos, con que ellos reverencian y adoran al sumo y verdadero Dios, terrible y formidable a los mismos dioses, arguye a los cristianos de grandes necios; aún por testimonio de los oráculos de sus dioses, porque decimos que ha de perecer y acabarse este mundo? Observen aquí cómo en los libros de la religión de los hebreos le dicen a Dios (a quien, por confesión de tan ilustre filósofo, temen con horror los mismos dioses): «los cielos son obras de tus manos: ellos perecerán». ¿Acaso cuando perecieren los cielos no perecerá el mundo, cuya parte suprema y más segura son los mismos cielos? Y si este artículo, como escribe el citado filósofo, no agrada a Júpiter, con cuyo oráculo, como con autoridad irrefragable se culpa y condena a los cristianos, por ser ésta una de las cosas que creen, ¿por qué asimismo no culpa y condena la sabiduría de los hebreos como necia, en cuyos libros tan piadosos y religiosos se halla? Y si en aquella sabiduría de los judíos, que tanto agrada a Porfirio, que la apoya y celebra con el testimonio de sus dioses, leemos que los cielos han de perecer, ¿por qué tan vanamente abomina de que en la fe de los cristianos, entre las demás cosas, o mucho más que en todas, creemos que ha de perecer el mundo, puesto que si él no perece no pueden perecer los cielos?
Y en los libros sagrados que propiamente son nuestros no comunes a los hebreos y a nosotros, esto es, en los libros evangélicos y apostólicos, se lee: «que pasa la figura de este mundo», y leemos «que el mundo pasa», y «que el cielo y la tierra pasarán». Pero imagino que praeferit, transit y transibunt se dice con menos exactitud que peribunt, perecerán. Asimismo en la epístola del Apóstol San Pedro, donde dice que pereció con el Diluvio el mundo que entonces había, bien claro está qué parte significó por él, todo, y en cuánto y cómo se dice que pereció, y que los cielos se conservaron o repusieron reservados al fuego, para ser abrasados el día del juicio y destrucción de los hombres impíos, y en lo que poco después dice: «Vendrá el día del Señor como un ladrón, y entonces los cielos pasarán con grande ímpetu, los elementos se disolverán por el calor del fuego, y la tierra, con todo lo que hay en ella, será abrasada»; y después añade: «Pues como todas estas cosas han de perecer, ¿cuáles debéis ser vosotros?»; puede entenderse que perecerán aquellos cielos que dijo estaban puestos y reservados, para el fuego, y que arderán aquellos elementos que están en esta parte más ínfima del mundo, llena de tempestades y mudanzas, en la cual dijo que estaban puestos los cielos inferiores, quedando libres y, en su integridad los de allá arriba, en cuyo firmamento están las estrellas.
Pues lo que dice también la Escritura: que las estrellas caerán del cielo, fuera de que con mucha más probabilidad puede entenderse de otra manera, antes nos muestra que han de permanecer aquellos cielos, si es que han de caer de allí las estrellas, pues o es modo de hablar metafórico, que es lo más creíble, o es que habrá en este ínfimo cielo algo más admirable que lo que ahora hay. Y así es también aquel pasaje de Virgilio: «Vióse una estrella con una larga cola, discurrió por el aire con mucha luz y se ocultó en la selva Idea.» Pero esto que cité del Salmo, parece que no deja cielo que no haya de perecer, por que donde dice: «obras de tus manos son los cielos, ellos perecerán», así como a ninguno excluye que sea obra de las manos de Dios, así a ninguno excluye de su última ruina.
No querrán, sin duda, explicar el Salmo con las palabras del Apóstol San Pedro, a quien extraordinariamente aborrecen, sino defender y salvar la religión y piedad de los hebreos, aprobada por los oráculos de los dioses, para que a lo menos no se crea que todo el mundo ha de perecer, tomando y entendiendo por el, todo la parte en donde dice: «ellos perecerán», pues sólo los cielos inferiores han de perecer, así como en la citada epístola de San Pedro se entiende por el todo la parte donde dice que pereció el mundo con el Diluvio, aunque sólo pereció su parte ínfima con sus cielos.
Pero como he dicho, no se dignarán reconocerlo, por no aprobar el genuino sentido del Apóstol San Pedro, o por no conceder tanto a la final combustión, cuanto decimos que pudo hacer el Diluvio, pretendiendo que no es posible, perezca todo el género humano, ni con muchas aguas, ni Con ningunas llamas. Réstales decir que alabaron sus dioses la sabiduría de los hebreos, porque no habían leído este Salmo.
También en el Salmo 49 se infiere que habla del juicio final de Dios, cuando dice: «Vendrá Dios manifiestamente, nuestro Dios, no callará. Delante de Él irá el fuego abrasando, y en su rededor un turbión terrible. Convocará el cielo arriba, y la, tierra, para discernir y juzgar si pueblo. Congregad a él sus santos, los que disponen y ordenan el testamento y la ley de Dios, y el cumplimiento de ella sobre los sacrificios.» Esto lo entendemos nosotros de Jesucristo nuestro Señor, a quien esperamos que vendrá del cielo a juzgar a los vivos y a los muertos. Porque públicamente vendrá a juzgar entre los justos y los injustos, después de haber venido oculto y encubierto a ser juzgado injustamente por los impíos. Este mismo, digo, vendrá manifiestamente, y no callará; esto es, aparecerá y se manifestará con toda evidencia con voz terrible dé juez, el que cuando vino primero encubierto calló delante del juez de la tierra, cuando «como una mansa oveja se dejó llevar para ser inmolado, y no abrió su boca como el cordero cuando, le están esquilando», según lo leemos en el profeta Isaías y lo vemos cumplido en el Evangelio.
