Libro Décimocuarto.

El Desorden De Las Pasiones, Pena Del Pecado


CAPITULO PRIMERO. Por la desobediencia del primer hombre, todos, caerían en la eternidad de la segunda muerte, si la gracia de Dios, no librase a muchos
CAPITULO II. Él vivir según la carne se debe entender no sólo de los vicios del cuerpo, sino también de los del alma
CAPITULO III. La causa del pecado provino del alma y no de la carne, y la corrupción que heredamos del pecado no es pecado, sino pena
CAPÍTULO IV. ¿Qué es vivir según el hombre y vivir según Dios?
CAPITULO V. Aunque es más tolerable la opinión de los platónicos que la de los maniqueos sobre la naturaleza del cuerpo y del alma, con todo, también aquellos son reprobados, porque las causas de los vicios las atribuyen a la naturaleza de la carne
CAPITULO VI. De la naturaleza de la voluntad humana, según la cual las pasiones del alma vienen a ser o malas o buenas
CAPITULO VII. Que el amor y dilección indiferentemente se usa en la Sagrada Escritura en bueno y mal sentido
CAPITULO VIII. De las tres perturbaciones o pasiones que quieren los estoicos que se hallen en el ánimo del sabio, excepto el dolor o la tristeza, lo cual no debe admitir o sentir la virtud del ánimo
CAPITULO IX. De las perturbaciones del ánimo, cuyas afecciones son rectas en el de los justos
CAPITULO X. Si es creíble que los primeros hombres en el Paraíso, antes que pecaran, no sintieron pasión o perturbación alguna
CAPITULO XI. De la caída del primer hombre, en quien crió Dios buena la naturaleza, y viciada no la pudo reparar sino su autor
CAPITULO XII. De la calidad del primer pecado que cometió el hombre
CAPITULO XIII. En el pecado de Adán, a la mala obra precedió la mala voluntad
CAPITULO XIV. La soberbia de la transgresión fue peor que la misma transgresión
CAPITULO XV. De la justa paga que recibieron los primeros hombres por su desobediencia
CAPITULO XVI. De la malicia del apetito, que en latín se llama «libido», cuyo nombre, aunque cuadre a muchos vicios propiamente, se atribuye a los movimientos torpes, y deshonestos del cuerpo
CAPITULO XVII. De la desnudez de los primeros hombres y de cómo, después que pecaron, les pareció torpe y vergonzosa
CAPITULO XVIII. Pudor que acompaña al acto de la generación
CAPITULO XIX. Los impulsos de la ira y de la liviandad se mueven tan viciosamente, que es necesario para moderarlos el freno de la razón
CAPITULO XX. De la vanísima torpeza de los cínicos
CAPITULO XXI. De la bendición que echó Dios al hombre antes del pecado para que creciese y se multiplicara, no destruida por la prevaricación
CAPITULO XXII. Cómo Dios ordenó y bendijo el matrimonio
CAPITULO XXIII. Si Adán y Eva hubiesen tenido hijos en el Paraíso, en el caso de no pecar
CAPITULO XXIV. La voluntad y los órganos de la generación en el Paraíso
CAPITULO XXV. De la verdadera bienaventuranza, la cual no se consigue en la vida temporal
CAPITULO XXVI. Que se debe creer que la felicidad de los que vivían en el Paraíso pudo cumplir el débito matrimonial sin el apetito vergonzoso
CAPITULO XXVII. De los pecadores, así angeles como hombres, cuya perversidad no perturba a la Providencia divina
CAPITULO XXVIII. De la calidad de las dos ciudades, terrena y celestial


CAPITULO PRIMERO. Por la desobediencia del primer hombre, todos, caerían en la eternidad de la segunda muerte, si la gracia de Dios, no librase a muchos

Dijimos ya en los libros precedentes como Dios, para unir en sociedad a los hombres, no sólo con la semejanza de la naturaleza, sino también para estrecharlos en una nueva unión y concordia con el vínculo de la paz por medio de cierto parentesco, quiso criarlos y propagarlos de un solo hombre; y cómo ningún individuo del linaje humano muriera si los dos primeros, creados por Dios, el uno de la nada y el otro del primero, no lo merecieran por su desobediencia; los cuales cometieron un pecado tan enorme, que con él se empeoró la humana naturaleza, trascendiendo hasta sus más remotos descendientes la dura pena del pecado y la necesidad irreparable de la muerte; la cual, con su despótico dominio, de tal suerte se apoderó de los corazones humanos, que el justo y condigno rigor de la pena nevara a todos como despeñados a la muerte segunda, sin fin ni término, si de ella no libertara a algunos la inmerecida gracia de Dios. De donde ha resultado que, no obstante el haber tantas y tan dilatadas gentes y naciones esparcidas por todo el orbe; con diferentes leyes y costumbres, con diversidad de idiomas, armas y trajes, con todo no haya habido más que dos clases de sociedades, a quienes, conforme a nuestras santas Escrituras, con justa causa podemos llamar dos ciudades: la una, de los hombres que desean vivir según la carne, y la otra, de los que desean vivir según el espíritu, cada una en su paz respectiva, y que cuando consiguen lo que apetecen viven en peculiar paz.

CAPITULO II. Él vivir según la carne se debe entender no sólo de los vicios del cuerpo, sino también de los del alma

Conviene, pues, examinar en primer lugar qué es vivir según la carne y qué según el espíritu; porque cualquiera que por vez primera oyese estas proposiciones, desconociendo o nov penetrando cómo se expresa la Sagrada Escritura, podría imaginar que los filósofos epicúreos son los que viven según la carne, dado que colocan el sumo bien y la bienaventuranza humana en la fruición del deleite corporal, así como todos aquellos que en cierto modo han opinado que el bien corporal es el sumo bien del hombre, como el alucinado vulgo de los filósofos que, sin seguir doctrina alguna, ó sin filosofar de esta manera, estando inclinados a la sensualidad, no saben gustar, sino de los deleites que reciben por los sentidos corporales; y que los estoicos, que colocan el sumo bien en el alma, son los que viven según el espíritu, puesto que el alma humana no es otra cosa que un espíritu. Sin embargo, atendiendo el común lenguaje de las sagradas letras, es cierto que unos y otros viven según la carne, porque llama carne no sólo al cuerpo del animal terreno y mortal, como cuando dice: «No toda carne es de una misma especie; diferente es la carne del hombre y la de las bestias, y diferente la de las aves y la de los peces«», sino que usa con diversidad de la significación de este nombre; y entre estos distintos modos de hablar, muchas veces también al mismo hombre, esto es, a la a la naturaleza humana, suele llamar carne, tomando, conforme al estilo retórico, el todo por la parte, como cuando dice: «No hay carne alguna que se justifique por las obras de la ley. » ¿Qué quiso dar aquí a entender sino ningún hombre? Lo cual, con mayor claridad lo dice después. «Ningún hombre se justificará por la ley»; y escribiendo a los gálatas, les dice: «Sabiendo que ningún hombre puede justificarse por las obras de la ley.»
Conforme a esta doctrina se entiende aquella expresión del sagrado cronista: «El Verbo eterno se hizo carne», esto es, hombre; la cual, como no la comprendieron bien algunos, imaginaron que Jesucristo no tuvo alma humana, porque así como el todo se toma por la parte en el sagrado Evangelio, cuando dice la Magdalena: «Han llevado de aquí a mi Señor, y no sé dónde le han puesto», hablando solamente de la carne de Jesucristo, la que, después de sepultada, pensaba la habían sacado de la sepultura, así también por la parte se entiende el todo, y diciendo la carne se entiende el hombre, como en los lugares que arriba hemos alegado.
De modo que dando la Sagrada Escritura a la carne diversas significaciones, las cuales sería largo buscar y referir, para que podamos deducir qué cosa sea vivir según la carne (lo cual, sin duda, es malo, aunque no sea mala la misma naturaleza de la carne), examinemos con particular cuidado aquel lugar de la Epístola de San Pablo a los Gálatas: «Las obras de la carne son bien notorias y conocidas; como son los adulterios, fornicaciones, inmundicias, lujurias, idolatrías, hechicerías, enemistades, contiendas, celos, iras, disensiones, herejías, envidias, embriagueces, glotonerías Y otros vicios semejantes, sobre los cuales os advierto, como ya os tengo dicho, que los que cometen semejantes maldades no conseguirán el reino de los cielos.»
Todo este lugar del Apóstol, considerado con la madurez y atención correspondiente para el negocio presente, podrá resolvernos esta cuestión: qué es el vivir según la carne. Porque entre las obras de la carne que dijo eran notorias, y refiriéndolas, las condenó, no sólo hallamos las que pertenecen al deleite de la carne, como son las fornicaciones, inmundicias, disoluciones, embriagueces y glotonerías, sino también aquellas con que se manifiestan los vicios del ánimo, que son ajenos al deleite carnal; porque ¿quién hay que ignore que la idolatría, las hechicerías, las enemistades, rivalidades, celos, iras, disensiones, herejías y envidias, son vicios del espíritu más que de la carne? Puesto que puede suceder que por la idolatría o por error de alguna secta se abstenga uno de los deleites carnales, sin embargo, aun entonces se comprende, por el testimonio del Apóstol, que vive el hombre según la carne, aunque parezca que modera y refrena los apetitos de la carne. ¿Quién no tiene la enemistad en el alma? ¿Quién de su enemigo o de quien piensa que es su enemigo dice: mala carne, sino más bien, mal ánimo tienes contra mí? Finalmente, así como al oír carnalidades nadie dudaria atribuirlas a la carne, así, al oír animosidades, las atribuirá al espíritu; ¿por qué, pues, a estas cosas y a otras tales <el doctor de las gentes en la fe y la verdad» las llama obras de la carne, sino porque, conforme al modo de hablar con que se significa el todo por la parte, quiere que por la carne entendamos el mismo hombre?

CAPITULO III. La causa del pecado provino del alma y no de la carne, y la corrupción que heredamos del pecado no es pecado, sino pena

Si alguno dijere que en la mala vida la carne es la causa de todos los vicios, porque así vive el alma que está pegada a la carne, sin duda que no advierte bien ni pone los ojos en toda la naturaleza humana; porque aunque es indudable «que el cuerpo corruptible agrava y deprime el alma», el mismo Apóstol, tratando de este cuerpo corruptible, había dicho: «Aunque este nuestro hombre exterior se corrompa, sin embargo -añade-, sabemos que si ésta nuestra morada terrena en que vivimos se deshiciese, tenemos por la merced de Dios otra no temporal ni hecha por mano de artífice, sino eterna en los cielos; ésta es por la que también suspiramos, deseando vernos y abrigarnos en aquella nuestra mansión celestial, esto es, deseando vestirnos de la inmortalidad e incorruptibilidad, lo cual conseguiremos si no nos halláremos desnudos, sino vestidos de Cristo; porque entretanto que vivimos en esta morada suspiramos con el peso de la carne, pues no gustaríamos despojarnos del cuerpo, sino vestirnos sobre él de aquella gloria celestial, de manera que la vida eterna embebiese y consumiese, no el cuerpo, sino la corrupción Y mortalidad.»
Así pues, nos agrava y oprime el cuerpo corruptible; pero sabiendo que la causa de este pesar no es la naturaleza o la substancia del cuerpo, sino su corrupción, no querríamos despojarnos del cuerpo, sino llegar con él a la inmortalidad. Y aunque entonces será también cuerpo, como no ha de ser corruptible, no agravará. Por eso ahora agrava y oprime el alma el cuerpo corruptible, «y esta morada nuestra de tierra no deja alentar al espíritu con el peso de tantos pensamientos y cuidados».
Los que creen, pues, que todas las molestias, afanes y males del alma le han sucedido y provenido del cuerpo, se equivocan sobremanera, porque aunque Virgilio, en aquellos famosos versos donde dice: «Tienen estas almas en su origen un vigor de fuego y una raza y descendencia del cielo, en cuanto no las fatiga y abruma el dañoso cuerpo y las embotan los terrenos y mortales miembros», parece que nos declara con toda evidencia la sentencia de Platón, y, queriendo darnos a entender que todas las cuatro perturbaciones, agitaciones o pasiones del alma tan conocidas: el deseo, el temor, la alegría y la tristeza, que son como fuentes y manantiales de todos los vicios y pecados, suceden y provienen del cuerpo, añada y diga: «De este terreno peso les proviene el dolerse, desear, temer, gozarse, ni de la lóbrega y oscura cárcel en que están pueden o contemplar su ser o soltarse»; con todo, muy disonante y distinto es lo que sostiene y nos enseña la fe; porque la corrupción del cuerpo, que es la que agrava el alma, no es causa, sino pena del primer pecado; y no fue la carne corruptible la que hizo pecadora al alma, sino, al contrario, el alma pecadora hizo a la carne que fuese corruptible.
Y aunque de la corrupción de la carne proceden algunos estímulos de los vicios y los mismos apetitos viciosos, sin embargo, no todos los vicios de nuestra mala vida deben atribuirse a la carne para no eximir de todos ellos al demonio, que no está vestido de carne mortal, pues aunque no podamos llamar con verdad al príncipe de las tinieblas fornicador o borracho u otro dicterio semejante alusivo al deleite carnal, aunque sea secreto instigador y autor de semejantes pecados, con todo, es sobremanera soberbio y envidioso; el cual vicio de tal modo se apoderó de su vano espíritu, que por él se halla condenado al eterno tormento en los lóbregos calabozos de este aire tenebroso.
Y estos vicios, que son los principales que tiene el demonio, los atribuye el Apóstol a la carne, de la cual es cierto que no participa el demonio, porque dice que las enemistades, contiendas, celos, iras y envidias son obras de la carne, de todos los cuales vicios la fuente y cabeza es la soberbia, que, sin carne, reina en el demonio ¿Qué enemigo tienen mayor que él los santos? ¿Quién hay contra ellos más solícito, más animoso, más contrario y envidioso?
Y teniendo todas estas deformes cualidades sin estar vestido de la carne, ¿cómo pueden ser obras de la carne sino porque son obras del hombre, a quien, como dije, llama carne? Pues no por tener carne (que no tiene el demonio), sino por vivir conforme a sí propio, esto es, segun el hombre, se hizo el hombre semejante al demonio, el cual también quiso vivir conforme a sí propio «cuando no perseveró en la verdad» para hablar mentira, movido, no de Dios, sino de sí propio, que no sólo es mentiroso, sino padre de la mentira. El fue el primero que mintió, por él principió el pecado y por él tuvo su origen la mentira

