La chacra de los improvisados

Los milagros de la Argentina
La chacra de los improvisados

de Godofredo Daireaux


En la Argentina lo que más abunda es la tierra; abunda mucho más que los brazos para cultivarla, pero, a pesar de su fertilidad, de su precio todavía relativamente bajo, y de lo mucho que puede producir, muchísima gente de la que anda en busca de fortuna prefiere quedarse en la capital.

No hay duda que en ésta se concentran los grandes negocios y las grandes especulaciones; pero no alcanzan sino para unos pocos privilegiados y es inmensa la turba de los que en Buenos Aires apenas ganan para comer, por lo cara que es forzosamente la vida en una ciudad tan grande.

Por esto al leer en LA NACIÓN un aviso que decía: «Se necesitan agricultores; se les darán a cada uno hasta 200 hectáreas al 10 por ciento de la cosecha, y se les facilitarán los elementos de trabajo»; un joven estudiante en medicina, de apellido Robledo, más fornido que aventajado en sus estudios, pensó que quizá haría mejor en ir a trabajar al campo que seguir una carrera en la cual no pueden hoy lograr éxito sino los muy pocos a quienes ha favorecido la naturaleza con dones especiales.

Había nacido en un pueblo de campaña y aunque se hubiese educado en la ciudad, había conservado cierto cariño a la tierra. No dejaba de pensar que los principios serían algo duros, pero se sentía fuerte, lleno de salud y voluntad, y fue, se informó y trató.

Compró el «Manual del Agricultor Argentino» y en los pocos días que tenía disponibles antes de salir para su nuevo destino, lo recorrió, estudiando especialmente lo que le iba a ser más útil. Y tanta afición le iba tomando ya su imaginación a la tierra removida, que al ver su entusiasmo otro joven, amigo de él, un tal Núñez, que escasamente se ganaba la vida como tenedor de libros en varios pequeños almacenes, se decidió a acompañarlo.

Los trató de locos su común amigo Candiotti, empleado en una droguería donde se lo pasaba por ochenta pesos al mes, vigilando todo el santo día en el laboratorio una cantidad de cosas hediondas. Les dijo que en la Pampa se iban a morir de hambre, de sed y de cansancio; que no habían nacido para arar tierra; que la langosta, la piedra, las heladas siempre lo destruían todo, que antes de un mes iban a volver avergonzados y más pobres que nunca. Pero con la convicción que da una resolución irrevocable, urgidos por las mismas dudas que secretamente conservaban sobre el éxito final y por consiguiente necesidad de darse a sí mismos confianza haciendo prosélitos, Robledo y Núñez trataron de persuadir a Candiotti que la única vida sana era la del campo, y que él era el que se iba a morir en la flor de la edad, envenenado con sus productos químicos.

Candiotti era un poco poeta, y acabó por dejarse seducir por la comparación de los olores del laboratorio con los exquisitos perfumes agrestes que tan elocuentemente ponderaban sus amigos; y renunciando a su empleo, abandonó retortas y matraces, aparatos y recipientes, para dedicarse también a la agricultura, soñando ya, por lo demás, con experimentos químicos especiales y prácticos que ilustrarían su nombre.

En la casa donde vivía, ocupaba un cuarto un pobre mercero, Raviña, que a pesar de sus esfuerzos para vencer la competencia del baratillo que se había puesto en frente marcha. ba a la quiebra rápidamente. El hombre sabía lo que era pan sin haber visto nunca trigo, ni darse muy buena cuenta de cómo se podía conseguir éste, pero por esto mismo quizá y sobre todo, por lo que le aseguraban que, en realidad, no había competencia para el agricultor, se entusiasmó también con la idea de hacer vida campestre, y realizando todas las existencias de su boliche, se declaró listo para marchar.

Y como siempre sucede, el más ignorante se volvió el mejor apóstol, y Raviña embaucó a un tal Gómez, conocido suyo y cochero de plaza, con sólo asegurarle -inocente mentira- que en el campo los caballos nunca estaban flacos como en la ciudad.

Y el cochero no tuvo más que repetir a Stromberg, un alemanote mecánico, cansado de huelgas, lo que había oído decir de los sueldos que ganaban los maquinistas de trilladoras para que también éste aprontase las maletas. Y antes de irse, pudo Stromberg convencer a sus compañeros de huelga Livatti, albañil, y Herrera, obrero honorario en varios ramos, especialmente en despacho de bebidas, que en el campo iban a hacer una fortuna sembrando trigo.

