Libro Tercero.

Calamidades de Roma antes de Cristo



CAPITULO PRIMERO. De las adversidades que sólo temen los malos, y que siempre ha padecido el mundo mientras adoraba a los dioses
CAPITULO II. Si los dioses a quienes los romanos y griegos adoraban de un mismo modo tuvieron causas para permitir la destrucción de Troya
CAPITULO III. Que no fue posible que se ofendiesen los dioses con el adulterio de Paris, siendo cosa muy usada entre ellos, como dicen
CAPITULO IV. Del parecer de Varrón, que dijo era útil se finjan los hombres nacidos de los dioses
CAPITULO V. Que no se prueba que los dioses castigaron el adulterio de Paris, pues en la madre de Rómulo le dejaron sin castigo
CAPITULO VI. Del parricidio de Rómulo, no vengado por los dioses
CAPITULO VII. De la destrucción de Ilion, asolada por Fimbria, capitán de Mario
CAPITULO VIII. Si fue prudente encomendarse Roma a los dioses de Troya
CAPITULO IX. Si la paz que hubo en tiempo de Numa se debe creer que fue obra de los dioses
CAPITULO X. Si se debió desear que el imperio romano creciese con tan rabiosas guerras, pudiendo estar seguro, con lo que creció en tiempo de Numa
CAPITULO XI. De la estatua de Apolo Cumano, cuyas lágrimas se creyó que pronosticaron la destrucción de los griegos por no poderles ayudar
CAPITULO XII. Cuántos dioses añadieron los romanos, fuera de los que hizo Numa, cuya multitud no les ayudó ni sirvió de nada
CAPITULO XIII. Con que derecho y capitulaciones alcanzaron los romanos las primeras mujeres en casamiento
CAPITULO XIV. De la injusta guerra que los romanos hicieron a los albanos y de la victoria que alcanzaron por codicia de reinar
CAPITULO XV. Cuál fue la vida y el fin que tuvieron los reyes de los romanos
CAPITULO XVI. De los primeros cónsules que tuvieron los romanos; cómo el uno de ellos echó al otro de su patria, y después de haber cometido en Roma enormes, parricidios, murió dando la muerte a su enemigo
CAPITULO XVII. De las calamidades que padeció la República romana después que comenzó el imperio de los cónsules, sin que la favoreciesen los dioses que adoraba
CAPITULO XVIII. Cuán graves calamidades afligieron a los romanos en tiempo de las guerras púnicas, habiendo deseado y pedido en balde el auxilio y favor de sus dioses
CAPITULO XIX. De los trabajos de la segunda guerra púnica, en que gastaron las fuerzas de una y otra parte
CAPITULO XX. De la destrucción de los saguntinos, a los cuales, muriendo por conservar la amistad de los romanos, no les socorrían los dioses de los romanos
CAPITULO XXI. De la ingratitud que usó Roma con Escipión, su libertador, y las costumbres que hubo en ella, cuando cuenta Salustio que era muy buena
CAPITULO XXII. Del edicto del rey Mitrídates, en que mandó matar a todos los ciudadanos romanos que se hallasen en Asia
CAPITULO XXIII. De los males interiores que padeció la República romana con un prodigio que precedió, que fue rabiar todos los animales de que se sirve ordinariamente el hombre
CAPITULO XXIV. De la discordia civil causada por las sediciones de los gracos
CAPITULO XXV. Del templo que edificaron por decreto del Senado a la Concordia en el lugar donde las sediciones y muertes tuvieron lugar
CAPITULO XXVI. De las diversas suertes de guerras que se siguieron después que edificaron el templo de la Concordia
CAPITULO XXVII. De las guerras civiles entre Mario y Sila
CAPITULO XXVIII. Cuál fue la victoria de Sila, que fue la que vengó la crueldad de Mario
CAPITULO XXIX. Compara la entrada de los godos con las calamidades que padecieron los romanos, así de los galos como de los autores y caudillos de las guerras civiles
CAPITULO XXX. De la conexión de muchas guerras que precedieron antes de la venida de Jesucristo
CAPITULO XXXI. Con qué poco pudor imputan a Cristo los presentes desastres aquellos a quienes no se les permite que adores a sus dioses, habiendo habido tantas calamidades en el tiempo que los adoraban


CAPITULO PRIMERO. De las adversidades que sólo temen los malos, y que siempre ha padecido el mundo mientras adoraba a los dioses

Ya me parece que hemos dicho lo bastante de los males de las costumbres y de los del alma, que son de los que principalmente nos debemos guardar y cómo los falsos dioses no procuraron favorecer al pueblo que los adoraba, a fin de que no fuese oprimido con tanta multitud de males; antes, por el contrario, pusieron todo su esfuerzo en que gravemente fuese afligido. Ahora me resta decir de los males que éstos no quieren padecer, como son el hambre, las enfermedades, la guerra, el despojo de sus bienes, ser cautivos y muertos, y otras calamidades semejantes a éstas que apuntamos ya en el libro primero, porque éstas sólo los malos tienen por calamidades, no siendo ellas las que los hacen malos; ni tienen pudor (entre las cosas buenas que alaban) en ser malos los mismos que las engrandecen, y más les pesa una mala silla donde descansar que mala vida, como si fuera el sumo bien del hombre tener todas las cosas buenas fuera de sí mismo. Pero ni aun de estos males que solamente temen los excusaron o libraron sus dioses cuando libremente los adoraban, porque, cuando en diferentes tiempos y lugares, padecía el linaje humano innumerables e increíbles calamidades antes de la venida de nuestro redentor Jesucristo, ¿qué otros dioses que éstos adoraba todo el Universo, a excepción del pueblo hebreo y algunas personas de fuera de este mismo pueblo, dondequiera que por oculto y justo juicio de Dios merecieron los tuviese de su mano la divina gracia? Mas por no ser demasiado largo omitiré los gravísimos males de todas las demás naciones, y sólo referiré lo que pertenece a Roma y al romano Imperio, esto es, propiamente a la misma ciudad, y todo lo que las demás, que por todo el mundo estaban confederadas con ella o sujetas a su dominio, padecieron antes de la venida de Jesucristo, cuando ya pertenecían, por decirlo así, al cuerpo de su República.

CAPITULO II. Si los dioses a quienes los romanos y griegos adoraban de un mismo modo tuvieron causas para permitir la destrucción de Troya

Primeramente la misma Troya o Ilion, de donde trae su origen el pueblo romano (porque no es razón que lo omitamos o disimulemos, como lo insinué en el libro primero, capítulo IV), teniendo y adorando unos mismos dioses, ¿por qué fue vencida, tomada y asolada por los griegos? Príamo, dice Virgilio, pagó el juramento que quebrantó su padre Laomedonte; luego es cierto que Apolo y Neptuno sirvieron a Laomedonte por jornal, pues aseguran les prometió pagarles su trabajo y que se lo juró falsamente. Me causa admiración que Apolo, famoso adivino, trabajase en una obra tan grande, y no previese que Laomedonte no había de cumplirle lo pactado; aunque no era justo que tampoco Neptuno, su tío, hermano y rey del, mar, ignorase las cosas futuras, pues a éste le introduce Homero presagiando gloriosos sucesos de la descendencia de Eneas, cuyos sucesores vinieron a ser los que fundaron a Roma, habiendo vivido, según dice el mismo poeta, antes de la fundación de aquella ciudad, a quien también arrebató en una nube, como dice, porque no le matase Aquiles; deseando, por otra parte, trastornar desde los fundamentos los muros de la fementida Troya que había fabricado con sus manos, como confiesa Virgilio. No sabiendo, pues, dioses tan grandes, Neptuno y Apolo, que Laomedonte les había de negar el premio de sus tareas, edificaron graciosamente a unos ingratos los muros de Troya. Adviertan no sea peor creer en tales dioses que el no haberles guardado el juramento hecho por ellos, porque eso, ni aun el mismo Homero lo creyó fácilmente, pues pinta a Neptuno peleando contra los troyanos y a Apolo en favor de éstos, diciendo la fábula que el uno y el otro quedaron ofendidos por la infracción del juramento. Luego si creen en tales fábulas, avergüéncense de adorar a semejantes dioses, y si no las creen, no nos aleguen los perjurios troyanos, o admírense de que los dioses castigasen a los perjuros troyanos y de que amasen a los romanos. Porque, ¿de dónde diremos provino que la conjuración de Catilina, formada en una ciudad tan populosa como relajada, tuviese asimismo tan grande número de personas que la siguiesen, si no de la mano y la lengua que sustentaba la fuerza de la conspiración, con el perjurio o con la sangre civil? ¿Y qué otra cosa hacían los senadores tantas veces sobornados en los juicios, tantas el pueblo en los sufragios o en las causas que ante él pasaban, por medio de las arengas que les hacían, sino perjurar también? Porque en la época en que florecían costumbres tan detestables se observaba el antiguo rito de jurar, no para guardarse de pecar con el miedo o freno de la religión, sino para añadirles perjurios al crecido número de los demás crímenes.

CAPITULO III. Que no fue posible que se ofendiesen los dioses con el adulterio de Paris, siendo cosa muy usada entre ellos, como dicen

Así que no hay causa legítima por la cual los dioses que sostuvieron, como dicen, aquel Imperio, probándose que fueron vencidos por los griegos, nación más poderosa que ellos, se finjan enojados contra los troyanos porque no les guardaron el juramento: ni tampoco (como algunos los defienden) se irritaron por el adulterio de Paris para dejar a Troya, en atención a que ellos suelen ser autores y maestros (no vengadores) de los más horrendos crímenes. «La ciudad de Roma (dice Salustio), según yo lo he entendido, la fundaron y poseyeron al principio los troyanos, que, fugitivos de su patria con el caudillo Eneas, andaban vagando por la tierra sin tener aún asiento fijo»; luego si los dioses creyeron conveniente vengar el adulterio de Paris fuera razón que le castigaran antes los troyanos o también en los romanos, supuesto que la madre de Eneas fue la que cometió este crimen: ¿y por qué motivo condenaban en Paris aquel pecado los que disimulaban en Venus su crimen con Anquises, que produjo el nacimiento de Eneas? ¿Fue acaso porque aquél se hizo contra la voluntad de Menelao, y éste con el beneplácito de Vulcano? Pero yo creo que los dioses no son tan celosos de sus mujeres, que no gusten de comunicarlas a los hombres. Acaso parecerá que voy satirizando las fábulas y que no trato con gravedad causa de tanto momento; luego no creamos, si os parece, que Eneas fue hijo de Venus, y esto es lo que os concedo, con tal que tampoco se diga que Rómulo fue hijo de Marte; y si éste lo es, ¿por qué no lo ha de ser el otro? ¿Por ventura es ilícito que los dioses se mezclen con las, mujeres de los hombres, y es lícito que los hombres se mezclen con las diosas? Dura e increíble condición que lo que por derecho de Venus le fue lícito a Marte, esto, en su propio derecho, no lo sea lícito a la misma Venus. Con todo, lo uno y lo otro está admitido y confirmado por autoridad romana, porque no menos creyó el moderno César era Venus su abuela, que el antiguo Rómulo ser Marte su padre.

CAPITULO IV. Del parecer de Varrón, que dijo era útil se finjan los hombres nacidos de los dioses

Dirá alguno: ¿y crees tú esto?, y yo respondo que de ninguna manera lo creo. Pues aun su docto Varrón, aunque no lo afirma con certeza, con todo, casi confiesa que es falso. Dice que interesa a las ciudades que las personas de valor, a pesar de ser falso, se tengan por hijos de los dioses, para que de este modo el corazón humano, como alentado con la confianza de la divina estirpe, emprenda con mayor ánimo y denuedo las acciones grandes, las examine con más madurez y eficacia y con la misma seguridad las acabe más felizmente. Este dictamen de Varrón, referido como pude con mis palabras, ya veis cuán grande portillo abre a la falsedad, cuando entendamos que se pudieron ya inventar y fingir muchas ceremonias sagradas, y como religiosas, cuando pensemos que aprovechan e importan a los ciudadanos romanos las mentiras aun sobre los mismos dioses.

CAPITULO V. Que no se prueba que los dioses castigaron el adulterio de Paris, pues en la madre de Rómulo le dejaron sin castigo

Pero si pudo Venus con Anquises parir a Eneas, o Marte de la unión con la hija de Numitor engendrar a Rómulo, dejémoslo por ahora, porque casi otra semejante cuestión se origina igualmente de nuestras Escrituras, cuando se pregunta si los ángeles prevaricadores se juntaron con las hijas de los hombres, de donde nacieron unos gigantes, esto es, unos hombres de estatura elevada y fuertes, con que se pobló entonces la tierra. Pero, entre tanto, nuestro discurso abrazará lo uno y lo otro; porque si es cierto lo que entre ellos se lee de la madre de Eneas y del padre de Rómulo, ¿cómo pueden los dioses enfadarse de los adulterios de los hombres, sufriéndolos ellos entre sí con tanta conformidad? Y si es falso, tampoco pueden enojarse de los verdaderos adulterios humanos los que se deleitan aun de los suyos fingidos, y más que si el crimen de Marte no se cree, tampoco puede creerse el de Venus. Así que con ningún ejemplo divino, se puede defender la causa de la madre de Rómulo, en atención a que Silvia fue sacerdotisa vestal, y por eso debieran los dioses vengar antes este crimen sacrílego contra los romanos que el adulterio de Paris contra los troyanos. Era, pues, un delito tan execrable entre los antiguos romanos éste, que enterraban vivas a las sacerdotisas vestales, convencidas de deshonestidad; y a las mujeres adúlteras, aunque las afligían lo bastante, con todo, no era con ningún género de muerte cruel, pero acostumbraban a castigar con más rigor a los que pecaban contra los sagrarios divinos, que no a los que manchaban los lechos humanos.