CAPÍTULO IV. ¿Qué es vivir según el hombre y vivir según Dios?

Cuando vive el hombre según el hombre y no según Dios, es semejante al demonio; porque ni el ángel debió vivir según el ángel, sino según Dios, para que perseverara en la verdad y hablara verdad, que es fruto propio de Dios y no mentira, que es de su propia cosecha; por cuanto aun del hombre, dice el mismo Apóstol en otro lugar: «Si con mi mentira campea más y sale más ilustre y tersa la verdad de Dios», a la mentira la llamo mía y a la verdad de Dios.
Por eso, cuando vive el hombre según la verdad, no vive conforme a sí mismo, sino según Dios; porque el Señor es el que dijo: «Yo soy la verdad», y cuando vive conforme a sí mismo, esto es, según el hombre y no según Dios, sin duda que vive según la mentira, no porque el mismo hombre sea mentira, pues Dios, que es autor y criador del hombre, ni es autor ni criador de la mentira, sino porque de tal suerte crió Dios recto al hombre, que viviese no conforme a sí mismo, sino conforme al que le crió, esto es, para que hiciese no su voluntad, sino la de su Criador, que el no vivir en el mismo estado en que fue criado para que viviese es la mentira, porque quiere ser bienaventurado aun no viviendo de modo que lo pueda ser; ¿y qué cosa hay más falsa y mentirosa que esta voluntad?
Así, pues, no fuera de propósito puede decirse que todo pecado es mentira, porque no se forma el pecado sino con aquella voluntad con que queremos que nos suceda bien o con que no queremos que nos suceda mal; luego mentira es lo que, haciéndose para que nos vaya mejor, por ellos nos va peor. ¿Y de dónde proviene esto sino de que sólo le puede venir el bien al hombre de Dios, a quien, pecando, desampara, y no de sí mismo, a quien siguiendo peca? Así como insinuamos que de aquí procedieron dos ciudades entre sí diferentes y contrarias, porque los unos vivían según la carne y los otros según el espíritu, del mismo modo podemos también decir que los unos viven según el hombre y los otros según Dios, porque claramente dice San Pablo: «Y supuesto que hay entre vosotros emulaciones y contiendas, ¿acaso no sois carnales y vivís según el hombre? Luego lo que es vivir según el hombre, eso es carnal, pues por la carne, tomada como parte del hombre, se entiende el hombre.»
Poco antes había llamado animales a los hombres, a quienes después llama carnales, diciendo: «Así como ningún hombre sabe los secretos del corazón humano, si no es el espíritu del hombre que está en él, así los de Dios ninguno los sabe si no es el espíritu de Dios, y nosotros no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el espíritu que procede de Dios para conocer las mercedes y gracias que Dios nos ha hecho, las cuales, como las conocemos, así las predicamos no con palabras artificiosas y acomodadas a la sabiduría humana, sino con las que hemos aprendido del espíritu, declarando los misterios espirituales con términos y palabras espirituales, porque el hombre animal no entiende ni admite las cosas del espíritu de Dios, teniendo por necedad cuando se aparta de lo que su sentido alcanza.» Y a estos tales, esto es, a los carnales, dice poco después: «Y yo, hermanos, no os pude hablar como a espirituales, sino como a carnales»; lo cual se entiende igualmente según la misma manera de hablar, esto es, tomando el todo por la parte, porque por el alma y por la carne, no son partes del hombre, se puede significar el todo, que es el hombre, y así no es otra cosa el hombre animal que el hombre carnal, sino que lo uno y lo otro es una misma cosa, esto es, el hombre que vive según el hombre; así como tampoco se entiende otra cosa que hombres cuando se, dice: «Ninguna carne se justificará por las obras de la ley», o cuando dice: «Setenta y cinco almas bajaron con Jacob a Egipto», porque en estos lugares por ninguna carne se entiende ningún hombre, y por setenta y cinco almas se entienden setenta y cinco hombres.
Lo que dijo: «No con palabras artificiosamente compuestas y acomodadas a la humana sabiduría», pudo decirse también a la carnal sabiduría; así como lo que dijo: «Vivís según el hombre>, pudo decirse según la carne; y más se declaró esto cuando añadió: «Porque diciendo unos: yo soy de Pablo, y otros: yo soy de Apolo, ¿acaso no manifestáis que sois hombres?» Lo que antes dijo: Sois animales y sois carnales, más clara y expresamente lo dice aquí: Sois hombres, es decir, vivís según el hombre y no según Dios, que si según él vivieseis, seríais dioses.

CAPITULO V. Aunque es más tolerable la opinión de los platónicos que la de los maniqueos sobre la naturaleza del cuerpo y del alma, con todo, también aquellos son reprobados, porque las causas de los vicios las atribuyen a la naturaleza de la carne

En nuestros vicios y pecados no hay motivo para que acusemos con ofensa e injuria del Criador a la naturaleza de la carne, la cual en su orden y especies es buena; pero el vivir según el bien criado, dejando el bien, que es su Criador, no es bueno, ya elija uno vivir según la carne, o según el alma, o según todo el hombre que consta de alma y carne, que es por donde le podemos llamar también con sólo el nombre del alma y con sólo el nombre de la carne. Porque el que estima como sumo bien a la naturaleza del alma y acusa como mala a la naturaleza de la carne, sin duda que carnalmente ama al alma y que carnalmente aborrece a la carne; pues lo que siente, lo siente con vanidad humana y no con verdad divina.
Y aunque los platónicos no procedan con tanto error como los maniqueos, aborreciendo los cuerpos terrenos como a naturaleza mala, supuesto que atribuyen todos los elementos de que este mundo visible y material está compuesto, y todas sus cualidades a Dios como a su verdadero artífice, con todo, opinan que las almas de tal suerte son afectadas por los miembros terrenos y mortales, que de aquí les proceden los afectos de los deseos y temores, de la alegría y de la tristeza, en cuyas cuatro perturbaciones, como las llama Cicerón, o pasiones, como muchos, palabra por palabra, lo interpretan del griego, consiste todo el vicio de la vida humana; lo cual, si es cierto, ¿por qué en Virgilio se admira Eneas de esta opinión oyendo en el infierno a su padre que las almas habían de volver a sus cuerpos, y exclamando: «¡Oh padre mío! ¿Es posible que hemos de creer que algunas de estas almas han de subir desde aquí a ver el cielo, y que han de volver a encerrarse en la estrecha concavidad de los cuerpos? ¿Qué deseo tan horrible y abominable es éste que tienen de vivir los miserables?» ¿Por ventura, este tan detestable deseo aun permanece en aquella tan celebrada pureza de las almas, heredado de los terrenos e inmortales miembros? ¿Acaso dice que no están ya limpias y purgadas de todas estas pestes corpóreas cuando otra vez principian a querer volver a los cuerpos?
De donde se infiere que aunque fuera cierto lo que es totalmente falso, el que sea una alternativa sin cesar la purificación y profanación de las almas que van y vuelven, con todo, no puede decirse con verdad que todos los movimientos malos y viciosos de las almas nacen y provienen de los cuerpos terrenos, supuesto que, según ellos (como el famoso poeta lo dice), es tanta verdad que aquel horrible deseo no procede del cuerpo, de modo que al alma que está ya purificada de toda pestilencia y contagio corporal, y fuera de todo lo que es cuerpo, la puede compeler y forzar a que vuelva al cuerpo; y así también, por confesión de ellos, el alma no sólo se altera y turba movida de la carne, de manera que desee, tema, se alegre y entristezca, sino que también de suyo y de sí propia puede moverse con estas pasiones.

CAPITULO VI. De la naturaleza de la voluntad humana, según la cual las pasiones del alma vienen a ser o malas o buenas

Lo que importa es qué tal sea la voluntad del hombre, porque si es mala, estos movimientos serán malos, y si es buena, no sólo serán inculpables, sino dignos de elogio, puesto que en todos ellos hay voluntad, o, por mejor decir, todos ellos no son otra cosa que voluntades; porque ¿qué otra cosa es el deseo y alegría sino una voluntad conforme con las cosas que queremos? ¿Y qué es el miedo y la tristeza sino una voluntad disconforme a las cosas que no queremos? Pero, cuando nos conformamos deseando las cosas que queremos, se llama deseo, y cuando nos conformamos gozando de los objetos, que nos son más agradables y apetecibles, se llama alegría, y asimismo cuando nos es menos conforme y huimos de lo que no queremos que nos acontezca, tal voluntad se llama miedo, y cuando nos conformamos y huimos de lo que con nuestra voluntad nos sucede, tal voluntad es tristeza, y sin duda alguna que, según la variedad de las cosas que se desean o aborrecen, así como se paga de ellas u ofende la voluntad del hombre, así se muda, y convierte en estos o aquellos afectos, por lo que el hombre que vive según Dios y no según el hombre, es necesario que sea amigo de lo bueno, de donde se sigue que, aborrezca lo malo; y porque ninguno naturalmente es malo, sino que es malo por su culpa y vicio, el que vive según Dios debe aborrecer de todo corazón a los malos, de suerte que ni por el vicio aborrezca al hombre, ni ame el vicio por el hombre, sino que aborrezca al vicio y ame al hombre, porque, quitando el vicio, resultará que todo deba amarse y nada aborrecerse.