Lo tocante al fuego y tempestad, y dijimos cómo había de entenderse, tratando un punto que tiene cierta coherencia y correspondencia con el de la profecía de, Isaías.
En lo que dice: «convocará el cielo arriba», puesto que con mucha conformidad los santos y los justos se llaman cielo, esto será lo mismo que dice e Apóstol: «Juntamente con ellos seremos arrebatados y llevados en las nubes por los aires a recibir a Cristo. Porque, según la inteligencia materia y superficial de la letra, ¿cómo se llama y convoca el cielo arriba, no pudiendo estar sino arriba?
Lo que añade, «y la tierra para discernir y juzgar su pueblo», si solamente se entiende por la palabra convocara, esto es, convocará también la tierra, y no se entiende la palabra sursum, arriba, parece tendrá este sentido según la fe católica; que por el cielo entendemos aquellos que han de juzgar con el Señor, y por la tierra los que han de ser juzgados. Y al decir «convocará el cielo arriba», no entendemos aquí que los arrebatara por los aires, sino que los subirá y sentará en los asientos de los jueces. Puede entenderse también «convocará el cielo arriba», esto es, en los lugares superiores y soberanos, que convocará a los ángeles, para bajar con ellos a hacer el juicio. Convocará también la tierra, esto es, los hombres que han de ser juzgados en la tierra. Pero si hemos de suponer que se entiende ambas cosas cuando dice: «la tierra»; es decir, «convocará» y «arriba»; de forma que haga este sentido, convocará el cielo arriba, y convocará la tierra arriba; me parece que no puede dársele otra inteligencia más conforme que la de que los hombres serán arrebatados y llevados por los aires a recibir a Cristo. Y los llamó cielos por las almas, y tierra por los cuerpos. Discernir y juzgar su pueblo, ¿que es sino, mediante el juicio, apartar y dividir los buenos de los malos, como se suelen separar las ovejas de los cabritos?
Después, dirigiéndose a los ángeles, dice: «Congreso a él sus justos», porque, sin duda, tan grande negocio habrá de hacerse por ministerio de los ángeles. Y si preguntásemos y deseásemos saber qué justos son los que habrán de reunir y congregar los ángeles, dice que son los que disponen y ordenan el testamento, la ley de Dios y el cumplimiento de ella sobre los sacrificios. Esta es toda la vida de los justos, disponer el testamento de Dios sobre los sacrificios. Porque o las obras de misericordia están sobre los sacrificios, esto es, se han de preferir a los sacrificios, conforme a lo que, dice Dios: «más quiero la misericordia que el sacrificio», o sobre los sacrificios entendamos en los sacrificios, como decimos, que se hace una grande revolución sobre la tierra, cuando en efecto se hace en la tierra, en cuyo caso, sin duda, las mismas obras de caridad y misericordia son sacrificios muy agradables a Dios, como me acuerdo haberlo declarado ya en el libro X, en cuyas obras los justos disponen el pacto y testamento de Dios, porque las hacen por las promesas que se contienen en su Nuevo Testamento.
Congregados sus justos y colocados a su diestra, les dirá en el último juicio y final sentencia Jesucristo: «Venid, benditos de mi Padre, y poseed el Reino que os está preparado desde la creación del mundo; porque cuando tuve hambre, me disteis de comer», y lo demás que allí refiere en orden a las obras buenas de los buenos, y de los premios eternos que se les han de adjudicar por la última y definitiva sentencia.

CAPÍTULO XXV. De la profecía de Malaquías en que se declara el último y final juicio de Dios; y quienes son los que dice que se han de purificar con las penas del purgatorio

El profeta Malaquías o Malaquí, a quien igualmente llamaron Angel, y piensan algunos que es, el sacerdote Esdras, de quien hay admitidos en el Canon otros libros (porque esta opinión dice Jerónimo que es admitida entre los hebreos), vaticinó el juicio final, diciendo: «Ved que viene el Señor que vosotros aguardáis, dice el Señor Todopoderoso: ¿Y quién podrá sufrir el día de su entrada? ¿O quién se atreverá a mirarle seguro a la cara? Porque vendrá como fuego purificatorio y como la hierba o jabón de los que lavan. Y se sentará como juez a acrisolar y purificar; Como quien acrisola el oro y la plata, purificará los hijos de Leví; los fundirá y colará los hará pasar por el coladero, come dicen, como se pasa el oro y la plata; y ellos ofrecerán al Señor sacrificio en justicia, y agradará al Señor el Sacrificio de Judá y de Jerusalén, come en los tiempos pasados y como en los años primeros. Y vendré a vosotros en juicio y seré testigo veloz y pronto contra los perversos, contra los adúlteros, contra los que juran en falso en mi nombre, defraudan de su salario a los jornaleros, oprimen con su potencia a las viudas y maltratan a los huérfanos y no guardan su justicia a extraño, y los que no me temen, dice el Señor Todopoderoso, porque y soy el Señor vuestro Dios que no me mudo.
