Libro Quinto.

El Hado y la Providencia Divina



PROEMIO
CAPITULO PRIMERO. Que la felicidad del imperio romano y de todos los reinos no es casual ni debida a la posición de las estrellas.
CAPITULO II. De la disposición semejante y desemejante de dos mellizos
CAPITULO III. Del argumento que Nigidio, astrólogo, tomó de la rueda del ollero en la cuestión de los gemelos.
CAPITULO IV. De tos hermanos gemelos Esaú y Jacob, y de la diferencia tan grande que hubo, entre ellos en sus costumbres y acciones
CAPITULO V. Cómo se, convence a los astrólogos de la vanidad de su ciencia
CAPITULO VI. Los mellizos de distinto sexo
CAPITULO VII. De la elección del día para tomar mujer o para plantar o sembrar alguna semilla en el campo
CAPITULO VIII. De los que entienden por hado, no la posición de los astros, sino la trabazón de las causas que penden de la voluntad divina
CAPITULO IX. De la presciencia de Dios y de la libre voluntad del hombre contra la definición de Cicerón
CAPITULO X. Si domina alguna necesidad en las voluntades de los hombres
CAPITULO XI. De la providencia universal de Dios, debajo de cuyas leyes está todo
CAPITULO XII. Cuáles fueron las costumbres de los antiguos romanos con que merecieron que el verdadero Dios, aunque no le adorasen, les acrecentase su imperio
CAPITULO XIII. Del amor de la alabanza que, aunque es vicio se le tiene por virtud, porque por el cohíbense mayores vicios
CAPITULO XIV. De cómo se debe cercenar el deseo de la humana alabanza, porque toda la honra y gloria de los justos está puesta en Dios
CAPITULO XV. Del premio temporal con que pagó Dios las costumbres de los romanos
CAPITULO XVI. Del premio de los ciudadanos santos de la Ciudad Eterna, a quienes pueden aprovechar los ejemplos de Las virtudes de los romanos
CAPITULO XVII. Qué fruto sacaron los romanos con La guerra y cuánto hicieron a los que vencieron
CAPITULO XVIII. Cuán ajenos de vanagloria deban estar los cristianos, si hicieren alguna loable acción por el amor de la eterna patria, habiendo hecho tanto Ios romanos por La gloria humana y por la ciudad eterna
CAPITULO XIX. De La diferencia que hay entre el deseo de gloria y el deseo de dominar
CAPITULO XX. Que tan torpemente sirven las virtudes a la gloria humana como al deleite del cuerpo
CAPITULO XXI. Que la disposición del Imperio romano fue por mano del verdadero Dios, de quien dimana toda potestad, y con cuya providencia se gobierna todo
CAPITULO XXII. Que los tiempos y sucesos de las guerras penden de la voluntad de Dios
CAPITULO XXIII. De la guerra en que Radagaiso, rey de los godos, que adoraba a los demonios, en un día fue vencido con su poderoso ejército
CAPITULO XXIV. Cuán verdadera y grande sea la felicidad de los emperadores cristianos
CAPITULO XXV. De las prosperidades que Dios dio al cristiano emperador Constantino
CAPITULO XXVI. De la fe y, religión del emperador Teodosio


PROEMIO

Puesto que consta que el colmo de todo cuanto debe desearse es la felicidad cual no es diosa, sino don particular de Dios, y que por eso los los hombres no deben adorar otro dios, sino sólo al que puede hacerles felices, por cuyo motivo, si ésta fuera diosa, con razón se diría que a ella sola se debía tributar culto; veamos ya, según estos principios, por qué razón Dios, que puede dar los bienes que pueden gozar también los que no son buenos, y por el mismo caso los que no son felices, quiso que él Imperio romano fuese tan dilatado y que durase por tanto tiempo. Supuesto, pues, que esta tan admirable resolución no la causó la muchedumbre de dioses falsos que ellos adoraban, y basta por ahora lo que hemos ya referido acerca de ella; después diremos más donde nos pareciere a propósito.

CAPITULO PRIMERO

Que la felicidad del imperio romano y de todos los reinos no es casual ni debida a la posición de las estrellas.

La causa, pues, de la grandeza y amplificación del Imperio romano no es fortuita ni fatal, según el sentir de los que afirman que las cosas fortuitas son las que, o no reconocen causa alguna, o suceden sin algún orden razonable, y las fatales, las que acontecen por la necesidad de cierto orden y contra la voluntad de Dios y de los hombres. Sin duda alguna, que la Divina providencia es la que funda los reinos de la tierra; y si ningún entusiasta atribuye su erección al hado, fundado en que por el nombre de hado se entiende la misma voluntad o poder de Dios, siga su opinión y refrene la lengua y este tal ¿por qué no dirá al principio lo que ha de decir al fin cuando le preguntaren qué entiende por hado? Porque cuando lo oyen los hombres, según el común modo de hablar, no entienden por esta voz sino la fuerza de la constitución de las estrellas, calculada según el estado en que se hallan cuando uno nace o es concebido; cuya operación intentan varios eximir de la voluntad de Dios; aunque otros quiéren que este efecto dependa asimismo de ella; pero a los que son de opinión que sin la voluntad de Dios las estrellas decretan lo que hemos de practicar lo que tenemos de bueno o padecemos de malo, no hay motivo para que les den oídos ni crédito, no sólo los que profesan la verdadera religión, sino los que siguen el culto de cualesquiera dioses, aunque falsos; porque esta opinión errónea ¿qué otra cosa hace que persuadir que, de ningún modo se adore a dios alguno, ni se le haga oración? Contra éstos, al presente, no disputamos, sino contra los que contradicen a la religión cristiana en defensa de los que ellos tienen por dioses; pero los que se persuaden estar dependiente de la voluntad de Dios la constitución de las estrellas, que en alguna manera decretan o fallan cuál es cada uno y lo que le sucede de bueno y de malo, si juzgan que las estrellas tienen este poder recibido del supremo poder de Dios, de modo que determinen voluntariamente estos efectos, hacen grande injuria al Cielo, en cuyo clarísimo consejo (digámoslo así) e ilustrísima corte, piensan que se decretan las maldades que se han de perpetrar por los malvados: que si tales las acordara alguna ciudad de la tierra por decreto de los hombres, debiera ser destruida y asolad ¿Y qué imperio y jurisdicción le queda después a Dios sobre las acciones de los hombres si las atribuyen a la necesidad del Cielo, o, por mejor decir, a la fatal constelación de los astros, siendo este gran Dios el Señor absoluto y Criador de los hombres y de las estrellas? Si dicen que, las estrellas no decretan estos sucesos a su albedrío, aunque hayan obtenido facultad del sumo Dios, sino que en causar tales necesidades cumplen puntualmente sus mandatos, ¿es posible que hemos de sentir de Dios lo que nos pareció impropio sentir de la voluntad de las estrellas? Si instan, diciendo que las estrellas significan los futuros contingentes, pero que no los ejecutan, de modo que aquella constitución sea como una voz que anuncia lo que está por venir, mas que no sea causa de ello (porque esta opinión fue de algunos filósofos bastante ignorantes), no suelen explicarse así los matemáticos, de forma que digan de esta manera: «Marte, puesto en tal disposición, anuncia un homicidio»; sino que dicen: «Hace un homicida»; pero aun cuando concedamos que no se expresan como deben, y que es necesario tomen de los filósofos la regla de cómo han de hablar para pronosticar lo que piensan que alcanzan para la constitución de las estrellas; ¿qué arcano tan profundo o dificultad tan intrincada es ésta, que jamás pudieron dar la razón por qué en la vida de los mellizos nacidos de un parto, en sus acciones, sucesos, profesiones, artes, oficios, en todo lo demás que toca a la vida humana y
en la misma muerte hay por la mayor parte tanta diferencia, que les son más parecidos y semejantes en cuanto a estas cualidades muchos extraños que, los mismos mellizos, entre sí, a quienes, al nacer, los dividió un corto espacio de tiempo, y al ser concebidos con un mismo acto, y aun en un mismo movimiento, los engendraron sus padres?

CAPITULO II

De la disposición semejante y desemejante de dos mellizos

Refiere Cicerón que Hipócrates, insigne médico, escribe que, habiendo caído enfermos dos hermanos a un mismo tiempo, viendo que su enfermedad en un mismo instante crecía y en el mismo declinaba, sospechó que eran gemelos, de quienes el estoico Posidonio, aficionado en extremo a la Astrología, solía decir que habían nacido bajo una misma constelación, que en la misma fueron concebidos, de modo que lo que el médico decía pertenecía a la correspondencia o semejanza que tenían entre si por su disposición física, el filósofo astrólogo lo atribuía a la influencia y constitución de las estrellas que se reconoció al tiempo que nacieron y fueron concebidos. En este punto es mucho más creíble y común la conjetura de los médicos, pues conforme a la disposición corporal que tenían los padres, pudieron disponerse los primeros materiales de la generación, de modo que, recibiendo el cuerpo de la madre los mismos principios nutritivos, naciesen los hijos de igual disposición, fuera buena o mala; después, criándose en una misma casa, con unos propios alimentos, sobre cuyas circunstancias dicen los médicos que el aire, el sitio del lugar y la naturaleza de las aguas pueden mucho para preparar bien o mal el cuerpo y acostumbrándose también a unos mismos ejercicios, es natural tuviesen los cuerpos tan semejantes, que de un mismo modo se dispusieran para estar enfermos a un tiempo, y por unas mismas causas; pero querer atribuir la igualdad y semejanza de esta enfermedad a la disposición del cielo y de las estrellas que se observó cuando los engendraron o cuando nacieron, siendo muy posible que se concibiesen y naciesen tantos de diverso género y de diferentes afectos y sucesos en un mismo tiempo, en una misma región y tierra colocada bajo un mismo cielo y clima, no sé si puede darse mayor temeridad; aunque en este país hemos conocido mellizos que han tenido no sólo diferentes acciones y peregrinaciones, sino que han padecido diferentes enfermedades; de lo cual, en mi sentir, pudiera dar fácilmente la causa Hipócrates, diciendo que con el uso de diferentes alimentos y ejercicios que proceden, no de la templanza del cuerpo, sino de la voluntad del ánimo, les pudo suceder tener diferentes disposiciones; y seria harto maravilloso que en este caso Posidonio o cualquier otro defensor del hado o influencia de las estrellas pudiera hallar qué replicar, a no ser queriendo trastornar los juicios de los ignorantes con fenómenos raros que no saben ni entienden; pues los que intentan persuadir, computando el pequeño espacio que tuvieron entre si los mellizos mientras nacieron con respecto a la partícula del cielo, donde se coloca la nota de la hora que llaman horóscopo, o no puede el signo tanto cuanta es la diversidad que hay en las voluntades, acciones, costumbres y sucesos de los gemelos, o pueden aún más estas cualidades que la misma bajeza o nobleza del linaje de los mellizos, cuya mayor diversidad no la calculan, sino la hora en que cada uno nace; y por consiguiente, si tan presto viene a nacer uno como otro permaneciendo en igual grado la misma parte o punto del horóscopo, luego deberán ser del todo semejantes o iguales en sus propiedades, lo cual es imposible hallarse en ningunos mellizos. Y si la dilación del segundo en el nacimiento muda el horóscopo, luego los padres serán diferentes, cuya circunstancia no puede verificarse en los mellizos.

CAPITULO III

Del argumento que Nigidio, astrólogo, tomó de la rueda del ollero en la cuestión de los gemelos.

Así que en vano se alega en comprobación de esta doctrina aquella famosa invención de la rueda del ollero, de la cual refieren se valió Nigidio para responder hallándose atajado en esta cuestión, por lo cual le vinieron a llamar Fígulo, pues habiendo impelido y sacudido con toda su fuerza a la rueda, corriendo ésta la señaló con suma presteza, como si fuera en un determinado paraje de ella, con tinta dos veces; después, parando la rueda, hallaron los dos puntos que había señalado en las extremidades de ella no poco distantes entre sí; «del mismo modo, dice, siendo tan imperceptible la velocidad con que se mueve el cielo, aunque uno tras otro nazca con tanta presteza con cuanta yo herí dos veces la rueda, es mucho mayor la ligereza del cielo en su curso; de este principio, prosigue, dimanan todas las diferencias tan singulares que refieren hay en las costumbres y sucesos de los mellizos». Esta ficción es más frágil que las mismas ollas que se forjan con las vueltas de aquella rueda, porque si tanto importa en el cielo (lo que no puede comprenderse en las constelaciones) que a uno de los gemelos le venga la herencia y al otro no, ¿cómo se atreven a los que no son mellizos (examinando sus constelaciones) a pronosticarles sucesos que pertenecen a aquel secreto que nadie puede comprender, notándolos y atribuyéndolos a los puntos y momentos en que nacen las criaturas? Y si estos acaecimientos los pronostican en los nacimientos de los otros porque conciernen a espacios y tiempos más largos, aquellos puntos y momentos de partes tan menudas que pueden tener entre sí los gemelos cuando nacen, atribuyéndose a cosas mínimas, sobre que no se suele consultar a los astrólogos (porque quién ha de preguntar cuándo se sienta uno, cuándo se posea o cuándo come), ¿por ventura diremos esto cuando en las, costumbres, acciones y sucesos de los mellizos hallamos tantas y tan diferentes propiedades?

CAPITULO IV

De tos hermanos gemelos Esaú y Jacob, y de la diferencia tan grande que hubo, entre ellos en sus costumbres y acciones

Nacieron dos gemelos en tiempo de los antiguos padres (por hablar de los más insignes), de tal suerte en uno tras el otro, que el segundo tuvo asida la planta del pie del primero. Hubo tanta diversidad en su vida y costumbres, tanta desigualdad en sus acciones y tanta diferencia en el amor de sus padres, que esta distancia les hizo entre sí enemigos. ¿Acaso refieren las historias esta particularidad de que andando el uno el otro estaba sentado, durmiendo el uno el otro velaba, y hablando el uno el otro callaba, todo lo cual pertenece a aquellas menudencias que no pueden comprender los que describen la constitución de las estrellas, bajo cuyos auspicios nace cada uno, para que en su vista puedan consultar a los matemáticos? El uno pasó su vida sirviendo a sueldo, el otro no sirvió; el uno era amado de su madre, el otro no lo era; el uno perdió la dignidad que entre ellos era tenida en mucho aprecio, y el otro la alcanzó; ¿pues qué diré de la diversidad que hubo en sus mujeres, hijos y hacienda?
Y si estas cosas se dicen porque se atiende no a las diferencias pequeñísimas de tiempo que hay entre los mellizos; sino a espacios de tiempo más considerables, ¿a qué viene la rueda del ollero, sino para que a los hombres que tienen el corazón de barro los tenga al retortero, para que no queden en mal lugar las vanidades de los matemáticos?