CAPITULO VII. Que el amor y dilección indiferentemente se usa en la Sagrada Escritura en bueno y mal sentido

Porque todo el que quiere amar a Dios, y no según el hombre, sino según Dios, amar al prójimo como a sí mismo, sin duda por este amor se llama de buena voluntad, la cual en la Escritura suele llamarse ordinariamente caridad, aunque también se la denomina amor, porque hasta el Apóstol dice «que debe ser amador o amigo de lo bueno aquel que él manda elegir para gobernar el pueblo», y el mismo Señor, preguntando y diciendo al apóstol San Pedro: «¿Me quieres más que a éstos?», respondió: «Señor, tú sabes que te amo.» En otra ocasión le preguntó no si le amaba, sino si le quería Pedro, quien respondió otra vez: «Señor, tú sabes lo que te amo»; pero en la tercera pregunta tampoco dice el Salvador «¿me quieres», sino «¿me amas?»; donde, prosiguiendo el evangelista, dice «que se entristeció Pedro porque tercera vez le preguntó si le amaba». Habiendo dicho el Señor, no tres veces, sino una, «¿me amas?», y dos veces «¿me quieres?», se da a entender claramente que cuando asimismo decía el Señor: «¿Me quieres?», no decía otra cosa que «¿me amas?» Pero San Pedro no mudó la palabra de su interior sentimiento, que era una misma, sino que tercera vez respondió: «Señor, tú lo sabes todo, tu sabes que te amo.»
He dicho esto porque algunos piensan que una cosa es la dilección o caridad, y otra el amor, pues dicen que la dilección debe tomarse en buen sentido y el amor en malo; sin embargo, es innegable que ni los autores profanos han usado de esta distinción, y, así, adviertan los filósofos si ponen diferencia en esta expresión, o cómo la ponen, en atención a que sus libros con bastante claridad nos insinúan cómo estiman y aprecian el amor en buena parte, y para con el mismo Dios; sin embargo, fue necesario manifestar cómo las Escrituras de nuestra santa religión, cuya autoridad anteponemos a otra cualquiera literatura o ciencia, no constituyen diferencia entre el amor y la dilección o caridad, porque ya hemos demostrado cómo también el amor se dice en buen sentido.
Mas porque ninguno imagine que el amor se dice en buena y en mala parte, y que la dilección no, sino en buena, advierta lo que dice el real Profeta: «Quien pone su dilección o cariño en la iniquidad, aborrece a su alma»; y el apóstol San Juan: «Si alguno pusiere su corazón y dilección en el mundo, en este tal no hay dilección y caridad de Dios.» Y ved aquí en un mismo lugar la dilección en bueno y en mal sentido. Que el amor se tome en malo, porque en bueno ya lo hemos demostrado, lean lo que dice la Sagrada Escritura: «Serán entonces los hombres amigos y apasionados de sí mismos y amadores del dinero.» De modo que la voluntad recta es buen amor, y la voluntad perversa mal amor, el amor, pues, que desea tener lo que ama, es codicia, y el que lo tiene ya y goza de ello, alegría; el amor que huye de lo que le es contrario, es temor, y si lo que le es contrario le sucede, sintiéndolo, es tristeza; y así, estas cualidades son malas si el amor es malo, y buenas si es bueno.
Pero probemos, y comprobémoslo con las sagradas letras. El Apóstol dice: «Desea morir y hallarse con Cristo», y más acomodadamente: «Deseó mi alma grandemente en todo tiempo, aficionarse a tus preceptos y mandamientos, y el amor de la sabiduría nos conduce al reino eterno.» Pero comúnmente hemos convenido en que al decir codicia o concupiscencia, si no añadimos de qué es la codicia o la concupiscencia, no se pueda tomar sino en mala parte. La alegría en el salmo se toma en buena parte: «Alegraos en el Señor y regocijaos los justos»: «Diste alegría a mi corazón»; y: «Me llenarás de alegría con tu presencia..» El temor se toma en buen sentido en el Apóstol, donde dice: «Entended a lo que toca a vuestra salvación con temor y temblor»; y: «No te engrías y ensoberbezcas; sino teme»; y: «Temo no suceda que, como la serpiente con su astucia embaucó y engañó a Eva así se profanen vuestras potencias interiores y se desvíen de la castidad y pureza que se debe a Cristo.» Pero acerca de la tristeza, a la que llama Cicerón aegritudo, y Virgilio dolor, donde dice dolent, gaudentque, duélense, y se alegran (sin embargo, yo tuve por más conveniente llamarla tristeza, porque la aegritudo o el dolor más ordinariamente se dice de los cuerpos) es más dificultosa la duda sobre si puede entenderse en buen sentido.

CAPITULO VIII. De las tres perturbaciones o pasiones que quieren los estoicos que se hallen en el ánimo del sabio, excepto el dolor o la tristeza, lo cual no debe admitir o sentir la virtud del ánimo

De las que los griegos llaman eupathías, y nosotros podemos decir pasiones buenas, y Cicerón en el idioma latino llamó constancias, los estoicos no quisieron que hubiese en el ánimo del sabio más que tres en lugar de tres pasiones, por el deseo, voluntad; por la alegría, gozo; por el temor, cautela; pero en lugar del dolor (a que nosotros, por huir de la ambigüedad, quisimos llamar tristeza) dicen que no puede haber objeto alguno en el ánimo del sabio; porque la voluntad apetece y desea lo bueno, lo que hace el sabio; el gozo es del bien conseguido, lo cual dondequiera alcanza el sabio; la cautela evitar el mal, lo que debe obviar el sabio.
Pero la tristeza, porque es del mal que ya sucedió, son de opinión los estoicos que ningún mal puede traer al sabio y dicen que en lugar de ella no puede haber otra igual en su ánimo; así les parece que; fuera del sabio, no hay quien quiera, goce y se guarde, y que el necio no hace sino desear, alegrarse, temer y entristecerse; y que aquellas tres son constancias y estas cuatro perturbaciones, según Cicerón, y, según muchos, pasiones. En griego, aquellas tres, como insinué, se llaman eupathías, y estas cuatro, pathías.
Buscando yo con la mayor diligencia que pude si este lenguaje cuadraba con el de la Sagrada Escritura, hallé lo que dice el profeta: «No se gozan los impíos, dice el Señor», como que los impíos pueden más alegrarse que gozarse de los males, porque el gozo propiamente es de los buenos y piadosos. Asimismo en el Evangelio se lee: «Todo lo que queréis que os hagan los hombres, eso mismo haréis vosotros con ellos», y parece que lo dice porque ninguno puede querer algún objeto mal o torpemente, sino desearlo. Finalmente, algunos intérpretes por el estilo común de hablar añadieron todo lo bueno, y así interpretaron: «Todo el bien que queréis que os hagan a vosotros los hombres»; porque les pareció que era necesario excusar que ninguno quiera que los hombres le hagan acciones inhonestas e indebidas, y por callar las torpes, a lo menos los banquetes excesivos y superfluos, en los cuales, haciendo el hombre lo mismo, le parezca que cumplirá con este precepto. Pero en el Evangelio citado en idioma griego, de donde se tradujo al latino, no se lee lo bueno, sino: «Todo lo que queréis que hagan con vosotros los hombres, eso mismo haréis vosotros con ellos»; imagino que lo dice así, porque cuando dijo, queréis, ya quiso entender lo bueno, porque no dice cupitis, lo, que deseáis; sin embargo, no siempre debemos estrechar nuestro lenguaje con estas propiedades, aunque algunas veces debemos usar de ellas; y cuando las leemos en aquellos de cuya autoridad no es lícito desviarnos, entonces se deben entender. cuando el buen sentido no pueda hallar otro significado, cómo son las autoridades que hemos alegado, así de los profetas como, del Evangelio. Porque ¿quién ignora que los impíos se regocijan y alegran? Sin embargo, dice el Señor que no se gozan los impíos; ¿y por qué, sino porque cuando este verbo gaudere o gozarse se pone propiamente y en su peculiar sentido significa otra cosa?
Asimismo, ¿quién puede negar que está bien mandado que lo que deseamos que otros hagan con nosotros, eso mismo hagamos nosotros con ellos, para que no nos demos unos a otros deleites y gustos torpes? Y, con todo, es precepto muy saludable y verdadero: «Todo lo que queréis que hagan los hombres, con vosotros, eso mismo haréis vosotros con ellos.» Y esto ¿por qué, sino porque en este lugar la voluntad se usa en sentido propio, sin que se pueda tomar en mala parte? Pero ¿no diríamos en el lenguaje más común que usamos: «No queráis mentir toda mentira>, si no hubiese también voluntad mala, de cuya malicia se diferencia aquella voluntad que nos anunciaron y predicaron los ángeles, diciendo: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad», porque inútilmente se dice de buena, si no puede ser sino buena? ¿Y qué alabanza hubiera hecho el Apóstol de la caridad, al decir: «No se alegra del pecado» si no se alegra con él la malicia?
Pues hasta en los autores profanos se halla esta diferencia de palabras, porque Cicerón, famoso orador, dijo: «Deseo, padres conscritos, ser clemente»; habiendo puesto este, verbo cupío en bien, ¿quién hay tan poco erudito que no piensa que mejor debía decir volo que cupío? Y en Terencio, un joven libertino llevado de su deshonesto apetito, dice: «Nada quiero sino a Filomena»; y que esta voluntad era deshonesta, bastantemente lo manifiesta la respuesta que allí da un criado anciano, porque dice a su amo: «¿Cuánto mejor te fuera buscar un medio para desechar ese temor de tu corazón, que hablar expresiones con que en vano vayas encendiendo más y más el voraz fuego de tu apetito?» Y que lo que es gaudium o gozo lo hayan también descrito en mal sentido, lo manifiesta aquel verso de Virgilio, donde con suma brevedad compendió estas cuatro perturbaciones: «De este terreno peso les proviene dolerse, desear, temer, gozar.» Dijo también el mismo poeta: «Los malos gozos del alma», por los ilícitos placeres.
Por lo tanto, los buenos y los malos quieren, se guardan, temen y gozan; y, por decir lo mismo con otras palabras, los buenos y los malos desean, temen y se alegran; pero los unos bien y los otros mal, según que es buena o mala su voluntad. Y aun la tristeza, en cuyo lugar dicen los estoicos que no se puede hallar cosa alguna en el alma del sabio, se halla usada en buena parte, y principalmente entre los nuestros; porque el Apóstol elogia a los corintios de que se hubiesen entristecido según Dios.
Pero dirá alguno acaso que el Apóstol les dio el parabién de que se hubiesen acongojado haciendo penitencia, y semejante tristeza no la puede haber sino en los que pecaron; porque dice así: «Veo que aquella carta, aunque sólo por algún tiempo, os entristeció; pero ahora me lisonjeo y lleno de placer, no porque os habéis acongojado, sino porque os habéis entristecido para hacer penitencia; pues os habéis contristado según Dios, de manera que por mi no os ha venido ningún daño o detrimento, porque la tristeza que es según Dios, causa en el hombre para su salud espiritual una penitencia y arrepentimiento inarrepentible; pero la tristeza del mundo motiva la muerte, porque ya veis, como esto mismo que es entristecerse según Dios, cuánta solicitud y cuidado pone en nosotros.»
Y conforme a esta doctrina pueden los estoicos responder por su parte que la tristeza parece muy útil para que se duelan y arrepientan de su pecado, y que en el ánimo del sabio no puede haber causa, porque no hay pecado cuyo arrepentimiento le cause tristeza, ni puede existir algún otro mal cuya pasión y dolor le contriste; porque aun de Alcibíades refieren (si no me engaña la memoria en el nombre de la persona) que creyendo era bienaventurado oyendo los discursos e instrucciones de Sócrates, que le manifestaron era miserable por ser necio e ignorante, se cuenta que lloró.
Así que la necedad fue aquí la causa propia de esta inútil e importante tristeza con que el hombre se duele de no ser lo que debe ser; mas los estoicos dicen que no el necio, sino el sabio, es incapaz de tristeza

CAPITULO IX. De las perturbaciones del ánimo, cuyas afecciones son rectas en el de los justos