Por lo que aquí dice, parece se declara con más evidencia que habrá el aquel juicio varias penas purgatorias para algunos, pues donde dice: ¿Quién sufrirá el día de su entrada? ¿O quién se atreverá a mirarle con confianza la cara? Porque vendrá como fuego purificatorio y como hierba de los que lavan, y se sentará a acrisolar y purificar como quien acrisola el oro plata, y purificará los hijos de Leví y los fundirá como oro y como plata ¿qué otra cosa debemos entender Isaías también se explica alusivamente a esto mismo cuando dice: «Lavará el Señor las inmundicias de los hijos ¿ hijas de Sión y purificará la sangre de en medio de ellos con espíritu de juicio y espíritu de incendio. A no ser que hayamos de decir que se purifica de las inmundicias, en cierto modo se acrisolarán cuando separen de ellos a los malos por e juicio y condenación penal, de forma que la separación y condenación di los impíos sea la purificación de lo buenos, por cuanto en lo sucesivo vivirá sin mezclarse con ellos lo malos.
Pero cuando dice: «Y purificará los hijos de Leví y los fundirá como el oro y la plata, estarán ofreciendo, al Señor sacrificios en justicia y agradar al Señor el sacrificio de Judá y de Jerusalén», sin duda que nos manifiesta que los mismos que serán purifica dos agradarán después al Señor con sacrificio de justicia. Así ellos se purificarán de su injusticia con que desagradaban al Señor, y cuando estuvieren ya limpios y puros serán los sacrificios en entera y perfecta justicia.Porque estos tales, ¿qué cosa ofrecen al Señor que le sea más aceptable que a sí mismos? Pero esta cuestión de las penas purgatorias la habremos de referir pan tratarla con más extensión y por menor en otra parte.
Por los hijos de Leví, de Judá y de Jerusalén debemos entender la misma Iglesia de Dios congregada, no sólo de los hebreos, sino también de las otras naciones, aunque no como ahora es, en la cual si dijésemos: «Que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no esta la verdad en nosotros», sino cual será entonces purgada y limpia con el último juicio, como lo estará el trigo en la era después de aventado, estando también ya purificados con el fuego los que tuvieren necesidad de semejante purificación, de tal conformidad, que no haya ya uno solo que ofrezca sacrificio por sus pecados. Porque los que así lo ofrecen están, sin duda, en pecado, por cuya remisión le ofrecen, para que, siendo agradable y acepto a Dios, se les remita y perdone el pecado.

CAPÍTULO XXVI. De los sacrificios que los santos ofrecerán a Dios; los cuales han de agradarle como le agradaron los sacrificios en los tiempos pasados y años primeros
Queriendo Dios manifestar que su ciudad no Observaría ya entonces estas costumbres, dijo que los hijos de Leví le ofrecerían sacrificios en justicia, luego no en pecados, y, por consiguiente, ni por el pecado. Así podemos entender que en lo que añade «que agradará al Señor el sacrificio de Judá y. de Jerusalén, como en los tiempos pasados y como en los años primeros», inútilmente los judíos se prometen el restablecimiento de sus pasados sacrificios conforme a la ley del Viejo Testamento, pues en aquella época no ofrecían los sacrificios en justicia, sino en pecado) cuando principalmente los ofrecían por la expiación de los pecados, de modo que el mismo sacerdote (el cual debemos creer, sin duda, que era el más justo entre los demás, conforme al mandamiento de Dios) acostumbraba primeramente «ofrecer por sus pecados y después por los del pueblo».
Por lo cual nos conviene declarar cómo debe entenderse esto que dice: «Como en los tiempos pasados y como en los años primeros. Acaso denota aquel tiempo en el que los meros hombres vivían en el Paraíso pues entonces, como estaban puros limpios de todas las manchas del pecado se ofrecían a sí mismos a Dios por hostia y sacrificio purísimo. Por después que fueron expulsados de aquí jardín delicioso por el enorme peca que cometieron, y quedó condenada ellos la naturaleza humana a excepción del Mediador, nuestro Salvad y después del bautismo los niños y los pequeñuelos, «ninguno hay limpio mancilla, como dice la Escritura, aun cl niño nacido de un solo día. Y si dijesen que también ofrecen sacrificio en justicia los que le ofrecen con fe (porque «el justo de la fe viví aunque a sí mismo se engaña si di que no tiene pecado yo no lo dice porque vive de la fe), ¿acaso habrá quien diga que esta época de la puede igualarse con aquella del último fin, cuando con el fuego del juicio final serán purificados los que ofrecen sacrificios en justicia? Así, pues, con después de tal purificación debe creerse que los justos no tendrán género alguno de pecado, seguramente que aquel tiempo, por lo tocante a no tener pecado, no debe compararse con ningún tiempo, sino con aquel en que los primeros hombres vivieron en Paraíso antes de la prevaricación, con una felicidad inocentísima, Así que muy bien se entiende que nos significo esto la Escritura cuando dice: «Como en los tiempos pasados y como en los años primeros.» Pues también por profeta Isaías, después que nos prometió nuevo cielo y nueva tierra, entre otras cosas que refiere allí de la bienaventuranza de los santos en forma de alegorías y figuras misteriosas, cuya congrua declaración me indujo dejar el cuidado que llevo de no ser prolijo, dice: «Los días de mi pueblo serán como los del árbol de la vida.» ¿Y quién hay que haya puesto algún estudio de la Sagrada Escritura, que no sepa dónde estaba el árbol de la vida, de cuya fruta, quedando priva dos los primeros hombres, cuando si propio crimen los desterré del Paraíso quedó guardada por una guardia de fuego muy terrible puesta alrededor del árbol?