CAPITULO V

Cómo se, convence a los astrólogos de la vanidad de su ciencia

¿Y qué practican, finalmente, aquellos mismos cuya enfermedad, porque a un mismo tiempo crecía y declinaba, Hipócrates, mirándolo como médico, sospechó que eran gemelos? ¿Por ventura no es argumento suficiente contra los que quieren atribuir a las estrellas lo que procedía de una misma templanza y disposición física de los cuerpos? Pregunto: ¿por qué de una misma manera y a un mismo tiempo no enfermaban el uno tras el otro, como habían nacido, pues seguramente no pudieron nacer ambos juntamente? Y si no fue de momento para que cayeran enfermos en diferentes tiempos el haber nacido en distintas estaciones, ¿por qué pretenden que vale para la diferencia de las otras propiedades la diferencia del tiempo en que nacen?
Pregunto asimismo: ¿por qué pudieron peregrinar en diferentes tiempos, y en diferentes tiempos casarse, engendrar hijos y no pudieron por la misma causa enfermar también en diferentes tiempos? Porque si la desigualdad y dilación en el nacer mudó el horóscopo y causó desproporción y diferencia en las demás cualidades, ¿por qué razón perseveró en las enfermedades lo que tenían los que fueron concebidos con igualdad a un mismo tiempo? Y si la suerte o hado de la buena o mala disposición consiste en la concepción, y la de los demás sucesos en el nacimiento, no debieran vaticinar nada acerca de la salud, mirando las constelaciones del nacimiento, supuesto que no pueden observar la hora de la concepción. Y si vaticinan las enfermedades sin examinar el horóscopo de la concepción, ¿por qué las significan los puntos y momentos en que nacen? Pregunto: ¿cómo podrían pronosticar a cualquiera de aquellos mellizos, observando la hora de su nacimiento, cuándo habla de estar enfermo, si el
otro que no nació en la misma hora necesariamente había de enfermar a un mismo tiempo? Pregunto más: si hay tanta distancia de tiempo en el nacimiento de los mellizos, que por ello sea preciso sucederles diferentes constelaciones por el horóscopo diferente, y por esto resultan distintos todos los ángulos cárdines, a los cuales atribuyen un influjo tan particular, que de ellos quieren procedan diferentes hados y suertes, ¿por dónde pudo suceder esto, pues la concepción de ellos no pudo ser en diferente tiempo? Y si dos concebidos en un mismo momento pudieran tener diferentes hados para nacer, ¿por qué otros dos que nacieron en un mismo instante de tiempo no pueden tener diferentes hados para vivir y morir? Pues si un mismo momento en que ambos fueron concebidos no impidió que naciese el uno primero y el otro después, ¿por qué causa, si nacen dos en un momento, ha de haber algún motivo que impida que muera el uno primero y el otro después? Si un momento en la concepción causa el que los gemelos tengan diferentes suertes hasta en el vientre de su madre, ¿por qué un instante en el nacimiento no motivará que otros dos cualesquiera tengan diferentes suertes en la tierra, y así se quiten todas las ficciones de esta arte, o, mejor decir, vanidad? ¿Qué misterio se encierra en que los concebidos eh un mismo tiempo, en un mismo momento, debajo, de una misma porción del cielo, tengan diferentes suertes, que los impelan a nacer en diferente hora, y que dos nacidos igualmente de dos madres en un momento de tiempo, debajo de una misma constelación del cielo, no pueden tener diferentes suertes que los traigan a diferente necesidad de vivir o de morir? ¿Acaso los concebidos no participan de la influencia de los hados sino cuando llega el momento de nacer? ¿Cómo, pues, aseguran que si se halla la hora de la concepción pueden adivinar muchas maravillas? ¿Y cómo defienden también algunos que un sabio escogió la hora en que se había de juntar con su esposa, y mediante una lección tan prudente logró engendrar un hermoso y perfecto hijo? ¿Cómo, finalmente, decía Posidonio, aquel grande astrólogo y filósofo, de los dos gemelos, que la causa de haber enfermado en un mismo tiempo consistió en que nacieron en un mismo momento, y en uno mismo fueron concebidos? Sin duda, parece, añadió la concepción, porque no le dijesen que
no pudieron nacer precisamente en un mismo tiempo lo que era notorio fueron concebidos en un mismo momento, y por no atribuir la particularidad de haber enfermado de un mismo mal y a un mismo tiempo a la igual templanza o disposición del cuerpo; antes más bien, por imputar y hacer dependiente de las estrellas aquella misma igualdad y semejanza de enfermedad. Y si tanto
puede para la igualdad de los hados la concepción, no se habían de mudar estos mismos hados con el nacimiento, o si se inmutan los hados de los gemelos porque nacen en diferentes tiempos, ¿por qué no hemos de imaginar con más justa causa que ya se habían mudado para que naciesen en diferentes tiempos? ¡Que no pueda la voluntad de los vivos mudar los hados del nacimiento, pudiendo el orden de hacer mudar los hados de la concepción, es admirable, sin duda!

CAPITULO VI

Los mellizos de distinto sexo

Además, en las concepciones de los mielgos que han tenido lugar en el mismo momento, ¿de dónde procede que bajo una misma constelación fatal se conciba uno varón, y otra, hembra? Conocemos gemelos de distinto sexo. Ambos viven aún, ambos están aún en la flor de la edad. Aunque ellos tienen rasgos corporales semejantes entre sí, cuanto es posible entre seres de diferente sexo, con todo, en el comportamiento y tren de vida son tan dispares, que, fuera de las acciones femeninas, que necesariamente se han de diferenciar de las viriles, él milita en el oficio de conde y casi siempre está de viaje fuera de casa, y ella no se separa del suelo patrio y del propio campo. Más aún (cosa más increíble si se da fe a los hados de los astros, y no extraña si se consideran las voluntades de los hombres y los dones de Dios), él es casado y ella virgen consagrada a Dios; él, padre de muchos hijos; ella ni se casó siquiera. ¿Todavía es grande el poder del horóscopo? Sobre cuánta sea su vacuidad, ya diserté bastante.
Pero, cualquiera que sea, dicen que influye en el nacimiento. ¿Acaso también en la concepción, donde es manifiesto que hay un solo ayuntamiento carnal? Y es tal el orden de la naturaleza; que, en concibiendo una vez la mujer, no puede concebir después otro. De donde resulta necesariamente que los mellizos son concebidos en el mismo momento. ¿Acaso, porque nacieron bajo diverso horóscopo, se cambió, al nacer, a aquél en varón y a ésta en hembra? Puede, pues sostenerse no de todo punto absurdamente que ciertos influjos sidéreos valen para solas las diferencias corporales, como vemos también variar los tiempos del año en las salidas y puestas del sol y aumentarse y disminuirse algunas cosas con los crecientes y menguantes de la luna, como los erizos, las conchas y los admirables oleajes del océano, y que las voluntades de los hombres no se subordinan a las
posiciones de los astros. El que éstos ahora se esfuercen por hacer depender de ellas nuestros actos, nos previene para que investiguemos cómo esta su razón no puede probarse ni aun en los cuerpos. ¿Qué hay tan concerniente al cuerpo como el sexo? Y, sin embargo, bajo la misma posición de los astros pudieron concebirse mellizos de distinto sexo. Por tanto, ¿qué mayor disparate puede decirse o imaginarse que pensar que la posición sideral, que fue una misma para la concepción de ambos, no pudo hacer que, con quien tenía una misma constelación, no tuviera sexo distinto, y pensar que la posición sideral que presidía
la hora del nacimiento pudo hacer que discrepara tanto de él por la santidad virginal?

CAPITULO VII

De la elección del día para tomar mujer o para plantar o sembrar alguna semilla en el campo

¿Quién ha de poder sufrir el oír que con hacer elección de ciertos días procuran formar con sus acciones unos nuevos hados? En efecto; no tuvo otro tal felicidad que lograse tener un hijo admirable; antes, por el contrario, supo le había de engendrar soez y despreciable, y por eso el hombre docto escogió hora determinada; luego hizo el hado que no tenía, por el mismo hecho comenzó a ser fatal, lo que no fue en su nacimiento. ¡Oh estupidez singular! Hacerse elección del día para tomar mujer, porque de no hacerlo así hubiera podido suceder en fecha no propicia ¿Dónde está, pues, lo que decretaron las estrellas cuando nació? Puede, acaso, el hombre mudar con la elección del día lo que le estaba ya decretado, y aquello que él determinó con la elección del día ¿no lo podrá mudar otra potestad? Mas si los hombres solos, y no todos los entes que están colocados debajo del cielo, están sujetos a las constelaciones, ¿por qué escogen días acomodados para plantar viñas, árboles o mieses, y otros para domar el ganado o para echar los machos a las hembras, para que se multipliquen las yeguas o los bueyes, y todo lo que es de esta clase? Y si las elecciones de los días valen para estos ejercicios por causa de que la posición de las estrellas domina
sobre todos los cuerpos terrenos animados o inanimados, según la diversidad de los momentos de los tiempos, consideren cuán innumerables son las producciones que debajo de un mismo punto de tiempo nacen o salen de la tierra o empiezan a crecer, y, con todo, tienen tan diferentes fines, que a cualquier niño le obligan a que se ría y mofe de estas observaciones; porque ¿quién hay tan falto de juicio que se atreva a decir que todos los árboles, todas las plantas y hierbas, todas las bestias, reptiles, aves, peces, gusanillos e insectos participan, cada uno respectivamente, de diferentes momentos en su nacimiento? Con todo, suelen algunos, para experimentar la pericia de los astrólogos, representarles las constelaciones de algunos animales brutos, cuyos nacimientos han observado diligentemente en su casa para este efecto, y reputan por excelentes astrólogos a los que, habiendo visto las constelaciones, responden que no nació hombre, sino alguna bestia, atreviéndose a decir igualmente la calidad de la bestia, si es a propósito y acomodada para la lana, para carga, para el arado o para la custodia de la casa; y porque tienen su sabiduría hasta en los hados de los perros, responden a todo con grande aclamación de los que se admiran de su vana ciencia; tan necios proceden los hombres, que imaginan que cuando nace el hombre se impiden los demás nacimientos de las cosas naturales, de manera que debajo de una misma región del cielo, no nazca con él ni una mosca; pero si admiten el argumento, éste, paso a paso y poco a poco, los hace ir de las moscas a los camellos y elefantes. Tampoco quieren advertir que haciendo elección del día para sembrar el campo, la grande muchedumbre de granos que cae juntamente en el suelo, juntamente nace, y, nacida, espiga, grana y blanquea; y con todo, entre ellas, a unas mismas espigas, que son de un mismo tiempo que las otras, sembradas, nacidas y criadas juntas, las destruye la niebla, a otras las consumen las aves y a otras las arrancan los hombres. ¿Cómo han de decir que tuvieron diferentes constelaciones estas semillas, que ven tienen tan diferentes fines? Por ventura, ¿se avergonzarán y dejarán de elegir días para estas investigaciones, y negarán que no pertenecen a los decretos del cielo, y sólo sujetarán al imperio de las estrellas al hombre, a quien sólo en la tierra dio Dios voluntad libre? Considerando todas estas justas reflexiones con la meditación debida, no sin razón se cree que cuando los astrólogos ,admirablemente pronostican muchos sucesos que salen verdaderos, esto sucede por oculto instinto de los espíritus no buenos, a cuyo cargo está el plantar y establecer en los hombres estas falsas y dañosas opiniones de los hados o influjos de las estrellas, y no por algún arte que observa y nota el horóscopo, porque no le hay.

CAPITULO VIII

De los que entienden por hado, no la posición de los astros, sino la trabazón de las causas que penden de la voluntad divina

Pero los que entienden por nombre de hado, no la constitución de los astros tomo se halla cuando se engendra, o nace, o crece alguna especie, sino la trabazón y orden de todas las causas con que se hace todo lo que se hace, no hay razón para que nosotros nos cansemos ni porfiemos obstinadamente con ellos sobre la cuestión del nombre, supuesto que el mismo orden y trabazón de las causas la atribuyen a la voluntad y potestad del Dios sumo, de quien se cree con realidad y verdad que sabe todas las cosas antes que se hagan, y que no deja alguna sin orden: de quien dependen todas las potestades, aunque no dependen de él todas las voluntades; que llamen estos hados con especialidad a la misma voluntad del sumo Dios, cuyo poder sin resistencia se difunde por todo lo criado, se prueba con estos versos, que son, si no me engaño, de Séneca «Llévame, Sumo Padre y Señor del alto Cielo, adonde quiera que quisieres; obedeceré sin dilación alguna. Ved aquí, en resumen, que, supuesto el caso que no quiera, he de seguirte, aunque no quiera, y haré, por fuerza, siendo malo, lo que pude hacer de grado siendo bueno. Al que quiere llévanle suavemente los hados, y al que no quiere, por fuerza.» Así que con este último verso, evidentemente llamó hados a la que había llamado voluntad del Sumo Padre, a quien dice que está dispuesto a obedecer, para que queriéndolo le lleven de grado y suavemente, y no queriendo no le llevan por fuerza; porque, en efecto, al que quiere le llevan suavemente los hados, y al que se resiste, por fuerza. Apoyan también esta sentencia aquellos versos de Homero que Cicerón puso en el idioma latino, y dicen: «Tales son las voluntades de los hombres, cuales son las influencias que al mismo padre Júpiter le parece enviar sobre la tierra.» Y aunque fuera de poca autoridad en esta cuestión el parecer del poeta, mas porque dice que los estoicos (que son los que defienden la fuerza del hado) suelen citar estos versos de Homero, no se trata ya de la opinión del Poeta, sino de la de estos filósofos, ya que con estos versos que citan en la materia, que tratan del hado manifiestamente, declaran qué es lo que sienten que es hado, supuesto que le llaman Júpiter, el cual piensan y entienden que es
el sumo Dios, de quien dicen que depende la trabazón de los hados.