CAPITULO VI. Del parricidio de Rómulo, no vengado por los dioses

Y añado otra circunstancia, y es que, si tanto se irritaron los dioses de los pecados de los hombres, que ofendidos del rapto de Paris asolaron a Troya a sangre y fuego, pudiera moverles. Más contra los romanos la muerte impía del hermano de Rómulo, que contra los troyanos la burla hecha al esposo griego: sin duda más debía irritarles el parricidio cometido en una ciudad recién fundada, que el adulterio de la que ya reinaba, cuya investigación nada importa para el asunto que ahora tratamos; esto es, si el asesinato le mandó hacer Rómulo, o si le ejecutó él mismo, lo cual muchos lo niegan sin reflexión, otros por vergüenza lo ponen en duda, y algunos de pena disimulan. Y para que no nos detengamos en averiguar con demasiada diligencia esta circunstancia, atendiendo a los testimonios de tantos escritores, consta claramente que mataron al hermano de Rómulo, no los enemigos, ni los extraños, sino el mismo Rómulo, que ejecutó por sí mismo el fratricidio, o mandó se hiciese; y aun cuando así fuese, parece tuvo mejor derecho para decretarlo, pues Rómulo era el primer jefe y legislador de los romanos, y Paris no lo era de los troyanos. ¿Por qué razón provocó la ira de los dioses contra los troyanos aquel que robó la mujer ajena y Rómulo, que mató a su hermano, excitó y convidó a los mismos dioses a que tomasen sobre sí la tutela y amparo de los romanos? Y si este delito ni le cometió ni le mandó ejecutar Rómulo, no obstante que la trasgresión era digna de castigo, toda la ciudad fue la que le hizo, porque toda pasó por él y no hizo caso de él; y no mató precisamente a su hermano, sino lo que es más notable, a su mismo padre; en atención a que el uno y el otro fue su fundador, y quitando al uno alevosamente la vida no le dejaron reinar, creo que no hay para qué insinuar el castigo que mereció Troya para que la desamparasen los dioses, y así pudiese perecer, y el bien que mereció Roma para que hiciesen en ella asiento los dioses y pudiese creer, a no ser que digamos que, vencidos, huyeron de Troya y se vinieron a Roma para engañar también a estos nuevos fundadores de la República romana; sin embargo, de que es más cierto el que se quedaron en Troya para engañar, como suelen, a los que habían de ir a vivir en aquellas tierras, y ejercitando en Roma los mismos artificios de sus retiradas seducciones, fueron ensalzadas con mayores glorias, siendo adorados con extraordinarios honores.

CAPITULO VII. De la destrucción de Ilion, asolada por Fimbria, capitán de Mario

Y para explicarnos con más sencillez, decimos que, cuando ya pululaban las guerras civiles, ¿en qué había pecado la miserable ciudad de Ilion para que Fimbria, hombre facineroso del bando y parcialidad de Mario, la asolase con mayor fiereza e inhumanidad que antiguamente lo hicieron los griegos? Entonces al menos escaparon muchos huyendo, y muchos hechos cautivos a lo menos vivieron, aunque en servidumbre; pero Fimbria mandó, ante todo promulgar un bando por el cual ordenaba que a ninguno se perdonase, y así quemó y abrasó toda la ciudad y sus moradores. Este impío decreto se mereció la ciudad de Ilion, no por mano de los griegos, a quienes había irritado con sus maldades, sino por la de los romanos, a quienes había propagado con sus calamidades, no favoreciendo para estorbar tantas desgracias los dioses que los unos y los otros comúnmente adoraban, o lo que es más cierto, no pudiendo ayudarles en infortunio tan grave. ¿Acaso entonces, desamparando sus sagrarios y aras se habían ausentado todos los dioses que sostenían en pie aquel lugar después que los griegos le quemaron y asolaron? Y si se habían ido, deseo saber la causa; y cuanto más la examino, hallo que tanto mejor es la de los ciudadanos cuanto es peor la de los dioses; porque los habitantes cerraron las puertas a Fimbria sólo por conservar la ciudad a Sila, y él, enojado, les puso fuego, los abrasó y destruyó del todo; hasta entonces Sila era capitán de la mejor parte civil, y hasta entonces procuraba con las armas recobrar la República; pero de estos buenos principios aún no hablan llegado a experimentarse los malos fines. ¿Qué deliberación más justa y concertada pudieron tomar en tal apuro los vecinos de aquella ciudad? ¿Cuál más honesta? ¿Cuál más fiel? ¿Qué acción más digna de la amistad y parentesco que tenían con Roma que conservar la ciudad en defensa de la mejor causa de los romanos y cerrar las puertas a un parricida de la República romana? Pero en cuán grande ruina y destrucción suya se les convirtió esta generosa acción, véanlos los defensores de los dioses que desamparasen éstos a los adúlteros y que dejasen Ilion en poder de las llamas griegas, para que de sus cenizas naciese Roma más casta, sea enhorabuena; pero, ¿por qué causa desampararon después la ciudad cuna, de los romanos, no rebelándose contra Roma su noble hijo, sino guardando la fe más constante y piadosa al que en ella tenía mejor causa? Y, sin embargo, la dejaron para que la asolase, no a los más valientes griegos, sino al hombre más torpe de los romanos. Y si no agradaba a los dioses la parcialidad de Sila, que es para quien los infelices moradores guardaban su ciudad cuando cerraron las puertas, ¿por qué prometían tantas felicidades al mismo Sila? Con esta demostración se conoce igualmente que son más lisonjeros de los felices que protectores de los desdichados: luego no fue asolado entonces ya Ilion porque ellos le desampararon; ya que los demonios, que están siempre vigilantes para engañar, hicieron lo que pudieron; pues habiendo arruinado y quemado con el lugar todos los ídolos, sólo el de Minerva, dicen, como escribe Livio, que en una ruina tan grande de sus templos quedó entero, no porque se dijese en su alabanza: «¡Oh dioses patrios, bajo cuyo amparo está siempre Troya!» Sino porque no se dijese para su defensa que se habían ido todos los dioses, desamparando sus sagrarios y aras, en atención a que se les permitió pudiesen conservar aquel ídolo, no para que por este hecho se probase que eran poderosos, sino para que se viese que les eran favorables.

CAPITULO VIII. Si fue prudente encomendarse Roma a los dioses de Troya

¡Qué prudente deliberación fue encomendar la, conservación de Roma a los dioses troyanos, después de haber visto por experiencia lo que pasó en Troya! Dirá alguno que ya estaban acostumbrados a vivir en Roma cuan do Fimbria asoló Ilion; pero, ¿dónde estaba el simulacro de Minerva? Y si estaban en Roma cuando Fimbria destruyó Ilion, ¿acaso cuando los galos tomaron y abrasaron a Roma estaba en Ilion? Pero como tienen perspicaz el oído y veloz el movimiento, al graznido de los gansos volvieron en seguida para defender siquiera la roca del Capitolio, que

solamente había quedado; mas para poder venir a defender el resto de la ciudad llegó el aviso tarde.

CAPITULO IX. Si la paz que hubo en tiempo de Numa se debe creer que fue obra de los dioses

Créese también que éstos ayudaron a Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, para que gozase la paz que disfrutó en todo su reinado, y a que cerrase las puertas de Jano, que suelen estar abiertas en tiempo de guerra; es, a saber, porque enseñó a los romanos muchos ritos y ceremonias sagradas. A éste se le pudiera dar el parabién del ocio y quietud que gozó en el tiempo de su reinado, si pudiera emplearla en proyectos saludables, y, dejándose de una curiosidad perniciosa, se aplicara con verdadera piedad a buscar al Dios verdadero. Mas no fueron los dioses los que le concedieron el reposo, y es creíble que menos le engañaran si no le hallaran tan ocioso, porque cuanto menos ocupado le hallaron, tanto más le empeñaron en sus detestables designios y cuáles fueron sus pretensiones y los artículos con que pudo introducir para sí o para la ciudad semejantes dioses, lo refiere Varrón, de lo cual, si fuere la voluntad de Dios, hablaremos más largamente en su lugar; pero ahora, porque tratamos de sus beneficios, decimos que grande. y singular merced es la paz, mas las incomparables gracias del verdadero Dios son comunes por la mayor parte, como el sol, el agua y otros medios importantes para la vida, para los ingratos y gente perdida; y si este tan particular bien le hicieron los dioses a Roma o a Pompilio, ¿por qué después jamás se le hicieron al Imperio romano en tiempos mejores y más loables? ¿Eran, acaso, más interesantes los ritos y ceremonias sagradas cuando se instituían que cuando, después de instituidas, se celebraban? Ahora bien; entonces no existían, sino que se estaban instituyendo, y después ya existían y para que aprovechasen se guardaban. ¿Cuál fue la causa de que los cincuenta y tres años, o como otros quieren, treinta y nueve, se pasaron con tanta paz reinando Numa, y después, establecidas ya, las ceremonias sagradas y teniendo ya por protectores a los mismos dioses que habían sido honrados con las mismas ceremonias, apenas después de tantos años, desde la fundación de Roma hasta Augusto César, se refiera uno por gran milagro, concluida la primera guerra pánica, en que pudieron los romanos cerrar las puertas de la guerra?

CAPITULO X. Si se debió desear que el imperio romano creciese con tan rabiosas guerras, pudiendo estar seguro, con lo que creció en tiempo de Numa

Responderán acaso que el Imperio romano no podía extender tanto por todo el mundo su dominio y ganar tan grande gloria y fama, si no es con las guerras continuas, sucediéndose sin interrupción las unas a las otras. Graciosa razón por cierto; para que fuera dilatado el Imperio, ¿qué necesidad tenía de estar en guerra? Pregunto: en los cuerpos humanos, ¿no es más conveniente tener una pequeña estatura con salud, que llegar a una grandeza gigantesca con perpetuas aflicciones, y cuando hayáis llegado, no descansar, sino vivir con mayores males cuando son mayores los miembros? ¿Y qué mal hubiera sido, o qué bien no hubiera sucedido, si duraran aquellos tiempos que notó Salustiano, cuando dice: «Al principio los reyes (porque en el mundo éste fue el primer nombre que tuvo el mando y el imperio) fueron diferentes: unos ejercitaban el ingenio, otros el cuerpo, los hombres pasaban su vida sin codicia, y cada uno estaba sobradamente con lo suyo?». ¿Acaso, para que creciera tanto el Imperio, fue necesario lo que aborrece Virgilio, diciendo «que a poco vino la edad peor y achacosa, y sucesivamente la rabia de la guerra y la ansia de poseer?» Mas seguramente se excusan con justa causa los romanos de tantas guerras como emprendieron e hicieron, con decir estaban obligados a resistir a los enemigos que imprudentemente les perseguían, y que no era la codicia de alcanzar gloria y alabanza humana, sino la necesidad de defender su vida y libertad la que les incitaba a tomar las armas. Sea así enhorabuena: «porque después que su República (como escribe el mismo Salustio) se engrandeció con las leyes, costumbres y posesiones, y parecía que estaba harto próspera y poderosa, como sucede las más veces en las cosas humanas, de la opulencia y riqueza nació la envidia y la emulación: así que los reyes y pueblos comarcanos los comenzaron a tentar con la guerra, y pocos de sus amigos acudieron en su favor, pues los demás, aterrados con el miedo, hurtaron el cuerpo a los peligros; pero los romanos, diligentes en la paz y en la guerra, comenzaron a darse prisa, disponíanse con denuedo, animábanse los unos a los otros, salían al encuentro a sus enemigos, defendían con las armas su libertad, padres y patria; mas después habiéndose librado con su valor de los peligros inminentes que les rodeaban, se aplicaron a socorrer a sus amigos, aliados y confederados, empezando con esta política a granjear amistades más con hacer que con recibir beneficios». Con estos medios suaves se acrecentó honestamente Roma; pero reinando Numa, para que hubiese una paz tan estable y prolongada, pregunto: si les acometían los enemigos e incitaban con la guerra, o si acaso no había recelos de ésta, para que así pudiese perseverar aquella paz; pues si entonces era provocada Roma con la guerra y no resistía a las armas con las armas, con la traza que se apaciguaban los enemigos sin ser vencidos en campal batalla y sin causarles temor con ningún ímpetu de guerra, con la misma traza podía Roma reinar siempre en paz, teniendo cerradas las puertas de Jano, y si esto no estuvo en su mano, luego no tuvo Roma paz todo el tiempo que quisieron sus dioses, sino el que quisieron los hombres, sus comarcanos, que no se la turbaron con hostilidad alguna; si no es que semejantes dioses se atrevan también a vender al hombre lo que otro hombre quiso o no quiso. Es verdad que esta alternativa de acontecimientos coincide con el vicio propio y culpa de los malos, que opinan que se les permite a estos demonios el atemorizarles, o animarles sus corazones; pero si siempre dependiesen de su arbitrio tales sucesos, y por otra oculta y superior potestad no se hiciese muchas veces lo contrario de lo que ellos pretenden, siempre tendrían en su mano la paz y las victorias en la guerra, las cuales, las más de las veces, acontecen según disponen y mueven los ánimos de los hombres.