Y si alguno pretendiere establece como inconcuso que aquellos días del árbol de la vida, de que hace mención el profeta Isaías, se entienden por estos días que ahora corren de la Iglesia de Cristo, y que al mismo Cristo llama proféticamente árbol de la vida, porque él es la sabiduría de Dios, de la cual dice Salomón: «que es árbol de vida para todos los que la abrazaren»; y que aquellos primeros hombres no duraron años en el Paraíso, sino que los echaron de él tan presto que no tuvieron tiempo de procrear allí hijos, y que por lo mismo no se puede entender por aquel tiempo lo que dice: «Como en los tiempos pasados y años primeros», omitiré esta cuestión por no verme precisado (lo que sería alargarme con demasía) a resolver y examinarlo todo, para que parte de esta doctrina la confirme la verdad manifestada. Porque se me ofrece otra inteligencia, para que no creamos que por particular beneficio nos promete el Profeta los tiempos rasados y años primeros de los sacrificios carnales. Pues aquellas hostias y sacrificios de ley antigua, de ciertas reses y animales sin defecto, ni género de vicio ni imperfección, que mandaba Dios se le ofreciesen en sacrificios, «eran figura de los hombres santos, cual sólo se halló Cristo sin ningún género de pecado. Y por eso, después del juicio, cuando estarán también purificados con el fuego» los que tuvieren necesidad de igual purificación, en todos los santos no se hallará Vestigio de pecado, y así se ofrecerán a sí mismos en justicia; de forma que aquellas hostias que vendrán a ser del todo sin tacha ni mancilla y sin ningún género de vicio ni imperfección, serán sin duda como en los tiempos pasados, y como en los años primeros, cuando en sombra y representación de esto que había de ser el tiempo designado, se ofrecían purísimas y perfectísimas víctimas; porque habrá entonces en los cuerpos inmortales y en el espíritu de los santos la pureza que se figuraba en los cuerpos de aquellas hostias.
Después por los que no merecerán la purificación, sino la condenación, dice: «Vendré a vosotros en juicio, y será testigo veloz y pronto contra los impíos y contra los adúlteros, etc.» Y habiendo indicado estos pecados dignos del último anatema, añade: «Porque yo soy el Señor vuestro Dios y no me mudo», como si dijera: cuando os haya transformado vuestra culpa en peores y mi gracia en mejores, yo no me mudo. Dice que será Él testigo, porque en su juicio no tendrá necesidad de testigos. Y éste será pronto y veloz, o porque vendrá de improviso, y con su impensada venida será un juicio acelerado y brevísimo el que nos parecía a nuestro corto modo de entender tardísimo, o porque convencerá a las mismas, conciencias sin prolijidad alguna de palabras pues como dice la Escritura: «Conocerá Dios examinará los pensamientos de los impíos»; y el Apóstol: «Según que sus propios pensamientos los acusaren o excusaren, conforme a ellos los juzgará Dios el día en que vendrá a juzga los secretos de los hombres por Jesucristo, según el Evangelio que yo os he predicado.» Luego también debemos entender que será el Señor testigo veloz, cuando sin dilación no traerá a la memoria cuanto puede convencernos, y nos castigará la conciencia.

CAPÍTULO XXVII. Del apartamiento de los buenos y de los malos, por el cual se declara la división que habrá en el juicio final

Lo que con otro intento referí de este mismo Profeta en el libro XVII, pertenece también al juicio final, donde dice: «Ya tendré yo a éstos, dice el Señor Todopoderoso, en el día que tengo de hacer lo que digo, como hacienda mía propia, yo los tendré escogidos, como el hombre que tiene elegido a un hijo obediente, y que le sirve bien. Volveré y veréis la diferencia que hay cutre el justo y el injusto y entre el que sirve a Dios y el que no le sirve. Porque, sin duda, vendrá aquel día ardiendo como un horno, el cual los abrasará y serán todos los idólatras y los que sirven impíamente como una paja seca, y los abrasará aquel día que ha de venir, dice el Señor. Todopoderoso, de manera que ni quede raíz ni ramo de ellos. Pero los que teméis mi nombre, os nacerá el Sol de justicia y vuestra salud en sus alas; saldréis y os regocijaréis como los novillos que se ven sueltos de la prisión, y hollaréis a los impíos hechos ya ceniza debajo de vuestros pies dice el Señor Todopoderoso.»
