A las diez de la noche quedaba ya poca gente en casa de los novios.

Desde el anochecer, que comenzaron a salir del establo los carritos y las caballerías enjaezadas, la mayoría de los convidados emprendía el regreso a sus pueblos, cantando a grito pelado y deseando a los novios una noche feliz.

Los de Benimuslim se retiraban también, y en las oscuras calles veíase a más de una mujer tirando trabajosamente del vacilante marido, que era incapaz de excesos en los días normales, pero que en una fiesta se ponía alegre como cualquier hombre.

La vieja tartana del notario saltaba sobre los baches del camino, dormitando don Julián con las gafas en la punta de la nariz y dejando que guiase su escribiente, a pesar de que éste se sentía tan trastornado como su principal.

Ya no quedaban en la casa más que los padres de Marieta y algunos parientes.

El tío Sento mostraba impaciencia. Cada mochuelo a su olivo. Después de un día tan agitado, ya era hora de dormir. Y bajo las enormes cejas brillábanle los ojuelos con expresión ansiosa.

-¡Adiós, filla mehua! -gritaba la madre de Marieta-. ¡Adiós!

Y lloraba abrazándose a su hija, como si la viera en peligro de muerte.

Pero el padre, el viejo carretero, que llevaba media bodega en la panza, protestaba con lengua torpe y socarrona indignación: ¡Redéu! No parecía sino que a la chica la habían sentenciado y la llevaban al carafalet. Vamos, hombre, que era cosa de caerse de risa. ¿Tan mal le había ido a la madre cuando se casó?

Y empujaba a su vieja para desasirla de Marieta, que también derramaba lágrimas; y entre suspiros y gimoteos fueron hasta la puerta, que cerró el tío Sento, pasando después los cerrojos y la cadena.

Ya estaban solos. Arriba, en el granero dormía la tía Pascuala; en la cuadra se acostaban los criados; pero en el piso bajo, en la parte principal de la casa, sólo estaban ellos entre los desordenados restos del banquete y a la luz cavilante de un velón monumental.

Por fin ya la tenía; allí estaba, sentada en una poltrona de esparto, encogiéndose como si quisiera achicarse hasta desaparecer.

El tío Sento estaba intranquilo, y en la vehemencia de su pasión senil no sabía qué decir. ¡ Recordóns! No le había ocurrido lo mismo cuando se casó con Tomasa. Lo que hace la edad.

Por algo tenía que empezar, y rogó a Marieta que entrase al estudi. Pero ¡bonita era la chica! ¡Criatura más terca y arisca no la había visto el tío Sento!

No, ella no se meneaba; no entraba en el estudi aunque la matasen; quería pasar la noche en aquel sillón.

Y cuando el novio intentaba acercarse, replegábase medrosica como un caracol, faltándole poco para hacerse un ovillo sobre el asiento de cuerda.

El tío Sento se cansó de tanto rogar. Bueno; ya que ése era su capricho, que pasase buena noche.

Y agarrando rudamente el velón, se metió en el estudi.

Marieta tenía un horror instintivo a la oscuridad. Aquella casa grande y desconocida le causaba miedo; creyó ver en la sombra la cara ancha y pecosa de la siñá Tomasa, y, trémula, con paso precipitado, creyendo que alguien la tiraba de la falda, se metió en el estudi siguiendo a su marido.

Ahora se fijaba en aquella habitación, la mejor de la casa, con su silletería de Vitoria, las paredes cubiertas de cromos religiosos con apagadas lamparillas al frente y sus colosales armarios de pino para la ropa.

Sobre la ventruda cómoda, con agarraderas de bronce, elevábase una enorme urna llena de santos y de flores, ajadas; rodeábanla candelabros de cristal con velas amarillas, torcidas por el tiempo y moteadas por las moscas; cerca de la cama, la pililla de agua bendita, con la palma del Domingo de Ramos, y junto a ellas, colgando de un clavo, la escopeta del tío Sento: un mosquetón con dos cañones como trabucos, cargados siempre de perdigón gordo, por lo que pudiera ocurrir.

Y como suprema muestra de magnificencia, como complemento del moblaje, aquella cama famosa de la siñá Tomasa, complicada fábrica de madera tallada y pintada, ostentando en la cabecera media corte celestial, y con un monte de colchones, cuya cima cubría el rojo damasco.

