La catedral/IX
Pocos días después del Corpus, una mañana don Antolín fue en busca de Gabriel. El Vara de plata sonreía a Luna, hablándole con aire protector.
Había pensado en él toda la noche. Le dolía verle inactivo, paseando por el claustro. La falta de ocupación era lo que le inspiraba aquellas ideas tan perversas.
—Vamos a ver—añadió—: ¿te convendría bajar conmigo todas las tardes a la catedral para enseñar el Tesoro y las demás preciosidades? Vienen muchos extranjeros que apenas si se dejan entender cuando me preguntan. Tú conoces su lenguaje: sabes el francés, el inglés y no sé cuántos idiomas más, según afirma tu hermano. La catedral ganaría mucho pudiendo demostrar a esos extranjeros que tiene un intérprete a su disposición; tú nos harías un favor y no perderías nada. Siempre es un entretenimiento ver caras nuevas. En cuanto a recompensa....
Se detuvo aquí don Antolín, rascándose la cabeza por debajo del bonete. Vería de arañar algo de los fondos de la Obrería; si no era posible en el primer momento, por estar flaca y escurrida la renta de la Primada, ya se proveería más adelante. Y aguardó con mirada ansiosa la respuesta de Gabriel. Éste mostróse conforme. Al fin era un huésped de la catedral, y algo la debía. Y desde aquella tarde bajó al templo a la hora de coro para enseñar a los extranjeros las riquezas de la iglesia.
Nunca faltaban viajeros que, exhibiendo los papelillos de colores de don Antolín, esperaban el momento de admirar las alhajas. El Vara de plata no veía un extranjero que no se imaginase que era un lord o un duque, extrañándose muchas veces de su desgarbo en el vestir. Para él, sólo los grandes de la tierra podían permitirse el placer de viajar, y abría unos ojos escandalizados e incrédulos cuando Gabriel afirmaba que muchas de aquellas gentes eran zapateros de Londres o tenderos de París que se daban en las vacaciones el regalo de una excursión por el antiguo país de los moros.
Avanzaban por las naves cinco canónigos con sobrepellices de coro, cada uno con una llave en la mano. Eran los guardadores del Tesoro. Abría cada cual la cerradura confiada a su custodia, giraba pesadamente la puerta y quedaba abierta la capilla con sus antiguas riquezas. En enormes vitrinas, como en un museo, se exhibía la vieja opulencia de la catedral: imágenes de plata maciza; globos enormes coronados por graciosas figurillas, todo de precioso metal; arquillas de marfil de complicada labor; custodias y viriles de oro; enormes platos dorados y repujados, con escenas mitológicas que resucitaban la alegría del paganismo en aquel rincón sórdido y polvoriento del templo cristiano. Las piedras preciosas extendían su gama de colores por pectorales, mitras y mantos de la Virgen. Eran diamantes tan enormes que hacían dudar de su autenticidad, esmeraldas del tamaño de guijarros, amatistas, topacios y perlas, muchas perlas, a centenares, a miles, caídas como granizo sobre las vestiduras de la Virgen, Los forasteros admirábanse ante esta opulencia, deslumbrados por su enormidad, mientras Gabriel, habituado a la visita diaria, lo miraba todo fríamente. El Tesoro tenía un aire de vetustez lamentable. Las riquezas habían envejecido con la catedral. Los diamantes no brillaban, el oro parecía empañado y polvoriento, la plata se ennegrecía, las perlas estaban opacas y como muertas. El humo de los cirios y el ambiente rancio del templo lo habían patinado todo tristemente.
«La Iglesia—se decía Gabriel—envejece cuanto toca. Las riquezas pierden el brillo en sus manos, como las joyas que caen en poder de los usureros. El diamante se empaña en el seno de la gran avara; el cuadro más hermoso se ennegrece en sus altares.»
Tras de la visita al Tesoro venía la exhibición del Ochavo, la capilla octogonal de mármoles obscuros: panteón de reliquias donde los despojos humanos más repugnantes, las calaveras de horrible risa, los brazos momificados y las vértebras cariadas se mostraban en vasos de plata y oro. La piedad de otros siglos, crédula y grosera, aparecía tan absurda al mostrarse en pleno siglo de descreimiento, que el mismo don Antolín, tan intransigente hablando de las glorias de su catedral, bajaba la voz y apresuraba la relación al señalar el pedazo de manto de santa Leocadia cuando se «apareció» al arzobispo de Toledo, comprendiendo lo difícil que era explicar de qué tela se vestían las apariciones.
Gabriel traducía fielmente la explicación del Vara de plata, recalcándola muchas veces con irónica gravedad, mientras los canónigos que escoltaban la caravana de forasteros alejábanse algunos pasos con aire distraído para evitar preguntas.
Un inglés flemático interrumpió un día al intérprete:
—¿Y no tienen ustedes ninguna pluma de las alas de san Miguel?
—No, señor, y es lástima—contestó Luna con igual seriedad—. Pero ya la encontrará usted en otra catedral. Aquí no podemos tenerlo todo.
En la Sala Capitular, mezcla de arquitectura árabe y gótica, admiraban los visitantes la doble fila de arzobispos toledanos pintados en la pared con mitras y báculos de oro. Gabriel llamaba la atención sobre don Cerebruno, el prelado medioeval, llamado así por su enorme cabeza. Pero el guardarropa era lo que mayor asombro producía en los forasteros.
Era una pieza con grandes estanterías y armarios de madera vieja. Por encima de aquéllas, las paredes estaban cubiertas con grandes cuadros empolvados y rotos, copias de la pintura flamenca que el cabildo había relegado a aquel rincón. Sobre la estantería se alineaban los antiguos sillones de la casa: unos a la española, austeros, de líneas rectas, con deshilachados rapacejos; otros de forma griega, con las patas curvas y embutidos de marfil. Las capas y casullas se apilaban en los estantes por clasificación de tonos, con la esclavina fuera del montón, para que pudieran admirarse los prodigios del bordado. Todo un mundo de figurillas vivía con la fuerza del color en unas cuantas pulgadas de tela. El arte asombroso de los antiguos bordadores daba a la seda las apariencias de vida de la pintura. La esclavina y las tiras de una capa bastaban para reproducir todas las escenas de la creación bíblica o de la Pasión de Jesús. El brocado y la seda desarrollaban la magnificencia de sus tejidos. Una capa era un jardín de encendidos claveles; otra, un arriate de rosas o de flores fantásticas de enroscados estambres y pétalos metálicos. Sacaban los sacristanes de profundos estantes, como si fuesen libros de tela y madera, los famosos frontales del altar mayor. Los había especiales para cada fiesta. El de san Juan, alegre y risueño como una verbena, con corderos de oro y prietos racimos que acariciaban con sus manos mantecosas los angelitos gordinflones. Los más antiguos, de tonos suaves y desmayados, mostraban jardines persas, con fontanas azules en las que bebían rojizas bestias.
Los visitantes se aturdían viendo desplegar telas y más telas, todo el pasado de una catedral que, teniendo millones de renta, empleaba para su embellecimiento ejércitos de bordadores y acaparaba las más ricas telas de Valencia y Sevilla, reproduciendo en oro y colores los episodios de los libros santos y los tormentos de los mártires. Era la leyenda gloriosa de la Iglesia eternizada por la aguja antes de que pudiese hacerlo la imprenta.
Gabriel volvía todas las tardes al claustro alto aburrido por este paseo a lo largo de la catedral. En los primeros días le sedujo la novedad de ver caras extrañas, de sentir el roce de aquel arroyuelo de curiosos que, bifurcándose de la gran inundación de viajeros que corrían Europa, llegaba hasta Toledo. Pero al poco tiempo le parecieron iguales las gentes que veía todas las tardes. Eran las mismas preguntas, las mismas inglesas tiesas y de cara dura, iguales ¡oooh! de admiración fríos y convencionales, e idéntica manera de volver la espalda con grosera altivez cuando nada quedaba por enseñar.
Al volver a la tranquilidad del claustro alto, después de la diaria exhibición de las riquezas, Gabriel encontraba más repugnante e intolerable la miseria de las Claverías. El zapatero le parecía más amarillento y triste en el rancio ambiente de su tugurio, encorvado ante la mesilla, martilleando la suela; su mujer más débil y enfermiza, mísera esclava de la maternidad, debilitada por el hambre y ofreciendo como única esperanza al hijo pequeño aquellas ubres flácidas, de las que sólo podía surgir sangre. El pequeñín se le moría. Sagrario, que abandonaba su máquina para pasar gran parte del día en casa del zapatero, así lo decía en voz baja a su tío. Ella hacía las faenas de la casa, mientras la pobre madre, inmóvil en una silla, con el pequeñuelo en el regazo, lo contemplaba con ojos llorosos. Cuando la criatura despertaba de su sopor, levantando trabajosamente la cabeza sobre el cuello delgado como un hilo, la madre, para ahogar sus gemidos débiles, lo aproximaba al pecho; pero el pequeño retiraba la boca adivinando la inutilidad de sus esfuerzos en aquel colgajo de carne del que sólo lograba extraer una triste gota.
Gabriel examinaba al pequeño, fijándose en su delgadez esquelética y las extrañas manchas que la escrófula extendía sobre su piel de color de paja. Movía la cabeza incrédulamente cuando las vecinas, agrupadas en torno del enfermo, le atribuían cada una dolencias distintas, aconsejando remedios caseros, desde los cocimientos de hierbas raras y unturas hediondas, hasta la aplicación en el pecho de estampitas milagrosas y trazarle siete cruces en el ombligo con otros tantos padrenuestros.
—Es hambre—decía Luna a su sobrina—, nada más que hambre.
Y privándose de una parte de su alimento, pasaba a casa del zapatero la leche que subían para él. Pero el estómago del pequeño no podía sufrir el líquido, demasiado substancioso para su debilidad, y lo arrojaba apenas ingerido. Tía Tomasa, la jardinera, con su carácter enérgico y emprendedor, trajo una mujer de fuera de la catedral para que diese su pecho al enfermo. Pero a los dos días, antes de que se pudieran apreciar los efectos, ya no volvió, como si le repugnase aproximar a sus ubres aquel cuerpecito exangüe que parecía un cadáver. En vano buscó la jardinera; no era fácil encontrar pechos generosos que diesen su leche por poco precio.
Y mientras tanto, el niño se moría. Todas las mujeres entraban en la habitación del zapatero. Hasta don Antolín se asomaba por las mañanas a la puerta.
¿Cómo está el pequeño? ¿Igual...? ¡Todo sea por Dios!
Y se retiraba, haciendo al zapatero la gran caridad de no hablarle de las pesetas que le debía, en atención al hijo enfermo.
El Azul de la Virgen mostrábase indignado por este incidente que turbaba la calma del claustro y la beatitud de sus digestiones de servidor de la iglesia feliz y bien cebado. Era una vergüenza que aquel zapaterín se hubiese aposentado en las Claverías con su pobreza y todo el rebaño de hijos tiñosos y miserables. Moriría uno cada mes: iban a pegarles sus enfermedades. ¿Y con qué derecho estaban en la catedral si no cobraban sueldo alguno de la Obrería? Tales hediondeces debían quedarse fuera de la casa del Señor. Su suegra se indignaba.
—¡Calla, ladrón de santos—decía—; calla, o te tiro un plato! Todos somos hijos de Dios, y si las cosas fuesen derechas, los pobres debían vivir en la catedral. Mejor sería que en vez de decir tales cosas les dieses a esos infelices algo de lo que robas a la Virgen.
El sacristán levantaba los hombros con desprecio. Ya que no tenían para comer, que no hiciesen hijos. Allí estaba él con solo una hija. No se creía con derecho a más, y eso que, gracias a Nuestra Señora, guardaba un mendrugo para la vejez.
Tomasa hablaba del niño del zapatero a los buenos señores del cabildo que después del coro se detenían un momento en el jardín. La oían distraídos, hundiendo su mano en la sotana.
—¡Todo sea por Dios! ¡Cuánta miseria...!
Y unos la daban diez céntimos, otros un real; hasta hubo quien llegó a dar una peseta. La jardinera pasó un día al palacio del arzobispo, pero don Sebastián estaba con el arrechucho y no quiso recibirla, envíandola dos pesetas con un familiar.
—No son malos—decía la jardinera, entregando sus colectas a la pobre madre—, pero cada uno vive para él, y el prójimo que se arregle. Nadie parte ya el manto con nadie.... Toma esto y veas cómo sales del paso.
Comían mejor en casa del zapatero. La chiquillería escrofulosa que correteaba por el claustro era la que mejoraba de suerte con la enfermedad del pequeño, cada vez más débil, inmovilizado horas enteras, con una respiración casi imperceptible, sobre el regazo de la madre.
Cuando murió el infeliz, toda la gente del claustro se agolpó en la casa. Dentro sonaba el lamento de la madre, estridente, interminable, como el berrido de una bestia herida. Fuera, lloraba el padre silenciosamente, rodeado de sus amigos.