Esta diferencia de los premios y de las penas, que divide a los justos de los pecadores, y que no echamos de ver debajo de este Sol, en la vanidad de esta vida, cuando se nos descubriere debajo de aquel Sol de justicia, en la manifestación de aquella vida, habrá ciertamente un juicio, cual nunca le hubo.

CAPÍTULO XXXVIII. Que la ley de Moisés debe entenderse espiritualmente, para que, entendiéndola carnalmente, no se incurra en murmuraciones reprensibles

En lo que añade el mismo Profeta: «Acordaos de la ley de mi siervo Moisés, que yo le di en Horeb, para que la observase puntualmente todo Israel», refiere a propósito los preceptos y juicios después de haber declarado la notable diferencia que ha de haber entre los que guardaren la ley y entre los que la despreciaren, para que juntamente aprendan asimismo a entender espiritualmente la ley, y busquen en ella a Cristo, que es el Juez que ha de hacer este apartamiento entre los buenos y los malos. Porque no en vano el mismo. Señor dijo a los judíos: «Si creyeseis a Moisés, también me creeríais a mi, porque de mí escribió él.» Pues como tomaban la ley carnalmente y no sabían que sus promesas terrenas eran figuras de cosas celestiales, incurrieron en aquellas murmuraciones que se atrevieron a propalar: «Vano es el que sirve a Dios. ¿Qué utilidad hemos sacado de haber observado sus mandamientos y vivido sencillamente en el acatamiento del Señor Todopoderoso? Viendo esto tenemos por dichosos a los extraños, pues que vemos medrados y engrandecidos a todos los que viven mal.»
Estas sus expresiones, en algún modo, obligaron al Profeta a anunciarles el juicio final, donde los malos ni aun falsa ni aparentemente serán felices; sino que evidentemente serán muy miserables; y los buenos no sentirán miseria, ni aun la temporal, sino que gozarán de una bienaventuranza evidente y eterna. Pues, arriba había referido algunas palabras de éstos alusivas a lo mismo, que decían: «Todos los malos son buenos en los ojos del Señor, y estos tales deben agradarle.» A estas murmuraciones contra Dios se precipitaron, entendiendo carnalmente la ley de Moisés. Y por lo mismo dice el rey Profeta que por poco se les fueran los pies, se deslizara y cayera de puro celo y envidia de ver la paz de que gozaban los pecadores; de modo que entre otras cosas viene a decir «¿Cómo es posible que sepa Dios nuestras cosas y que en lo alto se sepa que acá pasa?» Y vino a decir también: «¿Acaso he justificado en vano mi corazón y lavado mis manos entre los inocentes?»
Para resolver esta cuestión tan difícil que resulta de ver a los buenos en miseria y a los malos en prosperidad dice: «Esto es asunto muy difícil de comprender para mí ahora, hasta que entre en el Santuario de Dios y le acabe de entender en el día final. Porque en el juicio final no será así sino que descubriéndose entonces la infelicidad de los malos y la prosperidad y felicidad de los buenos, se advertirá otra cosa muy diferente de le que ahora pasa.

CAPÍTULO XXIX. De la venida de Ellas antes del juicio y cómo descubriendo con su predicación los secretos de la divina Escritura, se convertirán los judíos

Habiendo advertido que se acordasen de la ley de Moisés, porque preveía que un después de mucho tiempo no la habían de entender espiritualmente, como sería justo, inmediatamente añade: «Yo les enviaré, antes que venga aquel día grande y famoso del Señor, a Elías Thesbite; él les predicará, y convertirá el corazón del padre al hijo, y el corazón del hombre su prójimo, porque cuando venga no destruya del todo la tierra.»
Es muy común en la boca y corazón de los fieles que explicándoles la ley este profeta Elías, grande y admirable, han de venir a creer los judíos en el verdadero Cristo, es decir, en el nuestro; porque este Profeta es el que se espera, no sin razón, que ha de venir antes que venga a juzgar el Salvador, y éste también, no sin causa, se cree que vive aun ahora, puesto que fue al que arrebataron de entre los hombres en un carro de fuego, como expresamente lo dice la Sagrada Escritura.
Cuando viniere éste manifestando a los judíos espiritualmente la ley, que ahora entienden carnalmente, convertirá el corazón del padre al hijo, esto es, el corazón de los padres a los hijos: porque los setenta intérpretes pusieron el número singular por el plural; y quiere decir que también los hijos, esto es, los judíos, entiendan la ley como la entendieron sus padres, es decir, los Profetas, entre, quienes comprendía también al mismo Moisés; pues entonces, se convertirá el corazón de los padres en los hijos, cuando se les enseñare a los hijos la inteligencia de los padres, y el corazón de los hijos en sus padres, cuando lo que sintieron los unos sintieren también los otros.