CAPITULO IX

De la presciencia de Dios y de la libre voluntad del hombre contra la definición de Cicerón

A estos filósofos de tal modo procura refutar Cicerón, que le parece no ser bastante poderoso contra ellos si no es quitando la adivinación, la cual procura destruir, diciendo que no hay ciencia de las cosas futuras, y ésta pretende probar con todas sus fuerzas intelectuales que es del todo ninguna, así en Dios como en los hombres; que no hay predicción o profecía de ningún futuro; niega, por consiguiente, la presciencia de Dios, procura enervar, desautorizar y dar por el suelo con vanos y lisonjeros argumentos todas las profecías más claras que la luz; y opóniéndose a sí mismo algunos oráculos, a que fácilmente se puede a satisfacción; no obstante, cuando refuta estas conjeturas de los matemáticos de contestar, con todo, tampoco triunfa su elocuencia, porque realmente ellas son tales, que mutuamente se destruyen y confunden. Con todo eso, son mucho más
tolerables aún los que opinan ser infalibles los hados de las estrellas que Cicerón, que quita la presciencia de las cosas futuras; porque confesar que hay Dios y negar que sepa lo venidero es caer en un claro desvarío, lo cual, advertido por este elocuente orador, procuró asimismo establecer como inconcuso aquel verdadero axioma que se halla en la Escritura: «Dijo el necio en su corazón: no hay Dios»; aunque no en su nombre. Porque echó de ver cuan odioso y grave problema era éste; y por lo mismo, aunque procuró disputase Cota, apoyando la hipótesis contra los estoicos en los libros de la naturaleza de los dioses; con todo, quiso más declararse en favor de Lucio Balbo, a quien persuadió defendiese el sistema de los estoicos, que por Cota, que pretende establecer como principio innegable que no hay naturaleza alguna divina;. pero en los libros de Divinationes, hablando él mismo, refute claramente la presciencia de los futuros, todo lo cual parece lo hace por no conceder que hay hado, y echar por tierra la libertad de la voluntad o libre albedrío; pues estaba imbuido en el error de que concediendo la ciencia de lo venidero se seguía necesariamente conceder la influencia del hado, de forma que en ningún modo se pudiera negar; mas como quiera que sean las prolijas y perplejas disputas y conferencias de los filósofos, nosotros, así como confesamos que hay un sumo y verdadero Dios, así también confesamos su voluntad divina, sumo poder y presciencia; y no por eso tememos que hacemos involuntariamente lo que practicamos con libre voluntad, porque sabía ya que lo habíamos de ejecutar Aquel cuya presciencia es infalible. Esta justa repulsa temió Cicerón por el mismo hecho de combatir la presciencia, y los estoicos igualmente, por no verse precisados a confesar sinceramente ni decir que todas las cosas se hacían necesariamente, no obstante que al mismo tiempo sostenían que todas se hacían por el hado. Pero con especialidad, ¿qué fue lo que temió Cicerón en la presciencia de los futuros para que así procurase derribarla y destruirla con un raciocinio tan impío? Es, a saber, porque si se saben todas las cosas venideras, con el mismo orden que se sabe sucederán han de acontecer; y si han de acontecer con este orden, Dios, que lo sabe, ab aeterno, observa cierto y determinado orden; y si hay cierto orden en las cosas, necesariamente le hay también en las causas, ya que no puede ejecutarse operación alguna a que no preceda la causa eficiente, y si hay cierto orden de causas con que se efectúa todo cuanto se hace, «con el hado», dice, se hacen todas las cosas que se hacen, lo cual, si fuese cierto, nada está en nuestra potestad, y no hay libre albedrío en la voluntad; y si esto lo concedemos, prosigue, todas las acciones de la vida humana van por el suelo. En vano se promulgan leyes, en vano se aplican reprensiones, elogios, ignominias y exhortaciones, y sin justicia se prometen premios a los buenos y penas a los malos. Por este motivo, para que no se sigan estas consecuencias tan temerarias, funestas y perniciosas a las cosas humanas, no consiente que haya presciencia de los futuros, reduciendo Cicerón, y poniendo a un hombre Pío y temeroso de Dios en la estrechez de elegir una de dos vías: o que hay alguna acción dependiente de nuestra voluntad, o que hay presciencia de lo venidero; pues le parece que ambas posiciones no pueden ser ciertas, sino que si se concede la una se debe negar la otra; que si escogemos la presciencia de los futuros, quitamos el libre albedrío de la voluntad, y si elegimos éste, quitamos la presciencia del porvenir. El, pues, como varón tan docto y científico, atendiendo mucho y con mucha discreción y pericia a todo lo que toca a la vida humana, entre estos dos
extremos escogió por más adecuado el libre albedrío de la voluntad, y para confirmarle y establecerle con solidez niega la presciencia de los futuros; y así, queriendo hacer a los hombres Iibres, los hace sacrílegos; pero un corazón piadoso y temeroso de Dios hace elección de lo uno y de lo otro. «Y ¿cómo es posible esto?, dice; porque si hay presciencia de lo venidero, síganse todas aquellas consecuencias que están entre sí trabadas, hasta que lleguemos al extremo de confesar que no hay acción alguna dependiente de nuestra voluntad, y si alguna depende de nuestra voluntad, por lo mismos grados llegamos a conocer que no hay presciencia de los futuros, porque por todas ellas volveremos a raciocinar así, si hay libre albedrío, no todas las cosas se hacen fatalmente; y s¡ no se hacen todas fatalmente, no de todas hay cierto y determinado orden de causas. Si no hay cierto orden de causas, tampoco hay cierto orden de cosas para la presciencia de Dios, las cuales no se pueden hacer sin causas, antecedentes y eficientes; si no hay cierto orden de las cosas para la presciencia de Dios, no todas
las cosas suceden así como El las sabía que habían de suceder. Y si no suceden así todas las cosas, como El sabía que habían de acontecer, no hay, dice, en Dios presciencia de los futuros». Nosotros confesamos sinceramente contra esta sacrílega e impía presunción, que Dios sabe todas las cosas antes que se hagan, y que nosotros ejecutamos voluntariamente todo lo que sentimos, y conocemos que lo hacemos queriéndolo así; pero no decimos que todas las cosas se hacen fatalmente, antes afirmamos que nada se hace fatalmente, porque el nombre de hado, donde le ponen los que comúnmente hablan, eso es, en la constitución de las estrellas, bajo cuyos auspicios fue concebido o nació cada uno (porque esto vanamente se asegura), probamos y demostramos que nada vale; y el orden de las causas, en cuya influencia puede mucho la voluntad divina, ni le negamos ni le llamamos con nombre de hado, sino que es, acaso, entendamos que fatum se dijo de fando, esto es, de hablar; porque no podemos negar que dice la Sagrada Escritura: «Una vez habló Dios y oí estas dos, cosas: que hay en ti, mi Dios, potestad y misericordia, y que recompensarás a cada uno según sus obras». En las palabras primeras, donde dice «una vez habló», se entiende infaliblemente, esto es, inconmutablemente habló así, como conocer inconmutablemente todas las cosas que han de suceder, y las que El ha de hacer; así que en esta conformidad pudiéramos llamar y derivar el hado de fando, si no estuviera admitido comúnmente el entenderse otra cosa distinta por este nombre, a cuya excepción no queremos que se inclinen los corazones de los hombres. Y no se sigue que si para Dios hay cierto orden de todas las causas, luego por lo mismo nada ha de depender del albedrío de nuestra voluntad; porque aun nuestras mismas voluntades están en el orden de las causas, el que es cierto y determinado respecto de Dios, y se comprende en su presciencia, pues las voluntades humanas son también causas de las acciones humanas; y así el que sabía todas las causas eficientes de las cosas, sin duda que en ellas no pudo ignorar
nuestras voluntades, de las cuales tenía ciencia cierta eran causas de nuestras obras; porque aun lo que el mismo Cicerón concede, que no se ejecuta acción alguna sin que preceda causa eficiente, basta para convencerle en esta cuestión; y ¿qué le aprovecha lo que dice, que, aunque liada se hace sin causa, toda causa es fatal, porque hay causa fortuita, natural y voluntaria? Basta su confesión cuando dice que todo cuanto se hace no se hace sino precediendo causa; pues nosotros no decimos que las causas que se llaman fortuitas, de donde vino el nombre de la fortuna, son ningunas, sino ocultas y secretas, y éstas las atribuimos, o a la voluntad del verdadero Dios, o á la de cualesquiera espíritus, y las que son naturales no las separamos de la suprema voluntad de aquel que es Autor y Criador de todas las naturalezas. Las causas voluntarias, o son de Dios, o de los
ángeles, o de los hombres, o de cualesquiera animales; pero al mismo tiempo deben llamarse voluntades los movimientos de los animales irracionales, con los que practican ciertas acciones, según su naturaleza, cuando apetecen alguna cosa buena o mala, o la evitan; y también se dicen voluntades las de los ángeles, ya sean de los buenos, que llamamos ángeles de Dios, ya de los malos, a quienes denominamos ángeles del diablo, y también demonios; asimismo las de los hombres, es a saber, de los buenos y de los malos; de lo cual se deduce que no son causas eficientes de todo lo que se hace, sino las voluntarias de aquella
naturaleza que es espíritu de vida; porque el aire se llama igualmente espíritu, mas porque es cuerpo no es espíritu de vida. El espíritu de vida que vivifica todas las cosas y es el Criador de todos los cuerpos y espíritus criados, es el mismo Dios, que es Espíritu no criado. En su voluntad se reconoce un poder absoluto, que dirige, ayuda y fomenta las voluntades buenas de los espíritus criados; las malas juzga y condena, todas las ordena, y a algunas da potestad, y a otras no. Porque así como es Criador de todas las naturalezas, así es dador y liberal dispensador de todas las potestades; no de las voluntades, porque las malas voluntades no proceden de Dios en atención a que son contra el orden de la naturaleza que procede de él. Así que los cuerpos son los que están más sujetos a las voluntades, algunos a las nuestras, esto es, a las de todos los animales mortales, y más a las
de los hombres que a las de las bestias; y algunos a las de los ángeles, aunque todos, principalmente, están subordinados a la voluntad de Dios, de quien también dependen todas sus voluntades, porque ellas no tienen otra potestad que las que El les concede.
Por eso decimos que la causa que hace y no es hecha, o más claro, es activa y no pasiva, es Dios; pero las otras causas hacen y son hechas, como son espíritus creados, y especialmente los racionales. Las causas corporales, que son más pasivas que activas, no se deben contar entre las causas eficientes; porque sólo pueden lo que hacen de ellas las voluntades de los espíritus. Y ¿cómo el orden de las causas (el cual es conocido a la presencia de Dios) hace que no dependa cosa alguna de nuestra voluntad supuesto que nuestras voluntades tienen lugar privilegiado en el mismo orden de las causas?
Compóngase como pueda Cicerón, y arguya nerviosa y eficazmente con los estoicos, que sostienen que este orden de las causas es fatal, o, por mejor decir, le llaman con el nombre de hado (lo que nosotros abominamos) principalmente por el
nombre, que suele tomarse en mal sentido. Y en cuanto niega que la serie de todas las causas no es certísima y notoria a la paciencia de Dios, abominamos más de él nosotros que los estoicos, porque o niega que hay Dios (como bajo el nombre de otra persona lo procuro persuadir en los libros de la naturaleza de los dioses), o si confiesa que hay Dios, negando que Dios sepa lo venidero, dice lo mismo que el otro necio en su corazón: Non est Deus, no hay Dios; pues el que no sabe lo futuro, sin duda, no es Dios, y así también nuestras voluntades tanto pueden cuanto supo ya y quiso Dios que pudiesen, y por lo mismo, todo lo
que pueden ciertamente lo pueden, y lo que ellas han de venir a hacer en todo acontecimiento lo han de hacer, porque sabía que habían de poder y lo había de hacer Aquel cuya presciencia es infalible y no se puede engañar. Por tanto, si yo hubiera de dar el nombre de hado a alguna cosa, diría antes que el hado era de la naturaleza inferior, y que puede menos; y que la voluntad es de la superior y más poderosa, que tiene a la otra en su potestad; que decir que se quita el albedrío de nuestra voluntad con aquel orden de las causas, a quien los estoicos a su modo, aunque no comúnmente recibido, llaman hado.