Pero a estos filósofos, respecto a la cuestión sobre, las perturbaciones del ánimo, ya les, respondimos cumplidamente en el libro IX de esta obra, manifestando cómo ellos disputaban, no tanto sobre las cosas como sobre las palabras, mostrándose más aficionados a disputar y porfiar ridículamente que a investigar la raíz de la verdad; pero entre nosotros (conforme a lo que dicta la Sagrada Escritura y la doctrina sana), los ciudadanos de la ciudad santa de Dios, que en la peregrinación de la vida mortal viven según Dios, éstos, digo, temen, desean, se duelen y alegran.
Y por cuanto su amor o voluntad es recta e irreprensible, todas estas afecciones las poseen también rectas, temen el castigo eterno, duélense verdaderamente por lo que sufren: «Porque ellos aquí entre sí mismos gimen y suspiran, para que se verifique en ellos la adopción, esperando la redención e inmortalidad de su cuerpo, alégranse por la esperanza», «porque se cumplirá ciertamente lo que está escrito en caracteres indelebles, que la muerte quedará absorbida y vencida por el triunfo y victoria de Jesucristo».
Asimismo temen pecar y ofender a la Majestad Divina; desean perseverar en la gracia, duélense de los pecados cometidos y se alegran de las buenas obras; pues para que teman el caer en la culpa les dice el Salvador: «Que crecerá tanto la iniquidad, que se entibiará la caridad de muchos»; y para que deseen perseverar, les dice: «El que perseverase hasta el fin, se salvara.»
Para que se duelan de los pecados, les advierte San Juan: «Si dijésemos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos alucinamos y engañamos, y no hay verdad en nosotros.»
Para que se llenen de gozo por las buenas obras, les certifica San Pablo: «Que ama Dios al que da lo que da con alegría y de buena voluntad»; y asimismo, según son débiles o fuertes, temen o apetecen las tentaciones; porque, para temerías, oyen: «Si alguno -dice el Apóstol- cayere en algún crimen, vosotros, los que sois más espirituales, mirad por él, procurando levantarle con espíritu de mansedumbre, considerando cada uno en sí mismo que puede también precipitarse en el abismo del pecado»; y para desearías, oyen que dice un varón fuerte de la Ciudad de Dios, esto es, el real profeta David: «Pruébame, Señor, y tiéntame, abrasa y consume mis entrañas y mi corazón.» Para que se duelan en ellas advierten cómo llora amargamente San Pedro; para que se alegren de ellas, escuchan, como dice Santiago: «Estimad por sumo contento cuando os vieseis afligidos de varias tentaciones.»
Y no sólo por sí propios se mueven con estos afectos, sino también por las personas que desean eficazmente se salven y temen se pierdan, sienten entrañablemente si se pierden y se alegran sobremanera si se salvan, porque tienen puestos los ojos en aquel santo y fuerte varón que se gloria en sus dolores y aflicciones (para citar nosotros que hemos venido a la Iglesia de Jesucristo de en medio de los gentiles a aquel que es doctor de las gentes en la fe y la verdad, que trabajó más que todos sus compañeros los apóstoles y con más epístolas instruyó al pueblo de Dios, no sólo a los que tenía presentes, sino también a los que preveía que habían de venir), porque tenían, digo, puestos los ojos en aquel San Pablo, campeón y atleta de Jesucristo, enseñado e instruido por el mismo Salvador, ungido por El, crucificado con El, glorioso y triunfante en El; a quien en el teatro de este mundo, donde vino a ser «espectáculo de los ángeles y de los hombres», miramos con satisfacción y con los ojos de la fe, luchando el gran combate, «corriendo en busca de la palma y gloria de la soberana vocación y caminando siempre adelante», viéndole cómo «se alegra con los alegres y llora con los que lloran», «cómo fuera padece persecuciones y dentro temores», deseando «apartarse ya de su cuerpo y hallarse con Cristo» con ansia de ver «a los romanos por tener algún fruto en ellos como en las demás gentes», «estimulando a los corintios y temiendo con el mismo celo que no les engañen y desvíen sus almas de la fe y pureza que deben a Cristo, teniendo «una gran tristeza y continuo dolor de corazón por los israelita», porque «ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer la suya, no estaban sujetos a la justicia de Dios», y no sólo manifestando su dolor, sino «también sus lágrimas por algunos que habían pecado y no habían hecho penitencia de sus deshonestidades y fornicaciones».
Si estos movimientos y afectos que proceden del amor del bien y de una caridad santa se deben llamar vicios, permitamos asimismo que a los verdaderos vicios los llamen virtudes; pero siguiendo estas afecciones a la buena y recta razón, cuando se aplican donde conviene, ¿quién se atreverá a llamarlas en este caso flaquezas o pasiones viciosas? Por lo cual el mismo Señor, queriendo pasar la vida humana en forma y figura de siervo, pero sin tener pecado, usó también de ellas cuando le pareció conveniente, porque de ningún modo en el que tenía verdadero cuerpo de hombre y verdadera alma de hombre era falso el afecto humano.
Cuando se refiere del Redentor en el Evangelio «que se entristeció con enojo por la dureza del corazón de los judíos», y cuando dijo: «Me alegro por causa de vosotros, para que creáis», cuando habiendo de resucitar a Lázaro lloró, cuando deseó comer la Pascua con sus discípulos, cuando acercándose su pasión estuvo triste su alma hasta la muerte, sin duda que esto no se refiere con mentira; pero el Señor, por cumplir seguramente con el misterio de la Encarnación, admitió estos movimientos y extrañas impresiones con ánimo humano cuando quiso; así como cuando fue su divina voluntad se hizo hombre.
Por eso no puede negarse que, aun cuando tengamos estos afectos rectos, y según Dios, son de esta vida y no de la futura que esperamos, y muchas veces nos rendimos a ellos, aunque contra nuestra voluntad. Así que, en algunas ocasiones, aunque nos movamos no con pasión culpable, sino con amor y caridad loable; aun cuando no queremos, lloramos. Los tenemos, pues, por flaqueza de la condición humana, pero no los tuvo así Cristo Señor nuestro, cuya flaqueza estuvo también en su mano y omnipotencia. Pero entre tanto que conducimos con nosotros mismos la humana debilidad de la vida mortal, si carecemos totalmente de afectos, por el mismo hecho es prueba de que vivimos bien; porque el Apóstol reprendía y abominaba de algunos, diciendo de ellos que no tenían afecto.
También culpó el real profeta a aquellos de quienes dijo: «Esperé quien me hiciera compañía en mi tristeza, y no hubo uno solo.» Porque no dolerse del todo mientras vivimos en la mortal miseria, como lo manifestó también uno de los filósofos de este siglo: «No puede acontecer sino que el ánimo esté dominado de fiera crueldad y el cuerpo de insensibilidad.» Por lo cual, aquella que en griego se llama apatía, y si pudiese ser en latín se diría impasibilidad (porque sucede en el ánimo y no en el cuerpo), si la hemos de entender por vivir sin los afectos y pasiones que se rebelan contra la razón y perturban el alma, sin duda que es buena y que principalmente debe desearse; pero tampoco se halla ésta en la vida actual, porque no son de cualesquiera, sino de los muy piadosos, justos y santos aquellas palabras: «Si dijéremos que no tenemos pecado, a nosotros mismos nos engañamos, y no se halla verdad en nosotros.»
Habrá, por consiguiente, apatía o impasibilidad cuando no haya pecado en el hombre; pero al presente bastante bien se vive si se vive sin pecado que sea grave; y el que piensa que vive sin pecado, lo que consigue es no carecer de pecado, sino más bien no alcanzar perdón. Y si ha de decirse apatía o impasibilidad cuando totalmente en el ánimo no puede haber algún afecto, ¿quién no dirá que esta insensibilidad es peor que todos los vicios?
Por eso, sin que sea absurdo, puede decirse que en la perfecta bienaventuranza no ha de haber estimulo o vestigio de temor o de tristeza; pero que no haya de haber en la celestial patria amor y alegría, ¿quién lo puede decir sino el que estuviere del todo ajeno de la verdad? Mas si es apatía o impasibilidad no tener miedo alguno que nos espante, ni dolor que nos aflija, la debemos huir en esta vida, si queremos vivir rectamente, esto es, según Dios; y sólo en la bienaventurada la podemos esperar. Porque el temor de quien dice el apóstol San Juan: «En la caridad no hay temor, antes la caridad perfecta echa fuera el temor, porque va acompañado de pena y de tristeza, y el que teme no ha llegado a la perfección de la caridad», no es ciertamente de la calidad de aquel con que temía el Apóstol San Pablo que los corintios fuesen seducidos y engañados con alguna infernal astucia, porque este temor no sólo le hay en la caridad, sino que sólo le hay en la caridad. El temor que no se halla en la caridad es aquel del que dijo el mismo apóstol San Pablo: «No habéis vuelto a recibir espíritu de servidumbre y temor.» El temor casto y santo «que permanece en los siglos de los siglos», si es que ha de existir también en el otro siglo (porque cómo puede entenderse de otra manera que permanece en los siglos de los siglos), no es temor que nos refrena y aparta del mal que puede acontecer, sino que persevera en el bien que no puede perderse, porque donde hay amor inmutable del bien conseguido, sin duda, si puede decirse así, seguro está el temor de que ha de guardarse del mal.
Con el nombre de temor casto se nos significa aquella voluntad con que será necesario que no queramos ya pecar, y que nos guardemos de pecado, no porque temamos que nuestra flaqueza nos induzca al pecado, sino por la tranquilidad con que la caridad evitará el pecado, y no ha de haber temor de ninguna especie en aquella cierta seguridad de los perpetuos y bienaventurados gozos y alegrías. Así se dijo: El temor casto y santo «que permanece perdurable en los siglos de los siglos», como se dijo: «La paciencia de los pobres no perecerá eternamente», porque la paciencia no ha de ser eterna, supuesto que no es necesaria sino donde se hayan de padecer trabajos, mientras que será eterna la felicidad adonde se llega por la tolerancia. Por eso se dijo que el temor santo permanece y dura por los siglos de los siglos, porque permanecerá aquello adonde nos conduce el mismo temor.
Y siendo esto cierto, ya que hemos de vivir una vida recta e irreprensible para llegar con ella a la bienaventuranza, todos estos afectos los tiene rectos la vida justificada, y la perversa, perversos.
La vida bienaventurada y la que será eterna tendrá amor y gozo no sólo recto, sino también cierto, y no tendrá temor ni dolor, por donde se deja entender y se nos descubre con toda evidencia cuáles deben ser en esta peregrinación los ciudadanos de la Ciudad de Dios, que viven según el espíritu y no según la carne, esto es, según Dios y no según el hombre, y cuáles serán en aquella inmortalidad adonde caminan, porque la ciudad, esto es, la sociedad de los impíos que viven según el hombre y no según Dios, y que en el mismo culto falso y en el desprecio del verdadero Dios siguen las doctrinas de los hombres o de los demonios, padece los combates de estos perversos afectos como malignas enfermedades y turbaciones del ánimo, y si hay algunos ciudadanos en ella que parece templan y moderan semejantes movimientos, la arrogante impiedad los ensoberbece de manera que por lo mismo es en ellos mayor la vanidad, cuanto son menores los dolores.
Y si algunos, con una vanidad tanto más intensa cuanto más rara, han pretendido y deseado que ningún afecto los levante ni engrandezca, y que ninguno los abata y humille, más bien con esto han venido a perder toda humanidad que llegado a conseguir la verdadera tranquilidad, pues no porque alguna materia esté dura, está recta, o lo que está insensible está sano.

CAPITULO X. Si es creíble que los primeros hombres en el Paraíso, antes que pecaran, no sintieron pasión o perturbación alguna

Muy a propósito se pregunta si el primer hombre o las primeras personas (porque entre dos fue la unión del matrimonio) tenían estos afectos y pasiones en el cuerpo animal antes del pecado, cuales no los hemos de tener en el cuerpo espiritual después de purificado y consumado todo pecado; que si los tenían, ¿cómo eran tan bienaventurados en aquel famoso sitio de bienaventuranza, esto es, en el Paraíso? ¿Y quién absolutamente se puede llamar bienaventurado que sienta temor o dolor? ¿Y de qué podían temerse o dolerse aquellos hombres colmados de tantos bienes, donde ni temían a la muerte, ni alguna mala disposición del cuerpo, ni les faltaba cosa que pudiese alcanzar la buena voluntad, ni tenían cosa que ofendiese a la carne o al espíritu del hombre en aquella dichosa vida? Había en ellos amor imperturbable para con Dios, y entre sí los casados guardaban fiel y sinceramente el matrimonio, y de este amor resultaba inexplicable gozo, sin faltarles cosa alguna de las que amaban y deseaban para gozarlo. Había una apacible y tranquila aversión al pecado, con cuya perseverancia por ningún otro extremo les sobrevenía mal alguno que les entristeciese ¿Acaso dirá alguno que deseaban tomar el árbol cuya fruta les estaba prohibido comer, pero temían morir y, según esto, ya el deseo, ya el miedo, inquietaba a aquellos espíritus en aquel delicioso jardín?
Líbrenos Dios de imaginar que hubiera cosa semejante donde no había género de pecado; porque no deja de ser pecado desear lo que prohíbe la ley de Dios, y abstenerse de ello por temor de la pena y no por amor a la justicia. Dios nos libre, digo, que antes de haber pecado alguno cometiesen ya el de hacer con el árbol de la fruta prohibida lo que de la mujer dice el Señor: «Que el que mira a la mujer para desearla, ya peca con ello en su corazón.»
Así pues, tan felices fueron los primeros hombres sin padecer perturbación alguna de ánimo y sin sufrir incomodidad alguna en el cuerpo, tan dichosa fuera la sociedad humana si ni ellos cometieran el mal que traspasaron. a sus descendientes, ni alguno de sus sucesores cometiese pecado alguno por donde mereciera ser condenado; permaneciendo esta felicidad hasta que por aquella bendición de Dios: «Creced y multiplicaos» se llenara el número de los santos predestinados y consiguieran otra mayor, cual se les dio a los bienaventurados ángeles, donde tuvieran seguridad cierta de que ninguno había de pecar ni a había de morir; y fuera tal la vida de los santos sin haber sabido qué cosa era trabajo o dolor ni muerte, cual será después la experiencia de todas estas cosas en la incorrupción e inmortalidad de los cuerpos, luego que hubieren resucitado los muertos.