Aquí también, los setenta dijeron: «El corazón del hombre en su prójimo», porque son entre sí muy prójimos los padres y los hijos, aunque en las expresiones de los setenta, los cuales hicieron su versión auxiliados e inspirados del Espíritu. Santo, puede hallarse otro sentido, y éste más selecto: es decir, que Elías ha de convertir el corazón de Dios Padre en el Hijo, no porque hará que el Padre ame al Hijo, sino porque enseñará que el Padre ama al Hijo al fin de que los judíos amen también al mismo que antes aborrecían» que es nuestro Cristo, pues ahora, en sentir, de los judíos, tiene Dios apartado el corazón de nuestro Cristo, dado que no admiten que Cristo es Dios, ni Hijo de Dios. En dictamen de ellos, pues entonces se convertirá su corazón al Hijo, cuando ellos ablandando y convirtiendo su corazón, aprendieren y supieren el amor del Padre para con el Hijo.
Lo que sigue: «Y el corazón del hombre su prójimo», esto es, convertirá Elías el corazón del hombre a su prójimo, ¿qué otra cosa puede entenderse mejor que el corazón del hombre al Hombre Cristo? Porque siendo Dios nuestro Dios, tomando forma de siervo, se dignó también hacerse nuestro prójimo.
Esto, pues, hará Elías, «porque cuando venga yo, no destruya, del todo la tierra», ya que tierra son todos los que saben y gustan de las cosas terrenas, como hasta la actualidad los judíos carnales, y de este vicio nacieron aquellas murmuraciones contra Dios, cuando decían: «Que le debían de agradar los malos, y que era vano e iluso el que sirve a Dios.»

CAPÍTULO XXX. Que en el Testamento Viejo, cuando leemos que Dios ha de venir a juzgar, debemos entender que es Cristo

Otros muchos testimonios hay en la Sagrada Escritura sobre el juicio final de Dios; pero haríamos larga digresión si intentaremos reunirlos todos. Baste, pues, haber probado que lo dice así el Viejo y el Nuevo Testamento, aunque en el Viejo no está tan expreso que Cristo ha de hacer por sí el juicio, esto es, que haya de venir Cristo desde el cielo a juzgar, como lo está en el Nuevo. Porque cuando dice allá que vendrá el Señor Dios, no se deduce que entienda Cristo, pues el Señor Dios es el Padre, lo es el Hijo y lo es él Espíritu Santo; así que tampoco este punto nos conviene dejar sin examen. Primeramente manifestaremos, cómo Jesucristo habla como el Señor Dios en los libros de los Profetas, y, sin embargo, aparece evidentemente Jesucristo; para que asimismo, cuando no se expresa así, y, con todo, se dice que ha de venir a aquel juicio final el Señor Dios, se pueda entender de Jesucristo.
Hay un pasaje en el profeta Isaías que claramente nos muestra lo mismo que digo. En él dice Dios por su Profeta: «Escuchadme, Jacob, e Israel, a quien yo he puesto este nombre. Yo soy el primero, y soy para siempre. Mi mano fundó la tierra y mi diestra estableció el cielo. Los llamaré, y acudirán juntos; se congregarán todos, oirán. ¿Quién le anunció estas cosas? Como te amaba hice tu voluntad sobre Babilonia, de modo que quité de allí el linaje de los caldeos. Yo le dije y yo lo llamé, y yo le traje y le di buen viaje. Llegaos a mí, y escuchad lo que digo. Desde el principio nunca dije o hice una cosa a escondidas, cuando se hacían, allí estaba yo; y ahora mi Señor me envió y su Espíritu. En efecto: él es el que hablaba como Señor y Dios, y, sin embargo, no se entendiera Jesucristo si no añadiera: «Y ahora mi Señor me envió y su Espíritu.» Porque esto lo dijo según la forma de siervo, de cosa futura, usando de la voz del tiempo pasado como se lee en el mismo Profeta: «Como una oveja le llevaron a sacrificar»; no dice le llevarán, sino que por lo que había de ser en lo venidero puso la voz del tiempo pasado. Y muy de ordinario usa el Profeta de esta manera de explicarse.
Hay otro lugar en Zacarías que nos manifiesta lo mismo con toda evidencia; es decir, que el Todopoderoso envió al Todopoderoso. ¿Quién a quién, sino Dios Padre a Dios Hijo? Porque dice así: «Esto dice el Señor Todopoderoso. Después de la gloria me envió a las gentes que os despojaron a vosotros; porque el que os tocare es como quien me toca a mí en las niñas de los ojos. Advertid que yo descargaré mi mano sobre ellos, y serán despojos de los que fueron sus siervos, y conoceréis que el Señor Todopoderoso me envió a mi.» Ved aquí Como dice Dios Todopoderoso que le envió Dios Todopoderoso. ¿Quién se atreverá a entender aquí a otro que a Cristo, que habla de las ovejas que se perdieron de la casa de Israel? Porque el mismo Jesucristo dice en el Evangelio: «Que no fue enviado sino para salvar las ovejas que se perdieron de la casa de Israel»; las cuales comparó aquí a las niñas de los ojos de Dios, por el singular y afectuosísimo amor que las tiene; y esta especie de ovejas fueron también los mismos Apóstoles. Después de la gloria, se entiende de su resurrección (antes de la cual, según dice el Evangelista San Juan: «Que aun no había Dios dado su espíritu, porque aun no se había glorificado Jesús»), también fue enviado a las gentes en sus Apóstoles, y así se cumplió lo que leemos en el real Profeta: «Me sacarás de las contradicciones de mi pueblo, y me harás cabeza de las gentes»; para que los que habían despojado a los israelitas, y a quienes habían servido los mismos israelitas cuando estaban sujetos a los gentiles, fuesen despojados, no del modo que ellos despojaron a los israelitas, sino que ellos mismos fuesen los despojos de los israelitas, porque así lo prometió el Señor a sus Apóstoles, cuando les dijo: «Que los haría pescadores de hombres.» Y a uno de ellos le dijo: «En lo sucesivo pescarás hombres.» Serán, pues, despojos, más para su bien, como los vasos y alhajas que el Evangelio quita de las manos de aquel fuerte, después de haberle amarrado más fuertemente.