CAPITULO X

Si domina alguna necesidad en las voluntades de los hombres

Así que tampoco se debe temer aquella necesidad por cuyo recelo procuraron los estoicos distinguir las causas, eximiendo a algunas de las necesidades y a otras sujetándolas a ella; y entre las que no quisieron que dependiesen de la necesidad pusieron también a nuestras voluntades, para que, en efecto, no dejasen de ser libres si se sujetaban a la necesidad. Porque si
hemos de llamar necesidad propia a la que no está en nuestra facultad, sino qué, aunque nos resistamos hace lo que ella puede, como es la necesidad de morir, es claro que nuestras voluntades, con que vivimos bien o mal, no están subordinadas a sta necesidad, supuesto que ejecutamos muchas acciones que, si no quisiésemos, las omitiríamos; a lo cual, primeramente, pertenece el mismo querer; porque si queremos es, si no queremos no es; porque no quisiéramos si no quisiéramos. Y si se llama y define por necesidad aquella por la cual decimos es necesario que, alguna cosa sea así o no se haga a no sé por qué
hemos de temer que ésta nos quite la libertad de la voluntad, pues no ponemos la vida de Dios y su presencia debajo de esta necesidad; porque digamos es necesario que Dios siempre viva y que lo sepa todo, así como no se disminuye su poder cuando decimos que no puede morir ni engañarse; porque de tal manera no puedo esto, que si lo pudiese, sin duda, sería menos facultad. Por esto se dice con justa causa todopoderoso, el que con todo no puede morir ni engañarse; pues se dice todopoderoso haciendo lo que quiere y no padeciendo lo que no quiere; lo cual, si le sucediese, no sería todopoderoso, y por lo mismo no puede algunas cosas, porque es todopoderoso.
Así también, cuando decimos es necesario que cuando queremos sea con libre albedrío sin duda, decimos verdad, y no por eso sujetamos el libre albedrío a la necesidad que quita la libertad. Así que las voluntades son nuestras, y ellas hacen todo lo que queriendo hacemos, lo que no se haría si no quisiésemos; y en todo aquello que cada uno padece, no queriendo, por voluntad
de otros hombres, también vale la voluntad, aunque no es voluntad de aquel hombre, sino potestad dé Dios; porque si fuera sólo voluntad, y no pudiese lo que quisiese, quedaría impedida con otra voluntad más poderosa. Con todo, aun entonces, habiendo querer habría voluntad, y no sería de otro, sino de aquel que quisiese, aunque no lo pudiese lograr; y así todo lo que padece el hombre fuera de su voluntad no lo debe atribuir a las voluntades humanas o angélicas o de algún otro espíritu criador, sino a la de Aquel que da potestad a los que quiere. Luego, no porque Dios quisiese lo que había de depender de nuestra voluntad deja de haber algo a nuestra libre determinación. Por otra parte, si que previó lo que había de suceder en nuestra voluntad vio verdaderamente algo, se sigue que aun conociéndolo él, hay cosas de que puede disponer nuestra voluntad, por lo cual de ningún modo somos forzados, aunque admitimos la presciencia de Dios, a quitar el albedrío de la voluntad, ni aún cuando admitamos el libre albedrío, a negar que Dios (impiedad sería imaginarIo) sabe los futuros, sino que lo uno y lo otro tenemos, y lo uno y lo otro fiel y verdaderamente confesamos: lo primero, para que creamos con firmeza esto otro, y lo segundo, para que vivamos bien; y mal se vive si no se cree bien de Dios; por lo cual, este gran Dios nos libre de negar su presciencia intentando ser libres, con cuyo soberano auxilio somos libres o lo seremos. Y así no son en vano las leyes, las reprensiones, exhortaciones, alabanzas y vituperios; porque también sabía que habían de ser útiles, y valen tanto cuanto sabía ya que habían de valer; las oraciones sirven para alcanzar las gracias que sabía ya había de conceder a los que acudiesen a él con sus
ruegos: y por eso, justamente, están establecidos premios a las obras buenas, y castigos a los pecados. Ni tampoco paca el hombre, porque sabía ya Dios que había de pecar, antes por lo mismo, no se duda de que peca cuando peca, pues Aquel a cuya presciencia es infalible y no se puede engañar, sabía ya que no el hado, ni la fortuna, ni otra causa, sino él, había de pecar. El cual, si no quiere, sin duda, no peca; pero si no quisiese pecar, también sabía ya Dios este su buen pensamiento.

CAPITULO XI

De la providencia universal de Dios, debajo de cuyas leyes está todo

El sumo y verdadero Dios Padre, con su unigénito Hijo y el Espíritu Santo, cuyas tres divinas personas son una esencia, un solo Dios todopoderoso, Criador y Hacedor de todas las almas y de todos los cuerpos, por cuya participación son felices todos los que son verdadera y no vanamente dichosos; el que hizo al hombre animal racional, alma y cuerpo; el que en pecando el hombre no le dejó sin castigo ni sin misericordia; el que a los buenos y a los malos les dio también ser con las piedras, vida vegetativa con las plantas, vida sensitiva con las bestias, vida intelectiva sólo con los ángeles de quien procede todo género, toda especie y todo orden; de quien dimana la medida, número y peso; de quien pro viene todo lo que naturalmente tiene ser de cualquier género, de cualquiera estimación que sea. de quien resultan las semillas de las formas y las formas de las semillas, y sus movimientos el que dio igualmente a la carne su origen, hermosura salud. fecundidad para propagarse, disposición de miembros equilibrio en la salud; y el que así mismo concedió a¡ alma irracional me moría, sentido y apetito, y a la racional, además de estas cualidades, espíritu. inteligencia y voluntad; y el que no sólo al cielo y a la tierra, no sólo al ángel y al hombre, pero ni aun a las delicadas telas de las entrañas de un pequeñito y humilde animal, ni a la plumita de un pájaro, ni a la florecita de una hierba, ni a la hoja del árbol dejó sin su conveniencia, y con una quieta posesión de sus partes, de ningún modo debe creerse que quiera estén fuera de las leyes de su providencia los reinos de los hombres, sus señoríos y servidumbres

CAPITULO XII

Cuáles fueron las costumbres de los antiguos romanos con que merecieron que el verdadero Dios, aunque no le adorasen, les acrecentase su imperio

Por lo cual, examinemos ahora cuáles fueron las costumbres de los romanos, a quienes quiso favorecer el verdadero Dios, y los motivos por que tuvo a bien dilatar y acrecentar su Imperio aquel Señor en cuya potestad están también los reinos de la tierra. Y con el fin de averiguar este punto más completamente, escribí en el libro pasado a este propósito, manifestando cómo en este importante asunto no han tenido ni tienen potestad alguna los dioses a quienes ellos adoraron con varios ritos, y para el mismo intento sirve lo que hasta aquí hemos tratado en este libro sobre la cuestión del hado; y no sé que nadie que estuviese ya persuadido de que el Imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y religión que tributaba a los falsos númenes, a qué hado pueda atribuir su silencio, sino a la poderosa voluntad del sumo y verdadero Dios.
Así que los antiguos y primeros romanos, según lo indica y celebra su historia, aunque como las demás naciones (a excepción del pueblo hebreo) adorasen a los falsos dioses y sacrificasen en holocausto sus víctimas, no a Dios, sino a los demonios; «con todo, eran aficionados a elogios, eran liberales en el dinero y tenían por riquezas bastantes una gloria inmortal»; a ésta amaron ardientemente, por ésta quisieron vivir, y por ésta no dudaron morir. Todos los demás deseos los refrenaron, contentándose con sólo el extraordinario apetito de gloria; finalmente, porque el servir parecía ejercicio infame, y el ser señores y dominar, glorioso, quisieron que su patria primeramente fuese libre, y después procuraron que fuese señora absoluta.
De aquí nació que, no pudiendo sufrir el dominio de los reyes, «establecieron su gobierno anual nombrando dos gobernadores, a quienes llamaron cónsules de consulendo, no reyes o señores de reinar o dominar» con despotismo. Aunque, en efecto, los reyes parece que se dijeron así de regir y gobernar; pues el reino se deriva de los reyes, y la etimología de éstos, como queda dicho, de regir, paro el fausto y pompa real no se tuvo por oficio y cargo de persona que rige y gobierna; no se estimó por benevolencia y amor de persona que aconseja y mira por el bien y utilidad pública, sino por soberbia y altivez de persona que manda. Desterrado, pues, el rey Tarquino, y establecidos los cónsules, siguiéronse los sucesos que el mismo autor refirió entre las alabanzas de los romanos: «Que la ciudad -cosa increible-, habiendo conseguido la libertad, cuanto mayor fue su incremento, tanto creció en ella el deseo de honra y gloria». Esta ambición del honor y deseo de gloria proporcionó todas aquellas maravillosas heroicidades, tan gloriosas a los ojos y estimación de los hombres.
Elogia el mismo Salustio por ínclitos hombres de su tiempo a Marco Catón y a Cayo César, diciendo hacía muchos años que no había tenido la República persona que fuese heroica por su valor; pero que en su tiempo hablan florecido aquellos dos excelentes y valerosos campeones, aunque, diferentes en la condición, ideas y proyectos, y entre las alabanzas con que elogia el mérito de César, pone que deseaba para si el generalato (mejor dijera toda la autoridad republicana reunida en su persona), un ejército numeroso y una nueva y continuada guerra, donde poder demostrar su valor y heroísmo. Y por eso confiaba en los ardientes deseos de los hombres famosos por su heroicidad y fortaleza, para que provocasen las miserables gentes a la guerra y las hostigase Belona con su sangriento látigo, a fin de que de este modo hubiese ocasión para poder ellos manifestar su valor.
La causa de estos deseos, sin duda, era aquella insaciable ansia de honra y de gloria a que aspiraban. Por esto, primeramente por amor a la libertad, y después por afición al señorío y por codicia de la honra y de la gloria, hicieron muchas acciones admirables. Confirma lo uno y lo otro el insigne poeta, diciendo: «A Tarquino echado de Roma, pretendía Porsena restablecer en su reino, y con grueso ejército la sitió; mas los ínclitos romanos por su libertad se arrojaban a las armas con extraordinario denuedo y fiereza.»
Así que entonces tuvieron ellos por acción heroica o morir como fuertes y valerosos soldados, o vivir con libertad; pero luego que consiguieron la libertad, se encendieron tanto en el deseo de gloria, que les pareció poco sola la libertad, si no alcanzaban igualmente el dominio y señorío, teniendo por grande suceso lo que el mismo poeta en persona de Júpiter dice: «También Juno la áspera, la que ahora altera amedrentando los elementos mar, tierra y aire, mudará sus consejos para mejor parte, favorecerá conmigo a los romanos, señores de todo el mundo, y a la gente togada. Así lo he tenido a bien de acordarlo. Vendrá tiempo, pasando años, en que el linaje de Asaraco apremiará con cautiverio a Ftía, y a la noble Micenas, y se enseñoreará, vencidos los griegos». Todo lo cual Virgilio refiere altamente, aunque introduce a Júpiter como que profetiza lo venidero; pero él lo dice como ya pasado, y lo observa como presente.
He querido alegar este testimonio para demostrar que los romanos, después de obtenida la libertad, estimaron tanto el mando y señorío, que le colocaban entre uno de sus mayores elogios. De aquí procede la expresión del mismo poeta, quien prefiriendo a las profesiones y artes de las demás naciones la pretensión de los romanos, reducida al punto primordial de reinar, mandar, sojuzgar y conquistar otras naciones, dice: «Otros harán tan al vivo las imágenes que parezca que respiran; no lo pongo en duda. Otros en el mármol esculpirán al vivo los rostros. Otros abogarán mejor, escribirán altamente de la astronomía de los movimientos de los cielos y de los aspectos de los signos. Tú, oh romano, no te olvides de regir a los pueblos con Imperio; guarda solos estos preceptos; procura siempre conservar la paz, favoreciendo a los desvalidos y no perdonando a ningún poderoso». Estas artes y profesiones las ejercitaban con tanta más destreza, cuanto menos se entregaban a los deleites y a todos los ejercicios que embotan y enflaquecen el vigor del ánimo y del cuerpo, deseando y acumulando riquezas, y con ellas estragando las costumbres, robando a sus infelices ciudadanos y gastando pródigamente con los torpes actores; y las los que habían pasado y sobrepujado ya semejantes deslices y defectos en las costumbres, y eran ricos y poderosos cuando esto escribía Salustio y cantaba Virgilio, no aspiraban al honor y a la gloria por medio de aquellas artes, sino con cautelas y engaños; y así dice él mismo: «Pero al principio más ocupados tuvo los ánimos y corazones de los hombres la ambición que la avaricia, aunque este vicio frisa más y es más llegado a la virtud; pues la gloria, la honra y el mando igualmente los desean el bueno y el malo; mas el uno, dice, aspira a la obtención por el camino verdadero, y el otro (porque le faltan medios limpios) procura alcanzarlo con cautelas y engaños.» Los medios limpios son: llegar por la virtud, y no por una ambición engañosa, a la honra, a la gloria y al mando, todas las cuales felicidades desean igualmente el bueno y el malo; aunque el bueno las procura por el verdadero camino, y este camino es la virtud, por la cual procura ascender como al fin apetecido a la cumbre de la gloría, del honor y del mando; y que estas particularidades las tuviesen naturalmente fijas en sus corazones los romanos, nos lo manifiestan asimismo los templos de los dioses que tenían, el de la Virtud y el del Honor, los cuales los edificaron contiguos y pegados el uno al otro, teniendo por dioses los dones peculiares que con acede Dios gratuitamente a los mortales.
De donde puede colegirse el fin que se hablan propuesto, que era el de la virtud, y adónde la referían los que eran buenos, es a saber, a la honra; porque los malos tampoco poseían la virtud, aunque aspiraban al honor, el cual procuraban conseguir por medios detestables, esto es, con cautelas y engaños.
Con más justa razón elogió a Catón, de quien dice que cuanto menos pretendía la gloria tanto más ella le seguía; porque la gloria de que ellos andaban tan codiciosos es el juicio y opinión de los hombres que juzgan y sienten bien de los hombres. Y así es mejor la virtud, que no se contenta con el testimonio de los hombres, sino con el de su propia conciencia, por lo que dice el apóstol: «Nuestra gloria es ésta: el testimonio de nuestra conciencia. Y en otro lugar: «Examine cada uno sus obras, y cuando su conciencia no le remordiere, entonces se podrá gloriar por lo que ve en sí solo, y no por lo que ve en otro».
Así que la virtud no debe caminar detrás del honor, de la gloria y del mando, que los buenos apetecían y adonde pretendían llegar por buenos medios, sino que estas cualidades deben seguir a la virtud; porque no es verdadera virtud, sino la que camina a aquel fin donde está el sumo bien del hombre, y así los honores que pidió Catón no los debió pedir, sino que la ciudad estaba obligada a dárselos por su virtud, sin pedirlo; pero habiendo en aquel tiempo dos personas grandes y excelentes en virtud, César y Catón, parece que la virtud de Catón se aproximó más a la verdad que la de César; por lo cual, en sentir del mismo Catón, veamos qué tal fue la ciudad en su tiempo, y qué tal lo fue antes. «No penséis, dice, que nuestros antepasados acrecentaron la República con las armas. si así fuera, tuviéramosla mucho más hermosa, porque tenemos mayor abundancia de
aliados y de ciudadanos, amén de más armas y caballos que ellos. Pero hubo otras cosas que los hicieron grandes, y de que carecemos nosotros: en casa, la industria; fuera, el justo imperio y el ánimo libre en el dictaminar y exento de culpa y de pasión. En lugar de esto, nosotros gozamos del lujo y la avaricia, en público de pobreza y en privado de opulencia. Alabamos las riquezas, seguimos la inactividad. No hacemos diferencia alguna entre los buenos y los malos. Todos los premios de la virtud están en manos de la ambición. Y no es maravilla, donde cada uno de vosotros se interesa en privado por la persona, donde, en casa se da a los placeres, y aquí se hace esclavo del dinero y del favor. De todo lo cual se sigue que se acomete a la república como a una víctima sin defensa».
Quien oye estas palabras de Catón o de Salustio, se imagina que todos o la mayor parte de los viejos romanos de aquel tiempo conformaban sus vidas con las alabanzas que se les prodigan. Y no es así. De lo contrario, no fuera verdadero lo que el mismo escribe, que ya cité en el libro II de esta obra, donde dice que las vejaciones de los poderosos, y por ellas la escisión entre el pueblo y el senado y otras discordias domésticas, existieron ya desde el principio. Y no más que después de la expulsión de los reyes, en tanto que duró el miedo de Tarquino y la difícil guerra mantenida contra Etruria, se vivió con equidad y moderación. Después los patricios se empeñaron en tratar al pueblo como a esclavo, en maltratarle a usanza de los reyes, en removerlos del campo y en gobernar ellos sin contar para nada con los demás. El fin de tales disensiones fue la segunda guerra púnica, al paso que unos querían ser señores y otros se negaban a ser siervos. Una vez más, comenzó a cundir un grave miedo, y a cohibir los ánimos, inquietos y preocupados por aquellos disturbios, y a revocar a la concordia civil. Pero unos pocos, buenos según su módulo, administraban grandes haciendas y, tolerados y atemperados aquellos males, crecía aquella república por la providencia de esos pocos buenos, como atestigua el mismo historiador que, leyendo y oyendo el las muchas y preclaras hazañas realizadas en paz y en guerra, por tierra y por mar, por el pueblo romano, se interesó por averiguar qué cosa sostuvo principalmente tan grandes hazañas. Sabía él que muchas veces los romanos habían peleado con un puñado de soldados contra grandes legiones de enemigos; conocía las guerras libradas con escasas riquezas contra opulentos reyes. Y dijo que, después de mucho pensar, le constaba que la egregia virtud de unos pocos ciudadanos había realizado todo aquello, y que el mismo hecho era la causa de que la pobreza venciera a las riquezas, y la poquedad a la multitud. «Mas luego que el lujo y la desidia, dice, corrompió la ciudad, tomó la república con su grandeza a dar pábulo a los vicios de los emperadores y de los magistrados».
Catón elogió también la virtud de unos pocos que aspiraban a la gloria, al honor y al mando por el verdadero camino, esto es, por la virtud misma. De aquí se originaba la industria doméstica mencionada por Catón, para que el erario fuera caudaloso, y las haciendas privadas fueran de poca monta. Corrompidas las costumbres, el vicio hizo todo lo contrario: públicamente, la pobreza,
y en privado, la opulencia.