—Ha muerto lo mismo que un pájaro—decía con largas pausas, cortando las palabras con sollozos—. Su madre lo tenía sobre las rodillas.... Yo trabajaba... «¡Antonio, Antonio!—me grita—; veas qué tiene el chico; mueve la boca, hace muecas.» Acudo. Tenía la cara ennegrecida... como si la cubriese un velo. Abrió la boquita... dos muecas, con los ojos entelados, y dobló el cuello.... Lo mismo que un pajarillo... lo mismo.
Y lloraba, repitiendo tenazmente la semejanza entre su hijo y los pájaros que caían en invierno muertos de frío.
El campanero miraba sombríamente a Gabriel.—Tú que lo sabes todo: ¿verdad que ha muerto de hambre?
Y el Tato, con su impetuosidad escandalosa, decía a gritos:
—¡No hay justicia en el mundo! ¡Esto se ha de arreglar! ¡Mire usted que morir de hambre una criatura en una casa donde corre el dinero y tantos tíos se visten de oro...!
Cuando se llevaron al muertecito camino del cementerio, pareció que el claustro quedaba abandonado. Toda su vida se reconcentró en la casa del zapatero. Las mujeres rodeaban a la madre. La desesperación enfurecía a aquella mujer débil y enferma. Ya no lloraba: la muerte de su hijo la había vuelto feroz. Quería morder, estrellarse el cráneo contra las paredes.
—¡Ay...! ¡mi hijooo! ¡mi Antoñito!
Por las noches se quedaban en la casa Sagrario y otras mujeres para cuidar de ella. En su desesperación quería hacer responsable a alguien de la desgracia, y se fijaba en los más altos de las Claverías. Don Antolín no la había auxiliado con la más pequeña limosna; su remilgada sobrina apenas si había entrado a ver al pequeñuelo. A ella sólo le interesaban los hombres.
—El Vara de plata tiene la culpa—gritaba la pobre mujer—. Es un ladrón. Exprime nuestra miseria con sus trampas de usurero. Ni un céntimo ha dado para mi hijo.... Y la tal Mariquita es un pendón.... Lo digo yo, sí, señor. Sólo piensa en emperejilarse para que la vean los cadetes.
—Mujer, te van a oír—decían suplicantes y con miedo algunas mujeres.
Pero otras protestaban de este temor. ¡Que le oyesen don Antolín y su sobrina! ¿Y qué? En las Claverías ya estaban hartos de las rapacidades de aquel tío y los aires de gran señora que se daba la fea. Porque ellas fuesen pobres no iban a pasarse la vida temblando ante aquella pareja. ¡Dios sabe lo que harían el tío y la sobrina solos en su casa...!
Un soplo de rebelión pasaba sobre aquel mundo adormecido. Era la influencia inconsciente de Gabriel. Lo que él decía a sus amigos había sido transmitido a todos los hombres de las Claverías, llegando hasta las mujeres. Eran ideas confusas y truncadas que muy pocos comprendían, pero les acariciaban como aire fresco y puro, reanimando sus espíritus. Sonábanles en los oídos como un eco grato del mundo exterior. Les bastaba con saber que aquella vida de paz y de miserable sumisión en que habían estado hasta entonces no era inmutable, que ellos tenían derecho a más, y los humanos deben rebelarse ante la injusticia y la imposición.
Don Antolín, que conocía bien el rebaño confiado a su custodia, no tardó en percatarse del trastorno moral. Adivinaba en derredor de su persona la hostilidad y la rebeldía. Los deudores le contestaban altivamente, alegando la miseria como un derecho para no sufrir su avaricia; sus órdenes imperiosas tardaban en ser ejecutadas, y tenía la percepción clara de que al andar por el claustro se reían a su espalda o le hacían gestos amenazadores. Un día sintió temblar sus piernas y que los ojos se le nublaban de emoción al oír cómo contestaba el perrero, a una de sus reprimendas por haber vuelto tarde a la catedral, obligándole a abrir la puerta cuando ya iba a acostarse. El Tato le hizo saber con expresión insolente que se había comprado una navaja y deseaba estrenarla en las tripas de cualquier cura explotador de los pobres.
La sobrina se quejaba a don Antolín. No la hacían caso, la despreciaban; ya no venía ninguna mujer a ayudarla gratuitamente en sus faenas. La respondían insolentemente que la que necesitase criadas debía pagarlas. ¿En qué pensaba su tío? Ya era hora de imponer su autoridad, de meter en un puño a la gentuza.
Pero ella, tan animosa y enérgica dentro de su casa, tenía que retirarse bufando de coraje o llorando apenas se asomaba a la puerta. Todas las mujeres de las Claverías querían vengarse de su antigua servidumbre, puestas ya en la pendiente del desacato.
—Miradla—gritaba la zapatera a sus vecinas—. Siempre tan compuesta la tía fea. Se adorna con la sangre que el querindango de su tío chupa de los pobres.
Y de las rejas de las Claverías altas, que daban sobre los tejados, salía siempre alguna voz entonando la antigua copla, inspirada sin duda por el jardín de la catedral:
y los laureles,
como nunca dan fruto
siempre están verdes.
Esto es lo que acababa con la paciencia de don Antolín: la injuriosa suposición sobre él y la sobrina, que turbaba su castidad de avaro. Visitó al cardenal para quejarse de las gentes del claustro, y Su Eminencia, que vivía en perpetua indignación, se enfureció escuchándole, faltando poco para que le pegase. ¿Por qué le iba a él con tales cuentos? ¿Para qué le había concedido autoridad? ¿Es que bajo la sotana no tenía nada de hombre? El que faltase a la buena disciplina de la casa, ¡a la calle inmediatamente! Más energía, y cuidado con molestarle de nuevo por tales insignificancias, pues entonces quien iría a la calle sería el Vara de plata.
Don Antolín sintióse más animoso después de esta entrevista, aunque juró mentalmente no visitar otra vez al temible prelado. Estaba resuelto a imponer su autoridad castigando al más débil, que era para él el origen de tales escándalos. Expulsaría de las Claverías al zapatero, ya que estaba en ellas sin otro derecho que haber nacido allí su mujer. Mariquita, alborozada por la energía de su tío, debió hablar a alguien de tales propósitos, y la noticia circuló por el claustro.
Don Antolín no osó seguir adelante, aterrado por la unanimidad con que toda la población se alzó silenciosamente frente a él.
El Tato le miraba con ojillos burlones y amenazantes, en los que el Vara de plata creía leer: «Acuérdate de la navaja.» Pero lo que más aterraba a don Antolín era el silencio del campanero, la mirada hosca y dura con que respondía a sus palabras.
Hasta el bueno de Esteban, el Vara de palo, protestaba a su modo, diciendo con dulzura a don Antolín:
—Pero ¿es verdad que usted quiere echar al zapatero? Hará usted mal, muy mal. Al fin es un pobre, y su mujer nació en este claustro. Estas novedades traen siempre desgracia, don Antolín.
Y el sacerdote, falto de apoyo, viendo la hostilidad por todos lados, dejaba para el día siguiente las resoluciones enérgicas, riñendo a su sobrina cuando ésta le echaba en cara su debilidad.
El canónigo Obrero, de quien impetraba socorro, no quería turbar la calma beatífica de su existencia mezclándose en la rebelión de la gente menuda. Era asunto del Vara de plata; podía castigar y despedir a quien quisiera sin miedo alguno. Pero don Antolín, temblando ante la responsabilidad que le podían acarrear las decisiones enérgicas, acabó por entregarse a Gabriel, solicitando su apoyo. Aquel hombre era el que ejercía la verdadera autoridad en el claustro alto. Todos le escuchaban, siguiendo ciegamente sus consejos.
—Ayúdame, Gabrielillo—decía el sacerdote con expresión angustiosa—. Si tú no pones orden, esto acabará muy mal. Se me burlan, hasta insultan a mi pobre sobrina, y un día echaré a la calle la mitad de la gente de las Claverías, pues tengo facultades de Su Eminencia para todo... ¡Ay, Señor! Yo no sé qué ha pasado aquí. El demonio debe ir suelto por el claustro alto. ¡Cómo me han cambiado a esta gente!
Luna adivinaba el pensamiento de don Antolín: entendía sus alusiones al demonio que andaba suelto por las Claverías. Aquel demonio era él. Tenía razón el Vara de plata. Sin quererlo, había introducido la perturbación en la catedral. Buscaba calma y olvido en aquel refugio, y el espíritu de rebelión le había seguido hasta su escondrijo. Recordaba sus propósitos del primer día, cuando se vio solo en el silencioso claustro. Quería ser una piedra más de la catedral, no reflexionar, no sentir, pasar el resto de su existencia agarrado a aquella ruina, con la vida embrionaria del musgo de los contrafuertes. Pero el espíritu del mundo exterior había entrado en él.
Luna recordaba a los viajeros que en tiempos de peste atraviesan el cordón sanitario. Están sanos y contentos; nada delata la enfermedad en sus cuerpos. Pero los gérmenes destructores van en los pliegues de sus ropas y en sus cabellos; conducen la muerte sin saberlo, y la esparcen sin darse cuenta saltando las barreras y los obstáculos. Él era lo mismo; pero en vez de propagar la muerte, esparcía la vida tumultuosa y rebelde. La protesta de los de abajo, que hacía más de un siglo rugía sobre el mundo, alterando su superficie con el oleaje revolucionario, entraba con él por primera vez en aquel fragmento del siglo XVI que aún subsistía. Había despertado a aquellos hombres, iguales a los durmientes de la leyenda, inmóviles como estatuas en su cueva, mientras pasaban los siglos y la tierra se transformaba.
La presencia de Luna en la catedral había ejercido un efecto disolvente. Era una inyección de líquido antiséptico en el tumor del pasado. Todo se alteraba; veníanse abajo la sumisión y el respeto, obra de siglos.
El despertar de aquellas gentes era impetuoso, como el de un pueblo en revolución. Se avergonzaban de los antiguos errores que habían adorado, y esto les hacía acoger como indiscutible todo lo nuevo, sin atemorizarse ante las consecuencias.. Era la fe del pueblo, que, una vez toma carrera hacia delante, lo acepta todo, lo defiende todo, sin otra condición que la de la novedad, y desprecia los principios tradicionales que acaba de abandonar.
La sumisión cobarde del Vara de plata era la primera victoria de los más audaces que formaban el acompañamiento de Luna. El sacerdote avaro y despótico bajaba los ojos ante ellos y sonreía con el deseo de ser agradable. Esto se lo debían al maestro. Él era ahora el verdadero amo del claustro alto. Don Antolín le consultaba antes de tomar una disposición, y la fea de su sobrina sonreía a Gabriel como podrían sonreír a un héroe triunfador las hijas de los vencidos ofreciéndose.
Ya no se ocultaban en las habitaciones del campanero para reunirse. Formaban corro por las tardes en el claustro, hablando de las audaces doctrinas enseñadas por Luna, sin que les intimidara aquel ambiente religioso. Se sentaban con aire de señores, rodeando al maestro, mientras por la galería opuesta paseaba el Vara de plata como un fantasma negro, leyendo su libro de horas y lanzando de vez en cuando una mirada triste sobre el grupo. ¡Hasta su antiguo vasallo el cura de las monjas se atrevía a abandonarle para escuchar a Gabriel!
Don Antolín, con su malicia de servidor eclesiástico, adivinaba la intensidad del daño producido por Luna. Pero al momento, su egoísmo se sobreponía a la reflexión. Que hablase. ¿Y qué? Un poco de orgullo en aquella gente y nada más. Todo palabras y humo en la cabeza. ¡Mientras no pidiesen dinero...! En cambio, tenía un buen auxiliar en Luna, que, compartiendo la autoridad con él, le evitaba sinsabores y la catedral disponía gratuitamente de un intérprete para los extranjeros. Algunos de éstos se hacían lenguas de la gran ilustración de los «sacristanes» de Toledo, elogio que acogía don Antolín como si fuese dedicado por entero a su persona.
Gabriel se alarmaba más que el Vara de plata del efecto de sus palabras. Sentíase arrepentido del momento en que habló por primera vez de su pasado y sus ideales. Buscaba la paz y el silencio, y le rodeaba en pequeñas proporciones el mismo ambiente de proselitismo y ciegos entusiasmos que en su época de martirio. Deseaba anularse y desaparecer al penetrar en la catedral, y la suerte se burlaba, resucitando al agitador en pleno escondite, para turbar la paz de aquella ruina. La sociedad le había olvidado, y él, inconscientemente, se agitaba, llamando la atención del mundo exterior.
El entusiasmo de aquellos neófitos era un peligro. Su hermano el Vara de palo, sin comprender toda la extensión del mal, le avisaba con su buen sentido.