Y hablando el Señor por el mismo Profeta, dice: «En aquel día procuraré destruir y acabar todas las gentes que vienen contra Jerusalén, y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén el espíritu de gracia y misericordia, y volverán los ojos a mí por aquel a quien mal trataron, y llorarán sobre él, un gran llanto, como sobre un hijo carísimo; y se dolerán corno sobre la muerte del unigénito.» ¿Acaso pertenece a otro que a Dios el destruir y exterminar todas las gentes enemigas de la ciudad santa de Jerusalén, que vienes contra ella; esto es, que le son contrarios, o como otros los han interpretado, vienen sobre ella, esto es para sujetarla a su dominio; o pertenece a otro que a Dios el derramar sobre la casa de David y sobre los moradores de la misma ciudad el espíritu de gracia y de misericordia? Esto, sin duda, toca a Dios, y en persona del mismo Dios lo dice el Profeta; y, sin embargo, manifiesta Cristo que Él es este Dios que obra maravillas y portentos tan grandes y tan divinos, cuando añade y dice: «Y volverán los ojos a mí porque me ultrajaron, y lloraran por ello un gran llanto, como sobre la muerte de un hijo muy querido, y se dolerán como sobre la de un unigénito.» Porque les pesará en aquel día a los judíos, aun a aquellos que entonces han de recibir el espíritu de gracia y misericordia, por haber perseguido, mofado y ultrajado a Cristo en su Pasión, cuando volvieron los ojos a Él y le vieren venir en su majestad, y reconocieron en Él a Aquel a quien, abatido y humillado, escarnecieron y burlaron sus padres. Aunque también los mismos padres; los autores de aquella tan execrable tragedia, resucitarán y le verán; mas para ser castigados, no para ser corregidos. Así, pues, no se debe entender que se refiere a ellos dónde dice: «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén el Espíritu de gracia y misericordia, y volverán los ojos a mí porque me ultrajaron»; sino que de su linaje y descendencia vendrán los que en aquel tiempo por Elías han de creer. Pero así como decimos a los judíos: vosotros matasteis a Cristo, aunque este crimen no le cometieron ellos, sino sus padres, así también éstos se dolerán y les pesará de haber hecho en cierto modo lo que hicieron aquellos de cuya estirpe ellos descienden. Y aunque habiendo recibido el espíritu de gracia y misericordia, siendo ya fieles, no serán condenados con sus padres, que fueron impíos, con todo, se dolerán como si ellos hubieran perpetrado el execrable crimen que sus padres cometieron. No se dolerán, pues, porque les remuerda la culpa del pecado, sino que sentirán con afectos de piedad. Y, en realidad, de verdad, donde los setenta intérpretes dijeron: «Y volverán los hijos a mí porque me ultrajaron», lo traducen del hebreo así: «Y volverán los ojos a mí, a quien enclavaron»; con lo que más claramente se representa Cristo crucificado. Aunque aquel insulto, ultraje y escarnio que quisieron mejor poner los setenta no faltó tampoco al Señor en todo el curso de su Pasión. Porque le escarnecieron y ultrajaron cuando le prendieron, cuando le ataron, cuando le condenaron a muerte, cuando le vistieron con la ignominiosa vestidura y le coronaron de espinas, cuando le, hirieron con la caña en su cabeza, y haciendo burla de Él, puestos de rodillas le adoraron; cuando llevaba a puestas su cruz y cuando estaba clavado en el madero de la cruz. Y así, siguiendo no solamente una interpretación, sino juntándolas ambas, y leyendo que le ultrajaron y enclavaron más plenamente reconocemos la verdad de la Pasión del Señor.
Cuando leemos en los Profetas que vendrá Dios a hacer el juicio final, aunque no se ponga otra distinción, solamente por el mismo juicio debemos entender a Cristo; porque aunque el Padre juzgará, sin embargo, juzgará por medio de la venida del Hijo del Hombre. Pues él no ha de juzgar a ninguno por la manifestación de su presencia, «sino que el juicio universal de todos le tiene entregado a su Hijo», el cual se manifestará en traje de hombre para juzgar, así como siendo hombre fue juzgado.