CAPITULO XIII

Del amor de la alabanza que, aunque es vicio se le tiene por virtud, porque por el cohíbense mayores vicios

Por eso, habiendo brillado ya por largo tiempo los reinos de Oriente. quiso Dios se constituyera también el occidental, que fuera posterior en el tiempo, pero más floreciente en la extensión y grandeza de imperio. Y lo concedió para amansar las graves males de muchas naciones a tales hombres, que mediante el honor, la alabanza y la gloria velaban por la patria, en la que buscaban la propia gloria. No dudaron en anteponer a su propia vida la salud de la patria, aplastando por este único vicio, o sea, por el amor de la alabanza, la codicia del dinero y muchos otros vicios. Con más, cuerda visión apunta él que conoce que el amor de la alabanza es un vicio, cosa que, no se oculta ni al poeta Horacio, que dice: «¿Te engalla el amor de la alabanza? Hay remedios certeros en este librito que, leído tres veces y con sencillez, te podrán aliviar grandemente.»
Y el mismo, en verso lírico, canta así para refrenar la libido de dominio: «Reinarás, domando tu insaciable espíritu, más anchurosamente que si juntaras Libia con la lejana Cádiz y te sirvieran las dos Cartagos.»
Sin embargo, los que no refrenan sus libidos más torpes, rogando con piadosa fe al Espíritu Santo y amando la belleza inteligible, sino más bien por la codicia de la alabanza humana y de la gloria, no son santos ciertamente, pero sí menos torpes. Tulio mismo no pudo disimular esto en los libros que escribió Sobre la República, donde habla. de la constitución del príncipe en una ciudad, y dice que hay que alimentarlo con la gloria. A renglón seguido refiere que el amor de la gloria, inspiró a sus mayores muchas maravillas. No sólo no oponían resistencia a este vicio, sino que juzgaban que debía ser alentado y encendido, en la convicción de que era útil para la república. Ni en los mismos libros de filosofía, donde lo afirma con mayor claridad, oculta Tulio, esta peste. Hablando de los estudios, que cumple seguir por el verdadero bien, no por la vanidad de la alabanza humana, inserta esta sentencia universal y general: «El honor es el alimento de las artes, y todos se apasionan por los estudios por la gloria, y siempre yacen olvidadas las ciencias desacreditadas entre algunos.»

CAPITULO XIV

De cómo se debe cercenar el deseo de la humana alabanza, porque toda la honra y gloria de los justos está puesta en Dios

Es más conveniente resistir con firmeza este apetito que dejarse vencer de él; porque tanto más es uno parecido a. Dios, cuanto está más limpio y puro de semejante inmundicia. La cual, aunque en la vida presente no se desarraigue totalmente del corazón humano, por cuanto no deja de tentar aun a los espíritus bien aprovechados, a lo menos vénzase el deseo de gloria con el amor de la justicia, para que si en alguno hay ciertos sentimientos nobles que entre los mundanos suelen ser despreciados, el mismo amor de la alabanza humana se avergüence y se retire ante el amor de la verdad, porque este vicio es tan enemigo de la fe (que se debe a Dios cuando hay en el corazón mayor deseo de gloria que temor o amor de Dios), que dijo el Señor: «¿Cómo podéis vosotros creer, pretendiendo ser honrados y estimados los unos de los otros, andando a caza de la gloria vana del mundo, olvidados de aquella que sólo Dios os puede dar?» Y asimismo dice el evangelista San Juan de algunos que habían creído en él y temían confesarle públicamente: «estimaron más la gloria y alabanza de los hombres que la de Dios». Lo que no hicieron los Santos Apóstoles, quienes predicando el nombre de Jesucristo en parajes y provincias dónde no sólo no le estimaban (porque, como dijo un sabio, están abatidas y olvidadas siempre las cosas de las que todos generalmente no hacen caso ni aprecian), sino que también le aborrecían en extremo, conservando en la memoria lo que habían oído a su divino Maestro y verdadero médico de sus almas: «Si alguno no me estimare y me negare delante de los hombres, también lo negaré yo delante de mi Padre, que está en los Cielos, y delante de los ángeles de Dios».
Entre las maldiciones y oprobios, entre las gravísimas persecuciones y crueles tormentos, no dejaron de proseguir en la predicación de la salud de los hombres. aun cuando resultaba en notable ofensa de los hombres. Y aun cuando haciendo y diciendo cosas divinas, y viviendo divinamente después de haber conquistado en algún modo la dureza de los corazones, e introducido la paz de la justicia y santidad, alcanzaron en la iglesia de Cristo una suma gloria, sin embargo, no descansaron en ella como fin y blanco de su virtud, sino que atribuyendo esto mismo a gloria de Dios por cuya singular gracia y beneficio eran tales, con este divino fuego encendían asimismo a los que persuadían que le amasen que también a éstos les hiciese tales; porque les había enseñado su divino Maestro que no fuesen buenos por sólo la honra y gloria de los hombres, diciendo: «Guardaos, no hagáis vuestras buenas obras delante de los hombres porque ellos las vean, porque de esta manera, perderéis el premio de vuestro Padre, que está en los Cielos».
Pero, por otra parte, porque entendiendo estas expresiones en sentido contrario, no temiesen y dejasen de agradar a los hombres, y fuesen de menos fruto estando encubiertos, y siendo buenos, mostrándoles con qué fin se habían de manifestar: «resplandezcan, dice, vuestras obras delante de los hombres, de suerte que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos». Así que no lo practiquéis porque os vean, esto es, n con intención de que pongan los ojos en vosotros, pues por vosotros sois nada, sino porque glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos, porque, vueltos a El, sean como vosotros. Esta máxima siguieron los mártires, quienes se aventajaron y excedieron a los Escévolas, a los Curcios y Decios, no sólo en, la verdadera virtud (por lo que en efecto les hicieron ventaja en la verdadera religión), sino también en la innumerable multitud, no tomando por si mismos las penas y tormentos, sino sufriendo con paciencia los que otros les daban. Pero, como aquéllos vivían en la ciudad terrena, y se habían propuesto por ella, como fin principal de todas sus obligaciones, su salvación y que reinase, no en el Cielo, sino en la tierra, no en la vida eterna, no en el tránsito de los que mueren y en la sucesión de los que habían de morir, ¿qué habían de amar y estimar sino la honra Y gloria con que querían también después de muertos vivir en las lenguas de los pregoneros de sus alabanzas?

CAPITULO XV

Del premio temporal con que pagó Dios las costumbres de los romanos

Aquellos a quienes no habla de dar Dios vida eterna en compañía de sus santos ángeles en su celestial ciudad, a la que llegamos por el camino de la verdadera piedad, la cual no rinde el culto que los griegos llaman la patria si no es a un solo Dios verdadero si a éstos no les concediera ni aun esta gloria terrena, dándoles un excelente Imperio, no les premiara y pagara sus buenas artes, esto es, sus virtudes, con que procuraban llegar a tanta gloria. Porque de aquellos que parece practican alguna acción buena para que los alaben y honren los hombres, dice también el Señor: «De verdad os dije que y a recibieron su recompensa. Pues bien, éstos despreciaron sus intereses particulares por el interés común, esto es, por la República, y por su tesoro resistieron a la avaricia, dieron libremente su parecer en el Senado por el bien de su patria, viviendo inculpablemente conforme a sus leyes y refrenando sus apetitos. Y con todas estas operaciones, como por un verdadero camino aspiraron al honor, al Imperio y a la gloria, y así fueron honrados en casi todas las naciones, fueron señores y dieron leyes a muchas gentes, y en la actualidad tienen mucha gloria y fama en los libros e historias por así toda la redondez del Universo, y, por consiguiente, no se pueden quejar de la justicia del sumo y verdadero Dios, supuesto que en esta parte recibieron su premio.

CAPITULO XVI

Del premio de los ciudadanos santos de la Ciudad Eterna, a quienes pueden aprovechar los ejemplos de Las virtudes
de los romanos

Pero muy distante de éste es el premio y galardón de los santos que sufren también en esta vida con paciencia los oprobios por la verdad de Dios, con la cual tienen ojeriza los amigos de este mundo. Aquélla es la Ciudad sempiterna, allí ninguno nace, porque ninguno muere, donde la felicidad es verdadera y cumplida, no diosa, sino don de Dios. De allí procede la prenda que tenemos de nuestra fe, en tanto que, peregrinando por acá, suspiramos por su hermosura. Allí no nace el sol sobre los buenos y sobre los malos, sino que el sol de justicia sólo abriga a los buenos; allí no habrá necesidad de mucha industria y trabajo para enriquecer el erario y tesoro público con los pobres y escasos bienes de los particulares, donde el tesoro de la verdad es común.
Por tanto, debemos creer que no se dilató el romano Imperio sólo por la gloria y honor de los hombres, a fin de que aquel galardón se diera a aquellos hombres, sino también para que los ciudadanos de la Ciudad Eterna, en tanto que acá son peregrinos, pongan los ojos con diligencia y cordura en semejantes ejemplos, y vean el amor tan grande que deben ellos tener a la patria celestial por la vida eterna, cuando tanto amor tuvieron sus ciudadanos a la terrena por la gloria y alabanza humana

CAPITULO XVII

Qué fruto sacaron los romanos con La guerra y cuánto hicieron a los que vencieron

Por lo respectivo a esta vida mortal, que en pocos días se goza y se acaba, ¿qué importa que viva el hombre que ha de morir bajo cualquiera imperio o señorío, si los que gobiernan y mandan no nos compelen a ejecutar operaciones impías e injustas? ¿Acaso fueron de algún daño o inconveniente los romanos a las naciones, a quienes después de reducidas a su dominación impusieron sus leyes, sino sólo en cuanto esto se hizo por medio de crueles guerras? Lo cual, si se hiciera con piedad, lo mismo se lograra con mejor suceso, aunque fuera ninguna la gloria de los que triunfaban. Porque tampoco los romanos dejaban de
vivir debajo de sus propias leyes que imponían a los otros; lo que si se hiciera sin intervención de Marte y Belona, de modo que no tuviera lugar la victoria no venciendo nadie, donde nadie había peleado, ¿no fuera una misma suerte y condición de los romanos y la de las demás gentes? Mayormente si luego se determinara lo que después se deliberó grata y humanamente, ordenando que todos los vasallos que pertenecían al Imperio romano gozasen de la naturaleza y privilegio de la ciudad, disfrutando el honor de los ciudadanos romanos, siendo así común a todos la prerrogativa que antes era peculiar de muy pocos, a excepción de aquel pueblo que no tuviese campos propios y se sustentase y viviese de los públicos, cuyo sustento con más dulzura y beneficencia lo sacaran de los que se conformaban voluntariamente con esta sanción por mano de los prudentes gobernadores de la República que consiguiéndolo por fuerza de los vencidos.
Porque no veo que importe para la salud y buenas costumbres y para las mismas dignidades de los hombres que unos sean vencedores y otros vencidos, salvo aquel vano fausto de la honra humana, con el cual recibieron su galardón los que tanta ansia tuvieron de él, y tantas guerras sostuvieron por su logro. ¿Por ventura los campos y haciendas de los vencidos no pagan su tributo? ¿Acaso pueden ellos aprender y saber lo que los otros no pueden? ¿Por ventura no hay muchos senadores en otras provincias que ni aun de vista conocen a Roma? Echemos a un lado la vanagloria. Y ¿qué son todos los hombres sino hombres? Que si la perversidad del siglo permitiera que los virtuosos fueran los más honrados, aun de este modo no habría motivo para estimar en mucho la honra humana, porque es humo de ningún peso y de ningún momento; pero aprovechémonos también en estos sucesos de los beneficios de Dios nuestro Señor. Consideremos cuántas bellas ocasiones despreciaron, cuántas desgracias sufrieron, qué de apetitos propios vencieron por la gloria humana los que la merecieron alcanzar como galardón y premio de sus virtudes, y válganos también esta consideración para reprimir la soberbia; pues habiendo tanta diferencia entre la ciudad donde nos han prometido que hemos de reinar y entre esta terrena, cuanta hay del cielo a la tierra, del gozo temporal a la vida eterna, de los vanos elogios a la gloria sólida, de la compañía de los mortales a la sociedad de los ángeles, de la luz del sol y de la luna a la luz del que hizo el sol y a la luna, no les parezca que han hecho una acción heroica los ciudadanos de tan excelente patria, si por conseguirla practicaren alguna obra buena o su fueren con paciencia algunas malas cuando los otros, por alcanzar esta terrena, hicieron tantas proezas y sufrieron tantos infortunos, mayormente cuando el perdón de los pecados, que va recogiendo los ciudadanos dispersos a aquella eterna patria, tiene alguna semejanza con el asilo de Rómulo, donde la remisión de cualesquiera delitos fue el mejor aliciente para congregar los hombres y fundar aquella célebre ciudad.