El marido sonreía satisfecho de su triunfo.

¿No veía ella cómo por fin entraba? Debía obedecerle siempre y no ser tonta. Él sólo deseaba su bien, por lo mismo que la quería mucho.

El viejo a pesar de su rudeza, decía esto con expresión dulzona, como si aún tuviera en su boca algún confite de la comida, y extendiendo las manos con audacia.

-¡Estigas quiet! -decía Marieta con voz sofocada por el miedo-. ¡No s’acoste!

Y mudaba de sitio, huyendo de su marido. Iba de una parte a otra, mirando con ansiedad las paredes, como si esperara ver en ellas algún agujero, algo por donde escapar.

Si no sentía tanto miedo en la oscuridad, pronto hubiera abierto la puerta del estudi, huyendo de aquella lucha insostenible.

El tío Sento la concedía una tregua e iba desnudándose con resignada calma.

-Pero qué tonta eres -decía con entonación filosófica.

Y repetía la frase un sinnúmero de veces, mientras se quitaba las alpargatas y los pantalones de pana, desliándose la negra faja para que el vientre recobrase su hinchada elasticidad.

Oyóse a lo lejos el reloj de la iglesia dando las once.

Era ya hora de acabar aquella situación ridícula. Se acostaba Marieta, ¿Sí o no?

Y el tío Sento hizo con tal imperio la pregunta, que la novia levantóse como un autómata, volvió su rostro a la pared y comenzó a desnudarse con lentitud.

Quitó se el pañuelo del cuello, y después, tras largas cavilaciones, el corpiño fué a caer sobre una silla.

Quedóse al descubierto el ceñido corsé de deslumbrante blancura, con arabescos rojos, y más arriba, la morena espalda de tonos calientes, como el ámbar, cubierta de una suave película de melocotón sazonado y rematada por la cerviz de adorable redondez erizada de rizados pelillos.

Aproximábase el tío Sento cautelosamente, moviéndose al compás de sus pasos el blanducho y enorme abdomen. No debía ser tonta: él la ayudaría a desnudarse.

E intentaba meterse entre ella y la pared para verla de frente y apartar aquellos brazos cruzados con fuerza sobre el exuberante y firme pecho, oprimido por las ballenas del corsé.

-¡No vullc, no vullc! -gritaba con angustia la muchacha-. ¡Apartes d’ahí! ¡Fuixca! Con fuerza inesperada empujó aquella audaz panza que le cerraba el paso, y siempre ocultando su pecho, fué a refugiarse entre la cama y la pared.

El tío Sento se amoscaba. Aquello ya pasaba de broma, y él no se sentía capaz de contemplaciones. Fué a seguir a Marieta en su escondrijo, pero apenas se movió, ¡redéu!, parecía que el pueblo se venía abajo, que la casa era asaltada por todos los demonios del infierno, o que había llegado el Juicio final.

Vaya un estrépito. Eran latas de petróleo golpeadas a garrotazo limpio; cabezones agitando sus innumerables cascabeles, enormes matracas y grandes cencerros sonando todos a un tiempo, y al poco rato disparándose cohetes que silbaban y estallaban junto a la reja del estudi. Por las rendijas de las maderas penetraba un resplandor rojizo de incendio.

Adivinaba él lo que era aquello y a quién lo debía. Si la pena fuera un sou, si no hubiese presidio para los hombres, ya arreglaría él a aquella pillería.

Y juraba y pateaba, despojado ya de su fiebre amorosa, sin acordarse de Marieta, que, asustada al principio por el infernal estrépito, lloraba ahora, creyendo que sus lágrimas podían arreglarlo todo.

Ya se lo habían dicho sus amigas. Se casaba con un viudo y tendría cencerrada.

Pero, ¡qué cencerrada, señores! Era en toda regla, con coplas alusivas que la gente celebraba con carcajadas y relinchos, y cuando cesaba momentáneamente el estrépito de latas y cencerros, sonaba la dulzaina con sus gangueos burlones, y una voz acatarrada que conocía Marieta (¡Vaya si la conocía!) hablaba de la vejez del novio, de la cara-sera que había sido la novia y del peligro en que estaba el tío Sento de ir al día siguiente al cementerio si quería cumplir su obligación.