¿Y quién otro puede ser aquel de quien asimismo habla Dios por Isaías bajo el nombre de Jacob y de Israel, de cuyo linaje tomó su bendito cuerpo, cuando dice así: «Ved aquí a Jacob, mi siervo; yo le recibiré, y a Israel, mi escogido, le ha agradado mi alma le he dado mi espíritu, manifestará el juicio a las gentes. No clamará ni cesará, ni se oirá fuera su voz. No Quebrantará la caña quebrada, ni apagará el pábilo que humea sino que con verdad manifestará el juicio. Resplandecerá y no le quebrantarán hasta que ponga en la tierra el juicio, y esperarán las gentes en su nombre»? En el hebreo no se lee Jacob e Israel; lo que allí se lee es «mi siervo», porque los setenta intérpretes, queriendo advertir cómo ha, de entenderse aquello pues, en efecto, lo dice por la forma de siervo, en la cual el Altísimo se nos manifestó humilde y despreciable, para significárnosle pusieron el nombre del mismo hombre de cuya descendencia y linaje tomó esta misma forma de siervo. Diósele el Espíritu Santo; lo cual, como narra el Evangelio, se mostró baje la figura de paloma. Manifestó el juicio a las gentes, porque dijo lo que estaba por venir y oculto a las gentes. Por su mansedumbre, no cIamó, y, con todo, no cesó ni desistió de predicar la verdad; pero no se oye su voz afuera, ni se oye, pues por lo que están fuera, apartados y desmembrados de su cuerpo, no es obedecido. No quebrantó ni mató a los mismo judíos sus perseguidores, a quienes compara a la caída quebrada que ha perdido su entereza, y al pábilo o pavesa que humea después de apagar la luz, porque los perdonó el que no venia aún a juzgar, sino a ser juzgada por ellos. En verdad, les manifestó e juicio, diciéndoles con precisión y anticipación de tiempo cuándo habían de ser castigados si perseverasen en si malicia. Resplandeció su rostro en el monte, y en el mundo su fama, no se doblegó o quebrantó, porque no cedió sus perseguidores, de forma que desistiese y dejase de estar en si y e su Iglesia, y por eso nunca sucedió ni sucederá lo que dijeron o dicen su enemigos: «¿Cuándo morirá y perecerá su nombre?; hasta que ponga en la tierra el juicio.»
Ved aquí cómo está claro y manifiesto el secreto que buscábamos. Por que éste es el juicio final que pondrá Cristo en la tierra cuando venga del cielo; de lo cual vemos ya cumplido que aquí últimamente se pone: «Y en su nombre esperarán las gentes.» Si quiera por esto, que no lo pueden negar, crean también lo que descaradamente niegan. Pues ¿quién habrá de esperar lo que estos que todavía no quieren creer en Cristo ven ya, como lo vemos nosotros, cumplido, y porque no pueden negarlo «crujen los dientes y se pudren y consumen»? ¿Quién, digo, podría suponer que las gentes habían de esperar en el nombre de Cristo cuándo le prendían, ataban, herían, escarnecían y crucificaban; cuando los mismos discípulos perdían ya la esperanza que habían comenzado a tener en él? Lo que entonces apenas un ladrón esperó en la cruz, ahora lo esperan las gentes que están derramadas por todo el orbe, y por no morir con muerte eterna se signan con la cruz en que Él murió.
Ninguno hay que niegue o dude que Jesucristo ha de hacer el juicio final de modo y manera que nos lo expresan estos testimonios de la Sagrada Escritura, sino los que, no sé con qué Incrédula osadía o ceguedad, no prestan su asenso a la misma Escritura, la cual se ha cumplido ya, manifestando su verdad a todo el orbe de la tierra.
Así que en aquel juicio, o por aquellos tiempos, sabemos que ha de haber todo esto: Elías Thesbite, la fe de los judíos, el Anticristo que ha de perseguir, Cristo que ha de juzgar, la resurrección de los muertos, la separación de los buenos y de los malos, la quema general del mundo y la renovación del mismo. Todo lo cual, aunque debe creerse que ha de suceder, de qué forma y con qué orden acontecerá, nos lo enseñará entonces la experiencia, mejor que ahora lo puede acabar de comprender la inteligencia humana. Sin embargo, presumo que sucederá según el orden que dejó referido.
Dos libros nos restan tocantes a esta obra para cumplir, con el favor de Dios, nuestra promesa: el uno, tratará de las penas de los malos, y el otro, de la felicidad de los buenos. En ellos, principalmente, con los auxilios del Altísimo, refutaremos los argumentos humanos que les parece a los infelices que proponen sabiamente contra lo dicho y contra las promesas divinas, y desprecian como falsos y ridículos los saludables pastos con que se alimenta y sustenta la fe que nos da la salud eterna. Pera los que son sabios, según Dios, para todo lo que pareciere increíble a los hombres, con tal que esté en la Sagrada Escritura, cuya verdad de muchos modos está establecida, tienen por indisoluble argumento la verdadera omnipotencia de Dios, el cual saben por cierto que en manera alguna pudo en ella mentir, y que le es posible lo que se le hace imposible al incrédulo e infiel.