Y fue así que por casualidad se encontraron estos hombres, de origen y aptitudes tan diferentes, juntos en el mismo retazo de suelo para pedirle la realización -imposible en la ciudad-, de sus sueños de fortuna.

El dueño de la colonia hubiera preferido gente acostumbrada a manejar el arado, como la que ya tenía en su campo, pero vio en estos nuevos candidatos tan buena voluntad que les otorgó a cada uno doscientas hectáreas para que las aprovechasen en la mejor forma posible, aconsejándoles asimismo asociarse para su explotación.

El consejo no les pareció malo, y Robledo que era el más instruido y había sido el iniciador del éxodo, tomó a su cargo la formación de la sociedad y la redacción de sus estatutos.

Pero todo esto no era arar, y los vecinos se burlaban de lo lindo de esos puebleros que venían a meterse a agricultores sin ser capaces de distinguir siquiera el trigo de la cebada; ni faltó un chusco para bautizar las mil seiscientas hectáreas de que disponían los recién venidos con el nombre de «Chacra de los improvisados».

Y la verdad es que se encontraron medio cortados cuando, recibidos los animales e implementos de agricultura que les suministró el patrón, tuvieron que empezar a emplearles. La primera dificultad fue salvada por el ex cochero Gómez, quien les enseñó a todos cómo se aperaban los caballos, se ataban y se manejaban.

Pero, como nunca en su vida había manejado un arado ninguno de ellos, los primeros surcos fueron todo un poema de dengues y vueltas, con saltos a la disparada, sin arañar tierra, y clavadas repentinas de reventar tiros. Si por desgracia no hubiera habido entre ellos espíritu de solidaridad, de ayuda mutua y de emulación, es probable que hubiesen renunciado; y más de una vez no dejó de haber amagos de desaliento, pero Robledo los supo apartar y a fuerza de ensayar y de tantear, de enseñarse unos a otros lo que les salía mal o bien, y de observar por qué, empezaron pronto a dar en la tecla, llegando a hacer surcos casi como la gente.

Un vecino de los que primero se habían reído más de «los improvisados», viendo entonces el medio éxito por ellos conseguido, se quiso dar el tono de enseñarles lo que les faltaba saber -detalles- para andar del todo bien, bebieron todos con afán sus indicaciones, aprovechándolas lo mejor posible.

Y pronto se dieron ellos también el gusto de enseñarle muchas otras cosas que él ignoraba, que habían ellos aprendido en los libros y que ponían en práctica con excelente resultado.

No hacían, por supuesto, todos el mismo trabajo, pues no todos eran de igual fuerza y resistencia, pero cada cual suplía por otro el servicio que no podía prestar. Stromberg, Gómez, Livatti y Herrera, gente toda acostumbrada a rudos trabajos, se habían vuelto tremendos con el arado; y las amelgas se ensanchaban a ojos vistas con su poderoso esfuerzo, mucho más, a la verdad, que las que estaban a cargo de Robledo, Núñez, Candiotti y Raviña.

Pero para ciertas cosas fueron éstos tan útiles como si hubiesen manejado dos arados cada uno. Robledo se había impuesto por su cultura intelectual, como verdadero director de los trabajos, y todos acataban sus consejos, pues basados en estudios y en observaciones, tendían siempre al mayor rendimiento con el menor esfuerzo; no araba muy ligero, ni tampoco muy bien, pero nadie hubiera pensado en reprochárselo; menos aún desde que en varias ocasiones había curado, actuando de médico, a los compañeros.

Núñez era buen muchacho y también hacía lo posible; pero esos puebleros, criados en perpetuo encierro, poco sirven para las rudas labores del campo, y sólo después de dos o tres meses de lidia ardua, había conseguido ensancharse los pulmones y endurecer sus manos acostumbradas a manejar la pluma, bastante para poder competir con los demás.

Pero, si muchas veces se tenía que retirar del trabajo, cansado, antes que ellos, una o dos horas, las empleaba en provecho común, poniendo al día las cuentas de la sociedad.