—Estás trastornando las cabezas de esos pobres con las cosas que les dices. Ten cuidado; son muy buenos, pero muy brutos. Cuando se ha sido ignorante toda la vida, es peligroso querer convertir de un golpe a los hombres en sabios. Es como si a mí, que estoy acostumbrado al pucherete casero, me llevasen hoy a la mesa de Su Eminencia. Me atracaría, bebería fuerte, pero a la noche tendría un cólico y tal vez estírase la pata.
Gabriel reconocía la verdad de estos consejos prudentes. Pero no podía retroceder: le arrastraba el afecto de sus discípulos y su antiguo afán de propagandista. Era para él un placer el asombro de aquellos pensamientos vírgenes entrando a la desbandada en las habitaciones luminosas construidas por el pensamiento humano durante siglos.
La descripción de la humanidad del porvenir enardecía el entusiasmo de Luna. Hablaba de la felicidad de los hombres después de un golpe revolucionario que cambiase la organización de la humanidad, con arrobamiento místico, como un predicador cristiano al describir el cielo.
El hombre debía buscar la felicidad únicamente en este mundo. Tras de la muerte sólo existía la vida infinita de la materia, con sus innumerables combinaciones; pero el ser humano anulábase como la planta o la bestia irracional: caía en la nada al caer en la tumba. La inmortalidad del alma era una ilusión del orgullo humano, que explotaban las religiones, haciendo de esta mentira su fundamento. Sólo en la vida podía encontrarse el cielo del hombre. Todos iban embarcados por la inmensidad en el mismo navio: la Tierra. Todos eran camaradas de peligros y luchas, y debían mirarse como hermanos, buscando el bienestar común. ¿A qué el reparto desigual de los víveres, la división de castas, la competencia en el trabajo, y sobre todo, la lucha por la existencia, que los filósofos y poetas de la clase explotadora pintaban como una condición indispensable de progreso...? El comunismo era la santa aspiración de la humanidad, el ensueño divino del hombre desde que comenzó a pensar, en los albores de la civilización. Habían intentado establecerlo las religiones. Pero la religión había fracasado, estaba moribunda, y sólo la ciencia podía imponerlo al porvenir. Debían desandar lo andado, ya que la humanidad marchaba por un camino de perdición: era forzoso volver al punto de partida. El primero que por haber cultivado una porción de tierra, después de recolectar el fruto del trabajo la creyó suya para siempre, dejándola como propiedad a sus hijos, que buscaron otros hombres para que la cultivasen, ése era un ladrón, un detentador de la fortuna universal. Y lo mismo los que se aprovechaban de los inventos del genio humano, máquinas, etc., para beneficio de una pequeña minoría explotadora, sujetando al resto de los hombres a la ley del hambre. No; todo era de todos. La tierra pertenecía a los humanos, sin excepción, como el sol y como el aire. Sus productos debían repartirse entre todos, con arreglo a sus necesidades. Era vergonzoso que el hombre, que sólo aparecía un instante sobre el planeta, un minuto, un segundo, pues su vida no equivalía a más ante la vida de la inmensidad, pasase este soplo de existencia peleándose con el semejante, robándolo, agitado por la fiebre del despojo, sin gozar siquiera la majestuosa calma de la bestia feroz, que, cuando ha comido, reposa, sin ocurrírsele causar daño por vanidad o avaricia. No debían existir ricos ni pobres: hombres nada más. La única división inevitable sería la de los cerebros mejor o peor organizados. Pero los sabios, por el hecho de serlo, debían mostrar su grandeza sacrificándose por los simples, sin querer ayudar con ventajas materiales las grandezas del espíritu, ya que en los estómagos no caben categorías ni eminencias. Todo lo que existe, hasta el más insignificante producto que el hombre cree obra exclusiva suya, es debido a las generaciones del pasado y del presente. ¿Con qué derecho podía decir nadie: «Esto es mío, mío nada más»...? Al hombre no le consultan antes de formarse si quiere surgir a la vida. Nace, y por nacer tiene derecho al bienestar. Gabriel proclamaba su fórmula suprema: «Todo de todos, y el bienestar para todos.»
Sus amigos escuchaban con religioso silencio. Grabábase profundamente en su pensamiento el derecho al bienestar, la afirmación que más cruelmente contrastaba con su miseria, vejada por las suntuosidades del templo.
Don Martín, el cura joven, era el único que tímidamente oponía algunas objeciones al maestro. Había que saber si cuando todo fuese de todos, cuando el hombre tuviese reconocido su derecho a la felicidad, sin leyes ni coacciones que le obligasen a la producción, querría trabajar, siendo el trabajo una necesidad y no una virtud, como dicen para embellecerlo los que lo explotan.
Gabriel afirmaba rotundamente la laboriosidad del porvenir. El hombre futuro trabajaría sin que le obligasen las necesidades. No le guiaría el cuerpo con sus imperiosas peticiones; le inspiraría su conciencia la noción clara de la solidaridad con sus semejantes, la certeza de que, desertando del deber social, otros imitarían su ejemplo, y resultaría imposible la vida común, retrocediéndose a los tiempos actuales de miseria y rapiña.
—¿Por qué no matan y roban—exclamaba Gabriel—los pocos hombres cultos y de conciencia sana que existen en esta época? No es por miedo a la ley y a sus representantes, pues una inteligencia clara, por poco que se esfuerce, puede encontrar medios para burlarlos. No es tampoco por miedo a las penas eternas ni a los castigos divinos, pues esos hombres no creen en tales invenciones del pasado. Es por ese respeto al semejante que siente todo espíritu superior; por la consideración de que la violencia debe ser evitada, ya que, si todos se entregasen a ella, la vida social desaparecería... Cuando este pensamiento, que hoy es el de unos pocos, se extienda, abarcando a toda la humanidad, los hombres vivirán por su propia conciencia, sin leyes y sin gendarmes, trabajando por deber social, sin necesitar del hombre como único resorte de actividad y de la explotación sin entrañas como único medio de descanso.
Luna, al través de sus ardores de revolucionario, no se hacía ilusiones sobre el presente. La humanidad era todavía una tierra infecta en la que se corrompían las mejores semillas, dando, cuando más, frutos venenosos. Había que aguardar a que se completase en la conciencia humana la revolución igualitaria que se había iniciado aún no hacía un siglo. Después de esto sería posible y fácil cambiar las bases de la sociedad. Él tenía una fe ciega en el porvenir. El hombre progresaba del mismo modo que las sociedades. Éstas contaban sus evoluciones por siglos y el ser humano por millares de años. ¿Cómo comparar al hombre de hoy con el animal bípedo de la época prehistórica, llevando aún visibles los restos de la animalidad de que acababa de despojarse, viviendo en camaradería con sus abuelos los monos, sin más diferencia que el primer balbuceo del lenguaje y la vacilante chispa que comenzaba a arder en su cerebro?
De la bestia hambrienta de los primeros tiempos, perseguida por las crueldades de la Naturaleza y viviendo en fraternal miseria con los animales inferiores, salía el hombre de hoy, que afirmaba su soberanía sobre los ascendientes, dominando a la Naturaleza. Del hombre de hoy, en el que todavía se equilibran las pasiones de la antigua animalidad con el naciente desarrollo del pensamiento, surgiría el ser superior y perfecto soñado por los filósofos, limpio de egoísmos bestiales y atento a convertir en un período de bienestar igualitario la vida actual, cruel y agitada por la incertidumbre.
La animalidad todavía dominante en el hombre exasperaba a Gabriel. Era el obstáculo con que tropezaban los planes generosos del porvenir. Y exponía ante sus oyentes atónitos las transformaciones de la creación natural y el origen del hombre: el inmenso poema de las evoluciones de la Naturaleza, desde el protoplasma originario hasta las infinitas variedades de la vida. Aún llevábamos en nosotros las marcas del origen. Había que reírse del Dios personal de los judíos, que había modelado en barro al hombre, lo mismo que un estatuario. ¡Desdichado artista! La ciencia señalaba en su obra descuidos y chapuces, sin que él pudiera justificar tales faltas. El vello de nuestros cuerpos no nos sirve de abrigo como el pelo de los animales: ¿para qué, pues, crearlo? ¿Para qué dar tetillas a los machos humanos, si no pueden servirles para la lactancia? ¿Para qué situar la columna vertebral en el dorso del cuerpo, lo mismo que en los cuadrúpedos, cuando lo lógico, al «crear» al hombre sostenido sobre los pies, era colocarla en el centro del cuerpo como eje fortísimo, evitando las desviaciones y enfermedades de la espina que hoy sufre por este desequilibrio en la sustentación de su peso?
Gabriel enumeraba las incongruencias inexplicables que se encontraban en el cuerpo humano suponiéndole un origen divino.
—A mí—decía—me enorgullece más mi origen animal, ser un descendiente histórico de seres inferiores, que haber salido imperfecto de las manos de un Dios torpe. Siento la misma satisfacción que los nobles hablando de sus ascendientes, cuando pienso en nuestros remotísimos abuelos los hombres bestias, sometidos como todos los animales a los ciegos rigores de la Naturaleza, y que poco a poco, a través de centenares de siglos, se transforman y triunfan, desarrollando su espíritu, su cerebro y sus instintos sociales. Creando los vestidos, el alimento condimentado, las armas, las herramientas y las habitaciones, neutralizaron las influencias exteriores de la Naturaleza. ¿Qué héroe ni descubridor, en los cuatro mil años que comprende nuestra historia, puede compararse con aquellos esbozos de hombres que lentamente afirmaron sobre la tierra la existencia de nuestra especie, mil veces expuesta a desaparecer...? El día en que nuestro abuelo prehistórico guardó al enfermo y al herido, en vez de abandonarlo, como venían haciéndolo todos los animales; en que plantó la primera simiente y arrojó la primera flecha, la Naturaleza presenció la más grande de las revoluciones. Sólo otra en el porvenir podía igualarla: si el hombre libertó su cuerpo en tiempos remotos, le falta ahora la gran revolución del espíritu. Las razas que lleguen más lejos en su desarrollo intelectual quedarán al fin solas, anularán a las demás y serán señoras de la tierra. Los menos sabios de entonces serán tal vez superiores a los espíritus más cultivados del presente. Cada individuo encontrará su felicidad en la felicidad del semejante y nadie soñará con ejercer coacción sobre el vecino. No existirán leyes, ni penas, y las asociaciones voluntarias suplirán, por la influencia de la razón, las imposiciones presentes del autoritarismo. Esto será en lo porvenir... lejos, muy lejos. Pero ¡qué significan los siglos en la vida de la humanidad! Son como segundos de nuestra existencia. El día que el hombre se transforme en ese ser superior, con todo el desarrollo de sus facultades intelectuales, hoy casi embrionarias, la tierra ya no será el valle de lágrimas de que hablan las religiones, sino un paraíso como no lo soñaron los poetas.
A pesar del entusiasmo con que hablaba Gabriel, sus oyentes no parecían participar de tales ilusiones. Callaban, pero su gesto era de frialdad ante la distancia enorme de aquel porvenir en el que depositaba el maestro sus esperanzas de bienestar. Ellos lo querían al momento, con la avidez del niño al que se muestra una golosina poniéndola después fuera de su alcance. El sacrificio, la obra lenta en favor del porvenir, no les entusiasmaba. De las explicaciones de Gabriel deducían la certeza de que eran infelices, teniendo el mismo derecho al bienestar que aquellos privilegiados a los que antes respetaban en su ignorancia. Puesto que les correspondía una parte de la felicidad humana, la querían al momento, sin demoras ni resistencias, con el ardor del que reclama lo que le pertenece. Y Luna notaba en este silencio cierta rebeldía semejante al irónico gesto con que los compañeros de Barcelona acogían sus ilusiones sobre el porvenir y sus anatemas a las violencias de la acción.
Los ardientes neófitos se distanciaban de su iniciador. Le oían con respeto, pero necesitaban aislarse de él para digerir a su modo las enseñanzas. Don Martín era el único que le seguía en su marcha ilusoria por el porvenir. El campanero, el manchador, el zapatero y el Tato subían por la noche a las habitaciones de la torre sin llamar al maestro, y allí exhalaban su odio contra lo existente, frente a las estampas olvidadas, amarillentas y rugosas que reproducían los episodios sin gloria de la guerra carlista.
La nocturna reunión era una queja continua contra la injusticia social. Se sentían más desgraciados al darse cuenta exacta de su estado. El zapatero recordaba con los ojos lacrimosos al pequeñuelo muerto de hambre, y hablaba de la miseria de su prole, tan numerosa que hacía inútil su trabajo. El manchador exhibía su vejez miserable, los seis reales diarios durante toda su vida, sin esperanzas de llegar a más. El Tato, en sus arranques de gallito bravucón, proponía degollar una tarde en el coro a todos los canónigos, prendiendo después fuego a la catedral. Y el campanero, sombrío y ceñudo, repetía en alta voz, continuando el curso de sus pensamientos:
—Y abajo, tantas riquezas que no sirven a nadie... amontonadas por puro orgullo... ¡Ladrones!, ¡ladrones...!