CAPITULO XI. De la estatua de Apolo Cumano, cuyas lágrimas se creyó que pronosticaron la destrucción de los griegos por no poderles ayudar

Y con todo, por la mayor parte suceden semejantes acontecimientos contra su voluntad, según lo confiesan las fábulas, que mienten mucho y apenas tienen indicio de cosa que sea verosímil, y también las mismas historias romanas, en cuya comprobación decimos que no por otro motivo se tuvo aviso que Apolo Cumano lloró cuatro días continuos, al tiempo que sostenían guerra los romanos contra los aqueos y contra el rey Aristónico; pero atemorizados los arúspices con este prodigio, y siendo de parecer que se debía echar en el mar aquel ídolo, intercedieron los ancianos de Cumas, diciendo que otro semejante milagro se había visto en la misma estatua en tiempo de la guerra de Antioco y en la de Jerjes, afirmando que en ellas les había sido próspera la fortuna a los romanos, pues por decreto del Senado le habían enviado sus dones a Apolo. En virtud de esta contestación congregaron entonces otros arúspices más prácticos, y examinando el caso con la debida circunspección, respondieron unánimemente que las lágrimas de la estatua de Apolo eran favorables a los romanos, porque Cumas era colonia griega, y que llorando Apolo había significado llanto y desgracias a las tierras de donde le habían traído, esto es, a la misma Grecia. Después de breve tiempo vino la nueva fatal de haber sido vencido y preso el rey Aristónico, quien seguramente no quisiera Apolo que fuera vencido, y de ello le pesaba, significándolo con lágrimas de su piedra, por lo que no tan fuera de propósito nos pintan como veraz la condición de los demonios los poetas con sus versos verosímiles, aunque fabulosos; porque en Virgilio leemos que Diana se duele y aflige por Camila, y que Hércules llora por Palante, advirtiendo que le habían de matar; por esta causa quizá también Numa Pompilio, gozando de una suave y larga paz, pero ignorando por beneficio de quién le provenía aquella felicidad, sin procurar indagarlo, estando Ocioso imaginando a qué dioses encomendaría la salud de los romanos y la conservación de su reino, y opinando que el verdadero y poderoso Dios no cuidaba de las cosas terrenas, y acordándose al mismo tiempo que los dioses troyanos, que Eneas había traído, no habían podido conservar por mucho tiempo ni el reino de Troya ni el de Lavinio, que el mismo Eneas había fundado, le pareció seria bueno proveerse de otros para añadirlos a los primeros que con Rómulo habían pasado a Roma, o a los que habían de pasar después de la destrucción de Alba, poniéndoselos, o por guardas como a fugitivos, o por ayuda y socorro como a poco poderosos.

CAPITULO XII. Cuántos dioses añadieron los romanos, fuera de los que hizo Numa, cuya multitud no les ayudó ni sirvió de nada

Con todo, no quiso contentarse con tributar culto a todos los dioses, como estableció en ella Numa Pompilio, sino que trató de añadir otros infinitos. Entonces aún no se había fundado el suntuoso templo de Júpiter, pues el rey Tarquino fue el que fabricó el Capitolio. Esculapio de Epidauro vino a Roma para poder, pues era sabio médico, ejercer en aquella noble ciudad su arte con más gloria y fama; y la madre de los dioses fue conducida no sé de qué ciudad del Pesinunte, por parecer impropio que, presidiendo ya y reinando el hijo en el monte Capitolino, estuviese ella escondida en un lugar de tan poco nombre; la cual, si es cierto que es madre de todos los dioses, no sólo vino a Roma después de algunos de sus hijos, sino que también precedió o otros que habían de venir después de ella. Me causa extraordinaria admiración que esta diosa pariese al Cinocéfalo, que transcurridos muchos años vino de Egipto, y si procreó igualmente a la diosa Calentura, averígüelo Esculapio, su biznieto; con todo, cualquiera que fuese su madre, me parece que no se atreverán los dioses peregrinos o forasteros a decir que es mal nacida y de baja condición una diosa que es ciudadana romana, estando bajo la protección de tantos dioses. ¿Y quién habrá que pueda contar los naturales y advenedizos, los celestes, terrestres, infernales, los del mar, fuentes y ríos, y, como

dice Varrón, los ciertos e inciertos, y los de todo género, como se contienen en los animales, machos y hembras? Estando, pues, bajo la tutela de tantos dioses romanos, no sería razón que fuera perseguida y afligida con tan grandes y horribles calamidades, como de muchas referiré algunas pocas, pues con una tan grande humareda, como si fuese señal de atalaya, vino a juntar para su defensa una infinidad de dioses a quienes poder erigir y dedicar templos, altares, sacerdotes y sacrificios, ofendiendo con tan horrendos holocaustos al verdadero Dios, a quien sólo se deben estos cultos, practicados con la mayor veneración; y aunque vivió más dichosa con menos número, con todo, cuanto mayor se hizo, le pareció era menester proveerse de más, como una nave de marineros desahuciada, a lo que presumo, y sinceramente persuadida de que aquellos pocos -bajo cuya tutela había vivido más arregladamente en comparación de sus ordinarios excesos- no bastaban a socorrer a su grandeza, puesto que en el principio, y en tiempo de los mismos reyes, a excepción de Numa Pompilio, de quien he hablado ya, es notorio cuántos males causaron aquellas discordias y contiendas, que llegaron a quitar la vida al hermano de Rómulo.

CAPITULO XIII. Con que derecho y capitulaciones alcanzaron los romanos las primeras mujeres en casamiento

Del mismo modo, ni Juno, que con su Júpiter fomentaba ya y favorecía a los romanos y a la gente togada, ni la misma Venus pudo ayudar a los descendientes de su Eneas para que pudiesen haber mujeres conforme a razón; llegando a tanto extremo la falta de ellas, que se vieron precisados a robarías por engaño, y después del rapto tuvieron necesidad de tomar las armas contra los suegros, y dotar a las tristes mujeres que por el agravio recibido en la sangre de sus padres no estaban aún reconciliadas con sus maridos; ¿y dirán todavía que en esta guerra salieron los romanos vencedores de sus vecinos? Y estas victorias, pregunto, ¿cuántas heridas y muertes costaron, así de parientes como de los comarcanos? Por amor a un César y a un Pompeyo, suegro y yerno, habiendo ya muerto la hija de César, mujer de Pompeyo, exclama Lucano, excitado de un justo dolor, resultó la más que civil batalla de los campos de Emacia, y del derecho adquirido con una acción abominable dimanó el ser necesario que venciesen los romanos para conseguir por fuerza, con las manos bañadas en sangre de sus suegros, los miserables brazos de sus hijas, y también para que ellas no se atreviesen a llorar la muerte de sus padres, por no ofender la gloria de sus maridos, las cuales, mientras ellos peleaban, estaban suspensas e indecisas, sin saber para quiénes habían de pedir a Dios la victoria Tales bodas ofreció al pueblo romano Venus, sino Belona, o acaso Alecto, aquella infernal furia que, cuando los favorecía ya Juno, tuvo contra ellos más licencia que cuando con sus ruegos la estimulaba contra Eneas; más venturoso fue el cautiverio de Andrómaca que los matrimonios de los romanos; porque Pirro, aun después que gozó de sus brazos, ya cautiva, a ninguno de los troyanos quitó la vida; pero los romanos mataban en los reencuentros a los suegros cuyas hijas abrazaban ya en sus tálamos. Andrómaca, sujeta ya a la voluntad del vencedor, sólo pudo sentir la muerte de los suyos, mas no temerla; las otras, casadas con los que andaban actualmente en la guerra, temían cuando iban sus maridos a ellas, las muertes de sus padres, y cuando volvían se lamentaban sin poder temer ni sentir libremente, porque por las muertes de sus ciudadanos, padres, deudos y hermanos, piadosamente se entristecían, o por las victorias de sus maridos cruelmente se alegraban. A estas tristes circunstancias se añadía que, como son varios los sucesos de la guerra, algunas, al filo de la espada de sus padres, perdían a sus maridos, y otras, con las espadas de los unos y de los otros, los padres y los maridos. No fueron tampoco de poco momento los terribles aprietos y peligros que sufrieron los romanos, pues llegaron sus enemigos a poner cerco a la ciudad, defendiéndose los sitiados a puertas cerradas; pero habiéndolas abiertas por traición y entrado el enemigo dentro de los muros, se dio aquella tan abominable y cruel batalla en la misma plaza entre los suegros y los yernos, en la que iban también de vencida los raptores, y, a veces, huyendo a sus casas, deslustraban más gravemente sus pasadas victorias, aunque de la misma manera fueron éstas vergonzosas y lastimosas. Aquí fue donde Rómulo, desahuciado ya del valor de los suyos, hizo oración a Júpiter, pidiéndole hiciese que se detuviesen y parasen los suyos; de donde le vino a Júpiter el nombre de Estator. Ni con esta providencia se hubieran acabado tantos daños, si las mismas hijas, desgreñadas, desmelenadas, no se pusieran de repente por medio, y postradas a los pies de sus padres no aplacaran su justo enojo, no con las armas victoriosas, sino con piadosas y humildes lágrimas. Tranquilizados los ánimos y acordados por ambas partes los conciertos, Rómulo fue obligado a admitir por socio en el reino a Tito Tacio, rey de los sabinos, siendo así que antes no había podido sufrir la compañía de su hermano Remo en el gobierno. Y ¿cómo había de tolerar a Tacio el que no sufrió a un hermano gemelo? Así pues, le quitó también la vida, y quedó solo con el reino. ¿Qué condiciones de matrimonios son éstas? ¿Qué motivos de guerras? ¿Qué modo de conservar la fraternidad, afinidad, sociedad y divinidad? Finalmente, ¿qué vida y costumbres éstas de una ciudad que está bajo la tutela de tantos dioses? ¿Notáis cuán grandes cosas pudiera decir sobre esto si no cuidara de lo que resta y me apresurara a tratar otras materias?

CAPITULO XIV. De la injusta guerra que los romanos hicieron a los albanos y de la victoria que alcanzaron por codicia de reinar

Y ¿qué fue lo que sucedió en Roma después de la muerte de Numa cuando la gobernaban los reyes sus sucesores? ¿Con cuánto perjuicio, no sólo suyo, sino también de los romanos, fueron provocados los albanos a tomar las armas? En efecto, la paz de Numa fue tanto más vergonzosa cuanto fueron más frecuentes las derrotas que padecieron alternativamente los ejércitos romano y albano, de que se siguió el menoscabo y quebranto de ambas ciudades, porque la ínclita ciudad de Alba, fundada por Ascanio, hijo de Eneas (la cual era madre más próxima de Roma que Troya), siendo provocada por el rey Tulo Hostilio, tomó las armas y peleó, y peleando quedaron ambas igualmente destrozadas; y así determinaron fiar los sucesos de la guerra, por una y otra parte, a los tres hermanos mellizos. Salieron al campo, de la parte de los romanos, tres Horacios, y de los albanos, tres Curiacios; éstos mataron a dos Horacios, un Horacio maté a los tres Curiacios, y así quedo Roma con la victoria, habiendo padecido también en esta última batalla la desgracia de que de tres, uno solo volvió vivo a casa. Y ¿para quién fue el daño de los unos de Venus, para los nietos de Júpiter los otros? ¿Para quién el llanto, sino para el linaje de Eneas, para la descendencia de Ascanio, para los nietos de Júpiter? Esta guerra fue más que civil, pues peleó la ciudad hija con la ciudad madre. Causó asimismo este combate postrero de los mellizos otro fiero y horrible mal, porque como eran ambos pueblos antes amigos, por ser vecinos y deudos, pues la hermana de los Horacios estaba desposada con uno de los Curiacios, ésta, luego que vio los tristes despojos de su esposo en poder de su hermano victorioso, no pudo disimular ni contener las lágrimas, y por una acción tan natural la asesinó su propio hermano. Estoy firmemente persuadido que el afecto de esta sola mujer fue más humano que el de todo el pueblo romano; porque imagino que la que poseía ya a su marido por medio de la fe dada en los esponsales, y acaso también doliéndose de su hermano, viendo que había muerto a Curiacio, a quien había prometido a su hermana en matrimonio, creo, digo, que sus lágrimas no fueron culpables, y así, en Virgilio, el piadoso Eneas, con justa causa, se duele y lastima de la muerte del enemigo, aun del que él mató por su propia mano; asimismo Marcelo, considerando la ciudad de Siracusa y que había caído en un momento entre sus manos toda la grandeza y gloria que poco antes tenía, pensando en la suerte común, con lágrimas, se compadeció de su fatal suerte. Por el amor natural que mutuamente nos debemos, suplico nos dé licencia el ser humano para que, sin llorar una mujer a su difunto esposo, muerto por mano de su hermano, supuesto que los hombres pudieron llorar, aun con gloria y aplauso, a los enemigos que habían vencido; así que, al mismo tiempo que aquella mujer lloraba la muerte que su hermano había dado a su esposo, Roma se alegraba de haber peleado con tanta fiereza contra la ciudad, su madre, y de haber vencido con tanta efusión de sangre de parientes de una y otra parte. ¿Para qué alegan en mi favor el nombre de alabanzas o el nombre de victoria? Quítense las sombras de la vana opinión, examínense las obras imparcialmente, pondérense y júzguense desnudas de todo afecto. Dígase el crimen de Alba, como se decía el adulterio de Troya, y seguramente que no se hallará ninguna de su clase, ninguna que se le parezca cualquier flojedad o descuido me preinstigar a los hombres al manejo de las armas y aficionarlos a desacostumbradas victorias y a los triunfos. Por aquel pecado se vino a cometer una maldad tan execrable como fue la guerra entre amigos y parientes, y este crimen tan grave bien de paso le toca Salustio, porque, habiendo referido en compendio (alabando los tiempos antiguos, cuando pasaban su vida los hombres sin codicia y vivía cada uno contento