CAPITULO XI. De la caída del primer hombre, en quien crió Dios buena la naturaleza, y viciada no la pudo reparar sino su autor

Porque Dios prevé y sabe todas las cosas, por eso no pudo ignorar que el hombre también había de pecar, y como el Señor lo previó y dispuso, debemos hablar de la Ciudad Santa según su presciencia y no según lo que no pudo llegar a nuestra noticia, afirmar que no estuvo en la previsión de Dios. Porque de ningún modo pudo el hombre con su pecado perturbar el divino consejo, como obligando a Dios a mudar lo que había determinado, habiendo previsto Dios, con su presciencia lo uno y lo otro, esto es, cuán malo, había de ser el hombre a quien crió bueno, y lo bueno que aún así había de hacer de él. Pues aunque se dice que muda Dios lo que una vez tenía determinado (y así la Sagrada Escritura metafóricamente dice que Dios se arrepiente), dícese de lo que el hombre esperaba, o según la disposición y orden de las cosas naturales, y no conforme a lo que Dios todopoderoso supo que había que hacer. Formó, pues, Dios, como lo insinúan las sagradas letras, al hombre recto y, por consiguiente, de buena voluntad, porque no fuera recto si no tuviera buena voluntad, y así la buena voluntad es obra de Dios, porque con ella crió Dios al hombre; pero la mala voluntad primera, que precedió en el hombre a todas las obras malas, antes fue un apartamiento o abandono de la obra de Dios que obra alguna positiva, y fueron malas estas obras de la mala voluntad porque las hizo el hombre conforme a si propio, y no según Dios, de suerte que la voluntad fuese como un árbol malo que produjo malos frutos, o, si se quiere, como el mismo hombre de mala voluntad.
Aunque esta mala voluntad no sea conforme a la naturaleza, sino contra la naturaleza, porque es vicio, con todo, es de la naturaleza del vicio, el cual no puede existir sino en la naturaleza, es decir, en aquella que fue criada de la nada, no en la que engendró el Criador de sí mismo, como engendró al Verbo por quien fueron criadas todas las cosas. Pues aunque formó Dios al hombre del polvo de la tierra, la misma tierra y toda la materia y máquina terrena la crió absolutamente de la nada, y criando el alma de la nada la infundió en el cuerpo cuando hizo al hombre. Y en tanto grado aventajan los bienes a los males, que aunque los males se permitan para manifestar cómo puede también usar bien de ellos la providente justicia del Criador, sin embargo pueden hallarse los bienes sin los males, como es el mismo verdadero y sumo Dios y como son sobre este calignoso aire las criaturas celestiales e invisibles; pero los males no se pueden hallar sin los bienes, porque las naturalezas en que se hallan, en cuanto son naturalezas, son, sin duda, buenas. Quitase el mal no quitando la naturaleza o alguna parte suya, sino corrigiendo y sanando la viciada y depravada.
El albedrío de la voluntad es verdaderamente libre cuando no sirve a los vicios y pecados; tal nos le dio Dios, que en perdiéndole por nuestro propio pecado no le podemos volver a recobrar sino de mano del que nos le pudo dar. Y así dice la misma verdad: «Si os librare el Hijo, entonces seréis verdaderamente libres», que es lo mismo que si se dijera: «Si el hijo de Dios os salvare, entonces seréis ciertamente salvos, porque es Salvador por el mismo motivo que es Libertador.»
Vivía, pues, el hombre según Dios en el Paraíso corporal y espiritual, porque el Paraíso no era corporal por los bienes del cuerpo ni espiritual por los del espíritu, sino espiritual para que se gozara por los sentidos interiores, y corporal para que se gozara por los exteriores. Era verdaderamente lo uno y lo otro por lo uno y por lo otro, hasta que aquel ángel soberbio y, por consiguiente, envidioso por su soberbia, convirtiéndose en dios a sí propio, y con arrogancia casi tiránica, deseando más tener súbditos que serlo, cayó del Paraíso espiritual (de cuya caída y la de sus compañeros, que de ángeles de Dios se hicieron ángeles suyos, bastantemente traté, según mi posibilidad, en los libros XI y XII de esta obra), y deseando con astucia apoderarse del hombre a quien, porque perseveraba en su estado, habiendo él caído del suyo, tenía envidia, escogió a la serpiente en el Paraíso corporal, donde con aquellas dos personas, hombre y mujer, vivían también los demás animales terrestres sujetos y pacíficos sin hacer daño alguno; escogió, digo, a la serpiente, animal escurridizo que se mueve con torcidos rodeos, acomodado a su designio para poder hablar por ella, y habiéndola rendido por la presencia angélica y por la naturaleza más excelente con astucia espiritual y diabólica, y usando de ella como instrumento, cautelosamente comenzó a platicar con la mujer, empezando por la parte inferior de aquella humana compañía, para de lance en lance llegar al todo, juzgando que el varón no era tan crédulo y que no podía ser engañado sino cediendo y dejándose llevar del error del otro.
Así como Aarón no consintió con el engañado pueblo en la construcción del ídolo siendo él engañado, sino que cedió y se dejó llevar forzado; ni es creíble que Salomón con error pensase que tenía obligación de servir a los ídolos, sino que le compelieron a ejecutar semejantes sacrilegios los halagos y caricias de las mujeres, así se debe creer que Adán creyó a su mujer, como cree uno a otro, el hombre a los hombres, el marido a su mujer, para quebrantar la ley de Dios, no engañado y persuadido de que le decía verdad, sino por condescendencia con ella, obedeciéndola por el amor que la tenía.
Porque no en vano dijo el Apóstol: «Adán no fue engañado, la mujer fue la engañada», porque ella tomó como verdadero lo que le dijo la serpiente, y él no quiso apartarse de su única consorte ni en la participación del pecado. Mas no por eso fue menos reo y culpable, sino que, sabiéndolo y viéndolo, pecó; y así no dice el apóstol no pecó, sino no fue engañado, porque ya manifiesta seguramente que pecó cuando dice: «Por un hombre entró el pecado en el mundo»; y poco después más claramente: «A semejanza del pecado de Adán.»
Por engañados quiso, pues, se entendiesen aquellos que piensan que lo que hacen no es pecado; pero Adán lo supo, porque, de no saberlo, ¿cómo seria verdad que Adán no fue engañado?; aunque como no tenía experiencia del divino rigor y severidad, pudo engañarse en pensar y creer que el pecado era venial; y así por este camino, aunque no fue engañado en lo que la mujer lo fue, se engañó en cómo había de tomar y juzgar Dios la excusa que había de dar, diciendo: «La mujer que me diste por compañera; ella me dio y comí.» ¿Para qué, pues, nos cansamos y alargamos en esto? Verdad es que ambos no fueron engañados, pero ambos pecaron, y por ello quedaron presos y enredados en los lazos del demonio.

CAPITULO XII. De la calidad del primer pecado que cometió el hombre

Si alguno dudase por qué la naturaleza humana no se muda con los otros pecados como se mudó con el pecado de aquellos dos primeros hombres, quedando sujeta a la corrupción que vemos y sentimos, y por ella a la muerte, turbándose y padeciendo tanto número de afectos tan poderosos y entre si tan contrarios, de todo lo cual no sintió ella nada en el Paraíso antes del pecado, aunque estuviese en cuerpo animal; si alguno dudase, repito, y viere en esto dificultad, no por eso debe pensar que fue ligera y pequeña aquella culpa porque se hizo en cosa de comida, que no era mala ni dañosa, sino en cuanto era prohibida; pues no criara Dios cosa mala ni la plantara en aquel lugar de tanta felicidad, sino que en el mandamiento les encargó y encomendó Dios la obediencia, virtud que en la criatura racional es en cierto modo madre y custodia de todas las virtudes, porque crió Dios a la criatura racional de manera que le es útil e importante el estar sujeta y muy pernicioso hacer su propia voluntad y no la del que la crió.
Así que este precepto y mandamiento de no comer de un solo género de comida donde había tanta abundancia de otras cosas, mandamiento tan fácil y ligero de guardar tan breve y compendioso para tenerle en la memoria, principalmente cuando aun el apetito no contradecía a la voluntad, lo cual se siguió después en pena de la infracción del precepto, con tanta mayor injusticia se violó y quebrantó, con cuanta mayor facilidad y observancia se pudo guardar.

CAPITULO XIII. En el pecado de Adán, a la mala obra precedió la mala voluntad

Antes empezaron a ser malos en secreto que viniesen a caer en aquella manifiesta desobediencia, porque no llegaron a ejecutar aquel horrendo pecado «si no precediera mala voluntad». Y el principio de la mala voluntad, ¿qué pudo ser sino la soberbia? Porque «la cabeza y fuente de todos los pecados es la soberbia». ¿Y qué es la soberbia sino una ambición y apetito de perversa grandeza? Porque es maligna altanería querer el alma en algún modo hacerse y ser principio de sí misma, dejando el principio con quien debe estar unida. Esto sucede cuando uno se complace demasiado a sí mismo, y complácese a sí mismo de esta manera cuando declina y deja aquel bien inmutable que debió agradarle más que ella a sí misma.
Esta declinación y defecto es espontáneo y voluntario, porque si la voluntad permaneciera estable en el amor del bien superior inmutable, que era el que la alumbraba para que viviese y la encendía para que amase, no se desviara de allí para agradarse a si misma, ni se quedara sin luz, a oscuras, ni sin amor helada; de manera que ni Eva creyera que la decía verdad la serpiente, ni Adán antepusiera al precepto de Dios el gusto de su esposa, ni imaginara que sólo pecaba venialmente si a la compañera inseparable de su vida la acompañaba también en el pecado.
Así que no hicieron la obra mala, esto es, aquella trasgresión y pecado comiendo del manjar prohibido, sino siendo ya malos; aquella fruta era mala porque provenía del árbol malo, y el árbol hízose malo contra naturam; porque si no es por vicio de la voluntad, el cual es contra el buen orden de la Naturaleza, no se hiciera malo; que el depravarse y estragarse con el vicio, no sucede sino en la naturaleza formada en la nada. Así pues, el ser naturaleza lo tiene por ser criatura de Dios, y el degenerar y declinar de Aquel que la hizo, porque fue hecha de la nada. Pero tampoco de tal manera degeneró el hombre que del todo fuese nada, sino que, inclinándose a sí mismo, vino a ser menos de lo que era cuando estaba unido con Aquel que es Sumo en su esencia.
Por esto, dejar a Dios y pretender ser en sí mismo, esto es, agradarse y complacerse de sí mismo, no es ser nada; sino, acercarse a la nada; por lo cual la Sagrada Escritura llama por otro nombre a los soberios, «gente que se agrada y paga de sí», porque bueno es tener el corazón levantado o elevado, pero no a sí propio, que es efecto de la soberbia, sino a Dios, que lo es de la obediencia, la cual no se halla sino en los humildes.
Tiene la humildad cierta cualidad que con modo admirable levanta el corazón, y tiene, cierto atributo la soberbia que deprime y abate el corazón, y aunque parece casi contradictorio que la soberbia esté debajo y la humildad encima, sin embargo, la santa humildad, como se sujeta al superior, y no hay otra cosa más superior que Dios, ensalza y eleva al que hace súbdito de Dios; pero la altivez que hay en el vicio, por el mismo hecho de rehusar la sujeción y subordinación, cae de aquel que no tiene sobre sí superior, y por lo mismo, viene a ser inferior, sucediendo lo que dice la Sagrada Escritura: «Los abatiste cuando iban subiendo y ensalzándose»; y no dijo cuando estaban ya elevados y ensalzados, de modo que primero estuviesen ensalzados y después los derribase y abatiese, sino que cuando iban subiendo, entonces los abatió y derribó; porque el mismo acto de subir y ensalzarse es comenzar a abatirse, por lo cual al presente en la Ciudad de Dios y a la Ciudad de Dios que anda peregrinando en este siglo se recomienda principalmente la humildad que en su Rey, Cristo, singularmente se celebra; porque el vicio de la soberbia, contrario a esta virtud, nos manifiestan las sagradas letras que domina y reina principalmente en su cruel enemigo, el demonio.
Verdaderamente es ésta una notable diferencia con que se distingue y conoce la una y la otra Ciudad de que vamos hablando, es a saber, la compañía de los hombres santos y piadosos y la de los impíos y pecadores, cada una con los ángeles que la pertenecen, en quienes precedió por una parte el amor de Dios y por otra el amor de sí mismo.
Así que el demonio no sorprendiera al hombre en un pecado tan manifiesto, haciendo lo que Dios había prohibido se hiciese si no hubiera él empezado a agradarse y a complacerse de sí mismo. Porque de aquí nació el complacerse en lo que le dijeron: «Seréis como dioses», lo cual pudieron ser mejor estando conformes y unidos con el sumo y verdadero principio por la obediencia, que no haciéndose ellos principio suyo por la soberbia, porque los dioses criados no son dioses por virtud propia, sino por participación del verdadero Dios.
Cuando el hombre apetece más, es menos, y queriendo ser bastante para sí mismo declinó de aquel que era verdaderamente bastante para él.
El mal de agradarse a sí mismo y complacerse el hombre, como si él fuera la luz, apartándole de aquella luz que, si quisiera, también haría luz al hombre; aquel mal, digo, precedió en secreto para que se siguiera este mal que se cometió en público; porque es verdad lo que dice la Escritura: «Que antes que caiga se sube y eleva el corazón, y antes que llegue a alcanzar la gloria se humilla y abate.» La caída en secreto precede a la caída en público, no pensando que aquélla es caída; porque ¿quién imagina que la exaltación es caída, hallándose ya el defecto y caída al desamparar al Excelso? ¿Y quién no advertirá que es caída el traspasar evidentemente el mandato?
Por eso Dios prohibió un hecho que, una vez cometido, no se pudiese excusar ni defender con ninguna imaginación de justicia, y por eso me atrevo a decir que es de importancia para los soberbios el caer en un pecado público y manifiesto, para que se desagraden de sí mismos los que, por agradarse y pagarse de sí, incurrieron en el más enorme reato. Más útil e importante le fue a Pedro el desagradarse de sí cuando lloró que el agradarse y pagarse de sí cuando presumió, y esto es lo mismo que dice el santo real profeta: «Cárgalos, Señor, de confusión e ignominia para que busquen tu nombre», esto es, para que tú les agrades y se paguen de ti buscando tu nombre, los que buscando el suyo se agradaron y pagaron de sí.