El comerciante Raviña, impaciente de ver salir del suelo, brotar y florecer el trigo para saber al fin cómo era la dichosa planta ésa, hacía fuerza con el arado y parecía no haber hecho otra cosa en su vida sino arar. Sólo, de vez en cuando, ensillaba un mancarrón y se iba al pueblo a comprar los vicios para la gente y todo lo que podía necesitar el establecimiento; y como siempre había sido muy diablo para comprar, no lo embromaban así no más los pulperos, ni le daban gato por liebre.

Candiotti era de todos el más flojo; aunque su salud algo quebrantada por el aire viciado de los laboratorios en los cuales tantos años había trabajado se estuviera reponiendo, sus fuerzas no eran grandes aún y necesitaba resollar a menudo. Pero la compensación de por sí se ofreció al poco tiempo; pues un día que le había tocado estar de cocina a Livatti, les había éste preparado tan bien el almuerzo que tuvieron todos que pasárselo sin comer; y Candiotti que siempre había estado cuidando hornallas y hornitos se ofreció para cocinero perenne. Fue una suerte para todos, pues pronto llegó a distinguirse en su nuevo oficio, lo que no es de extrañar, pues la química no es más que una cocina muy delicada.

Herrera era el hombre fuerte y que hubiera podido y debido ser, para los trabajos pesados, el mejor de todos; pero era un gran haragán, un vicioso que no pensaba sino en chupar, y de temperamento tan huelguista que, ni siendo patrón él mismo, como era, podía pensar en otra cosa que en dejar el trabajo, con cualquier pretexto.

Entre todos juntos y cada uno por separado, emprendieron su conversión, haciéndole ver la ventaja que, con el tiempo, podría sacar de la sociedad; pero no quería entender el hombre, y no hubo más remedio que darle lo que de su parte, antes de haber ganado nada nadie, reclamaba a gritos, para que se mandase mudar, con gran provecho para los demás ya que no era más que elemento de discordia.

Y así llegaron «los improvisados» a la cosecha. Trabajando habían aprendido a trabajar, y si los primeros surcos habían salido irregulares y torcidos, después de la segunda reja no se conocía; la semilla bien elegida por el ojo certero de Robledo, y desparramada del modo más parejo por sembradoras mecánicas, había brotado a las mil maravillas; los animales bien cuidados se habían conservado listos para seguir rompiendo tierra: el cielo se había mostrado clemente para con estos novicios: había llovido oportunamente y no demasiado; la langosta no había llegado allí, y los precios se conservaban halagüeños.

Sin saber lo que era un achaque habían pasado nuestros puebleros los peores momentos del invierno, y si las carnes ennegrecidas un poco por el viento de la Pampa, quedaban algo enjutas, los huesos estaban envueltos en músculos duros como acero, entre los cuales circulaba, bermeja, una sangre capaz de desafiar a cualquier microbio.

Aprendieron a cosechar. Es el tiempo del sudor; la tarea es ruda, el sol quema, la tierra arde, pero las espigas son de oro y no hay sombra que refresque más la frente del labrador exhausto que la de las bolsas de trigo apiladas al pie de la trilladora.

Habían podido comprar, a pagar con la cosecha ya casi asegurada, una trilladora; y entre Stromberg que la manejaba, Núñez que llevaba los apuntes y las cuentas, Candiotti que cocinaba para la gente, Raviña que seguía ocupándose de las transacciones comerciales, Gómez encargado de los animales, Livatti que capitaneaba a los peones y Robledo que era el alma directora de todo, hicieron el espléndido negocio, no sólo de economizar casi toda la trilla de su propio trigo, sino también de ganar un platal trillando el de los vecinos.

Han pasado cuarenta años; siempre juntos han trabajado los siete compañeros; han creado capitales con las cosechas acumuladas; han ensanchado cada año la extensión cultivada; han comprado tierra, cada vez más tierra, y tienen hoy cien segadoras con su dotación de bueyes y caballos para cortar, en tiempo oportuno, la enorme cosecha anual, preparada por sus centenares de arados en los miles de hectáreas de su propiedad.

Y por cierto que ninguno de nuestros improvisados cambiaría hoy su posición de campesino sano, fortacho y rico, por cualquiera otra que pudiese ofrecer la ciudad a sus ambiciones.



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