Gabriel volvió a pasar los días al lado de Sagrario. Los discípulos se ocultaban cada vez con más empeño en su aislamiento de la torre. Don Martín tenía a su madre enferma y no abandonaba el convento.
El Vara de plata estaba satisfecho de Luna viéndolo solo. Creía que era él quien había repelido a los discípulos, cortando de este modo sus peligrosas conversaciones, para restablecer el buen orden en el claustro. Un día le abordó, sonriéndole con expresión protectora:
—Vas a tener, Gabrielillo, antes de lo que piensas, el premio de tu buena conducta. ¿No te dije que buscaría algo para ti, a cambio de que me ayudases a enseñar el Tesoro? Pues ya lo tienes. Desde la próxima semana te caerán en el bolsillo todos los días dos pesetas como dos soles. ¿Eres capaz de quedarte por la noche en la catedral...? El guardián más viejo, uno que fue guardia civil, está cansado y se va a su pueblo. Parece que desde que murió el perro le ha tomado antipatía al servicio. El otro guardián está enfermucho y necesita compañero. ¿Quieres serlo tú? Si estuviésemos en invierno, nada te diría. Toses demasiado para pasar la noche abajo. Pero en verano, la catedral es el sitio más fresco de Toledo. ¡Las grandes noches! Y cuando llegue el mal tiempo ya te buscaremos otra colocación mejor. Tú eres de confianza, aunque algo ligero de cabeza; de una familia honrada y conocida, que es lo que se pide. ¿Aceptas...?
Luna aceptó, imponiendo su voluntad a Esteban cuando éste quiso protestar alegando su falta de salud. Sólo haría el servicio de vigilancia mientras durase el verano. Además, eran dos pesetas diarias, casi más de lo que ganaba el Vara de palo. Los ingresos de la casa iban a doblarse, y no era cosa de perder tan buena ocasión.
Por la noche, Sagrario habló a su tío, admirando aquella energía que le impulsaba a aceptar toda clase de trabajos para no ser gravoso a la familia.
Estaban en el claustro, apoyados en la balaustrada. Abajo, el jardín obscuro, con sus penachos negros y ondulantes; arriba, un cielo de verano, esfumado por la bruma calurosa, que empañaba el brillo de los astros. Estaban solos en la cuádruple galería. La ventana iluminada del camaranchón del maestro de capilla trazaba un cuadro rojo en los tejados de enfrente. Sonaba el armónium con melancólica lentitud, y al callarse pasaba y repasaba por el cuadro rojo la sombra del músico, con sus nerviosos movimientos, que, agrandados por el reflejo, se convertían en muecas grotescas.
La calma nocturna y la obscuridad envolvían en dulce caricia a Gabriel y Sagrario. Descendía de lo alto esa frescura misteriosa que parece reanimar el espíritu y agrandar los recuerdos. La iglesia era para ellos como una bestia enorme y dormida, en cuyo regazo encontraban tranquilidad y defensa.
Gabriel hablaba del pasado, para convencer a la joven de que nada valían sus trabajos en la catedral. Él había sufrido mucho. No existía amargura que no hubiese paladeado. Había tenido hambre, mucha hambre, en sus peregrinaciones por el mundo. No sabía qué era más penoso, si los martirios en la mazmorra del castillo lúgubre o los días de desesperación en las calles de poblaciones populosas, viendo las viandas y el oro tras el cristal de los escaparates, rodeado por el lujo y sintiendo girar su cabeza con el vahído del hambre. Aún podía tolerar su miseria cuando marchaba solo, al través del egoísmo feroz de la civilización. Los tiempos horribles habían sido al compartir su pobreza vagabunda con Lucy, la compañera dulce y melancólica.
Y Gabriel hablaba de la inglesa como de una hermana muerta.
—La hubieses amado, Sagrario, al conocerla. Era la mujer fuerte, la compañera valerosa, unida a mí por la comunidad de pensamientos más que por la atracción de la carne. La quise desde que la conocí. No sé si fue amor lo que sentíamos. Han mentido tanto los poetas sobre el amor, lo han falseado de tal modo, exagerándolo, que ya no se sabe ciertamente lo que es.
Y hablaba a la joven del amor, explicándolo según sus creencias. Era una «afinidad electiva»; así lo había definido Goethe, sobreponiéndose el sabio al poeta, sacando la frase de la química, que da tal nombre a la tendencia de dos cuerpos a combinarse formando un nuevo producto distinto. Dos seres entre los cuales no existe afinidad podían encontrarse, por leyes falsas de la vida, en continuo contacto, y sin embargo, no compenetrarse, no confundirse. Esto ocurría las más de las veces entre los individuos de distinto sexo que pueblan la tierra. Se rozan, pero no se compenetran ni confunden. Existe el sentimentalismo pasajero, el capricho carnal, nunca el amor. Lucy, la pobre enferma, era el ser afín al suyo: se vieron y se amaron. La conmiseración por las miserias humanas, el odio a la desigualdad y la injusticia, la abnegación por los humildes y los desgraciados, eran iguales en los dos. No sólo estaban unidos por el corazón: sus cerebros se besaban.
Era fea, con una fealdad dulce y triste que le parecía a Luna el supremo ideal de la belleza en un mundo de desgraciados y de víctimas. Era la imagen de la mujer del pueblo criada en los tugurios de los barrios obreros, en las grandes metrópolis: anémica por el aire mefítico del cubil donde nació, por la alimentación mala y deficiente; con el cuerpo escuálido, paralizadas en su desarrollo los gracias femeniles por el rudo trabajo realizado en plena niñez. Los labios, que las grandes señoras se pintaban de rojo, los tenía ella de color de violeta. Lo único hermoso de su rostro eran los ojos, las ventanas del llanto, agrandados por las noches de frío pasadas en la calle, por el horror de las escenas vistas en la niñez, cuando el padre se emborrachaba, con el deseo embrutecedor del obrero que quiere olvidar, y después de imaginarse un paraíso en la taberna, se enfurece ante la miseria de su casa y aporrea a la familia.
—Era como sois todas las mujeres nacidas abajo, Sagrario. Vuestra hermosura dura un momento: únicamente se sostiene en pleno estallido de la juventud. La hembra del pobre no puede ser hermosa si no huye de su clase. El hambre y el trabajo son enemigos de la belleza. La labor diaria la hace perder su frescura y su fuerza. La maternidad en plena miseria le absorbe hasta la médula de los huesos. Y cuando, terminado el trabajo, vuelve a su casa, barre, lava y se consume como una momia ante el humoso hornillo de la cocina. Yo amé a Lucy por esto, porque estaba consumida y agotada por la explotación, porque era la virgen obrera en toda su melancólica decadencia, nacida hermosa y afeada por la injusticia social.
Acordábase del furor inquebrantable y frío de aquella mujercita, que hablaba tranquilamente de la suprema venganza de los caídos, del desquite de largos siglos de opresión. Mostrábase más radical y feroz en sus ilusiones que Gabriel, y éste alababa sus audacias de propagandista, sus peligrosas excursiones por las grandes ciudades, entre la policía puesta en guardia, llevando al brazo la caja vieja de sombreros llena de impresos que podían conducirla a la cárcel. Era la miss animosa de la propaganda evangélica que recorre el globo esparciendo Biblias con fría sonrisa, sin miedo a las burlas de los civilizados ni a la brutalidad de los salvajes; pero lo que Lucy repartía eran excitaciones a la revuelta, y no buscaba a los dichosos, sino a los desesperados, en las fábricas y en los arrabales infectos. Los dos sufrieron hambre; viéronse separados por la persecución y el encierro; pero volvían a unirse, continuando la novelesca correría, hasta que la miseria y la tisis acabaron con ella.
Gabriel lloraba recordando sus últimas entrevistas en un hospital de Italia, limpio y pulcro, con ese ambiente helado de la caridad. Como no era su marido, sólo podía visitarla dos veces por semana. Se presentaba andrajoso y cabizbajo, y la veía en un sillón, cada vez más pálida y flaca, con una transparencia de cera y los ojos extrañamente agrandados. Sabía un poco de todo, y no se le ocultaba la gravedad de su mal. Esperaba tranquila la muerte. «Tráeme rosas», decía sonriendo a Gabriel, como si en el último instante de su vida quisiera comulgar con la belleza natural de un mundo afeado y entenebrecido por los hombres. Y el compañero se mantenía de pan seco, impetraba el auxilio de los camaradas menos pobres que él, dormía al raso, para llevarla en la inmediata visita un ramo de flores.
—Murió, Sagrario—gimió Luna—. No sé dónde la enterraron: tal vez serviría para una lección en la sala de anatomía; cayó en la fosa común, como esos soldados cuyo heroísmo queda en la obscuridad. Pero yo la veo todavía; me ha seguido en todos mis infortunios; parece que ahora resurge en ti.—Pero, tío—dijo dulcemente Sagrario, emocionada por el relato, yo no puedo hacer lo que ella; yo soy una infeliz, sin valor y sin voluntad.
—Llámame Gabriel—dijo Luna con vehemencia—. Tú eres mi antigua Lucy, que de nuevo sale a mi camino. Sábelo de una vez: hace tiempo que examino mis sentimientos, que analizo mi voluntad, y tengo una certeza: te amo, Sagrario.
La joven hizo un movimiento de sorpresa, alejándose de él.
—No te separes, no me temas. Ni yo soy un hombre, ni tú eres ya una mujer. Has sufrido mucho, has dicho adiós a las alegrías de la tierra, eres fuerte por el infortunio y puedes mirar cara a cara a la verdad. Somos dos náufragos de la vida: sólo nos resta esperar y morir en el islote que nos sirve de refugio. Estamos deshechos, rasgados y arrollados: la muerte se incuba en nuestras entrañas; somos harapos caídos e informes después de haber pasado por los engranajes de una sociedad absurda. Por esto te quiero: porque eres igual a mí en la desgracia. La afinidad electiva nos une. La pobre Lucy era la obrera debilitada por la explotación, envenenada desde su nacimiento por la miseria; tú eres la hija del pueblo atraída fuera del hogar por el encanto del bienestar de los privilegiados; seducida, no por el amor, sino por el capricho de los felices, la doncella llevada en sacrificio al Minotauro, cuyos restos se arrojan después al estercolero. Te amo, Sagrario; somos dos fugitivos de la sociedad que deben hacer su camino juntos; a mí me detestan por peligroso; a ti te desprecian por impura: la desgracia nos empuja. Nuestros cuerpos están envenenados, llevamos las heridas del vencido; pero antes de morir alegremos nuestra existencia con el amor; pidamos rosas, como la pobre Lucy.
Y estrechaba las manos de la joven, que, aturdida por las palabras de Gabriel, no sabía qué decir y lloraba dulcemente. Arriba, en el piso alto de las Claverías, seguía sonando el armónium del maestro. Luna conocía aquella música. Era el último lamento de Beethoven, el «es preciso» que cantaba el genio ante la muerte con una melancolía que causaba escalofríos.
—Te amo, Sagrario—continuó Gabriel—. Desde que te vi volver a casa, arrostrando con el valor resignado de la víctima la odiosa curiosidad de las gentes, me interesé por ti. He pasado semanas y meses junto a tu máquina viendo cómo trabajabas. Te estudiaba: leía en ti. Eres un ser sencillo; tu alma no tiene los repliegues y escondrijos de esos seres complicados y tortuosos por las malicias de la civilización. Adivinaba día por día en tu mirada dulce, en la atención con que me escuchabas, el agradecimiento por lo poco que hice en tu favor. Recordabas el período negro de tu vida, la esclavitud de la carne entre hombres bestiales enloquecidos por los ardores del sexo, y al verme siempre dulce contigo, protegiéndote contra la ira del padre y la curiosidad de la gente, tu agradecimiento ha ido creciendo y creciendo, y hoy me amas, Sagrario. Tú misma no te das cuenta de ello; no sabes explicártelo, pero tu ser corresponde al mío como los cuerpos químicos de que te hablaba. Yo te amo también, como en otros tiempos amé a la pobre Lucy. El amor único y eterno es mentirosa invención de los poetas, de la que se burlan con frecuencia los hechos. Puede amarse a varias personas con igual entusiasmo. Lo indispensable es que exista la afinidad. Tú, que amaste en otro tiempo a un hombre hasta la locura, ¿qué sientes por mí? ¿No me he engañado? ¿Realmente me quieres...?
Sagrario seguía llorando, con la cabeza baja, como si no osase mirar a Luna. Éste la apremiaba dulcemente. Debía llamarle Gabriel, hablarle de tú; ¿no eran compañeros de infortunio?
