La celebridad
LA CELEBRIDAD
Son las doce de la noche. Mitiá Kuldarof, muy excitado, los cabellos en desorden, entra como un torbellino en casa de sus padres y empieza a correr por todas las estancias.
Sus padres están acostándose. La hermana, ya en el lecho, acaba de leer la última página de una novela. Los hermanos colegiales duermen.
—¿De dónde vienes?—le preguntan sus padres—. ¿Qué te ocurre?
—No me lo preguntéis. Yo no me lo esperaba, no; nunca me lo podía esperar. Es increíble.
Déjase caer en una butaca, riendo a carcajadas. La felicidad le impide tenerse en pie.
—Es increíble. No os lo hubierais imaginado nunca. Podéis mirar.
La hermana salta de la cama, se echa un manto sobre los hombros y se acerca a él. Los colegiales se despiertan.
—¿Qué te pasa? Diríase que te has vuelto loco.
—Es de alegría, mamá. Toda Rusia me conoce ahora, toda... Antes erais vosotros los únicos en saber que en este mundo existe Dimitri Kuldarof. En adelante toda Rusia lo sabrá. Madrecita. ¡Dios mío!
Mitiá salta, da algunos pasos y vuelve a arrellanarse en su sillón.
—Pero, ¿qué pasa, en fin? Cuéntalo razonadamente.
—Vosotros vivís sin vida, como unos salvajes. No leéis los periódicos. No hacéis caso alguno de la publicidad. Y la verdad es que los periódicos contienen cosas extraordinarias. Nada de lo que sucede puede mantenerse oculto. ¡Qué feliz soy, Dios mío! En los periódicos solamente se habla de gente célebre, y he aquí que ahora se han ocupado también de mí.
—¿Que hablan de ti? ¿Dónde?
El papá se pone pálido. La mamá mira los grabados y se santigua. Los colegiales saltan de sus camas, tapados apenas por sus camisas de dormir, muy cortas, y se acercan al hermano mayor.
—Sí, señor; se han ocupado de mí; toda Rusia me conoce. Vea usted este periódico, mamá; guárdele como recuerdo. De vez en cuando lo volveremos a leer. Míralo.
Mitiá saca de su bolsillo un periódico, lo presenta a su padre y le indica un párrafo marcado con lápiz azul. El padre se pone los lentes.
—¡Lea!
La madre contempla otra vez los grabados y se santigua nuevamente. El padre tose y comienza la lectura: «El día 29 de diciembre, a las once de la noche, Dimitri Kuldarof...»
—¿No lo ven ustedes? Continúe...
«Dimitri Kuldarof, al salir de una cervecería sita en la Pequeña Bronnaram, en casa de Kasijin, se encontraba en estado de embriaguez...»
—Sí, sí; ¡era yo! Carfineos Petrovich, mi amigo; todo está reseñado con los menores detalles... ¡Siga!
«...Y encontrándose en estado de embriaguez, resbaló y cayóse entre los pies de un caballo enganchado a un coche de alquiler. El caballo se asustó de él, saltóle por encima, arrastró el trineo sobre su cuerpo y echó a correr por las calles hasta que los dvonih le detuvieron. Al principio, Kuldarof estaba desmayado y hubo que transportarlo al puesto de policía, a fin de que el médico lo reanimara. ¡El golpe recibido por él en la nuca!...»
—Fué con la lanza del coche, papá... ¡Lee, lee!...
«...El golpe recibido por él en la nuca resultó leve. Levantóse acta, y a la víctima le prestaron los cuidados que su estado requería.»
—Ordenaron que me pusieran en la nuca compresas de agua fría. ¿Os habéis enterado? Eso es; la noticia ha circulado por toda Rusia. Venga el periódico.
Mitiá coge el periódico y se lo mete en el bolsillo.
—Voy corriendo a casa de Makarof, para enseñárselo. También hay que mostrarlo a los Ivarmitskó, a Natalie Ivanovne, a Nissim Vanlievitch. Me voy a escape. ¡Adiós! Mitiá se pone la gorra y, excitado y alegre, sale corriendo a la calle.