con lo suyo), dice <que después que comenzaron Ciro en Asia, y los lacedemonios y atenienses en Grecia, a subyugar las ciudades y naciones y a tener por motivo justo para declarar la guerra el insaciable apetito de reinar, y a juzgar que la mayor gloria consistía en poseer un dilatado Imperio>, con lo demás que empezó allí a relacionar, me basta por ahora el haber referido hasta aquí sus palabras; este deseo de reinar mete a, los hombres en grandes trabajos y quebrantos. Vencida entonces de este epíteto, Roma triunfaba de haber vencido a Alba, y doraba su crimen con el pomposo nombre de gloria, porque, según dice la Sagrada Escritura, «el pecador se jacta en los perversos deseos de su alma, y el inicuo se ve celebrado». Quítense, pues, las engañosas celadas y las máscaras con que se disfrazan todas las cosas, para que sinceramente se examinen y consideren. Nadie me diga: aquel y el otro es grande porque combatió con éste y aquél y venció; pues también combaten los gladiadores y vencen del mismo modo, y esta crueldad tiene igualmente por premio la, alabanza; pero en mi concepto, tengo por más laudable pagar la pena de cualquier flojedad o descuido que pretender la gloria de aquellas armas; y con todo, si saliesen al teatro y a la arena a combatir entre sí un par de gl4diadores que el uno fuese padre y el otro hijo, ¿quién pudiera sufrir semejante espectáculo? ¿Quién no lo estorbara? ¿Cómo, pues, pudo ser gloriosa la guerra que se hizo entre dos ciudades madre e hija? ¿Hubo, por ventura, aquí alguna diferencia porque no hubo arena, o porque se llenaron los campos más extendidos y espaciosos con los cadáveres no de los gladiadores, sino de infinitos de uno y otro pueblo? ¿Acaso porque estos combates y batallas no las cercaba algún anfiteatro, sino todo el orbe? ¿O porque se mostraba aquel impío espectáculo a los entonces presentes y a los venideros hasta donde se extiende esta fama? Con todo, aquellos dioses patronos del Imperio romano, y que, como en un teatro, estaban mirando estos debates padecían entre sí los impulsos de la pasión que tenía cada uno a la parte que favorecía, hasta que la hermana de los Horacios, como habían sido muertos los tres Curiacios, también ella, muriendo a manos de su hermano, entró con sus dos hermanos a ocupar el número de los otros tres de la otra parte, para que así no tuviera menos muertos la vencedora Roma. Después, para conseguir el fruto de la victoria, asolaron a Alba, donde después de Ilion, destruido por los griegos, y después de Lavinio, donde el rey Latino puso por rey al fugitivo Eneas, habitaron finalmente aquellos dioses troyanos. Pero, según lo tenían ya de costumbre, quizá también se habían ausentado ya de allí, y por eso fue destruida. Fuéronse, en efecto, y desampararon sus sagrarios y aras todos los dioses que mantuvieron en pie aquel Imperio. Y ved aquí cómo se fueron ya la tercera vez, para que a la cuarta, por justa providencia, se les encomendase Roma; porque igualmente les descontentó» Alba, donde echando del reino a su hermano, reinó Amulio, y al mismo tiempo les había agradado Roma, donde, habiendo muerto a su hermano, había reinado Rómulo; pero antes que fuese asolada Alba, dicen, toda la gente del pueblo se mandó pasar a Roma, para que de ambas se hiciese una ciudad sola; y dado que fue así, con todo, aquella ciudad, que fue donde reinó Ascanio y tercer domicilio de los dioses troyanos, siendo ciudad madre, fue destruida por su hija, y para que de las reliquias que habían quedado de la guerra, de los dos pueblos se hiciera una miserable unión y sociedad, primeramente se hubo de derramar tanta sangre de una y otra parte. ¿Qué diré ya en particular cómo en tiempo de los demás reyes estas mismas guerras se renovaron tantas veces, cuando parecía que se habían ya acabado con tantas victorias y que, al parecer, aparentaban habían haber desaparecido finalmente con tantos estragos? ¿Cómo en una y otra ocasión, después de ajustadas alianzas y paces, tornaron a renovarse entre los, yernos y suegros, y entre sus descendientes y posteridad? No pequeño indicio de esta calamidad fue que ninguno de ellos cerrase las puertas de la guerra; luego ninguno de ellos reinó en paz bajo la tutela y amparo de tantos dioses.

CAPITULO XV. Cuál fue la vida y el fin que tuvieron los reyes de los romanos

Y ¿cuál fue el fin que tuvieron estos reyes? De Rómulo, vean lo que dice la lisonjera fábula, que fue recibido y canonizado por Dios en el Cielo, y asimismo, observen lo que algunos escritores romanos dijeron, que por su ferocidad le hicieron pedazos en el Senado, sobornando con crecidos dones a Julio Próculo para que dijese se le había aparecido y mandado que dijese al pueblo romano le admitiese en el número de los dioses, con lo que el pueblo, que había empezado a desabrirse con el Senado, se había reprimido y aplacado, y por qué sucedió también eclipsarse el sol, lo cual, ignorando el vulgo que acaece en ciertos tiempos por su natural curso y movimiento, lo atribuyeron a los méritos de Rómulo, como en realidad de verdad si llorara el sol por el mismo caso se debía creer que le habían muerto y que esta maldad la manifestaba con eclipsarse aun la misma luz del día, como realmente sucedió cuando fue crucificado nuestro Señor Jesucristo por la crueldad e impiedad de los judíos. Es prueba convincente de que aquel eclipse no sucedió por el curso regular de los astros el ver que entonces cayó la Pascua de los judíos -que se celebraba solemnemente- estando la luna llena, y el eclipse regular del sol no sucede sino al fin de la luna. Cicerón bien claro da a entender que la admisión de Rómulo entre los dioses fue más opinión vulgar que una realidad, pues alabándole en los libros de República, en persona de Escipión dice: «Tanto alcanzó, que como no se le viese, habiéndose de pronto oscurecido el sol, se creyó que le habían recibido en el número de los dioses, cosa que jamás ningún hombre pudo alcanzar sin estar dotado de singular valor»; y en lo que dice que de repente dejó de ser visto, sin duda se entiende así, o la violencia de la tempestad o el secreto con que le dieron muerte; pues otros escritores suyos, al eclipse de sol añaden también una imprevista tempestad, la cual, sin duda, o dio ocasión y tiempo a aquella muerte, o ella misma fue la que acabó con Rómulo; porque de Tulo Hostilio, que fue su tercer rey (constando de Rómulo que murió igualmente herido de un rayo), dice en los mismos libros Cicerón que no se creyó del mismo modo que le recibieron a éste entre los dioses muriendo de la manera insinuada, en atención a que lo que probaban por acaso, esto es, creían de Rómulo los romanos, no quisieron divulgarlo, es decir, disminuirlo y desacreditarlo, si concedían fácilmente esta prerrogativa a otro. Dice asimismo, expresamente, en aquellas invectivas: «A Rómulo, que fundó esta ciudad, le hemos colocado entre los dioses inmortales con el amor y con la fama»; para demostrarque no sucedió realmente, sino que por los méritos de su valor, junto con el afecto que le profesaban se echó esta voz y corrió esta fama. Y en el diálogo de Hortensio, hablando de los ordinarios eclipses del sol, dice así: «De modo que se noten las mismas tinieblas que hubo en la muerte de Rómulo, que sucedió en el eclipse del sol.» Es cierto que aquí no dudó llamarIa muerte de hombre, porque desempeñaba más el cargo de averiguar la verdad que el de hacer un panegírico; pero los demás reyes del pueblo romano, a excepción de Numa Pompilio y Anco Marcio, que murieron de enfermedad natural, ¿acaso no expiraron con horribles muertes? A Tulo Hostilio, como dije (el que venció y asoló la ciudad de Alba), un rayo le abrasó con todo su palacio. Tarquino Prisco murió por traición de los hijos de su antecesor. Servio Tulo falleció por el enorme crimen de su yerno Tarquino el Soberbio, que le sucedió en el reino, y, con todo, no se fueron los dioses, desamparando sus sagrarios y aras, no obstante haberse cometido tan gran parricidio en el rey más justo y virtuoso de aquel pueblo. Sin embargo, estos espíritus preocupados dicen que al proceder así con la miserable Troya y dejarla para que la asolasen y abrasasen los griegos, les movió el adulterio de Paris, contra lo cual, justamente, se opone que el mismo Tarquino sucedió en el reino al suegro, a quien había matado. A este infame parricida, con la muerte de su suegro le vieron aquellos dioses reinar, triunfar en muchas batallas y edificar con los despojos de ellas el Capitolio, sin desamparar ellos el lugar; antes hallándose presentes y de asiento a todos estos lances sufriendo que su rey Júpiter los presidiese y reinase sobre ellos en aquel elevado templo, esto es, construido por mano de un parricida, pues entonces aún no era inocente cuando edificó el Capitolio, y después, por su mala conducta y crueldad, fue echado de la ciudad entrando a poseer el mismo reino (o donde había de edificar el Capitolio) por medio de una abominable maldad y execrable crimen; pues cuando después le echaron los romanos del reino y le desterraron de los muros de la ciudad no fue porque él tuviese culpa en la violación de Lucrecia, porque éste fue pecado de su hijo, que le cometió no sólo sin saberlo, sino estando ausente, pues estaba a la sazón combatiendo la ciudad de Ardea y dirigiendo la guerra del pueblo romano. Ignoramos qué hubiera hecho si a su noticia llegara el delito que había cometido su hijo; y, con todo, sin saber su dictamen y voluntad, y sin hacer la prueba de ella, el pueblo le privó del reino, y habiendo recogido el ejército (a quien ordenaron que, dejase de seguir al rey y a sus banderas), le cerraron después las puertas de la ciudad y no le permitieron entrar dentro de ella; pero después de frecuentes y penosas guerras con que afligió a los romanos, procurando se conjurasen contra ellos sus comarcanos, viéndose absolutamente desamparado de sus antiguos aliados, en cuyo favor confiaba, y que no le era posible recobrar la corona, vivió en paz, según dicen, catorce años como persona particular en el Túsculo, cerca de Roma, y envejeció con su mujer, muriendo con muerte quizás más digna de envidia que la de su suegro, que murió por alevosía de su yerno y no ignorándolo su hija, según dicen. Y con todo, a este Tarquino no le llamaron los romanos el cruel o el malvado, sino el soberbio, no pudiendo acaso sufrir ellos su real fausto y soberbia, por otra semejante soberbia de que estaban dominados sus corazones. ¿Y por qué razón del crimen que cometió en matar a su suegro y a su buen rey hicieron tan poco caso, que en seguida le colocaron en el trono? Como si en este acto no cometieran ellos mayor culpa y maldad recompensando tan extraordinariamente un crimen tan alevoso; y con todo, no se fueron los dioses desamparando sus sagrarios y aras, si no es, que acaso haya alguno que intente defenderlos diciendo que por eso se quedaron en Roma, más para poder castigar a los romanos afligiéndolos que para ayudarlos con beneficios contentándolos con victorias vanas y destruyéndolos con crueles guerras. Esta fue la vida por casi doscientos cuarenta y tres años que se pasó en Roma bajo el gobierno de los reyes, en el tiempo tan alabado por sus escritores, hasta que echaron a Tarquino el Soberbio, por casi doscientos cuarenta y tres años, habiendo dilatado el Imperio con todas aquellas victorias compradas y habidas a costa de tanta sangre y de tantas desgracias, apenas veinte millas alrededor de Roma, espacio tan corto, que al presente no se puede comparar con ninguna de las ciudades de Getulia.

CAPITULO XVI. De los primeros cónsules que tuvieron los romanos; cómo el uno de ellos echó al otro de su patria, y después de haber cometido en Roma enormes, parricidios, murió dando la muerte a su enemigo

A esta época debemos añadir también la otra hasta la cual dice Salustio que se vivió justa y moderadamente, mientras duró el miedo que tenían a las armas de Tarquino y se terminó la peligrosa guerra que sostuvieron con los etruscos; porque todo, el tiempo que éstos favorecieron a Tarquino en la pretensión de recobrar el reino padeció Roma una guerra cruel; y por eso dice que se gobernó la República justa y moderadamente, forzados del terror y no por amor a la justicia. En, este tiempo, que fue sumamente breve, cuán funesto fue el daño en que se incluyeron los cónsules, extinguida ya la potestad real, porque no llegaron a cumplir el año; pues Junio Bruto, despojando de su oficio a su compañero Lucio Tarquino Colatino, le desterró de la ciudad, y, a poco, viniendo a las manos en una batalla con su Contrario, cayeron ambos muertos, habiendo el primero quitado antes la vida a sus propios hijos y a los hermanos de su mujer, porque tuvo noticia de que se habían conjurado para restituir a Tarquino. Esta hazaña, después de haberla contado Virgilio como famosamente luego, piadosamente, tuvo horror de ella, porque habiendo dicho «que por conservar la dulce libertad el mismo padre hará dar la muerte a sus, hijos por haber maquinado contra ellos nuevas guerras»; luego exclama y dice: «Desgraciado, en fin, como quiera que entendieren este hecho los venideros.» Como quiera, dice, que los sucesos tomaren este hecho; esto es, como quiera que le engrandecieren y alabaren. En efecto, el que mata a sus hijos es desgraciado y desdichado, y como para consuelo de este infeliz, añadió: «Vencióle el amor de la patria y la inmensa ambición de gloria.» ¿Por ventura en Bruto, que mató a sus hijos (y que habiendo dado muerte a su enemigo, hijo de Tarquino, quedando él muerto de mano del mismo, no pudo vivir más, antes el mismo Tarquino vivió después de él), no parece que quedó vengada la inocencia de Colatino, su colega, que, siendo buen ciudadano, después de desterrado Tarquino, padeció inculpablemente lo que el mismo tirano merecía? Y aun el mismo Bruto, dicen, era pariente de Tarquino. Pero, en efecto, a Colatino le perjudicó la semejanza en el nombre, porque también se llamaba Tarquino; forzáranle, pues, a que muere el nombre y no la patria, y, al fin, a que en su nombre faltara esta voz y se llamara solamente Lucio Colatino; mas por esto nada perdió en su reputación, ni lo que sin desdoro alguno pudiera perder, y menos fue motivo para que al primer cónsul le depusieran de su cargo, y para que a un buen ciudadano le desterraran de su patria. ¿Es posible que sea gloria y grandeza un crimen tan execrable de Junio Bruto, tan abominable y tan sin utilidad dc la República? ¿Acaso para cometer este crimen le venció el amor de la patria y la inmensa ambición de gloria? En efecto; después de desterrado Tarquino el Tirano, el pueblo eligió por cónsul, juntamente con Bruto, a Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia; pero con cuánta justicia atendió el pueblo a la vida y costumbres y no al nombre de su ciudadano, y con cuánta impiedad Bruto, al tomar posesión de aquella primera y nueva dignidad, privó a su colega de la patria, y del oficio, a quien pudiera fácilmente privar del nombre, si éste le ofendía, es cosa fácil de ver. Estas maldades se cometieron y estos desastres sucedieron cuando en aquella República los romanos se gobernaban y vivían justa y moderadamente. Asimismo, Lucrecio (a quien habían puesto en lugar de Bruto), antes de concluirse aquel mismo año, murió de una enfermedad, y así Publio Valerio, que sucedió a Colatino, y Marco Horacio, que entró en lugar del difunto Lucrecio, terminaron aquel año funesto y desgraciado en que hubo cinco cónsules; en este mismo, la República romana instituyó el oficio y potestad del consulado.