CAPITULO XIV. La soberbia de la transgresión fue peor que la misma transgresión

Peor es y mas detestable la soberbia cuando hasta en los pecados manifiestos se pretende la acogida de la excusa, como sucedió en aquellos primeros hombres, entre quienes dijo la mujer: «La serpiente. me engañó y comí»; y el hombre: «La mujer que me diste, ésa me dio del fruto del árbol y comí.» De ninguna manera se acuerdan en este caso de pedir perdón; por ningún motivo piden el remedio y la medicina, porque aunque éstos no niegan, como Caín, el pecado que cometieron, no obstante, la soberbia procura cargar a otro la culpa que ella misma tiene: la soberbia de la mujer a la serpiente y la soberbia del hombre a la mujer. Pero más verdadera es la acusación que no la excusa, cuando manifíestamente quebrantaron el divino precepto, porque no dejaron de pecar porque lo hiciera la mujer a persuasión de la serpiente y el hombre a instancias de la mujer, como sí pudiera haber alguna cosa que se debiera creer o anteponer a Dios.

CAPITULO XV. De la justa paga que recibieron los primeros hombres por su desobediencia

Porque no atendieron al mandato de Dios, que los había criado y había hecho a su imagen y semejanza, que los había designado por superiores y señores de los demás animales, los había colocado en el Paraíso, les había dado salud y abundancia de todas las cosas, que no les cargó de preceptos numerosos, graves y dificultosos, sino que les dio uno solo, y ése compendioso y levísimo, para conservar la obediencia y la subordinación con que les advertía que él era Señor de aquella criatura a quien estaba bien una libre servidumbre, fueron justamente condenados; condenados de tal modo, que el hombre, que si observara puntualmente el mandamiento fuera espiritual aun en la carne, fuese carnal hasta en el espíritu; y pues con su soberbia se había agradado y pagado de sí, por justicia de Dios fuese entregado a sí mismo para que no estuviese, como había pretendido, en omnímoda, absoluta e independiente potestad, sino que, desavenido igualmente consigo mismo, sufriese debajo de aquel con quien se había avenido pecando una dura y miserable esclavitud, en lugar de la libertad que buscó; muriendo voluntariamente en el espíritu, y debiendo de morir contra su voluntad en el cuerpo; y desertor de la vida eterna, fuera condenado a la muerte eterna, si no le libertase la gracia.
Y el que piensa que semejante condenación es excesiva o injusta, sin duda no sabe medir ni tantear la gravedad de la malicia que hubo en el pecado, donde había tanta facilidad en no pecar; porque así como, no sin razón, se celebra por grande la obediencia de Abraham, porque en sacrificar a su hijo le mandaron una acción dificultosísima, así también en el Paraíso tanto mayor fue la desobediencia cuanto más fácil era lo que se les mandaba. Y así como la obediencia del segundo Adán es más celebrada y digna de perpetuarse en los faustos y anales del mundo, porque fue obediente hasta la muerte, así la desobediencia del primero fue más abominable, porque fue desobedecida hasta la muerte.
Porque cuando hay impuesta rigurosa pena a la desobediencia, y lo que manda el Criador es fácil en la ejecución, ¿quién podrá encarecer bastantemente cuán grave maldad sea no obedecer en un precepto tan obvio y a un mandamiento de tan soberana potestad y so pena tan horrible? Y, en efecto, por decirlo en breves palabras, en la pena y castigo de aquel pecado, ¿con qué castigaron o pagaron la desobediencia sino con la desobediencia? ¿Pues qué cosa es la miseria del hombre sino padecer contra sí mismo la desobediencia de sí mismo, y que ya que no quiso lo que pudo, quiera lo que no puede?
Porque aunque en el Paraíso, antes de pecar, no podía todas las cosas, con todo, lo que no podía no lo quería, y por eso podía todo lo que quería; pero ahora, como vemos en su descendencia y lo insinúa la Sagrada Escritura, «el hombre se ha vuelto semejante a la vanidad»; pues ¿quién podrá referir cuánta inmensidad de cosas quiere que no puede, entretanto que él mismo a sí propio no se obedece, esto es, no obedece a la voluntad, el ánimo, ni la carne, que es inferior al ánimo?
Porque, a pesar suyo, muchas veces el ánimo se turba y la carne se duele, envejece y muere, y todo lo demás que padecemos no lo sufriéramos contra nuestra voluntad, si nuestra naturaleza obedeciese completamente a nuestra voluntad; pero, a la verdad, padece algunas cosas la carne que no la dejan servir. ¿Qué importa en lo que esto consiste con tal que por la justicia de Dios, que es el Señor, a quien siendo sus súbditos no quisieron servir, nuestra carne, que fue nuestra súbdita, no sirviéndonos, nos sea molesta? Bien que, nosotros, no sirviendo a Dios, pudimos hacernos molestos a nosotros y no a El; porque no tiene el Señor necesidad de nuestro servicio como nosotros del de nuestro cuerpo, y así es nuestra pena lo que recibimos, no suya; y los dolores que se llaman de la carne, del alma son, aunque en la carne y por la carne.
Porque la carne ¿de qué se duele por sí sola? ¿Qué desea? Cuando decimos que desea o se duele la carne, o es el mismo hombre, como anteriormente dijimos, o alguna parte del alma que excita la pasión carnal, la cual, si es áspera, causa dolor; si suave, deleite; pero el dolor de la carne sólo es una ofensa del alma que procede de la carne, y cierto desavenimiento de su pasión o apetito; como el dolor del alma que llamamos tristeza es un desavenimiento de las cosas que nos suceden contra nuestra voluntad. A la tristeza las más veces precede el miedo, el cual también está en el alma, y no en la carne; pero al dolor de la carne no le precede un miedo de la carne que antes del dolor se sienta en la carne. Al deleite le precede el apetito que se siente en la carne, como un deseo suyo, por ejemplo, el hambre y la sed, y el que en los miembros vergonzosos más comúnmente se llama libido, siendo éste un vocablo general para designar todos los apetitos. Porque aun la ira, dijeron los ántiguos que no era otra cosa que libido, o un apetito de venganza, aunque a veces también el hombre se enfada y enoja con las cosas inanimadas, donde no hay razón alguna de venganza, de manera que de enojo y cólera, porque no escribe bien la pluma, la rompe y arroja. Sin embargo, también esto, aunque menos razonable, es apetito de venganza, y no sé qué, por llamarle así, como sombra de retribución; que los que mal hacen, mal padezcan.
Así pues, hay apetito de venganza qye se llama ira; hay apetito o codicia de poseer, que se llama avaricia; hay apetito o deseo, como quiera, de vencer, que se llama pertinacia; hay apetito y ansia de gloriarse o jactarse, que se llama jactancia; hay muchos y varios apetitos que en idioma latino se dicen libidines, que algunos de ellos tienen asimismo sus voces propias, y otros no las tienen; porque ¿quién podrá fácilmente decir cómo se llama el apetito de dominio y señorío, del cual, no obstante, nos muestra y testifica la funesta experiencia de las guerras civiles, que es muy poderoso y señor absoluto de los corazones y almas de los tiranos?

CAPITULO XVI. De la malicia del apetito, que en latín se llama «libido», cuyo nombre, aunque cuadre a muchos vicios propiamente, se atribuye a los movimientos torpes, y deshonestos del cuerpo

Aunque los apetitos de muchas cosas llámanse en latín libidines, cuando se escribe sólo libido, sin decir a qué páasión se refiere, casi siempre se entiende el apetito carnal; apetito que no sólo se apodera del cuerpo en lo exterior, sino también en lo interior, y conmueve de tal modo a todo el hombre juntando y mezclando al efecto del ánimo con el deseo de la carne, que resulta el mayor de los deleites del cuerpo; de suerte que cuando se llega a su fin, se embota la agudeza y vigilia del entendimiento.

CAPITULO XVII. De la desnudez de los primeros hombres y de cómo, después que pecaron, les pareció torpe y vergonzosa

Con razón nos avergonzamos de este apetito y con razón también los miembros que, por decirlo así, lo alientan o refrenan no del todo a nuestro albedrío, se llaman vergonzosos; lo cual no fueron antes de que pecara el hombre. Porque, como dice la Escritura, «estaban desnudos y no se avergonzaban»; no porque dejasen de ver su desnudez, sino porque ésta no era aún vergonzosa; porque la carne ni movía el deseo contra la razón, ni en manera alguna con su desobediencia daba en rostro al hombre acusándole de la suya.
No crió Dios ciegos a los primeros hombres, como piensa el necio vulgo, porque Adán vio los animales a quienes puso los nombres, y de Eva dice el Evangelio: «Vio la mujer que era buena la fruta del árbol y agradable a la vista.» Tenían, pues, los ojos abiertos, pero no atendían y miraban de manera que conociesen lo que la gracia les encubría, cuando sus miembros ignoraban lo que es desobedecer a la voluntad. Al faltar esta gracia, para que la desobediencia fuese castigada con pena recíproca, hallóse en el movimiento del, cuerpo una desvergonzada novedad, que convirtió en indecente la desnudez y los dejó avergonzados y confusos. De aquí que, después que quebrantaron al descubierto mandamiento de Dios, diga de ellos la Escritura: «Y se abrieron los ojos de entrambos, y conocieron que estaban desnudos y entrelazaron hojas de higuera y se hicieron sendos ceñidores. Abriéronse, dice, los ojos de entrambos, no para ver, porque también antes veían, sino para discernir y conocer el bien que habían perdido y el mal en que habían caído. De aquí que el árbol que daba este conocimiento a los que comían su fruto contra la prohibición del mandamiento tomase el nombre de árbol de la ciencia del bien y del mal; porque con la experiencia de los trabajos que se padecen en la enfermedad apréciase mejor el gusto de la salud.
Conocieron, pues, que estaban desnudos, estándolo, en efecto, de aquella gracia que era la que hacia que ninguna desnudez del cuerpo (porque la ley del pecado no repugnaba a su espíritu) los avergonzase y confundiese. Conocieron, pues, lo que, por fortuna suya, hubieran ignorado si, siendo siempre fieles y obedientes a Dios, no hubieran cometido un pecado que les forzó a tocar y sentir por experiencia el daño que causan la infidelidad y la desobediencia. Confusos, pues, y avergonzados por la desobediencia de su carne, testigo y pena de la suya propia, acomodaron unas hojas de higuera en la forma que algunos traductores latinos llaman campestría, esto es, succintoría, o ceñidores, para cubrirse con ellos. Prefiero la palabra campestría, que es latina, y significa calzón, vestido corto que usaban los jóvenes que se ejercitaban luchando en el campo, cubriendo sus cinturas, y de aquí que a los así ataviados les llame el vulgo, campestratos.
Así pues, lo que en pena de la culpa de desobediencia movía el apetito desobediente contra el fuero de la voluntad, cubríalo con empacho de vergüenza. De aquí que todas las gentes, por descender de aquel tronco, tan cuidadosamente acostumbran a cubrirse de suerte que algunos bárbaros ni aun en los baños se desnudan.