—Tengo vergüenza...—murmuraba la joven—. Me turba tanta dicha.... Sí; le quiero a usted... no... te amo, Gabriel. Nunca lo hubiese confesado: hubiera muerto antes de revelar este secreto. ¿Quién soy yo para que me amen? Hace tiempo que no me miro al espejo, por no llorar recordando mi perdida juventud.... Y luego, mi historia, mi horrible historia. ¿Cómo podía figurarme que usted... digo, que tú, leerías tan claramente en mi pensamiento? Mira cómo tiemblo; es la impresión, que aún no ha pasado, el susto de ver descubierto mi secreto. ¡Un hombre como tú descendiendo hasta mí, fea y enferma para siempre...! No; no me hables del otro. Lo olvidé hace mucho tiempo; ¿cómo voy a recordarlo ahora que me haces la limosna de tu cariño? No, Gabriel; tú eres el más grande y el más bueno de los hombres. Me pareces un dios.
Quedaron silenciosos largo rato, con las manos cogidas, mirando al obscuro y rumoroso jardín. Arriba continuaba la lamentación del genio ante la vida que se extingue.
Sagrario se apoyaba en Gabriel, como si le faltasen las fuerzas y, medrosa ante la felicidad, quisiera refugiarse dentro de él.
—¡Qué tarde te conozco!—dijo en voz queda—. Hubiera querido amarte en plena juventud; ser hermosa y sana sólo para ti; tener la belleza y los encantos de una gran señora para endulzar el resto de tu vida. Mi agradecimiento nada puede ofrecerte. Soy horrible: llevo en mis entrañas la muerte, que poco a poco me consume. El que me toca queda envenenado.... Gabriel, ¿por qué te fijaste en mí?
—Porque soy un enfermo, un desgraciado como tú. Nuestra miseria es la amorosa afinidad.... Además, yo nunca he amado como los demás hombres. He visto en mis viajes las mujeres más hermosas del mundo, sin sentir el más leve escalofrío de deseo. No soy un temperamento amoroso. De mis aventuras allá en París, cuando era joven, salía siempre con un sentimiento de disgusto. El amor a los desgraciados me domina, hasta el punto de embotar mis sentidos. Soy como el ebrio y el jugador, que, obsesionados por su afición, nada sienten ante la mujer. El hombre de estudio, enfrascado en los libros, experimenta muy débilmente los llamamientos del sexo. Mi pasión es la lástima por los desheredados, el odio a la injusticia y la desigualdad. Me absorbe con tal fuerza, avasalla de tal modo mis facultades, que nunca me ha dejado tiempo para pensar en el amor. La hembra no me seduce. Adoro a la mujer cuando la veo desgraciada y triste. La fealdad me impresiona más que la belleza, porque me habla de las infamias sociales, me ofrece la amargura de lo injusto, el único vino que reanima mis fuerzas. Amé a Lucy porque era desgraciada e iba a morir; te amo, Sagrario, porque eres en plena juventud una desterrada de la vida, a la que nadie puede querer. Mi amor es para ti, para alegrar lo que te quede de existencia.
Sagrario se apretaba contra el pecho de Gabriel.
—¡Qué bueno eres!—suspiraba—. ¡Qué alma tan hermosa!
—Igual es la tuya, pobre Sagrario. Tu vida ha sido un engaño. Fuiste a vender tu cuerpo por el hambre y la desesperación, como van las hijas de los pobres. Creíste encontrar el pan en los falsos simulacros del amor, como todos los días lo hacen en la tierra centenares de miles de hijas de proletarios. Todo es para los privilegiados del mundo: los brazos del padre y el sexo de la hija. Y cuando los brazos se debilitan o el cuerpo juvenil pierde sus encantos, se arrojan a un lado y se reemplazan. El mercado es abundante.... Te amo por tu desgracia. Tal vez de verte joven y hermosa, como en otros tiempos te contemplé, no hubiera sentido la más leve atracción. La hermosura es una barrera para el sentimiento. La Sagrario de otra época, con sus ilusiones de ser una gran señora, halagada por las palabras de jóvenes apuestos vestidos de colores como pájaros vistosos, no se hubiera fijado en un vagabundo envejecido por la miseria, feo y enfermo. Nos conocemos porque somos desgraciados. La miseria nos permite ver nuestras almas; en plena dicha jamás nos hubiéramos tropezado.
—Es verdad—murmuraba ella, apoyando su cabeza en el hombro de Gabriel—. Adoro a la miseria que nos permite conocernos.
—Tú serás mi compañera—continuó Luna con entonación dulce—. Nuestras vidas marcharán juntas hasta que la muerte rompa su abrazo. Yo te defenderé, aunque de poco sirve el auxilio de un enfermo perseguido por los hombres. Tú endulzarás mi existencia con tu cariño. Nos amaremos como esos santos de la Iglesia que estallaban en dulces palabras y arrobamientos estremecedores, sin osar el menor contacto de la carne. El amor es el instinto de la conservación de la especie, pero el nuestro será incompleto, no por odiar, como los santos, las leyes de la Naturaleza, sino porque las luchas de la vida nos han herido de muerte. Yo no soy un hombre: las enfermedades de la miseria y la ferocidad de mis semejantes han quebrantado mi organismo. Apenas si logro sostener mi vida y no puedo darla a otro ser. Tú llevas en la sangre el veneno de una civilización viciada. Un hijo de tus entrañas sería un mísero engendro, con los huesos cariados y las venas llenas de podredumbre. No aumentemos con tales monstruos la miseria física de los de abajo. Dejemos a los privilegiados fomentar su decadencia con los vástagos de sus vicios.
Pasó un brazo por el talle de la joven y levantó con la otra mano su cabeza, fijando los ojos en los de Sagrario, que brillaban a la luz de las estrellas con el resplandor acuoso de las lágrimas.
—Seremos dos almas, dos pensamientos que se acariciarán sin dejar rastro de su pasión, con una pureza como nunca la imaginaron los poetas. Esta noche en que nos confesamos mutuamente, en que nuestras almas se abren la una a la otra, es la noche de nuestras bodas... ¡Bésame, compañera de mi vida!
Y en el silencio del claustro se besaron sin ruido, largamente, como si llorasen con las bocas juntas la miseria de su pasado y la brevedad de un amor en torno del cual rondaba la muerte. Arriba, el lamento de Beethoven seguía desarrollando sus inflexiones dolorosas, esparciéndose por las entrañas de la catedral dormida.
Gabriel se irguió sosteniendo a Sagrario, que se echaba atrás como desfallecida por la emoción. Miraba al espacio luminoso con gravedad sacerdotal, mientras hablaba en voz queda al oído de la joven:
—Nuestra vida será como uno de esos jardines abandonados, donde entre troncos caídos y ramas secas rebrotan nuevos follajes.... Compañera, amémonos. Hagamos que sobre nuestra miseria de parias surja la primavera. Será una primavera triste y sin frutos, pero tendrá flores. El sol sale para los que están en lo alto; para nosotros, dulce compañera, está muy lejos; pero, en el negro fondo de nuestro pozo, abracémonos, irgamos la cabeza, y ya que no nos reanima su calor, adorémoslo como una estrella lejana.
A principios de julio entró Gabriel en la vigilancia nocturna de la catedral.
Bajaba a la caída de la tarde al claustro, y en la puerta del Mollete uníase al otro vigilante, un hombre de aspecto enfermizo, que tosía tanto como Luna y no abandonaba la manta en pleno verano.
—¡Vaya, al encierro!—decía el campanero, agitando sus llaves.
Y después que los dos hombres entraban en el templo, cerraba las puertas por fuera, alejándose.
Corno los días eran largos, aún quedaban dos horas de luz cuando los guardianes entraban en la catedral.
—Toda la iglesia es para nosotros, compañero—decía el otro vigilante.
Y como hombre habituado al aspecto imponente de la catedral abandonada, metíase en la sacristía como si fuese su casa, abriendo la cesta de la cena sobre los cajones y alineando los comestibles entre candelabros y crucifijos.
Gabriel vagaba por el templo. Después de varios días de encierro aún no se había amortiguado en él la impresión que le produjo ver por primera vez la iglesia solitaria y cerrada. Sus pasos retumbaban sobre el pavimento, cortado a trechos por los sepulcros de prelados y grandes señores de otros siglos. El silencio del templo muerto se alteraba con extrañas sonoridades y roces misteriosos. El primer día, Gabriel volvió varias veces la cabeza con alarma, creyendo que unos pasos sonaban detrás de él.
Fuera del templo aún lucía el sol. Brillaban las ruedas de colores del rosetón de la gran portada como un plato de flores luminosas. Abajo, entre las pilastras, la luz parecía aplastarse con la sombra. Descendían los murciélagos, y con sus alas hacían caer tierra de los agujeros del embovedado. Chillaban entre las columnas, como si revoloteasen en un bosque de piedra. En su ciego impulso, chocaban con las cuerdas de las lámparas o hacían bambolearse los capelos rojos con borlas polvorientas y deshilachadas que pendían a gran altura sobre las tumbas de los cardenales.
Gabriel hacía su ronda por toda la iglesia. Empujaba las verjas de los altares para convencerse de que estaban bien cerradas, tocaba las puertas de la capilla Mozárabe y de los Reyes, echaba un vistazo a la de la Sala Capitular y se detenía ante la Virgen del Sagrario. A través de la reja se veían las lámparas ardiendo, y en lo alto la imagen cargada de joyas. Después de este examen iba en busca de su camarada, y ambos se sentaban en el crucero, en las gradas del coro o del altar mayor. Desde allí se abarcaba todo el templo de un golpe de vista.
Los dos vigilantes comenzaban por encasquetarse las gorras.
—A usted le habrán recomendado—decía el compañero de Gabriel—que guarde respeto al templo: que si desea echar un cigarro se vaya a la galería del Locum; que si quiere cenar se meta en la sacristía. Lo mismo me dijeron a mí cuando entré al servicio de la catedral. Palabras de gentes que se quedan a dormir en sus casas, muy tranquilas. Aquí lo que importa es vigilar mucho, y fuera de esto, cada uno puede hacer lo que mejor le parezca para pasar la noche.... A estas horas duermen Dios y los santos. Algo tienen que descansar después de pasarse el día oyendo súplicas y cánticos, recibiendo incienso y ardiéndoles los cirios junto a la cara. Nosotros velamos su sueño, y ¡qué demonio!, no es faltarles al respeto si nos permitimos alguna libertad. Vaya, compañero, ya va obscureciendo: juntemos las cenas.
Y los dos vigilantes cenaban en el crucero, extendiendo sobre los peldaños de mármol las viandas de sus cestas.
El camarada de Gabriel, llevaba en el cinto por todo armamento una pistola, regalo de la Obrería: una antigüedad que jamás se había disparado. A Luna le enseñó el Vara de plata una carabina, legada por el ex guardia civil a la sacristía como recuerdo de sus años de servicio. Gabriel hizo un gesto de repulsión. Bien estaba allí: ya la buscaría cuando la necesitase. Y la dejó en el rincón, con unos paquetes de cartuchos enmohecidos por la humedad y cubiertos de telarañas.
Al cerrar la noche borrábanse en lo alto los colores de las vidrieras, y en la obscuridad de las naves comenzaban a brillar, como estrellas macilentas, las luces de las lámparas. Se perdían las proporciones del templo. Gabriel creía estar a campo raso en una noche obscura, únicamente al ir de un lado a otro, con la linterna por delante, surgían de la sombra los contornos de la catedral, más grandes, más monstruosos. Las pilastras le salían al encuentro, agrandándose, subiendo hasta las bóvedas a impulsos del resplandor de la linterna. Los cuadros del embaldosado parecían danzar a cada movimiento de luz. Gabriel, en sus rondas de vigilancia, sentía batir sobre su cabeza pesadas alas. Al grito de los murciélagos se unían chillidos lúgubres de pájaros que, asustados, cortaban el aire, chocando con las pilastras. Eran las lechuzas, que bajaban atraídas por el aceite de las lámparas, estremeciendo a éstas con el roce de sus plumas.
Cada media hora se alteraba el silencio de la catedral con un ruido de muelles disparados y ruedas en movimiento. Después sonaba una campana de argentino toque. Eran los guerreros dorados de la portada del Reloj que señalaban el paso del tiempo con sus martillos.
El compañero de Gabriel se lamentaba de las innovaciones establecidas por el cardenal para fastidiar a los pobres. En otros tiempos, él y su viejo camarada, una vez encerrados, podían dormir a pierna suelta, sin miedo a que el cabildo les riñese. Pero Su Eminencia, que siempre estaba discurriendo el modo de molestar al prójimo, había colocado en lados distintos de la catedral unos relojitos traídos del extranjero, y había que ir cada media hora a abrirlos y marcar la presencia. Al día siguiente los examinaba el Vara de plata, y si encontraba un descuido, imponía multa.
—Una invención del demonio para no dejarnos dormir camarada. Cuando más, podremos descabezar un sueño. Es preciso ayudarnos. Mientras uno duerme un rato, el otro se encargará de apuntar en esas malditas máquinas. Nada de descuidos, ¿eh, novato? La paga es corta, el hambre mucha, y no estamos para multas.