CAPITULO XVII. De las calamidades que padeció la República romana después que comenzó el imperio de los cónsules, sin que la favoreciesen los dioses que adoraba

Entonces, habiendo respirado un poco del miedo que reinaba en sus corazones, no porque habían cesado las guerras, sino porque no les estrechaban con tanto rigor, es a saber, acabado el tiempo en que se rigieron justa y moderadamente de esta manera: «Después comenzaron los senadores a tratar al pueblo como esclavos, disponiendo de su vida y de sus espaldas al modo que acostumbraban los reyes defraudándolos del repartimiento de los campos, cargándose ellos con todas las propiedades y excluyendo a los demás del gobierno. Irritado el pueblo con estas crueldades, y, principalmente viéndose oprimido con los gravámenes de las deudas públicas y de las usura sufriendo y soportando a un tiempo con la ocasión de las continuas guerras la malicia y el tributo, acudió, armado al monte Sagrado y al Aventino, y entonces estableció para la defensa de sus derechos tribunos de la plebe y otras leyes, poniendo fin a las discordias y debates que reinaron entre ambos partidos la segunda guerra púnica.» ¿Para qué me detengo, pues, en escribir tantos sucesos, o para qué molesto a los que los hubieren de leer? Cuán miserable haya sido aquella República en tan largo tiempo, y por tantos años como mediaron hasta la segunda guerra púnica, con la inquietud continua de las guerras de afuera y con las discordias y sediciones de dentro, Salustio nos lo ha referido sumariamente; y así, aquellas victorias no fueron alegrías y contentos sólidos de bienaventurados, sino consuelos vanos de miserables, y unos motivos extraños y celos de personas inquietas que los convidaban a emprender y sufrir más y más terribles trabajos; y no se enojen con nosotros los virtuosos y juiciosos romanos, aun que no hay causa para pedírselo ni advertírselo, pues es evidente que no se han de irritar con nosotros en modo alguno, porque ni referimos cosas más pesadas ni las decimos más gravemente que sus propios autores; sin embargo, de que en el estilo y en el tiempo que, nos queda libre somos muy inferiores, y, con todo, para estudiar y aprender estos autores no sólo trabajaron ellos mismos, sino que hacen también trabajar en ellos a sus hijos; y los que se enojan ¿cómo me sufrieran si yo insinuase lo que dice Salustio? <Nacieron muchas revoluciones y discordias, y, al fin, las guerras civiles, pretendiendo ambiciosamente ser los señores absolutos bajo el honesto y disfrazado título de favorecer la causa de los padres o del pueblo, algunos pocos de los más poderosos, cuya gracia y fortuna seguían la mayor parte, concedían el honor de ciudadanos a los buenos y a los malos, no por los méritos o servicios que hubiesen hecho a la República, estando todos igualmente corrompidos, sino según que cada uno era más rico y más poderoso, para agraviar a otros; porque defendían la causa presente, y lo que se antojaba se tenía por bueno>. Y si a aquellos historiadores les pareció que tocaba a la honesta libertad no pasar en silencio las calamidades de su propia ciudad, a quien en otros muchos lugares les ha sido forzoso alabarla con grande gloria y exageración, ya que, efectivamente, no disfrutaban de la otra más verdadera, adonde se han de admitir y recibir los ciudadanos eternos, ¿qué obligación nos liga a nosotros (cuya esperanza en Dios, cuanto es mejor y más cierta, tanto debe ser mayor nuestra libertad), viendo que imputan y atribuyen a nuestro Señor Jesucristo los infortunios y calamidades presentes, Para desviar a los débiles y menos entendidos y enajenarlos de aquella ciudad, la única en que se ha de vivir eterna y bienaventuradamente? Ni tampoco contra sus dioses decimos cosas más abominables que sus mismos autores, que ellos leen y alaban, pues de ellos hemos tomado nuestros discursos, y en ningún modo somos aptos para referir tales y tantas particularidades como ellos dicen. ¿Dónde, pues, estaban aquellos dioses que por la pequeña y engañosa felicidad de este mundo creen ellos que deben ser adorados, cuando los romanos, a quienes con falsa y diabólica astucia se vendían para que les rindiesen culto andaban afligidos con tantas calamidades? ¿Dónde estaban cuando los forajidos y esclavos mataron al cónsul Valerio, procurando ganar el Capitolio que ellos habían ocupado, en el cual aprieto, con más facilidad pudo él socorrer el templo de Júpiter que a él la turba de tantos dioses con su rey Optimo Máximo, cuyo templo había librado del furor de sus enemigos? ¿Dónde estaban cuando fatigada la ciudad con infinitas desgracias, causadas por las sediciones y discordias civiles, y permaneciendo en parte sosegada, mientras esperaban el regreso de los embajadores que habían enviado a Atenas para que les comunicasen sus leyes, fue asolada con una insufrible hambre y cruel pestilencia? ¿Dónde estaban cuando, en otra ocasión, padeciendo hambre el pueblo, creó por primera vez un prefecto que cuidase de la provisión del pan, y creciendo el hambre sobremanera, Espurio Melio, por haber proveído libremente de trigo al hambriento pueblo, incurrió en el crimen de haber intentado alzarse con el señorío de la República, siendo a instancia del mismo prefecto, por orden expresa del dictador Lucio Quincio, viejo ya decrépito, asesinado por Quinto Servilio, general de la caballería, ni sin una terrible y peligrosa revolución de la ciudad? ¿Dónde estaban cuando, en una cruel peste, viéndose el pueblo fatigado por mucho tiempo y sin remedio con sus dioses inútiles, determinó hacerles nuevos lectisternios, lo que jamás antes había hecho, para lo cual solían colocar unos lechos o mesas ricamente aderezadas en honra de los dioses, de donde esta ceremonia sagrada, o, por mejor decir, sacrílega, tomó el nombre? ¿Dónde estaban cuando por diez años continuos, peleando con mal suceso contra los veyos, el ejército romano padeció muchos y muy terribles estragos y calamidades, los que se hubieran acrecentado si al cabo no le socorriera Furio Camilo, a quien después condenó la ingrata ciudad? ¿Dónde estaban cuando los galos ocuparon a Roma y la saquearon, quemaron e hicieron infinitas muertes? ¿Dónde cuando aquella funesta peste causó tan terribles daños, en la cual murió también Furio Camilo, que defendió a aquella República ingrata primeramente de las armas de los veyos y después la libertó de la irrupción de los galos, y con ocasión de este contagio mortífero se introdujeron los juegos escénicos, que fue otra nueva infección en las costumbres y vida humana, que es lo más doloroso, aunque quedaron ilesos los cuerpos de los romanos? ¿Dónde estaban cuando se fomentó otra pestilencia más grave, nacida, a lo que se sospecha, de los mortales venenos de las matronas, cuya vida y costumbres causaron más funestas desgracias que la mayor peste? ¿O cuando en las Horcas Caudinas, estando cercados por los samnitas ambos cónsules, con su ejército, fueron forzados a concluir con ellos unas paces tan vergonzosas, quedando en rehenes 600 caballeros romanos, y los demás, perdidas las armas y despojados de sus insignias y vestidos, pasaron humildemente debajo del yugo de los enemigos? ¿O cuando estando todos gravemente enfermos de la peste muchos perecieron en el ejército, a causa de los rayos que cayeron del cielo? ¿O cuando asimismo, por otro intolerable y funesto contagio, fue obligada Roma a traer de Epidauro a Esculapio, como a dios médico, porque a Júpiter, rey universal de todos, que ya había mucho tiempo que presidía en el Capitolio, las muchas liviandades a que se entregó siendo joven no le dieron, quizá, lugar para estudiar la Medicina? ¿O cuando, conjurándose a un mismo tiempo sus enemigos los lucanos, brucios, samnitas, etruscos y galos senones, primeramente les mataron sus embajadores y después rompieron y derrotaron el ejército con su pretor, muriendo con él siete tribunos y 13,000 soldados? ¿O cuando en Roma, después de graves y largas discordias, en las cuales, al fin, el pueblo se amotinó y retiró al Janicolo? Siendo tan terrible este infortunio y calamidad, que por su causa hicieron dictador a Hortensio, nombramiento que sólo se ejecutaba en los mayores apuros, quien habiendo sosegado al pueblo murió en el mismo cargo, suceso que antes no había acaecido a ningún dictador, el cual, para aquellos dioses, teniendo ya presente a Esculapio, fue culpa más grave.Después de esto surgieron por todas partes tantas y tan crueles guerras, que, por falta de soldados, recibían en la milicia a los proletarios, los cuales se llamaron así porque su único y principal encargo era multiplicar la prole y generación, no pudiendo por su pobreza servir en la guerra. Entonces los tarentinos trajeron en su favor a Pirro, rey de Grecia (cuyo nombre, en aquel tiempo, era muy famoso), quien se declaró enemigo acérrimo de los romanos; y consultando éste al dios Apolo sobre el suceso que había .de tener la guerra, le respondió con un oráculo tan ambiguo, que cualquiera de las dos cosas que sucediese podía quedar con la reputación y crédito de adivino, porque dijo así: Dico te, Pyrrhe vincere posse romanos, y de esta manera, ya los romanos venciesen a Pirro, o Pirro a los romanos, el agorero seguramente podía esperar el éxito, cualquiera de las dos cosas que sucediesen Y ¿qué estrago y matanza padeció uno y otro ejército? No obstante, Pirro fue más venturoso en el combate, de modo que ya pudiera, interpretando en su favor a Apolo, publicarle y celebrarle por adivino si luego en esta batalla no llevaran lo mejor los romanos. En medio de la tribulación y despecho que causaban las guerras, sobrevino igualmente una peligrosa peste en las mujeres, porque antes de que al tiempo natural pudiesen parir las criaturas, morían con ellas, estando aún embarazadas, en lo cual, a lo que entiendo, se excusaba Esculapio, diciendo que él profesaba la facultad de médico mayor y no la de partera; del mismo modo perecía el ganado, siendo ya tan terrible la mortandad, que llegaron a persuadirse las gentes que se había de extinguir la generación de los animales. Y ¿qué diré de aquel invierno tan memorable en la Historia, que fue sobremanera cruel y riguroso, durando en la plaza por espacio de cuarenta días la nieve tan elevada, que ponía horror, helando también el Tiber? Si esto sucediera en nuestros tiempos, ¡qué de cosas y cuán grandes nos dijeran éstos! Y asimismo, ¿cuánto duró el rigor de aquella funesta peste? ¿Cuán excesivo fue el número de los que mató? La cual, como empezase a continuar aún más gravemente por otro año, teniendo en vano presente a Esculapio, acudieron a los libros Sibilinos, que son un género de oráculos; según refiere Cicerón en los libros de Divinatione, en que más se suele creer a los intérpretes que conjeturan como pueden o como quieren sobre las cosas dudosas. Entonces, pues, dijeron que la causa del contagio era porque muchas personas particulares tenían ocupadas varias de las casas consagradas a los dioses; y así libraron en esta ocasión a Esculapio de la indisculpable calumnia de ignorancia o desidia; ¿y por qué motivo, pregunto, se habían ido muchos a vivir en aquellas casas sin prohibírselo ninguno, sino porque inútilmente y por mucho tiempo habían acudido a pedir remedio a tanta multitud de dioses? Así, poco a poco, los que los reverenciaban desamparaban las casas para que, como baldías; por lo menos sin ofensa de nadie, pudiesen volver a servir a las necesidades de los hombres, y las que entonces, con toda diligencia, se renovaron y taparon con ocasión de aplacar la peste, si no volvieron a estar otra vez de la misma manera encubiertas y por haberlas desamparado, sin duda que no se tuviera por tan grande la noticia y erudición de Varrón, pues escribiendo de las casas consagradas a los dioses, refiere tantas de que no se tenía noticia y estaban olvidadas; pero entonces, más procurando inventar una aparente disculpa para con los dioses que el remedio necesario para atajar la peste.