CAPITULO XVIII

Cuán ajenos de vanagloria deban estar los cristianos, si hicieren alguna loable acción por el amor de la eterna patria, habiendo hecho tanto Ios romanos por La gloria humana y por la ciudad eterna

¡Qué acción tan heroica será despreciar todos los deleites y regalos de este mundo, por más apreciables que sean, por aquella eterna y celestial patria, si por esta temporal y terrena se animó Bruto a degollar a sus propios hijos, temeraria resolución a la que nunca se obliga en aquélla! Pero, realmente, más dificultoso es el matar a los hijos que lo que debemos nosotros hacer por ésta, y se reduce a que los tesoros que hablamos de congregar y guardar para los hijos, o los repartamos con los pobres o los abandonemos si hubiere alguna tentación que nos fuerce a hacerlo por la fe y la justicia. Pues ni a nosotros ni a nuestros hijos nos hacen felices las riquezas de la tierra, pues que lo hemos de perder en vida, o muriendo nosotros, han de venir a poder de quien no sabemos o de quien no quisiéramos, sino Dios es el que nos hace felices, que es la verdadera riqueza y tesoro de nuestras almas; además que Bruto, por haber muerto a sus hijos, aun el mismo poeta que le elogia le tiene por infeliz y despreciado, porque dice: «Y siendo padre poco dichoso, castigará a sus hijos que mueven guerras, deseando la libertad amable de la patria, lleven como llevaren esto sus descendientes». Pero en el verso que se sigue consuela al miserable héroe, diciendo: «A esto le obligó el amor de la patria y el deseo desordenado de ser celebrado en el mundo»; estas dos cualidades, la libertad y el deseo de elogios, son las que movieron a los romanos a hacer empresas heroicas y maravillosas. Luego, si por obtener la libertad de los que eran mortales y habían de morir, y por el deseo de la lisonja humana, que son cualidades que apetecen los hombres, pudo un padre matar a sus hijos, ¿que acción heroica será, por la verdadera libertad que nos exime de la esclavitud del demonio, del pecado y de la muerte y no por la codicia de las humanas alabanzas, sino por el amor y caridad de libertar los hombres, no de la tiranía del rey Tarquino, sino de la de los demonios y de Luzbel, su príncipe, no digo ya matamos a los hijos, sino que a los pobres de Jesucristo los tenemos en lugar de hijos?
Asimismo, si otro príncipe romano llamado Torcuato, quitó la vida a su hijo porque, siendo provocado del enemigo, con ánimo y brío juvenil peleó, no contra su patria, sino en favor de ella; mas saliendo victorioso porque dio la batalla contra su orden y andato, esto es, contra lo que el general, su padre, le había mandado, porque no fuese mayor inconveniente el ejemplo de no haber obedecido la orden de su general: qué gloria hubo en matar al enemigo, ¿para qué se han de jactar los que por las órdenes y mandamientos de la patria celestial desprecian todos los bienes de la tierra que se estiman y aman menos que los hijos? Si Furio Camilo, después de haber apartado de las cervices de su ingrata patria el yugo de los veyos, sus inexorables enemigos, y no obstante de haberle condenado y desterrado de ella por envidia sus émulos, con todo, la libertó segunda vez del poder de los galos, porque no tenía otra mejor patria adonde pudiese vivir con más gloria, ¿por qué se ha de ensoberbecer como si ejecutara alguna acción plausible el que, habiendo acaso padecido en la Iglesia alguna gravísima injuria en su honra
por los enemigos carnales, no se pasó a sus enemigos, los herejes, o porque él mismo no levantó contra ella herejía alguna, sino que antes la defendió cuanto pudo de los perniciosos errores de los herejes, no habiendo otra ciudad, no donde se pase la vida con honor y aplauso de los hombres, sino donde se pueda conseguir la vida eterna?
Mucio, para que se efectuara la paz con el rey Porsena, que tenía muy apretados a los romanos con su ejercito, porque no pudo matar al mismo Porsena, y por yerro mató a otro por él, puso la mano en presencia del rey sobre unas brasas que en una ara estaban ardiendo, asegurándole que otros tan valerosos como él se habían conjurado en su muerte, y teniendo el rey su fortaleza y asechanzas, sin dilación ajustó la paz y alzó la mano de aquella guerra; pues, si esto sucedió así, ¿quién ha de zaherir o dar en cara al rey sus méritos, no al de los Cielos, aun cuando hubiere aventurado por él, no digo yo una mano, no haciéndolo de su voluntad, sino aun cuando padeciendo por alguna persecución, dejare abrasar todo su cuerpo? Si Curcio, armado, arremetiendo el caballo, se arrojó con él en un boquerón por donde se había abierto la tierra, porque en esta acción heroica obedecía a los oráculos de sus dioses, que ordenaron que echasen allí la mejor prenda que tuviesen los romanos, y no pudiendo entender otra cosa, advirtiendo que florecían en hombres y armas, sino que era necesario por mandado de los dioses que se arrojase en aquella horrible abertura algún hombre armado, ¿cómo se atreve a decir que ha hecho algo grande por la eterna patria el que cayendo en poder de algún enemigo de su fe, muriese no arrojándose voluntariamente al riesgo de semejante muerte, sino lanzado por su enemigo; ya que tiene otro oráculo más cierto de su Señor, y del rey de su patria, donde le dice: «¿No queráis temer a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma?»
Si los Decios, consagrando su vida en cierto modo, se ofrecieron solemnemente a la muerte para que con ella y con su sangre, aplacada la ira de los dioses, se librase el ejército romano, en ninguna manera se ensoberbezcan los santos mártires, como si hicieran alguna acción digna de alcanzar parte en aquella patria, donde hay eterna y verdadera felicidad, si amando hasta derramar su sangre, no sólo a sus hermanos, por quienes era derramada, sino, como Dios se lo manda, a los mismos enemigos que se la hacían derramar, pelearon con fe llena de caridad y con caridad llena de fe.
Marco Pulvilo en el acto de dedicar el templo de Júpiter, Juno y Minerva, advirtiéndole cautelosamente sus émulos y envidiosos que su hijo era muerto, para que turbado con tan triste nueva dejase la dedicación y la honra y gloria de ella la llevase su compañero, hizo tan poco caso de la noticia, que mandó cuidasen de su sepultura, triunfando de esta manera en su corazón la codicia de gloria del sentimiento de la pérdida de su hijo: ¿pues qué heroicidad dirá que ha hecho por la predicación del Santo Evangelio con que se libran de multitud de errores los ciudadanos de la soberana patria, aquel a quien estando solícito de la sepultura de su padre, le dice el Señor: «Sígueme y deja a los muertos enterrar sus muertos»?
Si Marco Régulo, por no quebrantar juramento prestado en manos de sus crueles enemigos quiso volver a su poder desde la misma Roma, porque, según dicen, respondió a los romanos que le querían detener, que después que había sido esclavo de los africanos no podía tener allí el estado y dignidad de un noble y honrado ciudadano, y los cartagineses, porque peroró contra
ellos en el Senado romano, le mataron con graves tormentos, ¿qué tormentos no se deben despreciar por la fe de aquella patria, a cuya bienaventuranza nos conduce la misma fe? ¿O qué es lo que se le da a Dios en retorno por todas las mercedes que nos hace, aun cuando por la fe que se le debe padeciere el hombre otro tanto cuanto padeció Régulo por la fe que debía a sus perniciosos enemigos?
¿Y cómo se atreverá el cristiano a alabarse de la pobreza que voluntariamente ha abrazado para caminar en la peregrinación de esta vida más desembarazada por el camino que lleva a la patria, adonde las verdaderas riquezas es el mismo Dios, oyendo y leyendo que Lucio Valerio, cogiéndole la muerte siendo cónsul, murió tan pobre, que le enterraron ¿ hicieron sus exequias con la suma que el pueblo contribuyó de limosna? ¿Qué dirá oyendo o leyendo que a Quinto Cincinato, que poseía entre su hacienda tanto cuanto podían arar en un día cuatro yugadas de bueyes, labrándolo y cultivándolo todo con sus propias manos, le sacaron del arado para crearle dictador, cuya dignidad era aún más honrada y apreciada que la de cónsul, y que después de haber vencido a los enemigos y adquirido una suma gloria, perseveró viviendo en el mismo estado? ¿O qué estupenda acción se alabará que hizo el que por ningún premio de este mundo se dejó apartar de la compañía de la eterna patria, viendo que no pudieron tantas dádivas y dones de Pirro, rey de los epirotas, prometiéndole aun la cuarta parte de su reino, mudar a Fabricio de dictamen, ni precisarle por este arbitrio a que dejase la ciudad de Roma, queriendo más vivir en ella como particular en su pobreza, sin oficio público alguno?
Porque teniendo ellos su República, esto es, la hacienda del pueblo, la hacienda de la patria, la hacienda Común, opulenta y próspera, experimentaron en sus casas tanta pobreza que echaron del Senado, compuesto de hombres indigentes, y privaron de los honores de la magistratura por nota y visita del censor, a uno de ellos que había sido cónsul dos veces, porque se averiguó que poseía una vajilla cuyo valor ascendía como hasta diez libras de plata. Si estos mismos eran tan pobres, éstos, con cuyos triunfos crecía el tesoro público, ¿acaso todos los cristianos que con otro fin más laudable hacen comunes sus riquezas,
conforme a lo que se escribe en los hechos apostólicos, «que la distribuían entre todos, conforme a la necesidad de cada uno, y ninguno decía que tenía cosa alguna propia, sino que todo era de todos en común» no advierten que no les debe mover la lisonjera aura de la vanagloria cuando ejecuten acción semejante por alcanzar la compañía de los ángeles; habiendo los otros hecho casi otro tanto por conservar la gloria de los romanos?
Estas y otras operaciones semejantes, si alguna de ellas se halla en sus historias, ¿cuándo fueran tan públicas y notorias, cuándo la fama las celebrara tanto, si el Imperio romano, tan extendido por todo el mundo, no se hubiere amplificado con magníficos sucesos? Así que, con este Imperio tan vasto y dilatado, de tanta duración, tan célebre y glorioso por virtudes de tantos y tan famosos hombres, recompensó Dios, no sólo a la intención de estos insignes romanos con el premio que pretendían, sino que también nos propuso ejemplos necesarios para nuestra advertencia y utilidad espiritual, a fin de que, si no poseyésemos las virtudes a que comoquiera son tan parecidas éstas que los romanos ejercitaron por la gloria de la ciudad terrena, sino las tuviésemos por la ciudad de Dios, nos avergoncemos y confundamos; y si las tuviésemos, no nos, ensoberbezcamos. Porque, como dice el Apóstol. «no son dignas las pasiones de éste tiempo de la gloria que se ha de manifestar en nosotros»; pero para la gloria humana y la de este siglo, por bastante loable, y digna de imitación se tuvo la ejemplar vida que éstos hacían. Y por lo mismo también concedió Dios a los judíos que crucificaron a Jesucristo, revelándonos en el Nuevo Testamento lo que había estado encubierto en el Viejo, y manifestándonos que debemos adorar un solo D¡os, no por los beneficios terrenos y temporales que la Providencia divina, sin diferencia, distribuye entre los buenos y los malos, sino por la vida eterna, por los dones y premios perpetuos y por la compañía de la misma ciudad soberana, con muy justa razón, digo, concedió y entregó a los judíos a la gloria de los gentiles, para que éstos, que buscaron y consiguieron con la sombra de algunas virtudes de gloria terrena, venciesen a los que con sus grandes vicios quitaron afrentosamente la vida y despreciaron al dador y dispensador de la verdadera gloria y ciudad eterna.