Gabriel, siempre bondadoso, era el que más rondaba, cuidando escrupulosamente de los marcadores. Su compañero, el señor Fidel, descansaba tranquilo, alabando su generosidad. Buen compañero le habían dado; gustábale más que el antiguo, con sus aires imperiosos de viejo guardia, siempre riñendo por decidir a quién correspondía levantarse y hacer la ronda.
El pobre hombre tosía tanto como Gabriel. Sus catarros conmovían el silencio del templo; se agrandaban con el eco de las naves, como si en la sombra ladraran perros monstruosos.
—No sé los años que arrastro esta carraspera—decía el viejo—. Es un regalo de la catedral. Los médicos me dicen que abandone este empleo; pero lo que yo contestó: ¿quién me mantiene? Usted, compañero, ha entrado en la buena época. Hace aquí un fresquito que ya lo querrían los que sudan a estas horas en los cafés del Zocodover. Pero aunque estamos en el verano, fíjese usted en la humedad que nos entra por salva sea la parte. Cuando debe verse esto es en invierno, camarada. Hay que vestirse como una máscara, cubierto de gorros, pañuelos y mantas. En la sacristía nos hacen la caridad de dejarnos un poco de fuego; pero aun así, muchas mañanas falta poco para que nos recojan helados. Los del cabildo llaman al coro «matacanónigos». Y si esos señores se quejan por una hora de estancia en esta nevera, bien comidos y mejor bebidos, figúrese usted qué será de nosotros. Ha tenido usted suerte de entrar en verano. Cuando llegue el frío, ya verá usted lo que es bueno.
Pero aunque estaban en la mejor época del año, Gabriel tosía, empeorando en su dolencia por la humedad de la catedral.
Las noches de luna, el templo se transfiguraba de un modo fantástico. Gabriel recordaba ciertas decoraciones de ópera que había visto en sus viajes. Los ventanales destacábanse sobre las negras masas con un tono blanquecino y lechoso. Manchas de luz se deslizaban lentamente por las pilastras, como fantasmas que descendiesen de las bóvedas; después arrastrábanse por el pavimento cual espectros rampantes, y otra vez volvían a remontarse por las pilastras, hasta perderse en lo alto. Estos rayos de luz fría y difusa hacían aún más densas las tinieblas. En su marcha, sacaban de la obscuridad aquí una capilla, más allá una lápida sepulcral o el relieve de una pilastra. El gran Cristo que corona la reja del altar mayor fulguraba sobre el fondo de sombra con el brillo del oro viejo, como una aparición milagrosa que flotase en el espacio entre un nimbo de luz.
Cuando la tos no dejaba dormir al viejo guardián, hablaba a Gabriel de los años que llevaba de vida nocturna en la Primada. Era un oficio que tenía cierta semejanza con el de sepulturero; pasaban la vida entre muertos, en el silencio del abandono, sin ver a nadie hasta que terminaba la guardia. Él había acabado por acostumbrarse. Aquel oficio le curaba de muchos miedos que había sentido en su juventud. Antes, creía en resurrecciones de muertos, en almas y en apariciones de santos, pero ahora se reía de todo. Años enteros llevaba pernoctando en la catedral, y si algo oía, era el roer de los ratones, que no respetaban altares ni santos. ¡Al fin, todo madera!
Sólo temía a los hombres de carne y hueso, a los ladrones, que en otros tiempos más de una vez habían entrado en la catedral, obligando al cabildo a establecer la vigilancia nocturna.
Y entretenía a Gabriel con el relato de todas las tentativas de robo realizadas durante el siglo. En la catedral existían riquezas para tentar a un santo. Madrid estaba cerca, y él temía mucho a los ladrones «finos». Después enumeraba todas las precauciones de la vigilancia. Listo y afortunado había de ser quien consiguiera burlarlas. El Vara de plata, el campanero y los sacristanes hacían la requisa antes de cerrar, llevándose Mariano las llaves a la torre. No había que proponerse romper las cerrajas. Eran obra antigua y fuerte, y además, allí estaban ellos para dar la alarma apenas oyesen el más leve ruido. Antes, con el auxilio del perro, la vigilancia resultaba más completa; el animal era tan fino, que bastaba que un transeúnte se aproximase a una puerta exterior para que al momento acudiera ladrando. El señor Obrero, después de muerto aquél, anunciaba meses y meses la adquisición de otro, y no cumplía su promesa. Pero, en fin, aun sin el can, allí estaban los dos, que representaban algo, ¿eh...? Él, con su pistola que nunca había disparado; Gabriel, con la carabina que aún estaba en la sacristía, en el mismo rincón donde la dejó su antecesor. Se pavoneaba pensando en el miedo que podían inspirar él y su compañero; pero vuelto a la realidad ante la sonrisa de Luna, añadía:
—Además, para un caso extremo, contamos con el esquilón que llama a los canónigos. La cuerda está en el coro; no tenemos más que tirar, y ¡figúrese usted la que se armaría si sonase en el silencio de la noche! Todo Toledo se pondría de pie, adivinando que algo grave ocurría en la catedral... Con esto y con los malditos contadores, que no nos dejan dormir, puede decirse que ni el rey pasa la noche tan bien guardado como esta iglesia.
Por la mañana, al salir del encierro, subía Gabriel a su casa transido de frío, deseando tenderse en la cama. Encontraba a Sagrario en la cocina calentando la leche para que la bebiese antes de acostarse. La dulce compañera seguía llamándole tío en presencia de los de casa. Únicamente su voz adoptaba el tuteo cariñoso cuando estaban solos. Al verle en la cama se aproximaba a él con el vaso de leche humeante, se lo hacía beber con mimos maternales, le arreglaba el embozo del lecho y cerraba cuidadosamente ventanas y puertas para que no le molestase un rayo de luz.
—¡Esas noches en la catedral!—exclamaba la compañera con expresión de lamento—. Te estás matando, Gabriel: eso no es para ti. El padre dice lo mismo. Puesto que más allá de la muerte no hay nada y no hemos de vernos, prolonga tu vida, déjate cuidar. Ahora que nos conocemos y que soy dichosa, ¡sería tan triste perderte...!
Gabriel la tranquilizaba. Aquella vida no podía durar más allá del verano. Después le darían algo mejor. No debía entristecerse; por tan poca cosa no se muere. Lo mismo tosía viviendo en las Claverías que pasando la noche en la catedral.
Después de comer salía al claustro, completamente repuesto por su sueño de la mañana. Era el único momento del día en que podía ver a sus amigos. Se aproximaban a él o iba Gabriel en su busca, entrando en la casa del zapatero o subiendo a la torre.
Le saludaban, oían sus palabras con la misma atención de antes; pero notaba en ellos cierto gesto de independencia fuera y al mismo tiempo de conmiseración, como si admirándole por haberles transmitido sus ideas, tuviesen lástima de su carácter dulce, enemigo de la violencia.
—Estos pájaros—decía Gabriel hablando con su hermano—ya vuelan por su cuenta. No me necesitan y quieren estar solos.
El Vara de palo meneaba la cabeza tristemente.
—Dios quiera, Gabriel, que algún día no te arrepientas de haberles hablado de cosas que no entienden. Han cambiado mucho. A nuestro sobrino el perrero no hay quien lo sufra. Dice que ya que no le dejaron matar toros para hacerse rico, matará hombres si es necesario para salir de pobreza; que él tiene derecho a disfrutar como cualquier señor, y que todos los ricos son unos ladrones... Pero hermano, ¡por la Virgen!, ¿les has enseñado realmente esas cosas tan horribles?
—Déjalos—dijo Gabriel riendo—. No han digerido aún las ideas nuevas, y vomitan disparates. Pero eso pasará. Son buena gente.
Lo único que le entristecía era ver que Mariano se recataba de él. Huía su trato como si le tuviese miedo. Parecía temer que Gabriel leyera en su pensamiento, con la superioridad irresistible que desde mozo había tenido sobre él.
—Mariano, ¿qué hay?—decía al verle pasar por el claustro.
—Mucho y mal repartido—contestaba el huraño camarada.
—Lo sé, hombre, lo sé; pero parece que me huyes. ¿Por qué es eso?
—¿Huirte yo...? Nunca. Sabes que siempre te quise. Cuando subes a mi casa ya ves cómo te recibimos. Te debemos mucho: nos has abierto los ojos y ya no somos bestias.... Pero me canso de saber tanto y ser pobre; y lo mismo les ocurre a los compañeros. No queremos tener llena la cabeza y el vientre vacío...
—Pero ¿qué remedio nos queda? Hemos nacido pronto. Otros vendrán, encontrando las cosas mejor dispuestas. ¿Qué podéis hacer para arreglar lo presente, cuando en el mundo millares de trabajadores más infelices que vosotros no logran mejor éxito, aun a costa de su sangre, peleando con la autoridad?
—¿Qué hacer?—gruñía el campanero—. Eso ya lo veremos: ya lo verás tú. No somos tan tontos como crees. Tú eres muy sabio, Gabriel; te respetamos como a un maestro; todo cuanto dices es verdad; pero nos parece que cuando hay que hacer las cosas... «prácticas», ¿me entiendes?, cuando hay que llamar al pan pan y al vino vino... ¿me explico...? eres, y perdona, algo guillado, como todos los que andan entre libros. Nosotros somos brutos, pero vemos más claro.
Y se alejaba de Gabriel, que no podía comprender el verdadero alcance de este desvío de sus discípulos. Muchas veces, al entrar en las habitaciones de la torre para pasar un rato con ellos, cesaban repentinamente en la conversación y le miraban con zozobra, temiendo, sin duda, que pudiera escuchar sus palabras.
Don Martín hacía muchos días que no se presentaba en el claustro. Gabriel supo por el Vara de plata que había muerto la madre del curita, y una semana después le vio una tarde en las Claverías. Tenía los ojos enrojecidos, las facciones des-carnadas y con la piel tirante, como si hubiese llorado mucho.
—Vengo a despedirme de usted, Gabriel. He pasado un mes de penas y de insomnio cuidando a mi madre. La pobre ha muerto. No era ninguna joven; yo esperaba este final; pero por fuerte y resignado que uno sea, estos golpes siempre se sienten. Al irse la pobre vieja, quedo libre. Era lo único que me ligaba a esta iglesia, en la que ya no creo. Su dogma es absurdo y pueril, su historia un tejido de crímenes y violencias. ¿Para qué mentir, como otros, fingiendo una fe que no siento? Hoy he estado en palacio para decir que dispongan de mis siete duros mensuales y de la capellanía de las monjas. Me voy; no sólo huyo de la iglesia, quiero evitar su ambiente, y en Toledo no puede vivir un sacerdote «renegado». ¿Ve usted este disfraz? Hoy lo llevo por última vez. Mañana gozaré la primera alegría de mi vida, rasgando esta mortaja en pedazos pequeños, muy pequeños, para que nadie la pueda utilizar. Seré hombre; me iré lejos, tan lejos como pueda; quiero saber cómo es el mundo, ya que en él vivo. No conozco a nadie, no tengo protección; usted es el hombre más extraordinario que he conocido, y está oculto en una mazmorra por su voluntad, refugiado en un templo completamente vacío para su conciencia.... No me asusta la miseria; cuando se ha sido representante de Dios con seis reales diarios, se puede mirar el hambre cara a cara. Seré obrero, trabajaré la tierra si es preciso, me emplearé en cualquier cosa... pero seré hombre libre.
Pasearon los dos amigos por el claustro, aconsejando Gabriel a don Martín. Al determinar el punto adonde debía dirigirse, su predilección fluctuaba entre París y las repúblicas americanas más faltas de emigración.
Al caer la tarde, Gabriel se despidió de su discípulo: le estaba esperando el compañero en el claustro bajo para encerrarse en el templo.
—Tal vez no nos veamos más—dijo el curita con tristeza—. Usted acabará sus días aquí, en la casa de un Dios en quien no cree.
—Sí; aquí moriré—dijo Gabriel sonriendo—. Él y yo nos odiamos, y sin embargo, parece que nada puede hacer sin mí. Si ha de salir a la calle, soy quien guía sus pasos; y por la noche, yo también quien guarda sus riquezas.... Salud y buena suerte, Martín. Sea usted hombre sin desfallecimientos. La verdad bien vale la miseria.
La desaparición del capellán de las monjas se efectuó sin escándalo. Don Antolín y otros sacerdotes creyeron que el joven se había trasladado a Madrid por ambición, para engrosar el número de clérigos solicitantes. Gabriel era el único que conocía el verdadero destino de don Martín. Además, pronto hizo olvidar al joven sacerdote una noticia estupenda, que retumbó en la catedral como un trueno, poniendo en conmoción a los señores del coro, a la gente menuda de las sacristías, a toda la población del claustro alto.
Habían terminado las querellas entre el arzobispo y el cabildo. En Roma aprobaron todo lo hecho por el cardenal, y Su Eminencia rugía de júbilo en su palacio, con la fiera impetuosidad que mostraba en todas sus expansiones.