CAPITULO XVIII. Pudor que acompaña al acto de la generación

En el acto mismo de la generación -y no hablo sólo de ciertas uniones carnales que buscan la obscuridad para escapar a la justicia humana, sino también del uso de prostitutas, que la ciudad terrena, al dar su aprobación, lo ha hecho lícito-, aun en este caso permitido e impune, la libido huye la luz y las miradas. Los mismos lupanares tienen por rubor natural una cámara obscura, y así vemos que ha sido más fácil a la impureza eximirse de la prohibición de la ley que a la desvergüenza cerrar el paso al pudor. Los deshonestos llaman deshonestas a sus acciones, y, siendo amadores de ellas, no se atreven a ser ostensores. Y ¿qué diré del concúbito conyugal, que, según la ley de las Tablas matrimoniales, tiene por objeto la procreación de los hijos? ¿No se busca también para él, aunque es lícito y honesto, un lugar secreto y retirado? Y antes de que el esposo comience su juego de caricias, ¿no echa fuera a todos cuantos alguna necesidad permitía su presencia, a los sirvientes y, a los mismos paraninfos? Es verdad que el mayor maestro de la elocuencia romana -como alguien le llama- dice que las cosas bien hechas buscan la luz, es decir, aman ser conocidas; pero esta acción recta apetece ser conocida de una manera muy rara, avergonzándose de ser vista. ¿Quién ignora lo que hacen los esposos entre sí con vistas a la procreación de los hijos y cuál es el objeto de celebrar las bodas con tanta pomposidad? Y, sin embargo, en el acto mismo de la generación no permiten que sean testigos ni los hijos, si tienen ya algunos. El conocimiento de esta acción recta ama de tal manera la luz de los ánimos, que rehuye la de los ojos. Y ¿de dónde nace esto sino de que lo naturalmente honesto va del brazo, aunque por pena con lo vergonzoso?

CAPITULO XIX. Los impulsos de la ira y de la liviandad se mueven tan viciosamente, que es necesario para moderarlos el freno de la razón

Los filósofos que se acercaron más a la verdad confesaron que la ira y el apetito sensual eran dos partes viciosas del alma, porque se mueven tan turbadamente y sin orden, aun en las cosas que la razón no prohíbe, que tienen necesidad del gobierno de la razón, la cual siendo, según dicen, la tercera parte del alma, está puesta en lugar preeminente para regir a aquellas dos partes, a fin de que, mandando la razón y obedeciendo la ira y la liviandad, pueda conservar el hombre en todas las partes de su alma la justicia.
Las citadas partes, pues que, según dichos filósofos, aun en el hombre sabio y templado son viciosas, para que la razón las refrene y desvíe, apartándolas de las cosas a que injustamente se mueven o las suelte para las que permite y concede la ley de la sabiduría, como es la ira para ejercer el justo castigo, y el apetito sexual para la propagación de la especie humana; las citadas partes, repito, no eran viciosas en el Paraíso antes del pecado, porque no se inclinaban a cosa contraria a la recta voluntad que exigiera contenerlas con el freno de la recta razón. El moverse ahora de modo que los que viven honesta, justa y santamente las gobiernan a veces con facilidad, y otras con dificultad las repriman y refrenen, no es, sin duda, salud propia de la naturaleza, sino enfermedad que procede de la culpa.
Si los actos que provienen de la ira y de los demás afectos (consistan en palabras o en obras) no procura la vergüenza encubrirlos y esconderlos, como hace con los qué proceden del apetito sensual, débese a que los miembros del cuerpo que se emplean en la ejecución de aquellos no dependen en sus movimientos de las pasiones, sino de la voluntad, que es quien los domina. Porque el que enojado y con cólera dice alguna palabra ofensiva o hiere a otro, no pudiera hacer tales cosas si la voluntad no moviera la lengua o las manos, miembros a quienes también mueve la voluntad, aun cuando no haya ira o cólera alguna.
Pero respecto de la pasión carnal, de tal manera está apoderado de ellos el apetito sensual, que sólo obedecen a la excitación de éste, sea espontánea o estimulada. Esto es lo que da vergüenza y lo que ruboriza a quien lo ve, y por ello prefiere el hombre, cuando se enoja injustamente con otro, que le miren cuantos quieran, a que le vea alguno cuando, conforme a la razón, condesciende con la pasión de la carne.

CAPITULO XX. De la vanísima torpeza de los cínicos

La antedicha razón no la tuvieron presente los filósofos caninos, es decir, los cínicos, al defender la opinión bestial encaminada a suprimir el pudor. El pudor natural, sin embargo, ha podido más que esta opinión. Porque aun cuando han escrito que hizo Diógenes con arrogancia, gloriándose de ello y pensando que sería su secta más famosa si quedara arraigada en la memoria de las gentes esta famosa desvergüenza suya, con todo, después desistieron de esto los cínicos, y más pudo en ellos la vergüenza y el respeto que mutuamente se deben los hombres, que el error y el disparate con que los hombres afectaban ser semejantes a los perros.
Ahora también vemos, filósofos cínicos, porque lo son todos los que no sólo visten el palio, sino llevan también su báculo; pero ninguno se atreve a hacer tal cosa, porque si alguno se atreviera, no diré que le apedrearan, sino que, por lo menos, a puro escupirle, le echaran del mundo.
Así pues, la naturaleza humana se avergüenza, y con razón, de este apetito torpe que sujeta la carne a su albedrío, apartándola de la jurisdicción de la voluntad, y esta desobediencia prueba claramente el pago que se dio a la desobediencia del primer hombre.

CAPITULO XXI. De la bendición que echó Dios al hombre antes del pecado para que creciese y se multiplicara, no destruida por la prevaricación

No creamos en manera alguna que los dos casados que estuvieron en el Paraíso habrían de cumplir por medio de este apetito sensual lo que en su bendición les dijo Dios: «»Creced y multiplicaos y henchid la tierra», porque este torpe apetito nació después del pecado, y después del pecado, la naturaleza, que no es dcshonesta, al perder la potestad y jurisdicción bajo la cual el cuerpo en todas sus partes le obedecía y servía, echó de ver este apetito, lo consideró, se avergonzó y lo cubrió.
Pero la bendición del matrimonio para que los casados creciesen, se multiplicaran y llenaran la tierra, aunque quedó también para los delincuentes, siendo anterior a su falta, quedó para que se conociese que la generación de los hijos es cosa que toca a la honra del matrimonio, y no a la pena del pecado.
Algunos que ignoran, sin duda, la felicidad que hubo en el Paraíso, creen que en él Adán y Eva no tuvieron hijos.
Otros no aceptan totalmente la Divina Escritura, donde se lee que, después del pecado, se avergonzaron de verse desnudos, y cómo infieles, se ríen de ella. Otros, aunque aceptan y honran la Escritura, no quieren, sin embargo, que se entienda la frase «creced y multiplicaos» en el sentido de la multiplicación de la carne, porque encuentran otra que se refiere a la multiplicación del espíritu: «Multiplicarás y acrecentarás en mi alma la virtud y fortaleza»; y en lo que continúa diciendo el Génesis: «Y henchid la tierra y sed señores de ella», entienden que la palabra tierra quiere decir el cuerpo que anima el, alma con su presencia, y le domina y sujeta cuando las virtudes se multiplican en ella. Pero añaden que los hijos carnales ni aun entonces los pudieron engendrar, como tampoco ahora pueden, sin el torpe apetito que nació, se vio, se confundió y se cubrió después del pecado; y que dentro del Paraíso no tuvieron hijos, sino fuera de él, como así sucedió; porque después que los echaron de allí los engendraron.

CAPITULO XXII. Cómo Dios ordenó y bendijo el matrimonio

Pero en manera alguna dudamos nosotros que el crecer y multiplicar y henchir la tierra conforme a la bendición de Dios es don del matrimonio que instituyó Dios desde el principio, antes del pecado, cuando crió al varón y la mujer, cuya diferencia clara y evidentemente se halla en la carne, pues a esta obra que hizo Dios fue a la que también echó su bendición, según dice la Escritura: «Hízolos Dios varón y mujer», e inmediatamente añade: «Y bendíjolos Dios, diciendo: creced y multiplicaos, y henchid la tierra, y sed señores de ella», etc.
Aunque todo esto pueda entenderse en un sentido espiritual, sin embargo, no puede decirse que las palabras varón y mujer deban aplicarse a dos cosas que se encuentran en un solo hombre, con pretexto de que dentro de él una cosa es la que gobierna y otra la gobernada; sino, como evidentemente se echa de ver en cuerpos de diferente sexo, los crió Dios, varón y mujer para que, engendrando hijos, creciesen y se multiplicasen y llenaran la tierra.
El empeño en contradecir sentido tan claro es grandísimo disparate; porque ni del espíritu que manda, ni de la carne que obedece, o del animal racional que rige y del apetito irracional que es regido, o de la virtud contemplativa, que es preeminente, y de la activa, que es inferior, o de la razón del alma y del sentido del cuerpo, sino claramente del vínculo del matrimonio a que se obliga y sujeta uno y otro sexo, hablaba el Señor cuando, preguntado si era lícito por cualquier causa despedir la mujer, porque Moisés, atendiendo a la dureza de corazón de los israelitas, les permitió repudiarla, contestó: «¿No habéis leído que el que los crió al principio los crió varón y mujer, y dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se juntará con su mujer, y los dos serán una misma carne? No son, pues, ya dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre.»
Es, pues, indudable que desde el principio fueron creados los dos sexos en dos seres distintos, como ahora existen, y que se les llama un solo hombre o por la unión del matrimonio o a causa del origen de la mujer, formada del costado del hombre; origen que aprovecha el Apóstol para recomendar que los hombres amen a sus mujeres.

CAPITULO XXIII. Si Adán y Eva hubiesen tenido hijos en el Paraíso, en el caso de no pecar

Los que defienden que Adán y Eva no engendraran hijos si no pecaran ¿defienden acaso otra cosa sino que, para aumentar el número de los santos, era necesario el pecado del hombre? Porque si no podían engendrar sino pecando, y si no engendraban quedaban solos, para que hubiese no ya dos hombres, sino muchos, era necesario el pecado. Imposible es defender este absurdo. ¿No es mejor creer que el número de los santos necesario para poblar aquella bienaventurada ciudad fuera tan grande, aunque nadie hubiese pecado, como lo es ahora que la gracia de Dios los elige entre la multitud de pecadores, mientras los hijos de este siglo son engendrados y engendran?
Así pues, si el primer matrimonio digno de la felicidad del Paraíso no hubiese pecado, tuviera descendencia digna de su amor, y no apetito que lo avergonzara.