CAPITULO XVIII. Cuán graves calamidades afligieron a los romanos en tiempo de las guerras púnicas, habiendo deseado y pedido en balde el auxilio y favor de sus dioses

En el tiempo en que se sostenían las guerras púnicas o cartaginesas, vacilando entre uno y otro Imperio, como in cierta y dudosa, la victoria, y haciendo estos dos poderosos pueblos fuertes y costosas jornadas, ¿qué reinos de menos reputación fueron destruidos? ¿Qué de ciudades populosas e ilustres asoladas? ¿Cuántas afligidas? ¿Cuántas perdidas? ¿Qué de provincias y tierras taladas de extremo a extremo? ¿Cuántas veces fueron vencidos los de acá, y vencedores los de allá? ¿Cuántos perecieron, ya de soldados peleando, ya de los pueblos que no peleaban y estaban en paz? Y si intentáramos referir la infinidad de naves que quedaron sumergidas también en los combates navales y anegadas con diversas tempestades, borrascas y temporales contrarios, ¿qué otra cosa vendríamos a ser nosotros que historiadores? Entonces, despavorida y turbada con un extraordinario miedo la ciudad de Roma, acudió presurosa a buscar remedios vanos e irresistibles. Renovaron por autoridad de los libros Sibilinos los juegos seculares, cuya solemnidad, habiéndose establecido de cien en cien años, y en los tiempos mejores habiéndose olvidado su memoria, se habían dejado ya de celebrar. Renovaron también los pontífices los juegos consagrados a los dioses infernales, estando también éstos ya olvidados con los muchos años que habían pasado sin solemnizarse; porque, en efecto, cuando los renovaron, como se habían enriquecido los dioses infernales con tanta copia y multitud de los que se morían, gustaban por lo mismo ya de jugar, en atención a que, seguramente, los tristes y miserables hombres, haciéndose rabiosa guerra, mostrando su valor y corazón sanguinario, alcanzando el uno y otro hemisferio funestas victorias, celebraban solemnes juegos a los demonios y banquetes abundantes y suntuosos a los dioses del infierno. No sucedió ciertamente tragedia más lamentable en la primera guerra púnica que el haber sido vencidos en ella los romanos; siendo hecho prisionero de guerra Régulo, de quien hicimos mención en el primero y segundo libros, persona sin duda de gran valor, que, primero había venido y dominado a los cartagineses, el cual hubiera podido terminar la primera guerra púnica, si por una extraordinaria ansia de gloria y alabanza no hubiera pedido a los rendidos cartagineses condiciones más duras de las que ellos podían sufrir. Si la prisión impensada de aquel célebre general, si la esclavitud y servidumbre indigna, si la fidelidad del juramento y la bárbara crueldad de su muerte no avergüenza a los dioses, sin duda es cierto que son de bronce y que no tienen gota de sangre que les pueda salir al rostro; al mismo tiempo no faltaron dentro de sus propios hogares gravísimos males y desgracias; porque, saliendo de madre el río Tiber fuera de lo acostumbrado, arruinó casi toda la parte baja de la ciudad, llevándose parte con el furioso ímpetu y avenida, y derribando parte con la humedad reconcentrada en tanto tiempo como estuvieron detenidas las aguas en las calles. Siguió a esta desgracia la del fuego, más perjudicial que la anterior, pues prendiendo por la plaza en los mas altos y encumbrados techos, no quisieron perdonar ni aun el templo de Vesta, su mayor amigo y familiar, adonde acostumbraban las que no eran tan honradas vírgenes conservar el fuego y darle, añadiéndole con diligencia leña, como una perpetua vida en donde el fuego entonces no sólo vivía, sino que se fomentaba más y más, de cuyo ímpetu y vigor, aturdidas las vírgenes, no pudiendo salvar de tan voraz incendio aquellos fatales dioses que habían ya oprimido tres ciudades donde habían tenido su residencia, el pontífice Metelo, olvidado en cierto modo de su vida y atravesando valerosamente por medio de las llamas, los sacó ilesos, saliendo él bastante chamuscado, porque ni aun a él le tocó el fuego, ni tampoco había allí dios, que aun cuando le hubiera no huyera más bien, podemos decir que el hombre pudo ser de más importancia a los dioses del templo de Vesta que ellos al hombre. Y si a sí propios no se podían defender del fuego, ¿a aquella ciudad, cuyo principio, esplendor y conservación se creía que amparaban, en qué la pudieran ayudar contra las aguas y las llamas, como, en efecto, la misma experiencia manifestó que nada pudieron? No les hiciéramos estas objeciones si dijeran que aquellos dioses los habían instituido no para custodia de los bienes temporales, sino para significar los eternos; y así, aunque sucediese perderse por ser cosas corporales y visibles, nada se perdía de aquellos objetos en, cuya significación fueron instituidos, y que se podían renovar y reparar de nuevo para el mismo defecto; pero es cierto que con extraña ceguedad creen que fue posible alcanzar con aquellos dioses, que no podían perecer, que no, pudiese acabar la salud corporal y la felicidad temporal de la ciudad; y así, cuando los manifestamos que, permaneciendo aún salvos sus dioses, les sucedió o el estrago en la salud, o la infelicidad, aún tienen valor para no mudar o abandonar la opinión que no pueden defender.

CAPITULO XIX. De los trabajos de la segunda guerra púnica, en que gastaron las fuerzas de una y otra parte

Y viniendo a tratar de la segunda guerra púnica, sería largo de contar el estrago que estos dos pueblos se hicieron mutuamente con tantas guerras como en tantas partes entre sí sostuvieron, de modo que, en sentir aún de los que tomaron de propósito a su cargo no tanto de referir las guerras romanas como el elogiar al Imperio romano, más representación tuvo de vencido el que venció, porque levantando Aníbal formidables ejércitos en España y pasando los montes Pirineos, atravesando y corriendo Francia, rompiendo los Alpes, acrecentando sus fuerzas con tanto rodeo, talando y sujetando cuanto se le ponía por delante y dando consigo, como una impetuosa e imprevista avenida, en el centro de Italia, ¡cuán sangrienta se hizo la guerra, qué de reencuentros y choques hubo, qué de veces fueron vencidos los romanos, qué de pueblos se humillaron y rindieron al enemigo, cuántos de éstos fueron entrados a fuerza de armas y saqueados, cuán crueles y horribles batallas se dieron, y muchas veces con gloria de Aníbal y ruina y desdoro de los romanos! ¿Qué diré, pues, de aquella derrota horrible digna de admiración, padecida en Cannas, donde Aníbal, no obstante ser cruel, con todo, saciado ya de la sangre de sus enemigos, dice que mandó a sus soldados que los perdonasen las vidas, enviando allí a Cartago tres celemines de anillos de oro, para dar a entender que en el combate había dado muerte a tantos individuos de la nobleza romana, que más fácilmente se pudieron medir que contar; y asimismo para que se conjeturase el estrago del ejército que murió sin anillos, que sería, sin duda, tanto más numeroso cuanto más débil? Finalmente, después de esta batalla sobrevino tan notable falta de gente para la guerra, que los romanos se reemplazaban y echaban mano de hombres facinerosos, ofreciéndoles el perdón de sus crímenes, dando también libertad a los esclavos, y, con todos no tanto suplieron cuanto formaron un vergonzoso ejército. Estos esclavos (pero no agravemos a los ya libertos) que habían de pelear por la República, faltándoles las armas ofensivas y defensivas, se vieron precisados a tomar las de los templos, como si dijeran los romanos a su dioses: «Dejad lo que tanto tiempo habéis tenido en vano, por si acaso nuestros esclavos pueden hacer algo de provecho con lo que vosotros, siendo nuestros dioses, no habéis podido emprender acción alguna heroica. Entonces, estando exhaustos igualmente el erario público para pagar el sueldo del ejército, vinieron las haciendas de los particulares a servir al beneficio común en tanto grado, que dando todos los ciudadanos cuanto poseían, el mismo Senado no se reservó, alhaja alguna de oro, a excepción de varios anillos y joyeles, insignias miserables de su dignidad, y así toda la gente. de las demás clases y tribus. ¿Quién pudiera tolerar a éstos si en nuestros tiempos vinieran a esta necesidad, apenas pudiéndoles sufrir ahora, cuando por un superfluo deleite dan más a los cómicos que entonces dieron a las legiones por el servicio de salvar la República de un peligro extremo?

CAPITULO XX. De la destrucción de los saguntinos, a los cuales, muriendo por conservar la amistad de los romanos, no les socorrían los dioses de los romanos

Pero entre todas las calamidades que sucedieron en la segunda guerra púnica, ninguna hubo más lastimosa ni más digna de compasión y justa queja. Porque esta ciudad de España, por ser amiga y confederada del pueblo romano, y por observar constantemente su asustad, fue destruida, y de esta conquista quebrantando la paz con los romanos, tomó ocasión Aníbal para irritarlos y obligarlos a la guerra. Cercó, pues, bárbaramente a Sagunto, lo cual, sabido en Roma, enviaron sus embajadores a Aníbal para que levantase el sitio, y, no haciendo caso de sus ruegos, marcharon a Cartago, donde, querellándose de la infracción de la paz y sin concluir cosa alguna, volvieron a Roma. Mientras andábase en estas dilaciones, la infeliz Sagunto, ciudad opulentísima y aliada de la República romana, fue destruida por los cartagineses al cabo de ocho o nueve meses de cerco, cuya ruina causa horror al leerlo, cuanto más al escribir cómo aconteció; sin embargo, la referiré brevemente, porque interesa al asunto que tratamos. Primeramente se fue consumiendo por el hambre, pues aseguran que al nos comieron los cuerpos muertos e sus mismos compatriotas; después, reducida al mayor extremo con la penuria y escasez de todas las cosas necesarias a la vida y a su propia defensa, por no verse m aun cautiva en manos de Aníbal, formó en la plaza pública una grande hoguera, y, degollando a todos sus amados hijos y parientes y demás ciudadanos, se arrojaron todos en ella. Hicieran aquí alguna admirable acción los dioses glotones y seductores, hambrientos de buenos bocados y manjares de los sacrificios, y empeñados solamente en alucinar a los idiotas con la oscuridad y la ambigüedad de sus engañosos presagios. Obraran aquí algún prodigio estupendo y socorrieran a una nación amiga del pueblo romano, y no dejaran perecer a la que se sepultaba voluntariamente en sus ruinas por conservar su amistad en atención a que ellos fueron los que presidieron en la unión y confederación que ella estipuló con la República romana. Así que, por observar escrupulosamente los sagrados tratados y conciertos que, presidiendo o autorizando estas falsas deidades, había concluido con verdadera voluntad, ligado con la amistad y estrechado con juramento inviolable, fue cercada, ocupada y asolada por un hombre pérfido y fementido. Si estos dioses fueron los que después espantaron y ahuyentaron a Aníbal de los muros de Roma con crueles tempestades y encendidos rayos, entonces, con tiempo, debieran obrar alguno de estos particulares prodigios, pues se atrevió a decir que con más justa razón pudieron enviar la tempestad en favor de los amigos de los romanos, expuestos al inminente riesgo de perderse puesto que, por no faltar a la fe dada a los romanos, estaban en peligro de perecer, y entonces, totalmente faltos de ayuda, que en favor de los mismos romanos, que peleaban y corrían riesgo por sí, y contra Aníbal teman en sí mismos bastante auxilio; luego si fueran tutores y defensores de la felicidad y gloria de Roma, debieran haberla librado de una culpa tan grave como fue la ruina de Sagunto. Pero ahora consideremos cuán neciamente creen que no se perdió Roma por la defensa de estos dioses cuando andaba victorioso Aníbal si vemos que no pudieron socorrer a la ciudad de Sagunto para que no se perdiese por guardar a Roma su amistad. Si el pueblo de Sagunto fuera cristiano y padeciera algún infortunio como éste por la fe evangélica (aunque no se hubiera él profanado a sí mismo, matándose a fuego y sangre), y si padeciera su destrucción por la fe evangélica, la sufriría con aquella esperanza que creyó en Jesucristo, y gozaría del premio y galardón, no de un brevísimo tiempo, sino de una eternidad sin fin. Pero en favor de estos dioses, los cuales dicen que por eso deben ser adorados y por eso se buscan para adorarlos, para asegurar la felicidad de estos bienes temporales y transitorios, ¿qué nos han de responder sus defensores sobre la pérdida de los saguntinos, sino lo mismo que sobre la muerte de Régulo? Porque la diferencia que hay es que aquél fue una persona particular, y ésta una ciudad entera; pero la causa de la ruina de ambos fue el querer guardar puntualmente la lealtad, pues por ésta quiso el otro volverse a poder de sus enemigos, y ésta no quiso entregarse; ¿luego la lealtad observada inviolablemente, provoca la ira de los dioses? ¿O es, acaso, cierto que pueden también, teniendo propicios a los dioses, perderse no sólo cualesquiera hombres, sino también las ciudades enteras? Elijan, pues, lo que más les agradare, porque si ofenden a estos dioses con una fidelidad bien guardada, busquen a los pérfidos y fementidos que los adoren; pero si teniéndolos aún propicios pueden perderse y acabar los hombres, y las ciudades ser afligidas con muchos y graves tormentos, sin provecho ni fruto alguno de esta felicidad los adoran. Dejen, pues, de enojarse los que entienden y creen que ha causado su desgracia el haber perdido los templos y sacrificios de estos dioses, porque pudieran, no sólo sin haberlos perdido, sino teniéndolos aún de su parte propicios y favorables, no como ahora, quejarse de su infortunio y miseria, sino, como entonces Régulo y los saguntinos, perderse y perecer también del todo con horribles calamidades y tormentos.