Los canónigos, al entrar en el coro, iban con la cabeza baja, como avergonzados y temerosos.
—Pero ¿ha visto usted...?—se decían al desvestirse en la sacristía.
Y a buen paso, con el manteo ondulante, abandonaban la iglesia cada uno por su lado, evitando formar grupos ni corrillos, atento cada cual a librarse de responsabilidades, a aparecer limpio de toda complicidad con los enemigos del prelado.
El Tato reía de gozo viendo la dispersión y el azoramiento de los señores del coro.
—¡Corred, corred! ¡Bueno os va a poner el cuerpo el tío...!
Se hacían los preparativos de todos los años para la gran fiesta de la Virgen del Sagrario, a mediados de agosto. En la catedral hablaban de la de aquel año con misterio unos y zozobra otros, como si aguardasen sucesos extraordinarios. Su Eminencia, que no bajaba al templo hacía muchos meses por no ver a los del cabildo, presidiría el coro el día de la fiesta. Deseaba contemplar de cerca a sus enemigos, aplastarlos con su triunfo, gozarse en su aspecto de confusa sumisión. Y conforme se aproximaba la solemnidad religiosa, temblaban muchos canónigos, pensando en la mirada dura y soberbia que clavaría en ellos el iracundo prelado.
Gabriel prestaba escasa atención a las preocupaciones del mundo clerical. Llevaba una vida extraña. Gran parte del día lo pasaba durmiendo, preparándose para la fatigosa vela de la noche, que hacía ahora solo. El señor Fidel había caído enfermo, y para que la Obrería, evitando gastos, no privase al viejo de su mísero sueldo, se abstenía de pedir un nuevo compañero. Pasaba las noches en la catedral con la misma tranquilidad que si estuviera en el claustro, alto, habituado a aquel silencio de cementerio. Para no dormirse, leía a la luz de su linterna los libros que podía encontrar en las Claverías: fríos tratados de Historia, en los que la Providencia desempeñaba el principal papel; vidas de santos, que le divertían por su crédula sencillez, rayana en lo grotesco, y aquel Quijote de los Luna que tantas veces, había deletreado de pequeño, y en el cual creía encontrar algo de la frescura de la niñez.
Llegó el día de la Virgen. La fiesta era igual a la de todos los años. La imagen famosa había salido de su capilla, ocupando sobre su peana un sitio en el altar mayor. Llevaba el manto guardado en el Tesoro y todas sus joyas, que centelleaban acariciadas por el bosque de luces, como si rieran con una escala temblona de fulgores.
Antes de comenzar la fiesta, los curiosos de la catedral, fingiéndose distraídos, paseaban entre el coro y la puerta del Perdón. Los canónigos, con sus vestiduras rojas, reuníanse cerca de la escalerilla alumbrada por la famosa piedra de luz. Por allí bajaría Su Eminencia, y los señores del coro se agrupaban tímidamente, cuchicheando, como si se preguntasen qué iba a pasar.
Apareció en el primer tramo de la escalera el portacruz, avanzando horizontalmente su insignia de dobles brazos para que pasase bajo el arco de la puerta. Después, entre familiares, y seguido por la sotana morada del obispo auxiliar, avanzó el cardenal, vestido de púrpura, que apagaba el rojo violáceo de los canónigos.
El cabildo se formó en dos filas, con la cabeza baja, prestando acatamiento a su príncipe. ¡Qué mirada la de don Sebastián! Los canónigos, inclinados, creyeron sentirla en la nuca con una frialdad de acero. Erguía el enorme cuerpo dentro de sus envolturas de púrpura con gallarda arrogancia, como si en aquel momento se sintiera curado de la enfermedad que arañaba sus entrañas y de la insuficiencia del corazón, que oprimía sus pulmones. La cara gordinflona temblaba de gozo; los pliegues de grasa de su barbilla se estremecían sobre el roquete de blondas. La birreta cardenalicia parecía hincharse de soberbia sobre su cabeza pequeña, blanca y sonrosada. Nunca fue llevada una corona con tanto orgullo como aquel gorro rojo.
Extendió su mano enguantada de púrpura, sobre la que lucía la esmeralda episcopal, y con un gesto imperioso hizo que uno tras otro fueran besándola todos los canónigos. Era la sumisión de los hombres de Iglesia, acostumbrados desde el Seminario a una humildad aparente que encubre rencores y odios de una intensidad no conocida en la vida vulgar. El cardenal adivinaba el desaliento tras esta modestia y paladeaba su triunfo.
—Tú no conoces cómo son nuestros odios—había dicho algunas veces a su amiga la jardinera—. En la vida vulgar son pocos los hombres que mueren de un disgusto. El que siente enfado se desahoga y recobra la tranquilidad. Pero en la Iglesia se cuentan a centenares los que mueren de un acceso de ira por no poder vengarse, porque la disciplina les cierra la boca y abate su cabeza. Faltos de familia y de preocupaciones para ganarse el pan, los más de nosotros sólo vivimos para el amor propio y el orgullo.
Se formó en procesión el cabildo, acompañando a Su Eminencia. Abrían la marcha el perrero rojo, los pertigueros negros y el Vara de plata, haciendo sonar las baldosas con los golpes de sus bastones. Detrás la cruz arzobispal y los canónigos por parejas, y en último término el prelado, con su cola roja, extendida en toda su longitud, llevada en alto por dos pajes. Don Sebastián bendecía a un lado y a otro, mirando con sus ojillos penetrantes a los fieles, que inclinaban la cabeza.
Su carácter imperioso y la alegría del triunfo hacían centellear su mirada. ¡Qué gran victoria...! El templo era su casa, y volvía a él tras larga ausencia, con toda la majestad de un dueño absoluto que podía aplastar a los esclavos maldicientes que osaran atacarle.
La grandeza de la Iglesia se le aparecía en aquel momento más grandiosa que nunca. ¡Qué admirable institución! El hombre fuerte que llegaba a lo alto se convertía en un dios omnipotente y temible. Nada de igualdad perniciosa y revolucionaria. El grande siempre tenía razón. El dogma ensalzaba la humildad de todos ante Dios, pero al fijar ejemplos, hablaba siempre de rebaños y de pastores que debían dirigirlos. Él era el pastor, porque así lo quería el Omnipotente. ¡Ay del que intentara descarriarse...!
En el coro, la alegría de su orgullo gustó una satisfacción aún mayor. Estaba sentado en el trono de los arzobispos de Toledo, aquella silla que había sido la estrella de su juventud, y cuyo recuerdo le turbaba en pleno episcopado, cuando paseaba la mitra por las provincias esperando la hora de llegar a la Primada. Erguíase bajo el artístico dosel del Monte Tabor, sobre cuatro escalones, para que le viesen bien todos los del coro y se convencieran de que era su príncipe. Las cabezas de las dignidades sentadas a su lado estaban casi al nivel de sus pies. Podía pisarlos como víboras si osaban levantarse de nuevo, mordiéndole en sus más íntimos afectos.
Enardecido por la apreciación de su grandeza y su triunfo, era el primero en levantarse o sentarse, conforme lo marcaba el ritual de los oficios, y unía su voz a las del coro, asombrando a todos con la áspera energía de su canto. Las palabras latinas salían de su boca como trabucazos contra aquella gente odiada; sus ojos pasaban con expresión de reto sobre la doble fila de cabezas inclinadas.
Era un hombre de fortuna, que había marchado de éxito en éxito, y sin embargo, jamás había sentido una satisfacción tan honda, tan completa como la de aquel momento. Él mismo se asustaba de su alegría, de aquel estallido de orgullo que amortiguaba sus crónicas dolencias. Parecíale que estaba gastando en unas cuantas horas toda su provisión de vida.
Al finalizar la misa, los cantores y demás gente menuda del coro, que eran los únicos que osaban mirarle, se alarmaron viéndole palidecer, levantarse con la faz desencajada, llevándose las manos al pecho. Advertidos los canónigos, corrieron a él, formando una apretada masa de vestiduras rojas ante su trono. Su Eminencia se ahogaba, debatiéndose entre aquel círculo de manos que le agarraban instintivamente.
—¡Aire...!—rugió—, ¡aire...! ¡Quítense de delante con mil porras! ¡Que me lleven a casa!
Aun en medio de su angustia, encontró el gesto enérgico y sus antiguos votos de soldado para rechazar a los enemigos. Se ahogaba, pero no quería que lo viesen los canónigos. Adivinaba en muchos de ellos la satisfacción tras el gesto compungido. ¡Que nadie le tocase! ¡Él se bastaba! Y apoyado en dos familiares fieles, emprendió la marcha jadeante hacia la escalera arzobispal, seguido de gran parte del cabildo.
La función religiosa terminó apresuradamente. Que perdonara la Virgen: otro año tendría mayor solemnidad. Y las autoridades e invitados abandonaron sus asientos del altar mayor para correr en demanda de noticias al palacio arzobispal.
Al despertar Gabriel, pasado mediodía, todos hablaban en el claustro alto de la salud de Su Eminencia. Su hermano preguntaba a tía Tomasa, que venía de palacio.
—Se muere, hijos—decía la jardinera—; de ésta no escapa. Doña Visita me lo ha enseñado de lejos, llorando la pobre. No puede estar acostado. El pecho le baila como un fuelle roto. Los médicos dicen que no llega a la noche. ¡Qué desgracia...! ¡Y en un día como éste...!
La agonía del príncipe eclesiástico era acogida con un silencio fúnebre. Las mujeres de las Claverías iban y venían con noticias desde el palacio al claustro alto. Los chicuelos permanecían recluidos en las habitaciones, atemorizados por las amenazas de las madres si intentaban jugar en las galerías.
El maestro de capilla, siempre insensible a los sucesos de la catedral, salía, sin embargo, a tomar noticias del estado de Su Eminencia. Tenía un proyecto, del que habló rápidamente a la familia durante la comida. Los funerales de un cardenal bien merecían que se ejecutase una misa célebre, con gran orquesta reclutada en Madrid. Él ya había echado el ojo al famoso Réquiem de Mozart. Era por lo único que le interesaba la suerte del prelado.
Gabriel, mirando a su compañera, sentía el dulce egoísmo que experimenta el que vive cuando muere el poderoso.
—Ya caen los grandes, Sagrario. Y nosotros los enfermos, los miserables, aún tenemos por delante alguna vida.
A la hora en que se cerraba el templo bajó para comenzar su vigilancia. El campanero le esperaba con las llaves.
—¿Qué hay del cardenal?—preguntó Gabriel.
—Pues que se muere hoy mismo, si es que no ha muerto ya.
Y después añadió:
—Esta noche, Gabriel, tendrás gran iluminación. La Virgen está en el altar mayor, hasta mañana, rodeada de cirios.
Calló un momento, como si vacilase.
—Tal vez—añadió—baje a hacerte un rato de compañía. Debes aburrirte solo. Espérame.
Cuando Gabriel quedó encerrado en el templo, vio un trozo del altar mayor resplandeciente de luces. Hizo su acostumbrada requisa de puertas y verjas, visitó el Locum, los grandes retretes, donde en otro tiempo se habían ocultado unos ladrones, y después que estuvo convencido de que en la catedral no había otro ser vivo que él, fue a sentarse en el crucero, con su manta y la cesta de la cena.
Allí permaneció largo rato, contemplando a través de la reja la Virgen del Sagrario. Nacido en la catedral y llevado de niño por su madre a que se arrodillase ante la imagen, la había admirado como el tipo más perfecto de hermosura. Ahora la apreciaba fríamente, con ojos de artista. Era fea y grotesca, como todas las imágenes que son ricas. La piedad suntuosa y opulenta la había disfrazado con sus tesoros. No había nada en ella del idealismo de las vírgenes pintadas por los artistas cristianos. Más bien parecía un ídolo indostánico recargado de joyas. La falda y el manto se ahuecaban con la ampulosidad de un miriñaque, y sobre las tocas lucía una corona enorme como un morrión, empequeñeciéndole la cara. El oro, las perlas, los diamantes, brillaban sobre sus vestiduras. Llevaba pendientes y pulseras de gran valor.
Gabriel sonreía pensando en la simpleza religiosa, que viste a los héroes celestiales con arreglo a las modas de la tierra.
El débil resplandor del crepúsculo que descendía de los ventanales y la inquieta llama de los cirios formaban una ondulación de luces y sombras, animando el rostro de la imagen como si gesticulase.
«¡Aún como soy yo!—se decía Gabriel—. Si en mi lugar estuviera un devoto, creería que la Virgen ríe unos momentos y después llora. Con un poco de imaginación y de fe, ¡he aquí un milagro! Estos caprichos de la luz han sido una mina inagotable para los sacerdotes. También las Venus de otros tiempos cambiaban la expresión de su cara, riendo o llorando a gusto de los fieles, como una imagen cristiana.»