CAPITULO XXIV. La voluntad y los órganos de la generación en el Paraíso

1. Allí el hombre seminaria y la mujer recibiría el semen cuando y cuanto fuere necesario, siendo los organos de la generación movidos por la voluntad, no excitados por la libido. Porque no movemos solamente a nuestro antojo los miembros articulados con huesos, como los pies, las manos y los dedos, sino también movemos los compuestos de nervios fláccidos agitándolos y los enderezamos encogiéndolos a nuestro capricho. Así hacemos con los miembros de la boca y de la cara, que los mueve la voluntad como le place. Los pulmones, que son las vísceras más blandas, exceptuadas las medulas, y por eso resguardadas por la caja torácica para respirar y aspirar y para emitir o modificar la voz, sirven como fuelles de órgano, a la voluntad del que sopla, respira, habla, grita o canta. Y no me detengo a decir que a algunos animales les es natural e innato mover, cuando sienten alguna molestia sobre el cuerpo, solamente la piel que cubre el lugar en que la sienten, y espantan con el temblor de su piel no sólo las moscas que se les posan encima, sino también los aguijones que les clavan. Y porque el hombre no pueda hacer esto, ¿hemos de decir que el Creador no pudo dar esa facultad a los vivientes que quiso? Luego al hombre le fue también posible tener sujetos los miembros inferiores, facultad que perdió por su desobediencia, ya que para Dios fue fácil crearlo de manera que los miembros de su carne, que ahora únicamente son movidos por la libido, los moviera sólo la voluntad.
2. Conocidas nos son las naturalezas de algunos hombres, distintas de los demás y admirables por lo raras, que hacen con su cuerpo a placer cosas que otros no pueden hacer y que, oídas, apenas las creen. Hay quienes mueven las dos orejas a la vez o por separado; y otros que, sin mover la cabeza, echan sobre su frente la cabellera y la retiran cuando les place. Hay otros que, comprimiendo un poco los diafragmas, sacan como de una bolsa lo que quieren de la infinidad y variedad de cosas que han engullido. Otros hay que imitan y expresan tan a la perfección el canto de las aves y las voces de las bestias y de otros hombres, que, sino se les ve, es imposible distinguirlos. No faltan algunos que, sin fetidez, emiten por el fondo sonidos tan armoniosos, que se diría que cantan por esa boca. Yo mismo he visto sudar a un hombre cuando quería, y a nadie se le oculta que hay algunos que lloran cuando quieren y se anegan en un mar de lágrimas. Pero es mucho más increíble un hecho sucedido hace poco y del que fueron testigos muchos hermanos nuestros. En una parroquia de la iglesia de Calama había un presbítero llamado Restituto, que, cuando le placía (solían pedir que hiciera esto quienes deseaban ser testigos presenciales de la maravilla), al oír voces que imitaban el lamento de un hombre, se enajenaba de sus sentidos y yacía tendido en tierra tan semejante a un muerto, que no sólo no sentía los toques y los pinchazos, sino que a veces era quemado con fuego sin sentir dolor, hasta más tarde y por efecto de la herida. Y prueba de que su cuerpo no se movía, no porque él lo aguantaba, sino porque no sentía, era que no daba señal alguna de respiración, como un muerto. Sin embargo, contaba después que, cuando hablaban más alto los concurrentes, oía voces como a lo lejos.
Si, pues, en la presente vida grávida de pesares por la carne corruptible, hay personas a las que obedece el cuerpo de modo maravilloso y extraordinario en muchas mociones y afecciones, ¿por qué no creemos que, antes de la desobediencia y de la corrupción, los miembros del hombre pudieron servir a la voluntad sin ninguna libido en lo relativo a la generación? El hombre fue abandonado a sí mismo porque abandonó a Dios, complaciéndose en sí mismo, y, no obedeciendo a Dios, no pudo obedecerse a sí mismo. Su más palmaria miseria procede de allí, y consiste en no vivir como quiere. Es cierto que, si viviera a su capricho, se juzgaría feliz; pero en realidad no lo sería si viviera torpemente.

CAPITULO XXV. De la verdadera bienaventuranza, la cual no se consigue en la vida temporal

Si lo consideramos con madura reflexión, ninguno sino el que es feliz vive como quiere, y ninguno es bienaventurado sino el justo; y ni aun el mismo justo vive como quiere, si no llega a donde nunca pueda morir, padecer engaño ni ofensa, y le conste y esté asegurado de que siempre sera así; porque esto lo apetece y desea la naturaleza, y no será perfectamente cumplida y bienaventurada si no es consiguiendo lo que apetece.
Mas ahora, ¿qué hombre hay que pueda vivir como quiere, cuando el mismo vivir no está en su mano? Porque él quiere vivir, y es indispensable que muera, ¿ha de vivir como quiera el que no vive todo lo que quiere? Y si quisiese morir, ¿cómo ha de vivir a su gusto el que no quiere vivir? Y si acaso quiere morir, no porque no quiere vivir, sino por vivir mejor después de la muerte, aun así no vive como quiere, sino cuando llegare, muriendo, a lo que quiere.
Pero demos que viva como quiere, porque se hizo fuerza y mandó a sí mismo el no querer lo que no puede y querer lo que puede, como lo dice Terencio: «Supuesto que no puedes hacer lo que quieres, ¿te importa querer lo que puedes?; ¿acaso será bienaventurado, porque con paciencia sufra su miseria? Porque la vida no es bienaventurada si no es la que se desea; y si se ama y posee, es necesario que se ame con mayor afecto que a todo lo demás, pues por ésta se debe desear todo lo demas que se ama; y si se ama tanto cuanto merece ser amada (pues no es bienaventurado el que no ama la vida bienaventurada, cual ella merece), no puede ser que el que así la ama no quiera que sea eterna. Luego será bienaventurada cuando fuere eterna.»

CAPITULO XXVI. Que se debe creer que la felicidad de los que vivían en el Paraíso pudo cumplir el débito matrimonial sin el apetito vergonzoso

Así que vivía el hombre en el Paraíso como quería, entretanto que quería lo que Dios mandaba; vivía gozando de Dios, con cuyo bien era bueno; vivía sin mengua o necesidad de cosa alguna, y así tenía en su potestad el poder vivir siempre. Abundaba la comida porque no tuviese hambre, la bebida porque no tuviese sed. Tenía a mano el árbol de la vida porque no le menoscabase la senectud, ni había género de corrupción en su cuerpo, ni por el cuerpo sentía alguna especie de molestia, no había enfermedad alguna, en lo interior ni en lo exterior tenía herida alguna, gozaba de perfecta salud en el cuerpo y de cumplida tranquilidad y paz en el alma; y así como en el Paraíso no hacía frío ni calor, así para los que en él vivían no había objeto que, por deseado o temido, alterase su buena voluntad. No había cosa melancólica y triste, nada vanamente alegre. El verdadero gozo se iba perpetuando con la asistencia de Dios, a quien amaban con ardiente caridad, con corazón puro, con ciencia buena y fe no fingida, y entre los casados se conservaba fielmente la sociedad indisoluble por medio del amor casto. Había una concorde vigilancia del alma y del cuerpo y una observancia exacta del divino precepto, sin fatiga. No existía cansancio que molestase al ocio, ni sueño que oprimiese contra la voluntad.
Donde había tanta comodidad en las cosas y tanta felicidad en los hombres, Dios nos libre de sospechar que no pudieron engendrar sus hijos sin intervención del torpe apetito.
Con todo eso, al sumo Dios todopoderoso y al Criador sumamente bueno de todas las naturalezas, que ayuda y remunera las buenas voluntades y da de mano y condena las malas, y ordena y dispone de las unas y de las otras, no le faltó traza y consejo como poder cumplir el número determinado de los ciudadanos que tenía él predestinado en su sabiduría para su ciudad, aun del linaje condenado de los hombres; no diferenciándolos por anteriores méritos, supuesto que toda la masa, como en raíz dañada y corrompida, quedó condenada, sino escogiéndolos con su gracia y mostrando a los libertados la merced que les hace, no sólo por el bien de la libertad propia, sino también por la miseria de los no libertados; pues conoce cada uno que ha escapado de los males por la bondad, no debida, sino graciosa, de Dios cuando se ve libre de la compañía de aquellas personas con quienes justamente pudiera padecer la pena. ¿Por qué, pues, no había de criar Dios a los que sabía que habían de pecar, pues podía manifestar en ellos y por ellos lo que merecía su culpa y lo que les concedía su gracia; y siendo El Criador y dispensador, el perverso desorden de los delincuentes no podía pervertir el orden recto del Universo?

CAPITULO XXVII. De los pecadores, así angeles como hombres, cuya perversidad no perturba a la Providencia divina

Por tanto, no pueden practicar acción alguna los pecadores, así los ángeles como los hombres, por la que puedan impedir «las obras grandes de Dios, cuya razón depende de sola su voluntad>, porque el que con su providencia y omnipotencia distribuye a cada cosa lo que le pertenece, no sólo sabe usar bien de los bienes, sino también de los males; y así, usando bien Dios del ángel malo, que por mérito de su primera voluntad mala se condenó, obstinó y endureció de manera que ya no puede tener buena voluntad, ¿por qué razón no había de permitir que tentara al primer hombre, a quien había criado recto, esto es, de buena voluntad? Supuesto que estaba ya dispuesto que si confiaba en la ayuda de Dios, el hombre bueno venciera al ángel malo; y si, agradándose a sí propio con soberbia, dejaba a Dios su Criador y auxiliador, había de ser vencido; teniendo el mérito bueno de la voluntad recta favorecida de Dios, y el malo en la voluntad perversa desamparando a Dios. Y aunque confiar en la ayuda de Dios no le era posible sin la ayuda de Dios, no por eso dejaba de estar en su potestad al apartarse, agradándose a sí propio de estos beneficios de la divina gracia.
Porque así como no está en nuestra mano el vivir en este cuerpo sin la ayuda de los elementos, y está en nuestra potestad no vivir en él, como lo hacen los que se matan, así no estaba en nuestra potestad el vivir bien en el cuerpo sin el favor de Dios, aun en el Paraíso, pero estaba en nuestra facultad el vivir mal, aunque con condición de que no había de permanecer la bienaventuranza, sino que había de sobrevenimos la condigna pena y castigo.
Pues no ignorando Dios esta caída que había de dar el hombre, ¿por qué motivo no le había de dejar tentar por la malicia del ángel envidioso? Y aunque en ningún modo estaba incierto de si había de ser vencido, con todo, preveía ya entonces que este mismo demonio seria vencido por la descendencia del hombre, ayudada de su gracia con mayor gloria de los santos; y así fue que ni a Dios se le escondió cosa alguna futura, ni por su presciencia compelió a pecar a nadie; y maniféstó con la experiencia a la criatura racional, angélica y humana, la diferencia que hay entre la propia presunción de cada uno y entre su defensa y amparo; porque ¿quién se atreverá a creer o decir que no estuvo en la potestad de Dios el que no cayese ni el ángel ni el hombre? Pero más quiso no quitar la libertad a su albedrío, manifestando de esta manera cuánto mal podía traer la soberbia de ellos, y cuánto bien su divina gracia.

CAPITULO XXVIII. De la calidad de las dos ciudades, terrena y celestial

Así que dos amores fundaron dos ciudades; es a saber: la terrena, el amor propio, hasta llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí propio. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el honor y gloria de los hombres, y la otra, estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia; aquélla, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza, y ésta dice a su Dios: «Vos sois mi gloria y el que ensalzáis mi cabeza»; aquélla reina en sus príncipes o en las naciones a quienes sujetó la ambición de reinar; en ésta unos a otros se sirven con caridad: los directores, aconsejando, y los súbditos, obedeciendo; aquélla, en sus poderosos, ama su propio poder; éstá dice a su Dios: «A vos, Señor, tengo de amar, que sois mi virtud y fortaleza»; y por eso, en aquélla, sus sabios, viviendo según el hombre, siguieron los bienes, o de su cuerpo, o de su alma, o los de ambos; y los que pudieron conocer a Dios «no le dieron la gloria como a Dios, ni le fueron, agradecidos, sino que dieron en vanidad con sus imaginaciones y discursos, y quedó en tinieblas su necio corazón; porque, teniéndose por sabios, quedaron tan ignorantes, que trocaron y transfirieron la gloria que se debía a Dios eterno e incorruptible por la semejanza de alguna imagen, no sólo de hombre corruptible, sino también de aves, de bestias y de serpientes»; porque la adoración de tales imágenes y simulacros, o ellos fueron los que la enseñaron a las gentes, o ellos mismos siguieron e imitaron a otros, «y adoraron y sirvieron antes a la criatura que al Criador, que es bendito por los siglos de los siglos». Pero en esta ciudad no hay otra sabiduría humana sino la verdadera piedad y religión con que rectamente se adora al verdadero Dios, esperando por medio de la amable compañía de los santos no sólo de los hombres, sino también de los ángeles, «que sea Dios todo en todos».