CAPITULO XXI. De la ingratitud que usó Roma con Escipión, su libertador, y las costumbres que hubo en ella, cuando cuenta Salustio que era muy buena

Además de esto, en el tiempo que medió entre la segunda y última guerra púnica, cuando dice Salustio que vivieron los romanos con costumbres muy buenas y mucha concordia (porque varias acciones omito atendiendo a ser breve en esta obra); en este tiempo, pues, de tan buenas costumbres y tanta concordia, aquel Escipión que libró a Roma y a Italia, que acabó tan honrosamente la segunda guerra púnica, tan horrible, tan sangrienta y tan peligrosa; aquel vencedor de Aníbal, domador de Cartago, aquel cuya vida se refiere que desde su juventud fue encomendada a los dioses y criada en los templos, cedió a las acusaciones de sus enemigos, y desterrado de su patria (a quien había dado la vida y libertad con su valor), pasó y acabó el resto de su vida en Linterno, después de su famoso triunfo, con tan poca afición a Roma, que dicen mandó que ni aun le enterrasen en ingrata patria. Después de estos su sucesos, habiendo triunfado el procónsul Gn. Manlio de

los gálatas, comenzó a cundir por Roma la molicie de Asia, aún más perjudicial que el mayor enemigo: porque entonces dicen fue la primera vez que se vieron lechos labrados de metal y preciosos tapetes. Entonces se comenzaron a usar en los banquetes mozas que cantaban y otras licenciosas desenvolturas; mas ahora no es mi intención otra que la de tratar de los males que impacientemente padecen los hombres, y no de los que ellos causan voluntariamente: y así aquellas gloriosas acciones que referí de Escipión, de cómo cediendo a sus enemigos murió fuera de su patria, a la cual había libertado, hacen más el propósito de lo que vamos, anunciando; pues los dioses de Roma, cuyos templos había defendido Escipión de los rigores de Aníbal, no le correspondieron a sus continuas fatigas, adorándolos ellos solamente por esta felicidad; pero como Salustio dijo que entonces florecieron allí las buenas costumbres, por esto me pareció referir lo de la molicie del Asia, para que se entienda también que Salustio dijo aquellas expresiones, hablando en comparación de los demás tiempos, en los cuales, sin duda, con las gravísimas discordias, fueron las costumbres mucho peores, porque entonces también, esto es, entre la segunda y última guerra cartaginesa, se publicó la ley Voconia, por la cual se mandaba <que ninguno dejase por su heredero a mujer alguna, aunque fuese hija única suya.» No sé que se pueda decir o imaginar orden más injusta que esta ley. Con todo, en aquel espacio de tiempo que duraron las dos guerras púnicas, fue mal tolerable la desventura, pues solamente con las guerras padecía el ejército de afuera, pero con las victorias se consolaba y en la ciudad no habla discordia alguna, como en otros tiempos; mas en la última guerra púnica, de un golpe fue asolada y totalmente destruida la émula y competidora del Imperio romano por el otro segundo Escipión, que por esto se llamó por sobrenombre el Africano; y desde este tiempo en adelante fue combatida la República romana con tantos infortunios que hace demostrarle que con la prosperidad y seguridad (de donde corrompiéndose en extremo las costumbres, nacieron acumuladamente aquellos males» hizo más estrago y daño Cartago con su rápida ruina que lo había hecho en tanto tiempo manteniéndose en pie contra su enemigo. En todo este tiempo, hasta Augusto César, quien parece no quitó del todo a los romanos, según la opinión de éstos, la libertad gloriosa, sino la perniciosa que totalmente estaba ya descaecida y muerta, y que, revocándolo todo y reduciéndolo al real albedrío, renovó en cierto modo la República arruinada ya y perdida casi con los males y achaques de la vejez; en todo este tiempo, pues, omito unas y otras derrotas de ejércitos nacidas de varias causas, y la paz numantina violada con tan horrible ignominia, porque volaron, en efecto, las aves de la jaula y dieron, como dicen, mal agüero al cónsul Mancino, como si por tantos años en que aquella pequeña ciudad, estando cercada, había afligido al ejército romano, empezando ya a poner terror a la misma República romana, los demás capitanes también hubieran ido contra ella con mal agüero.

CAPITULO XXII. Del edicto del rey Mitrídates, en que mandó matar a todos los ciudadanos romanos que se hallasen en Asia

Pero como dejo insinuado, omito estos sucesos, aunque no puedo pasar en silencio cómo Mitrídates, rey de Asía, mandó matar en un día todos los ciudadanos romanos, dondequiera que se hallasen en Asia, así los peregrinos y transeúntes como otra innumerable multitud de mercaderes y negociantes ocupados en sus tratos, y así se ejecutó. ¡Cuán lastimosa tragedia fue ver en un momento matar de repente e impíamente a todos éstos dondequiera que los hallaban, en el campo, en el camino, en las villas, en casa, en la calle, en la plaza, en el templo, en la cama, en la mesa! ¡Qué de gemidos habría de los que morían, qué de lágrimas de los que veían esta catástrofe, y acaso también de los mismos que los mataban! ¡Cuán; dura fuerza se hacía a los huéspedes, no sólo en haber de examinar con sus propios ojos, y en sus casas, aquellas desgraciadas muertes, sino también en haber de ejecutarlas por sí mismos, trocando repentinamente el semblante apacible y humano para ejecutar en tiempo de tranquila paz un crimen tan horrendo, matándose de un golpe, por decirlo así, lo mismo los matadores como los muertos, pues si el uno recibía la muerte en el cuerpo, el otro la recibía en el alma! ¿Acaso todos éstos no habían. apreciado asimismo los agüeros? ¿No tenían dioses domésticos y públicos a quienes pudieran consultar cuando partieron de sus tierras a aquella infeliz peregrinación? Y, si esto es cierto, no tienen los incrédulos en este punto de qué quejarse de nuestros tiempos, pues hace tiempo que los romanos no se ocupan de estas vanidades; mas si acaso los consultaron, digamos: ¿de qué les aprovecharon semejantes cosas, cuando por solas las leyes humanas, sin que nadie lo prohibiese, fueron licitas semejantes cosas?

CAPITULO XXIII. De los males interiores que padeció la República romana con un prodigio que precedió, que fue rabiar todos los animales de que se sirve ordinariamente el hombre

Pero empecemos ya a referir brevemente, como pudiéremos, aquellas calamidades que, cuanto más interiores, fueron tanto más funestas, las discordias civiles; o, por mejor decir, inciviles e inhumanas, no ya sediciones, sino guerras urbanas dentro de Roma, donde se derramó tanta sangre, donde los que favorecían las diversas parcialidades usaban de mayor rigor contra los otros, no ya con porfiadas demandas, contestaciones y destempladas voces, sino con las espadas y las armas; pues las guerras sociales, serviles y civiles, ¿cuánta sangre romana hicieron derramar, cuántas tierras talaron y asolaron en Italia? Y antes que se moviesen contra Roma los aliados del Lacio, todos los animales que están ordinariamente sujetos al servicio del hombre, como son perros, caballos, jumentos, bueyes y las demás bestias y ganados que están bajo su dominio, se embravecieron repentinamente, y, olvidados de su doméstica mansedumbre, se salieron de las casas y andaban sueltos, huyendo por varias partes, no sólo de los no conocidos, sino de sus propios dueños, con daño mortal o peligro del que se atrevía a acosarlos de cerca. Y si esto fue solamente un presagio que de suyo fue un mal tan enorme, ¿cuán grande fatalidad fue aquella que vaticinó? Si igual desgracia sucediera en nuestros tiempos, sin duda que sentiríamos a los incrédulos aún más rabiosos que los otros a sus animales.

CAPITULO XXIV. De la discordia civil causada por las sediciones de los gracos

La causa que motivó las guerras civiles fueron las sediciones de los Gracos, nacidas de la promulgación de las leyes agrarias sobre el repartimiento de los campos, por las que se mandaba distribuir entre el pueblo las heredades que los nobles poseían con injusto título; pero el querer remediar una injusticia tan inveterada fue proyecto muy arriesgado, o, por mejor decir, como enseñó la experiencia, muy pernicioso. ¡Qué de muertes sucedieron cuando asesinaron al primer Graco, y cuántas hubo, pasado algún tiempo, cuando quitaron la vida al otro hermano! A los nobles y plebeyos los mataban los ministros de Justicia, no conforme a lo que dictaban las leyes y procediendo contra ellos jurídicamente, sino en movimientos sediciosos y pendencias, combatiéndose mutuamente con las armas. Después muerto el segundo Graco, el cónsul Lucio Opimio quien dentro de Roma movió contra él las armas y habiéndole vencido y muerto, hizo un considerable estrago en los ciudadanos, procediendo ya entonces por vía judicial persiguiendo a los demás conjurados, dicen que mató a tres mil hombres, de donde puede colegirse la infinidad de muertos que pudo haber en las frecuentes revoluciones y choques, cuando hubo tanta en los tribunales, después de examinadas escrupulosamente las causas. El homicida de Graco vendió al cónsul su cabeza por tanta cantidad de oro como pesaba; pues ésta había sido la recompensa ofrecida por Opimio, y en seguida quitaron la vida al consular Marco Fulvio, con sus hijos.

CAPITULO XXV. Del templo que edificaron por decreto del Senado a la Concordia en el lugar donde las sediciones y muertes tuvieron lugar

Y mediante un elegante decreto del Senado, edificaron un templo a la Concordia en el mismo lugar donde se dio aquel funesto y sangriento tumulto, en el que murieron tantos ciudadanos de todas clases y condiciones, para que, como testigo ocular del merecido castigo de los Gracos, diese en los ojos de los que oraban y hacían sus arengas al pueblo y les escarmentase la memoria de tan lamentable catástrofe. Y esto, ¿qué otra cosa fue que hacer mofa de los dioses, erigiendo un templo a una diosa que si estuviera en la ciudad no se sepultara en sus ruinas ,con tantas disensiones, a no ser que, culpada la Concordia porque desamparó los corazones de los ciudadanos, mereciese que la encerrasen en aquel templo como en una cárcel? Y pregunto: si quisieron acomodarse a los acontecimientos que pasaron, ¿por qué no fabricaron más bien un templo a la Discordia? ¿Acaso traen alguna razón poderosa para que la Concordia sea diosa y la Discordia no lo sea; y según la distinción de Labeón, ésta sea buena y aquélla mala? Esto supuesto, no parece le movió otra razón para deliberar de este modo, sino el haber visto en Roma un templo dedicado, no sólo a la Fiebre, sino a la Salud; luego de la misma manera, no solamente debieron erigir templo a la Concordia, sino también a la Discordia. Así que en gran peligro quisieron vivir los romanos teniendo enojada a una diosa tan mala, sin acordarse de la destrucción de Troya, que tuvo su principio en haberla ofendido; porque ella fue la que, por no haber sido convidada entre los dioses, trazó la competencia de las tres diosas con la manzana de oro, de donde nació la lid y pendencia de éstas, la victoria de Venus, el robo de Elena y la destrucción de Troya; por lo cual, si acaso irritada porque no mereció tener en Roma templo alguno entre los dioses, turbada hasta entonces con tan grandes alborotos la ciudad, ¿cuánto más furiosamente se pudo enojar viendo en el lugar de aquella horrible matanza; esto es, en el lugar de sus hazañas, edificado un templo a su enemiga? Cuando nos reímos de estas vanidades se indignan y enojan estos doctos sabios, y con todo, ellos, que adoran a los dioses buenos y malos, no pueden soltar esta dificultad de la Concordia y Discordia, ya se olvidasen de estas diosas y antepusiesen a ellas las diosas Fiebre y Belona, a quienes construyeron templos en lo antiguo, ya también las adorasen a ellas; pues desamparándolos así, la Concordia, la feroz Discordia los condujo hasta meterlos en las guerras civiles.

CAPITULO XXVI. De las diversas suertes de guerras que se siguieron después que edificaron el templo de la Concordia

Curioso baluarte contra las sediciones fue poner a los ojos de los que hablaban al pueblo el templo de la Concordia por testigo, memoria de la muerte y castigo de los Gracos La utilidad que de esto sacaron lo manifiesta el fatal suceso de las calamidades que se siguieron; pues desde entonces procuraron los que hablaban no separarse del ejemplo de los Gracos; antes salir con lo que ellos pretendieron, como fueron Lucio Saturnino, tribuno del pueblo y Gayo Servilio, pretor, y mucho después Marco Druso. De cuyas sediciones y alborotos resultaron primeramente infinitas muertes, encendiéndose después el fuego de las guerras sociales, con las cuales padeció mucho Italia, llegando a sufrir una infeliz desolación y destrucción. En seguida acaeció la guerra de los esclavos y las guerras civiles, en las cuales hubo reñidos encuentros y batallas, derramándose mucha sangre, de manera que casi todas las gentes de Italia, en que principalmente consistía la fuerza del Imperio romano, fueron domadas con una fiera barbarie; tuvo principio la guerra de los esclavos de un corto número; esto es, de menos que de setenta gladiadores; pero ¿a cuán crecido número, fuerte, feroz y bravo llegó? ¿Qué de generales romanos venció aquel limitado ejército? ¿Qué de provincias y ciudades destruyó? En fin, fueron tantas, que apenas lo pudieron declarar circunstanciadamente los que escribieron la historia. Y no sólo hubo esta guerra de los esclavos, sino que también antes de ella, gentes viles y de baja condición talaron la provincia de Macedonia, y después Sicilia y toda la costa del mar; y ¿quién podrá referir conforme a su grandeza cuán grandes y horrendos fueron al principio los latrocinios y cuán poderosa fue la guerra de los corsarios que vino después?

CAPITULO XXVII. De las guerras civiles entre Mario y Sila

Y cuando Mario, ensangrentado ya con la sangre de sus ciudadanos, habiendo muerto y degollado a infinitos del partido contrario, vencido, se fue huyendo de Roma, respirando apenas por un breve rato la ciudad -por usar las palabras de Tulio-, «venció de nuevo Cinna a Mario. Entonces, con la muerte de hombres tan esclarecidos, murió la refulgente antorcha, honor y gloría de esta ínclita ciudad. Vengó después Sila la crueldad de esta victoria, y no es menester referir con cuánta pérdida de ciudadanos y con cuánto daño de la República fue», porque de esta venganza, que fue más perniciosa que si los delitos que se castigaban quedaran sin castigo, dice también Lucano: «Fue peor el remedio que la enfermedad y profundizó demasiado la mano por donde cundía el mal.» Perecieron los culpados, más en un tiempo en que solamente quedaban los culpables; y en esta lastimosa situación se dio libertad a los odios, corrió presurosamente la ira y el rencor, sin miedo al freno de las leyes. En esta guerra de Mario y Sila, además de los que murieron fuera, en los combates, también dentro de Roma se llenaron de muertos las calles, plazas, teatros y templos, de modo que apenas se pudiera imaginar cuándo los vencedores hicieron mayor matanza, si cuando vencían, o después de haber vencido; pues en la victoria de Mario, cuando volvió del destierro, además de las muertes que se hicieron a cada paso por todas partes, la cabeza del cónsul Octavio se puso en la tribuna; degollaron en sus mismas casas a César y a Fimbria; hicieron pedazos a los Crasos, padre e hijo, al uno en presencia del otro; Bebio y Numitor perecieron arrastrados con unos garfios, derramando por el suelo sus entrañas. Catulo, tomando veneno, se libró de las manos de sus enemigos. Merula, que era sacerdote de Júpiter, abriéndose las venas, sacrificó su vida a Júpiter; y delante del mismo Mario daban luego la muerte a quienes al saludarle no alargaban la mano.