CAPITULO XIX

De La diferencia que hay entre el deseo de gloria y el deseo de dominar

Pero hay notable diferencia entre el deseo de la gloria humana y el deseo del dominio y señorío; pues aunque sea fácil que el que gusta con exceso de la gloria humana apetezca también con gran vehemencia el dominio, con todo los que codician la verdadera gloria, aunque sea de las humanas alabanzas, procuran no disgustar a los que hacen recta estimación y discreción de las cosas; porque hay muchas circunstancias buenas en las costumbres, de las cuales muchos opinan bien y las estiman, no obstante que algunos no las posean, y procuran por ellas aspirar a la gloria, al imperio y al dominio, de quien dice Salustio que lo solicitan por el verdadero camino. Pero cualquiera que sin deseo de la gloria con que teme el hombre disgustar a los que hacen justa estimación de las cosas, desea el imperio y dominio, aun públicamente por manifiestas maldades, por lo general
procura alcanzar lo que apetece; y así el que anhela la adquisición de la gloria, una de dos: o la procura por el verdadero camino, o, a lo menos, por vía de cautelas y engaños, queriendo parecer bueno no siéndolo. Por eso es gran virtud del que
posee las virtudes menospreciar la gloria, porque el desprecio de ella está presente a los ojos de Dios, sin cuidar de descubrirse al juicio y aprecio de los hombres. Pues cualquiera acción que ejecutare a los ojos de los mortales, a fin de dar a entender que desprecia la gloria si creen que lo hace para mayor alabanza, esto es, para mayor gloria, no hay cómo pueda mostrar al juicio de los sospechosos que es su intención muy distinta de la que ellos imaginan. Mas el que vilipendia los juicios de los que le elogian, menosprecia también la temeridad de los maliciosos, cuya salvación, si él es verdaderamente bueno, no desprecia; porque es tan justo el que tiene las virtudes que dimanan del espíritu de Dios, que ama aun a sus mismos enemigos y de tal modo los estima, que a los maldicientes y que murmuran de él, corregidos y enmendados los desea tener por compañeros, no en la patria terrena, sino en la del Cielo, y por lo que se refiere a los que le alaban, aunque no, haya asunto de que ponderen sus virtudes; pero no deja de hacer caudal de que le amen, ni quiere engañar a éstos. cuando le elogian por no
engañarlos cuando le aman. Y por eso procura en cuanto puede que antes sea glorificado aquel señor de quien tiene el hombre todo lo que en él con razón puede engrandecer. Mas el que menosprecia la gloria y apetece el mando y señorío,
excede al de las bestias en crueldades y torpezas.
Y tales fueron algunos romanos, que después de haber dado a través con el anhelo de su reputación, no por eso se desprendieron del deseo insaciable del dominio. De muchos de éstos nos da noticia exacta la Historia; pero el que primero subió a la cumbre, y como a la torre de homenaje de este vicio, fue el emperador Nerón, tan disoluto y afeminado, que pareciera que no se podía temer de él operación propia de hombre, sino tan cruel que debería decirse con razón no podía haber en él sentimientos mujeriles si no se supiera. Ni tampoco estos tales llegan a ser príncipes y señores sino por la disposición de la divina Providencia, cuando a ella le parece que los defectos humanos merecen tales señores. Claramente lo dice Dios, hablando en los Proverbios, su infinita sabiduría: «Por mí reinan los reyes, y los tiranos por mí son señores de la tierra». Mas por cuanto por los tiranos no se dejarán de entender los reyes perversos y malos, y no según el antiguo modo de hablar, los poderosos, como dijo Virgilio: «Gran parte y segura prenda de la paz y amistad que deseo será para mi el haber tocado la diestra de vuestro tirano»; muy claramente se dice de Dios en otro lugar: «Que hace reine un príncipe malo por los pecados del pueblo»; por lo cual, aunque según mi posibilidad he declarado bastantemente la causa por qué Dios verdadero uno y justo, ayudó a los romanos que fueron buenos, según cierta forma de ciudad terrena, para que alcanzasen la gloria y extensión de tan grande Imperio; sin embargo, pudo haber también otra causa más secreta, y debió ser los diversos méritos del género humano, los cuales conoce Dios mejor que nosotros; y sea lo que fuere, con tal que conste entre todos los que son verdaderamente piadosos que ninguno, sin la verdadera piedad, esto es, sin el verdadero culto del verdadero Dios, puede tener verdadera virtud, y que ésta no es verdadera cuando sirve a la gloria humana; con todo, los ciudadanos que no lo son de la Ciudad Eterna, que en las divinas letras se llama la Ciudad de Dios, son más importantes y útiles a la ciudad terrena cuando tienen también esta virtud, que no cuando se hallan sin ella. Y cuando los que profesan verdadera religión viven bien y han cultivado esta ciencia de gobernar cl pueblo, por la misericordia de Dios alcanzan esta alta potestad, no hay felicidad mayor para las cosas humanas. Y estos tales, todas cuantas virtudes pueden adquirir en esta vida no las atribuyen sino a la divina gracia, que fue servida dárselas a los que las quisieron, creyeron y pidieron, y juntamente con esto saben lo mucho que les falta para llegar a la perfección de la justicia, cual la hay en la compañía de aquellos santos ángeles, para la cual se procuran disponer y acomodar. Y por más que se alabe y celebre, la virtud, que sin la verdadera religión sirve a la gloria de los hombres, en ninguna manera se debe comparar con los pequeños principios de los santos, cuya esperanza se funda y estriba en la divina misericordia.

CAPITULO XX

Que tan torpemente sirven las virtudes a la gloria humana como al deleite del cuerpo

Acostumbran los filósofos, que Ponen fin de la bienaventuranza humana en la misma virtud, para avergonzar a algunos otros de su misma profesión, que, aunque aprueban las virtudes, con todo, las miden con el fin del deleite corporal, pareciéndoles que éste se debe desear por sí mismo, y las virtudes por él; suelen, digo, pintar de palabra una tabla, donde esté sentado el deleite en un trono real como una reina delicada y regalada, a quien estén sujetas como criadas las virtudes, pendientes o colgadas de su boca, para hacer lo que les ordenare, mandando a la prudencia que busque con vigilancia arbitrio para que reine el deleite y se conserve; previniendo a la justicia que acuda con los beneficios que pueda para granjear las amistades que fueren necesarias para conseguir las comodidades corporales; que a nadie haga injuria, para que estando en su vigor las leyes, pueda el deleite vivir seguro; ordenando a la fortaleza que si al cuerpo le sobreviniere algún dolor, por el cual no le sea forzoso el morir, tenga a su señora, esto es, al deleite, fuertemente impreso en su imaginación, para que con la memoria de los pasados contentos y gustos alivie el rigor de la presente aflicción; prescribiendo a la templanza que se sirva moderadamente de los alimentos y de los objetos que le causaren gusto, de modo que por la demasía no turbe a la salud algún manjar dañoso, y padezca notable menoscabo el deleite. El mayor que hay le hacen igualmente consistir los epicúreos en la salud de cuerpo; y así las virtudes, con toda la autoridad de su gloria, servirán al deleite como a una mujercilla imperiosa y deshonesta.
Dicen que no puede idearse representación más ignominiosa y fea que esta pintura, ni que más ofenda a los ojos de los buenos, y dicen la verdad. Con todo, soy de dictamen no llegará la pintura bastantemente al decoro que se le debe, si también fijamos otro tal, adonde las virtudes sirvan a la gloria humana; porque, aunque esta gloria no sea una regalada mujer, con todo, es muy arrogante y tiene mucho de vanidad. Y así no será razón que la sirva lo sólido y macizo que tienen las virtudes, de manera que nada provea la prudencia, nada distribuya la justicia, nada sufra la fortaleza, nada modere la templanza, sino con el fin de complacer a los hombres y de que sirva al viento instable de la vanagloria. Tampoco se separarán de esta fealdad los que como vilipendiadores de la gloria no hacen caso de los juicios ajenos, se tienen por sabios y están muy pegados y complacidos de su ciencia Porque la virtud de éstos, si alguna tienen, en cierto modo se viene a sujetar a la alabanza humana, puesto que el que está agradado de sí mismo no deja de ser hombre; pero el que con verdadera religión cree y espera en Dios, a quien ama, más mira y atiende a las cualidades en que está desagradado de sí, que a aquéllas, si hay algunas en él, que no tanto le agraden a él cuanto a la misma verdad, y esto con que puede ya agradar, no lo atribuye sino a la misericordia de Aquel a quien teme desagradar, dándole gracias por los males de que le ha sanado, y suplicándole por la curación de los otros que tiene todavía por sanar.

CAPITULO XXI

Que la disposición del Imperio romano fue por mano del verdadero Dios, de quien dimana toda potestad, y con cuya providencia se gobierna todo

Siendo cierta, como lo es, esta doctrina, no atribuyamos la facultad de dar el reino y señorío sino al verdadero Dios, que concede la eterna felicidad en el reino de los Cielos a sólo los piadosos; y el reino de la tierra a los píos y a los impíos, como le agrada a aquel a quien si no es, con muy justa razón nada place. Pues, aunque hemos ya hablado de lo que quiso descubrirnos para que lo supiésemos, con todo, es demasiado empeño para nosotros, y sobrepuja sin comparación nuestras fuerzas querer juzgar de los secretos humanos y examinar con toda claridad los méritos de los reinos. Así que aquel Dios verdadero que no deja de juzgar ni de favorecer al linaje humano, fue el mismo que dio el reino a los romanos cuando quiso y en cuanto quiso, y el que le dio a los asirios, y también a los persas, de quienes dicen sus historias adoraban solamente a dos dioses, uno bueno y otro malo; por no hacer referencia ahora del pueblo hebreo, de quien ya dije lo que juzgué suficiente, y cómo no adoró sino a un solo Dios, y en qué tiempo reinó. El que dio a los persas mieses sin el culto de la diosa Segecia, el que les concedió tantos beneficios y frutos de la tierra sin intervenir el culto prestado a tantos dioses como éstos multiplican, dando a cada producción el suyo, y aun a cada una muchos, el mismo también les dio el reino sin la adoración de aquéllos, por cuyo culto creyeron éstos que vinieron a reinar. Y del mismo modo les dispensó también a los hombres, siendo el que dio el reino a Mario el mismo que le dio a Cayo César; el que a Augusto, el mismo también a Nerón; el que a los Vespasianos, padre e hijo, benignos y piadosos emperadores, el mismo le dio igualmente al cruel Domiciano; y ¿por qué no vamos discurriendo por todos
en particular? El que le dio al católico Constantino, el mismo le dio al, apóstata Juliano, cuyo buen natural le estragó por el anheló y codicia de reinar una sacrílega y abominable curiosidad. En estos vanos pronósticos y oráculos esta enfrascado este impío monarca cuando, asegurado en la certeza de la victoria, mandó poner fuego a los bajeles en que conducía el bastimento necesario para sus soldados; después, empeñándose con mucho ardimiento en empresas temerarias e imposibles, y muriendo a manos de sus enemigos en pago de su veleidad, dejó su ejército en tierra enemiga tan escaso de vituallas y víveres, que no pudieron salvarse ni escapar de riesgo tan inminente si, contra el buen agüero del dios Término, de quien tratamos en el libro pasado, no demudaran los términos y mojones del Imperio romano; porque el dios Término, que no quiso ceder a Júpiter, cedió a la necesidad. Estos sucesos, ciertamente, sólo el Dios verdadero los rige y gobierna como le agrada. Y aunque sea con secretas y ocultas causas, ¿hemos, por ventura, de imaginar por eso que son injustas?

CAPITULO XXII

Que los tiempos y sucesos de las guerras penden de la voluntad de Dios

Y así como está en su albedrío, justos juicios y misericordia el atribular o consolar a los hombres, así también está en su mano el tiempo y duración de las guerras, pudiendo disponer libremente que unas se acaben presto y otras más tarde. Con invencible presteza y brevedad concluyó Pompeyo la guerra contra los piratas, y Escipión la tercera guerra púnica, y también la que sustentó contra los fugitivos gladiadores, aunque con pérdida de muchos generales y dos cónsules romanos, y con el quebranto y destrucción miserable de Italia; no obstante que al tercer año, después de haber concluido y acabado muchas conquistas, se finalizó. Los Picenos, Marios y Pelignos, no ya naciones extranjeras, sino italianas, después de haber servido largo tiempo y con mucha afición bajo el yugo romano, sojuzgando muchas naciones a este Imperio, hasta destruir a Cartago, procuraron recobrar su primitiva libertad. Y esta guerra de Italia, en la que muchas veces fueron vencidos los romanos, muriendo dos cónsules y otros nobles senadores, con todo, no duró mucho, porque se acabó al quinto año; pero la segunda guerra púnica, durando dieciocho años, con terribles daños y calamidades de la República, quebrantó y casi consumió las fuerzas de Roma; porque en solas dos batallas murieron casi 70,000 de los romanos. La primera guerra púnica duró veintitrés años, y la mitridática, cuarenta.
Y porque nadie juzgue que los primeros ensayos de los romanos fueron más felices y poderosos para concluir más presto las guerras en aquellos tiempos pasados, tan celebrados en todo género de virtud, la guerra samnítica duró casi cincuenta años, en la que los romanos salieron derrotados, que los obligaron a pasar debajo del yugo. Mas por cuanto no amaban la gloria por la justicia, sino que parece amaban la justicia por la gloria, rompieron dolorosamente la paz y concordia que ajustaron con sus enemigos.
Refiero esta particularidad, porque muchos que no tienen noticia exacta de los sucesos pasados, y aun algunos que disimulan lo que saben, si advierten que en los tiempos cristianos dura un poco más tiempo alguna guerra, luego con extraordinaria arrogancia se conmueven contra nuestra religión, exclamando que si no estuviera ella en el mundo y se adoraran los dioses con la religión antigua, que ya la virtud y el valor de los romanos, que con ayuda de Marte y Belona acabó con tanta rapidez tantas guerras, también hubiera concluido ligeramente con aquélla. Acuérdense, pues, los que lo han leído cuán largas y prolijas guerras sostuvieron los antiguos romanos, y cuán varios sucesos y lastimosas pérdidas. según acostumbra a turbarse el mundo, como un mar borrascoso con varias tempestades, que motivan semejantes trabajos confiesen al fin lo que no quieren, y dejen de mover sus blasfemas lenguas contra Dios, de perderse a sí mismo y de engañar a los ignorantes.