-¡Morrals! ¡Indeséns! -rugía el novio, e iba loco por el estudi, manoteando, como si quisiera exterminar en el aire aquellas coplas que venían de fuera.

Pero una malsana curiosidad le dominaba. Quería ver quiénes eran los guapos que se atrevían con él y de un bufido apagó el velón, abriendo después un ventanillo de la reja.

La calle entera estaba ocupada por el gentío. Algunos haces de cáñamo seco ardían con rojiza llama, y su resplandor de incendio abarcaba el corro principal de la cencerrada, dejando en la oscuridad el resto de la muchedumbre.

Allí estaban los autores. El Desgarrat al frente y toda la parentela de la siñá Tomasa. Pero lo que más indignaba al tío Sento era que estuviese allí Dimoni acompañando con su dulzaina las indecentes coplas, cuando el muy ladrón había recibido horas antes dos duros como dos soles por su trabajo en la boda. ¡Y cómo se reía aquel hereje cada vez que su amigo el Desgarrat cantaba una desvergüenza!

Había que hacer un disparate.

Lo que más alteraba al tío Sento, aunque él lo callase, era ver que aquel insulto a su persona lo presenciaba medio pueblo, los mismos que antes le temían o le buscaban humildes e imploraban su favor. Su estrella se eclipsaba. Todos le perdían el respeto después de su calaverada casándose con una chica.

Despertábase su soberbia de hombre duro acostumbrado a imponer su voluntad, y temblaba de pies a cabeza ante los feroces insultos.

Conformábase con el ruido: que golpeasen cuanto quisieran, pero que no cantase aquel perdido, pues sus coplas le aglomeraban la sangre en los ojos.

Pero el Desgarrat era infatigable; la gente acogía las coplas con aullidos de entusiasmo, y el viejo, ya trastornado, se hacía atrás, como si en la oscuridad del estudi fuese a buscar algo.

Aún permaneció en el ventanillo viendo cómo la multitud abría paso a algunos amigos del Desgarrat que conducían en hombros un objeto largo y negro..

-¡Gori, gori, gori! -aullaba la multitud, parodiando el canto de los entierros.

Y el novio vió pasar en la punta de un palo, a guisa de un guión, unos cuernos enormes, leñosos y retorcidos, y después un ataúd, en cuyo fondo descansaba un monigote con dos grandes marañas de pelo en el lugar de las cejas. ¡Cristo, aquello era para él! Ya se atrevían a lanzarle en el rostro aquel apodo de Sellut, que nadie había osado proferir en su presencia.

Rugió apartándose del ventanillo, buscó a los largo de la pared, a tientas, en la oscuridad; algo apoyó en su rostro, contraído por la rabia, y sonaron dos truenos, que hicieron parar en seco la ruidosa cencerrada. Había tirado a ciegas; pero tal era su deseo de matar, que hasta estaba seguro de haber acertado.

Se apagaron las rojas antorchas, oyóse el rumor de la gente que huía apresurada, y algunas voces gritaban desde la calle:

-¡Pillo..., asesino! El Sellut es. Asomat, granuja.

Pero el tío Sento nada oía. Estaba plantado en medio del estudi, como asombrado de lo que había hecho, con la caliente escopeta quemándole las manos.

Marieta, poseída de pasmo, gimoteaba en el suelo. Su estertor ansioso era lo único que oía él, y dirigiendo su furia a lo que más cerca tenía, murmuraba con ferocidad:

-¡Calla, cordóns!... ¡Calla o te mate a tú!...

El tío Sento no salió de su estupor hasta que golpearon rudamente la puerta de la calle.

-¡Abran a la Guardia Civil!

Debían de estar levantados los criados desde mucho antes, pues la puerta se abrió, acercándose al estudi el ruido de culatas y zapatos claveteados.

Cuando el tío Sento salió a la calle entre los dos guardias vió el cadáver del Desgarrat hecho una criba. No se había perdido un perdigón.

Los compañeros del muerto amenazáronle de lejos con sus navajas; hasta Dimoni, tambaleando por el vino y la emoción, le apuntaba fieramente con su dulzaina; pero él nada veía, y se alejó cabizbajo, murmurando con amargura:

-¡Bonica nit de novios!

FIN