CAPITULO XXVIII. Cuál fue la victoria de Sila, que fue la que vengó la crueldad de Mario

La victoria de Sila, que siguió luego (la que, en efecto, vengó la crueldad pasada a fuerza de mucha sangre de los ciudadanos, con cuyo derramamiento y a cuya costa se había conseguido terminada ya la guerra, permaneciendo todavía las enemistades), ejecutó aún más fieramente su rigor en la paz. Después de las primeras y recientes muertes que ejecutó Mario el mayor, habían ya hecho otras aún más horribles Mario el joven y Carbón, que eran del mismo partido de Mario, sobre quienes, viniendo enseguida Sila, desesperados, no sólo de la victoria, sino también de la misma vida, llenaron toda la ciudad de cadáveres, así con sus propias muertes como con las ajenas; porque, además del daño que por diversas partes hicieron, cercaron también el Senado, y de la misma curia, como de una cárcel, los iban sacando al matadero. El pontífice Mucio Escévola (cuya dignidad entre los romanos era la más sagrada, como el templo de Vesta, donde servía), se abrazó con la misma ara, y allí le degollaron; y aquel fuego, que con perpetuo cuidado y vigilancia de las vírgenes siempre ardía, casi pudo apagarse con la sangre del sumo sacerdote. Enseguida entró Sila victorioso en la ciudad, habiendo primeramente, en el camino, en un lugar público (encarnizándose no ya la guerra, sino la paz), degollado, no peleando, sino por expreso mandato, siete mil hombres que se le habían rendido desarmados del todo. Y como por toda la ciudad cualquiera partidario de Sila mataba al que quería, era imposible contar los muertos; hasta que advirtieron a Sila que era conveniente dejar a algunos con la vida, para que hubiese a quien pudiesen mandar los vencedores. Entonces, habiéndose ya aplacado la desenfrenada licencia de matar que por todas partes se observaba incesantemente, se propuso con grandes parabienes y aplauso una tabla que contenía dos mil personas que se habían de matar y proscribir del estado noble, contándose así de los caballeros como de los senadores un número sumamente crecido; pero daba consuelo solamente el ver que tenía fin, y no por ver morir a tantos era tanta la aflicción como era la alegría de ver a los demás libres del temor. Sin embargo, de la misma seguridad de los demás (aunque cruel e inhumana) hubo motivos suficientes para compadecer y llorar los exquisitos géneros de muertes que padecieron algunos de los que fueron condenados a muerte; porque hubo hombre a quien, sin instrumento alguno, le hicieron pedazos entre las manos, despedazando los verdugos a un hombre vivo con más fiereza que acostumbran las mismas fieras despedazar un cuerpo muerto. A otro, habiéndole sacado los ojos y cortándole parte por parte sus miembros, le hicieron vivir penando entre horribles tormentos, o, por mejor decir, le hicieron morir muchas veces. Vendiéronse en almoneda, como si fueran granjas, algunas nobles ciudades, y entre ellas una, como si mandaran matar a un particular delincuente, decretaron toda ella pasada a cuchillo. Todo esto se hizo en paz, después de concluida guerra, no por abreviar en conseguir la victoria, sino por no despreciar la ya alcanzada. Compitió la paz sobre cuál era más cruel con la guerra, y venció; porque la guerra mató a los armados, y la paz, a los desnudos. La guerra se fundaba en que el herido, si podía, hiriese; mas la paz estribaba no en que el que escapase viviese, sino que muriese sin hacer resistencia.

CAPITULO XXIX. Compara la entrada de los godos con las calamidades que padecieron los romanos, así de los galos como de los autores y caudillos de las guerras civiles

¿Qué furor de gentes extrañas, qué crueldad de bárbaros se puede comparar a esta victoria de ciudadanos conseguida contra sus mismos ciudadanos? ¿Qué espectáculo vio Roma más funesto, más horrible y feroz? ¿Fue, por ventura, más inhumana la entrada que en tiempos antiguos hicieron los galos, y poco hace los godos, que la fiereza que usaron Mario y Sila y otros insignes varones de su partido, que eran como lumbreras de esta ciudad, con sus propios miembros? Es verdad que los galos pasaron a cuchillo a los senadores y a todos cuantos pudieron hallar en la ciudad, a excepción de los que habitaban en la roca del Capitolio, los cuales se defendieron por todos los medios. Con todo, a los que se habían guarecido en aquel lugar les vendieron a lo menos las vidas a trueque de oro, las cuales, aunque no pudieron quitárselas con las armas, sin embargo pudieron consumírselas con el cerco. Y por lo que se refiere a los godos, fueron tantos los senadores a quienes perdonaron la vida, que causa admiración que se la quitasen a algunos; pero, al contrario, Sila, viviendo todavía Mario, entró victorioso en el mismo Capitolio (el cual estuvo seguro del furor de los galos), para ponerse a decretar allí las muertes de sus compatriotas; y habiendo huido Mario, escapando para volver más fiero y más cruel, éste, en el Capitolio, por consultas y decreto del Senado, privó a infinitos de la vida y de la hacienda; y los del partido de Mario, estando ausente Sila, ¿qué cosa hubo de las que se tienen por sagradas a quien ellos perdonasen, cuando ni perdonaron a Mucio, que era su ciudadano, senador y pontífice, teniendo asida con infelices brazos la misma ara, adonde estaba -como dicen- el hado y la fortuna de los romanos? Y aquella última tabla o lista de Sila, dejando aparte otras innumerables muertes, ‘no degolló ella sola más senadores que los que fueron maltratados por los godos?

CAPITULO XXX. De la conexión de muchas guerras que precedieron antes de la venida de Jesucristo

¿Con qué ánimo, pues, con qué valor, desvergüenza, ignorancia o, mejor decir, locura, no se atreven a imputar aquellos desastres a sus dioses, y estos los atribuyen a nuestro Señor Jesucristo? Las crueles guerras civiles; más funestas aún, por confesión de sus propios autores, que todas las demás guerras tenidas con sus enemigos (pues con ellas se tuvo a aquella República no tanto por perseguida, sino por totalmente destruida), nacieron mucho antes de la venida de Jesucristo, y por una serie de malvadas causas, después de la guerra de Mario y Sila, llegaron las de Sertorio y Catilina, uno de los cuales había sido proscrito y vendido por Sila, y el otro se había criado con él; en seguida vino la guerra entre Lépido y Catulo, y de estos uno quería abrogar lo que había hecho Sila, y el otro lo quería sostener; siguióse la de Pompeyo y César, de los cuales, Pompeyo había sido del partido de Sila, a cuyo poder y dignidad había ya llegado, y aun pasado, lo cual no podía tolerar César, por no ser tanto como él; pero al fin logró conseguirla y aún mayor, habiendo vencido y muerto a Pompeyo.Finalmente, continuaron las guerras hasta el otro César, que después se llamó Augusto -en cuyo tiempo nació Jesucristo- y porque también este Augusto sostuvo muchas guerras civiles, y en ellas murieron innumerables hombres ilustres, entre los cuales uno fue Cicerón, aquel elocuente maestro en el arte de gobernar la República. Asimismo Cayo César (el que venció a Pompeyo y usó con tanta clemencia la victoria), haciendo merced a sus enemigos de las vidas y dignidades, como si fuera tirano y se conjugaron contra él algunos nobles senadores, bajo pretexto de la libertad republicana, y le dieron de puñaladas en el mismo Senado, a cuyo poder absoluto y gobierno déspota parece aspiraba después Antonio, bien diferente de él en su condición, contaminado y corrompido con todos los vicios, a quien se opuso animosamente Cicerón, bajo el pretexto de la misma libertad patria. Entonces comenzó a descubrirse el otro César, joven de esperanzas y bella índole, hijo adoptivo de Cayo julio César, quien como llevo dicho, se llamó después Augusto. A este mancebo ilustre, para que su poder creciese contra el de Antonio, favorecía Cicerón, prometiéndose que Octavio, aniquilado y oprimido el orgullo de Antonio, restituiría a la República su primitiva libertad; pero estaba tan obcecado y era poco previsor de las consecuencias futuras, que el mismo Octavio, cuya dignidad y poder fomentaba, permitió después, y concedió, como por una capitulación de concordia, a Antonio, que pudiese matar a Cicerón, y aquella misma libertad republicana, en cuyo favor había perorado tantas veces Cicerón, la puso bajo su dominio.

CAPITULO XXXI. Con qué poco pudor imputan a Cristo los presentes desastres aquellos a quienes no se les permite que adores a sus dioses, habiendo habido tantas calamidades en el tiempo que los adoraban

Acusen a sus dioses por tan reiteradas desgracias los que se muestran desagradecidos a nuestro Salvador por tantos beneficios. Por lo menos cuando sucedían aquellos males hervían de gente las aras de los dioses y exhalaban de sí el olor del incienso Sabeo y de las frescas y olorosas guirnaldas. Los sacerdocios eran ilustres, los lugares sagrados, lugar de placer; se frecuentaban los sacrificios, los juegos y diversiones en los templos, al mismo tiempo que por todas partes se derramaba tanta sangre de los ciudadanos por los mismos ciudadanos, no solo en cualquiera lugar, sino entre los mismos altares de los dioses. No escogió Cicerón templo donde acogerse, porque consideró que en vano le había escogido Mucio; pero estos ingratos que con menos motivo se quejan de los tiempos cristianos, o se acogieron de los lugares dedicados a Cristo, o los mismos bárbaros los condujeron a ellos para que librasen sus vidas. Esto tengo por cierto, y cualquiera que lo mirase sin pasión, fácilmente advertirá (por omitir muchas particularidades que ya he referido y otras que me pareció largo contarlas) que si los hombres recibieran la fe cristiana antes de las guerras púnicas y sucedieran tantas desgracias y estragos como en aquellas guerras padeció África y Europa, ninguno de éstos que ahora nos persiguen lo atribuyera sino a la religión cristiana; y mucho más insufribles fueran sus voces y lamentos por lo que se refiere a los romanos, si después de haber recibido y promulgado la religión cristiana, hubiera sucedido la entrada de los galos o la ruina y destrucción que causó la impetuosa avenida del río Tiber y el fuego, o lo que sobrepuja a todas las calamidades, aquellas guerras civiles y demás infortunios que sucedieron, tan contrarios al humano crédito, que se tuvieron por prodigios, los que sucedieran en los tiempos cristianos, ¿a quiénes se lo habían de atribuir como culpas sino a los cristianos? Paso en silencio, pues, los sucesos que fueron más admirables que perjudiciales, de cómo hablaron los bueyes: cómo las criaturas que aún no habían nacido pronunciaron algunas palabras dentro del vientre de sus madres; cómo volaron las serpientes; cómo las gallinas se convirtieron en gallos y las mujeres en hombres, y otros portentos de esta jaez, que se hallaban estampados en sus libros, no en los fabulosos, sino en los históricos, ya sean verdaderos, ya sean falsos, que causan a los hombres no daño, sino espanto y admiración; asimismo aquel raro suceso de cuando llovió tierra, greda y piedras, en cuya expresión no se entiende que apedreó, como cuando se entiende el granizo por este nombre, sino que realmente cayeron piedras, cantos y guijarros; esto, sin duda, que pudo hacer también mucho daño. Leemos en sus autores que, derramándose y bajando llamas de fuego desde la cumbre del monte Etna a la costa vecina, hirvió tanto el mar, que se abrasaron los peñascos y se derritió la pez y resina de las naves; este suceso causó terribles daños. Aunque fue una maravilla increíble. En otra ocasión, con el mismo fuego, escriben que se cubrió Sicilia de tanta cantidad de ceniza, que las casas de la ciudad de Catania, oprimidas por el peso, dieron en tierra; y, compadecidos de esta calamidad, los romanos les perdonaron benignamente el tributo de aquel año; también refieren en sus historias que en África, siendo ya provincia sujeta a la República romana, hubo tanta multitud de langosta que anublaban el sol, las cuales, después de consumir los frutos de la tierra, hasta las hojas de los árboles, dicen que formaron una inmensa e impenetrable nube y dio consigo en el mar, y que muriendo allí, y volviendo el agua a arrojarlas a la costa, inficionándose con ellas la atmósfera, aseguran que causó tan terrible peste, que, según su testimonio, solo en el reino de Masinisa perecieron 80,000 personas, y muchas más en las tierras próximas a la costa. Entonces afirman que en Utica, de 30,000 soldados que había de guarnición quedaron vivos sólo diez. No puede darse semejante fanatismo como el que nos persigue y obliga a que respondamos que el suceso más mínimo de éstos que hubiese acontecido en la actual época le atribuirían el influjo y profesión de la religión cristiana, si le vieran en los tiempos cristianos. Y, con todo, no imputan estas desgracias a sus dioses, cuya religión procuran establecer por no padecer iguales calamidades o menores habiéndolas padecido mayores los que antes los adoraban.