CAPITULO XXIII

De la guerra en que Radagaiso, rey de los godos, que adoraba a los demonios, en un día fue vencido con su poderoso ejército

Pero lo que en nuestros tiempos, y hace pocos años, obró Dios con admiración universal y ostentando su infinita misericordia, no sólo no lo refieren con acción de gracias, sino que cuanto es en sí procuran sepultarlo en el olvido, si fuese posible, para que ninguno tenga noticia de ello. Este prodigio, si nosotros le pasásemos también en silencio, seríamos tan ingratos como ellos.
Estando Radagaiso, señor de los godos, con un grueso y formidable ejército cerca de Roma, amenazando a las cervices de los romanos su airada segur, fue roto y vencido en un día con tanta presteza, que sin haber ni un solo muerto, pero ni aun un herido entre los romanos, murieron más de 100,000 de los godos; y siendo Radagaiso hecho prisionero, pagó con la vida la pena merecida por su atentado. Y si aquel que era tan impío entrara en Roma con tan numeroso y feroz ejército, ¿a quién perdonara? ¿A qué lugares de mártires respetara? ¿En qué persona temiera a Dios, cuya sangre no derramara, cuya castidad no violara? ¿Y qué de bondades publicaran éstos en favor de sus dioses? ¿Con cuánta arrogancia nos dieran en rostro que por eso había vencido, por eso había sido tan poderoso, porque cada día aplacaba y granjeaba la voluntad de los dioses con sus sacrificios, que no permitía a los romanos ofrecer la religión cristiana: pues aproximándose ya al lugar donde por permisión divina fue vencido, corriendo entonces su fama por todas partes, oí decir en Cartago que los paganos creían, esparcían y divulgaban que él, por tener a sus dioses por amigos y protectores, a quienes era notorio que sacrificaba diariamente, no podía, de ningún modo ser vencido por los que no hacían semejantes sacrificios a los dioses romanos ni permitían que nadie los hiciera?
Y dejan los miserables de ser agradecidos a una tan singular misericordia de Dios como ésta; pues habiendo determinado castigar con la invasión de los bárbaros la mala vida y costumbres de los hombres dignos de otro mayor castigo, templó su indignación con tanta mansedumbre, que permitió ante todas cosas que milagrosamente Radagaiso fuese vencido, para que no se diese la gloria, para derribar los ánimos de los débiles a los demonios, a quienes constaba que él rendía culto y adoración. Y, además de esto, siendo después entrada Roma por aquellos bárbaros, hizo que, contra el uso y costumbre de todas las guerras pasadas, los mismos amparasen, por reverencia a la religión cristiana, a los que se acogían a los lugares santos, los cuales eran tan contrarios por respeto del nombre cristiano a los mismos demonios y a los ritos de los impíos sacrificios en que el otro confiaba, que parecía que sustentaban más cruel y sangrienta la guerra con ellos que con los hombres; con cuyos prodigiosos triunfos, el verdadero Señor y Gobernador del mundo, primeramente, castigó a los romanos con misericordia, y después, venciendo maravillosamente a los que sacrificaban a los demonios, demostró que aquellos sacrificios no eran necesarios para conseguir el remedio en las presentes calamidades, sólo con el loable objeto de que los que no fuesen muy obstinados y pertinaces, sino que con prudencia considerasen el milagro, no abdicasen la verdadera religión por los infortunios y necesidades presentes; antes la tuviesen más asidua con la fidelísima esperanza de alcanzar la vida eterna.

CAPITULO XXIV

Cuán verdadera y grande sea la felicidad de los emperadores cristianos

Tampoco decimos que fueron dichosos y felices algunos emperadores cristianos porque reinaron largos años, porque muriendo con muerte apacible dejaron a sus hijos en el Imperio, porque sujetaron a los enemigos de la República, o porque pudieron no sólo guardarse de sus ciudadanos rebeldes, que se habían levantado contra ellos, sino también oprimirlos. Porque estos y otros semejantes bienes o consuelos de esta trabajosa vida también los merecieron y recibieron algunos idólatras de los demonios que no pertenecen al reino de Dios, al que pertenecen éstos. Y esto lo permitió por su misericordia, para que los que creyeren en él no deseasen ni le pidiesen estas felicidades como sumamente buenas. Sin embargo, los llamamos felices y dichosos; cuando reinan justamente, cuando entre las lenguas de los que los engrandecen y entre las sumisiones de los que humildemente los saludan no se ensoberbecen, sino que se acuerdan y conocen que son hombres; cuando hacen que su dignidad y potestad sirva a la Divina Majestad para dilatar cuanto pudiesen su culto y religión; cuando temen, aman y reverencian a Dios; cuando aprecian sobremanera aquel reino donde no hay temor de tener consorte que se le quite; cuando son tardos y remisos en vengarse y fáciles en perdonar; cuando esta venganza la hacen forzados de la necesidad del gobierno y defensa de la República, no por Satisfacer su rencor, y cuando le conceden este perdón, no porque el delito quede sin castigo, sino por la esperanza que hay de corrección; cuando lo que a veces, obligados, ordenan ,con aspereza y rigor lo recompensan con la blandura y suavidad de la misericordia, y con la liberalidad y largueza de las mercedes y beneficios que hacen; cuando los gustos están en ellos tanto más a raya cuanto pudieran ser más libres; cuando gustan más de ser señores de sus apetitos que de cualesquiera naciones, y cuando ejercen todas estas virtudes no por el ansia y deseo de la vanagloria, o por el amor de la felicidad eterna; cuando, en fin, por sus pecados no dejan de ofrecer sacrificios de humildad, compasión y oración a su verdadero Dios. Tales emperadores cristianos como éstos decimos que son felices, ahora en esperanza, y después realmente cuando viniere el cumplimiento de lo que esperamos.

CAPITULO XXV

De las prosperidades que Dios dio al cristiano emperador Constantino

La bondad de Dios, a fin de que los hombres que tenían creído debían adorarle por la vida eterna no pensasen que ninguno podía conseguir las dignidades y reinos de la tierra, sino los que adorasen a los demonios, porque estos espíritus en semejantes asuntos pueden mucho, enriqueció al emperador Constantino, que no tributaba adoración a los demonios, sino al mismo Dios verdadero, de tantos bienes terrenos cuantos nadie se atreviera a desear. Concedióle asimismo que fundase una ciudad, compañera del Imperio romano, como hija de la misma Roma; pero sin levantar en ella templo ni estatua alguna consagrados a los demonios, reinó muchos años, poseyó y conservó siendo él solo emperador augusto de todo el orbe romano; en la administración y dirección de la guerra fue feliz y victorioso; en oprimir los tiranos tuvo grande prosperidad. Cargado de años, murió de los achaques de la vejez, dejando a sus hijos por sucesores en el Imperio. Además, para que ningún emperador apeteciese profesar el cristianismo por el interés de alcanzar la felicidad de Constantino, debiendo ser cada uno cristiano sólo por hacerse digno de conseguir la vida eterna, se llevó mucho antes, a Joviano que a Juliano, permitiendo que Graciano muriese a manos del hierro cruel, aunque con más humanidad que el gran Pompeyo, que adoraba a los dioses romanos; porque a aquél no le pudo vengar a Catón, a quien dejó en cierto modo por sucesor en la guerra civil; pero a éste, aunque las almas piadosas no tengan necesidad de semejantes consuelos, le vengó Teodosio, a quien había tomado por compañero en el Imperio, no obstante tener un hermano pequeño, deseando más amistad sincera que mando despótico.

CAPITULO XXVI

De la fe y, religión del emperador Teodosio

Y así Teodosio, en vida, no sólo le guardó la fe que le debía, sino también después de muerto; porque habiendo Máximo, que fue el que le dio a él la muerte, echado del Imperio a Valentiniano, su hermano, que era aún muy pequeño, Teodosio, como cristiano, acogió al huérfano y pupilo, asociándole en la parte de su Imperio; amparó con afecto de padre al que desamparado de todos los auxilios humanos, sin dificultad alguna, podía quitarle de delante, si reinara en su corazón más la codicia de extender su Imperio y señorío que el deseo de hacer bien. Y así, acogiéndole y conservándole la dignidad imperial, le alentó más y consoló con toda clase de delicadezas y atenciones. Después, notando que con aquella deliberación se había hecho Máximo muy terrible, áspero y cruel, en el mayor aprieto y angustias que le causaban sus cuidados, no acudió a las curiosidades sacrílegas e ilícitas; antes, por el contrario, envió su embajada a un santo varón que habitaba en el yermo de Egipto, llamado Juan, el cual, por la fama que corría de él, entendía que era siervo muy estimado de Dios, y que tenía espíritu de profecía, de quien tuvo aviso cierto de que vencería a su enemigo; luego, habiendo muerto al tirano Máximo, restituyó al joven Valentiniano, con una reverencia llena de misericordia, en la parte de su Imperio de que le habían despojado. Y muerto éste dentro de breve tiempo, ya fuese por asechanzas o por cualquier otro motivo, o bien por casualidad, lleno de confianza por la respuesta profética que había recibido, venció y oprimió a otro tirano, llamado Eugenio, que en lugar de Valentiniano había sido elegido ilegítimamente en el Imperio, peleando contra su formidable ejército más con la oración que con la espada. A soldados que se hallaban presentes al referir que les sucedió arrancarles de las manos las armas arrojadizas, corriendo un viento furiosísimo de la parte de Teodosio contra los enemigos, el cual no sólo les arrebataba violentamente todo lo que arrojaban, sino que los mismos dardos que les tiraban se volvían contra los que los esgrimían; por los cual, también el poeta Claudiano, aunque enemigo del nombre de Cristo, con todo, en honra y alabanza suya, dijo: «¡Oh, sobremanera regalado y querido de Dios, por quien el cielo y los vientos conjurados al son de las trompetas acuden en su favor!»
Habiendo conseguido la victoria, como lo había creído y dicho, hizo derribar una estatua de Júpiter, que contra él, no sé con qué ritos, se había consagrado y colocado en los Alpes; y como los rayos que tenían estas imágenes eran de oro, y diciendo sus adalides entre las burlas que permitía aquella alegría, que quisieran ser heridos de aquellos rayos, se les concedió la petición con júbilo y benignidad. A los hijos de sus enemigos que habían muerto, no ya por orden suya, sino arrebatados del ímpetu y furia de la guerra, acogiéndose, aun no siendo cristianos, a la Iglesia, con esta ocasión quiso que fuesen cristianos, y como tales los amó con caridad cristiana, y no sólo no les quitó la hacienda, sino que los acrecentó y honró con oficios y dignidades. No permitió después de la victoria que ninguno con este motivo se pudiese vengar de sus particulares enemistades. En las guerras civiles no se portó como Cinna, Mario, Sila y otros semejantes, que después de acabadas no quisieron que se terminasen, antes tuvo más pena de verlas comenzadas que ánimo de que, concluidas, fuesen en daño de ninguno.
Entre todas estas revoluciones, desde su ingreso en el Imperio, no deja de ayudar y socorrer a las necesidades de la Iglesia promulgando leyes justas y benignas, la cual el hereje emperador Valente, favoreciendo a los arrianos, había afligido en extremo, y se preciaba más de ser miembro de esta Iglesia que de reinar en la tierra. Mandó que se derribasen los ídolos de los gentiles, sabiendo bien que ni aun los bienes de la tierra están en mano de los demonios, sino en la del verdadero Dios. ¿Y qué acción hubo más admirable que su religiosa humildad? Fue el caso que se vio obligado por el pueblo, a instancias de algunos. que andaban a su lado, a. castigar un grave crimen que cometieron los tesalónicos, a quienes ya por intercesión de algunos obispos había prometido el perdón. Por esto fue corregido conforme al estilo de la disciplina eclesiástica, y fue tal su compunción que, rogando a Dios el pueblo por él, más lágrimas derramó viendo postrada en la tierra la majestad del emperador que temor había manifestado cuando le vio cegado por la ira.
Estas admirables acciones y otras buenas obras hizo que sería largo referirlas, llevando siempre consigo el desprendimiento del humo temporal de cualquier gloria y lisonja humana, de cuyas buenas operaciones el premio es la eterna felicidad, la cual sólo da Dios a los verdaderamente piadosos Pero todas las demás cualidades, ya, sean las más celebradas fortunas o los subsidios necesarios de ésta vida, como son el mismo mundo, la luz, el aire, la tierra, el agua, los frutos, el alma del mismo hombre, el cuerpo, los sentidos, el espíritu y la vida lo da Dios a los buenos y a los malos, en lo cual se incluye también cualquiera grandeza o exaltación al trono, lo cual dispensa igualmente este gran Dios según lo piden los tiempos.
Según esto, advierto que únicamente me resta responder a aquellos que, refutados y convencidos con manifiestas razones y documentos, con que se demuestra evidentemente que para la obtención de estas felicidades temporales, que solos los necios desean tener, no aprovecha el número crecido de los dioses falsos, procuran, no obstante, defender que se deben adorar esos númenes, no por el provecho y comodidad de la vida presente, sino por la futura que se espera después de la muerte. Pues a los que por las amistades mundanas quieren adorar vanidades, y se quejan que no los permiten entregarse a los gustos y bagatelas de los sentidos, me parece que en estos cinco libros les hemos respondido lo necesario. De los cuales, habiendo sacado a luz los tres primeros, y empezando a andar ya en manos de muchos, oí decir que algunos habían tomado la pluma y disponían no sé qué respuesta contra ellos. Después me informaron asimismo que habían escrito, pero que aguardaban tiempo para darlo al público a su salvo; a los cuales advierto que no deseen lo que no les está. bien, porque es muy fácil parecer que ha respondido uno con no haber querido callar.
Y ¿qué cosa hay más locuaz y sobrada de palabras que la vanidad? La cual no por eso puede lo que la verdad; pues si quisiera, puede también dar muchas más voces que la verdad; si no, considérenlo todo muy bien, y si acaso, mirándolo sin
pasión de las partes, les pareciere que es de tal calidad que más pueden echarlo a barato que desbaratarlo con su procaz locuacidad y con su satírica y ridícula liviandad, repórtense y den de mano a sus vaciedades, y quieran más ser antes corregidos por los prudentes que alabados por los imprudentes. Porque si aguardan tiempo, no para decir libremente la verdad, sino para tener licencia de decir mal, Dios los libre de que les suceda lo que dice Tulio de uno, que por la licencia que tenía de pecar se llamaba feliz. ¡Oh miserable del que tuvo semejante licencia para pecar! Y así cualquiera que imaginare que es feliz por la licencia que tiene de maldecir, será mucho más dichoso si de ningún modo usare de tal permiso pudiendo aún ahora, dejando aparte la vanidad de la arrogancia, como con pretexto de querer saber la verdad, contradecir cuanto quisiere y cuanto fuere posible oír y saber honesta, grave y libremente lo que hace al caso de boca de aquellos con quienes, confiriéndolo en sana paz, lo preguntaren.