Y pensó largo rato en el milagro, invención de todas las religiones, y tan antiguo como la ignorancia y la credulidad humanas.
Obscureció. Después de cenar parcamente, Gabriel abrió un libro que llevaba en la cesta y púsose a leer a la luz de su linterna. De vez en cuando levantaba la cabeza, distraído por el revoloteo y los gritos de los pajarracos nocturnos, atraídos por el resplandor extraordinario del bosque de cirios. Transcurría el tiempo lentamente. En la obscuridad de las bóvedas retumbaban los argentinos martillazos de los guerreros del reloj. Luna se levantaba y recorría la iglesia, visitando los contadores para marcar su ronda.
Habían sonado las diez, cuando Gabriel oyó abrirse el postigo de la portada de Santa Catalina, pero rápidamente y sin violencia, como si hubieran hecho uso de una llave. Luna recordó el ofrecimiento del campanero. Después sonaron los pasos de varias personas, pero agrandados por el eco, como si avanzase toda una hueste.
—¿Quién va?—gritó Gabriel, algo alarmado.
—Nosotros, hombre—contestó en la sombra la voz fosca de Mariano—. ¿No te dije que bajaríamos?
Al entrar en el crucero les dio de lleno la luz del altar mayor. Gabriel vio con el campanero al Tato y al zapaterillo. Querían acompañar a Luna una parte de la noche, para que no le fuese tan pesada la guardia, y traían una botella de aguardiente que le ofrecieron.
—Ya sabéis que no bebo—dijo Gabriel—. Nunca me ha gustado el alcohol; vino, y no mucho... Pero ¿adonde vais, vestidos como en los días de fiesta?
El Tato se apresuró a responder. El Vara de plata cerraba a las nueve las Claverías, y ellos querían pasar la noche fuera de casa. Ya habían estado un buen rato en un café del Zocodover, regalándose como señores. Estaban hechos unos calaveras. Aquella noche era extraordinaria, tanto más cuanto que la ciudad también estaba alterada por lo del arzobispo.
—¿Cómo sigue?—preguntó Gabriel.
—Creo que ha muerto hace media hora—dijo el campanero—. Cuando he subido a mi casa por las llaves, salía un médico del palacio, y así se lo decía a un canónigo.... Pero sentémonos.
Tomaron todos asiento, con la gorra calada, en los peldaños de la verja del altar mayor. Mariano dejó en el suelo el manojo de las llaves, un racimo de hierro como una maza. Las había de todas las épocas: unas groseras y herrumbrosas, con las huellas del martillo, ostentando escudos cerca del agarradero; otras más modernas, pulidas y brillantes como si fuesen de plata; pero todas enormes y pesadas, de robustos dientes, cual convenía a la grandeza del edificio.
Los tres amigos parecían extraordinariamente contentos, con una alegría nerviosa que les hacía empujarse y reír. Miraban de reojo a la Virgen y después se miraban entre ellos con un gesto de misterio que no podía comprender Gabriel.
—Habéis bebido mucho, ¿verdad?—dijo Luna con suave reproche—. Hacéis mal; ya sabéis que el beber es la degradación de los pobres.
—Un día es un día, tío—dijo el perrero—. Nos alegra que se mueran los grandes. Ya ve usted; yo admiraba mucho a Su Eminencia: pues ¡que se haga la porra! La única satisfacción que tiene un pobre es ver que a los de arriba también les llega la vez.
—Bebe—dijo el campanero, ofreciéndole la botella—. Es una dicha encontrarnos aquí sanos y alegres, mientras Su Eminencia se verá mañana entre cuatro tablas. ¡Menudo campaneo soltaremos todo el día!
Bebió el Tato, y pasó la botella al zapatero, que estuvo mucho tiempo con la boca pegada al gollete. De los tres, éste parecía el más ebrio. Tenía los ojos enrojecidos, miraba duramente a todos lados y permanecía silencioso. Sólo sonreía forzosamente cuando le dirigían la palabra, como si su pensamiento estuviera lejos, muy lejos.
El campanero, en cambio, era más locuaz que de costumbre. Hablaba de la fortuna del cardenal, de lo rica que iba a ser doña Visitación, de la alegría que tendrían aquella noche muchos del cabildo. Y se interrumpía para empinar la botella del aguardiente, pasándola después a los compañeros. El vaho del alcohol se esparcía en aquel ambiente impregnado de incienso y humo de cera.
Transcurrió más de una hora. Mariano había cortado varias veces la conversación, como si tuviera que decir algo grave y vacilase, falto de valor. Por fin se decidió.
—Gabriel: pasa el tiempo y nos resta mucho que hacer y que hablar. Son poco más de las once. Aún quedan horas para hacer bien la cosa.
—¿Qué quieres decir?—preguntó Luna con extrañeza.
—Pocas palabras: al grano. Se trata de que tú seas rico y lo seamos nosotros; queremos salir de esta miseria.... Ya habrás notado hace tiempo que huíamos de ti; que al placer de oírte preferíamos hablar entre nosotros. Es que tú eres un sabio, pero no vales un céntimo para las cosas de la vida. Contigo se aprende, pero no se sale de pobreza... Hemos pasado meses pensando en la necesidad de dar un golpe afortunado. Esas revoluciones de que nos hablas están muy lejos. Las verán nuestros nietos, y aun tal vez no las vean. Bueno es que los sabios piensen en el porvenir; pero los brutos como nosotros sólo vemos el presente. Hemos empleado el tiempo discurriendo barbaridades: secuestrar a don Sebastián y exigirle un millón de rescate; entrar en el palacio una noche, ¡y qué sé yo qué más...! Todo majaderías ideadas por tu sobrino. Pero esta mañana, en mi casa, lamentándonos de la miseria, hemos visto de pronto la salvación. Tú como único guardián de la catedral, la Virgen en el altar mayor con las joyas que el resto del año se guardan en el Tesoro, y yo con las llaves en mi poder.... El trabajo más fácil del mundo. Limpiamos a la Virgen, emprendemos el camino de Madrid y llegamos al amanecer; el Tato conoce allí mucha gente de la que va a las capeas: nos ocultamos algún tiempo, y después, tú, que sabes el mundo, nos guiarás. Iremos a América, venderemos la pedrería, y seremos ricos. ¡Alza, Gabriel! Vamos a despojar al ídolo, como tú dices.
—¡Luego es un robo lo que me proponéis!—exclamó Luna, alarmado.
—¿Un robo?—dijo el campanero—. Llámalo así si quieres: ¿y qué?, ¿te asustas de eso...? Más nos han robado a nosotros, que nacimos con derecho a un pedacito de mundo, y por más vueltas que damos no encontramos un sitio libre.... Además, ¿a quién perjudicamos con esto? De nada sirven a ese pedazo de palo las joyas que lo cubren. Ni come, ni siente frío en el invierno, y nosotros somos unos miserables. Tú mismo lo has dicho, Gabriel, contemplando nuestra pobreza. Nuestros hijos mueren de hambre sobre las rodillas de las madres, mientras los ídolos se cubren de riquezas... ¡Anda, Gabriel, no perdamos el tiempo!
—¡Vamos, tío!—dijo el Tato—. Un poco de coraje. Convénzase de que los ignorantes sabemos hilar las cosas cuando llega el caso.
Gabriel no les escuchaba. La sorpresa le había hecho caer en el ensimismamiento. Medía, asustado, el gran error cometido; veía abrirse un foso inmenso entre él y los que creía sus discípulos. Recordaba las palabras de su hermano. ¡Ah, el buen sentido de los simples! Él, con todas sus lecturas, no había previsto el peligro de enseñar a los ignorantes en unos cuantos meses lo que requería toda una vida de reflexión y estudio. Repetíase en pequeño lo que ocurre en los pueblos agitados por la revolución. Las ideas más nobles se corrompían al pasar por el tamiz de la vulgaridad; las aspiraciones generosas se envenenaban con los sedimentos de la miseria.
Los envilecidos por la explotación, al despertar, buscaban en las doctrinas redentoras la venganza del pasado y el bienestar egoísta, aunque fuese a costa de sus semejantes.
Había sembrado la semilla revolucionaria en los parias de la Iglesia, adormecidos en un ambiente de dos siglos atrás. Creía contribuir a la revolución futura formando hombres, y al despertar de su ensueño se encontraba con criminales vulgares. ¡Qué espantosa decepción! Sus ideas sólo habían servido para destruir. Quitando a aquellos cerebros soñolientos los prejuicios de la ignorancia, las supersticiones del siervo, sólo había conseguido hacerlos audaces para el mal. El egoísmo era la única pasión que vibraba en ellos. Sólo habían aprendido que eran miserables y no debían serlo. La suerte de sus compañeros de infortunio, de una inmensa parte de la humanidad, miserable y triste, no les interesaba. Saliendo ellos de su estado, mejorando su situación fuese como fuese, les importaba poco que el mundo siguiera lo mismo que antes; que las lágrimas, el dolor y el hambre reinasen abajo para asegurar la comodidad de los de arriba. Había sembrado en ellos su pensamiento, queriendo acelerar la cosecha, y como en los cultivos forzados y artificiales, que crecen con asombrosa rapidez para no dar más que frutos corrompidos, el resultado de su propaganda era la podredumbre moral. ¡Hombres, al fin, como todos! ¡La fiera humana buscando su bienestar a costa del semejante; perpetuando el desconcierto y el dolor para los demás, con tal de gozar de la abundancia durante una vida de unos cuarenta años! ¡Ay!, ¿dónde encontrar al ser superior ennoblecido por el culto de la razón, haciendo el bien sin esperanza de recompensa, sacrificándolo todo por la solidaridad humana, el hombre-dios que embellecería el porvenir...?
—¡Anda, Gabriel—continuaba el campanero—, no perdamos tiempo! Es cosa de un instante, y en seguida ¡a volar!
—¡No—dijo Luna con firmeza, saliendo de su ensimismamiento—, no haréis eso, no debéis hacerlo! Es un robo lo que me proponéis, y mi dolor es grande viendo que para eso contabais conmigo. Otros van al robo por instinto fatal o por corrupción de alma; vosotros llegáis a él porque quise ilustraros, porque intenté abrir vuestras inteligencias a la verdad... ¡Oh!, ¡es horrible... muy horrible!
—Pero ¿a qué tales aspavientos, Gabriel? ¿No es eso un pedazo de palo? ¿A quién perjudicamos apoderándonos de sus joyas? ¿No roban los ricos y todos los que poseen algo? ¿Por qué no hemos de imitarles?
—Por eso mismo: porque lo que intentáis hacer es una imitación del mal; porque perpetúa una vez más el sistema de violencia y de desarreglo, causa de la miseria. ¿Por qué odias al rico, si lo que él hace al explotar al humilde es lo mismo que vas a hacer tú, apoderándote de una cosa «para ti» (entiéndelo bien), «para ti» y no para todos? No me asusta el robo, porque no creo en la propiedad ni en la santidad de las cosas; pero por esto mismo abomino de la apropiación particular y me opongo a ella. ¿Para qué queréis apoderaros de eso? Decís que para remediar vuestra miseria. No es verdad: para ser ricos, para entrar en el grupo de los privilegiados, para ser tres individuos más de esa minoría odiosa que goza el bienestar esclavizando a los humanos. Si todos los pobres de Toledo llamasen ahora a las puertas de la catedral, sublevados y embravecidos, yo les abriría paso, los guiaría yo mismo, les señalaría esas joyas que ambicionáis, les diría: «Apoderaos de ellas.» Son gotas de sudor y de sangre de sus antepasados; representan el trabajo servil en la tierra del señor, el despojo brutal por los alcabaleros del rey, para que magnates y reyes pudiesen cubrir de pedrería al ídolo que podía abrirles las puertas del cielo. Eso no pertenece a vosotros tres porque seáis más audaces; pertenece a todos, como de todos son las riquezas de la tierra. Poner su mano los hombres sobre cuanto existe en el mundo será la obra santa, la revolución redentora del porvenir; apoderarse ahora unos cuantos de lo que con arreglo a la moral imperante no es suyo, resulta un delito para las leyes burguesas, y para mí es un atentado contra los desheredados, únicos dueños de lo existente...
—¡Calla, Gabriel!—dijo el campanero con dureza—. Si te dejo, hablarás hasta el amanecer. No te entiendo, no quiero. ¡Venimos a hacerte un favor, y nos sales con un sermón! ¡Queremos verte rico como nosotros, y nos contestas hablando de los demás, de la gente que no conoces, de esa humanidad que no te dio ni un mendrugo cuando vagabas como un perro...! Tendré que dirigirte como en nuestra juventud, cuando hacíamos la guerra. Siempre te he querido y admiro tu talento, pero a ti hay que tratarte como a un chicuelo... ¡Vaya, Gabriel, a callar y síguenos! ¡Te llevamos a la felicidad! ¡Adelante, compañeros!
El Tato y el zapatero se pusieron de pie, marchando hacia la verja del altar mayor. El perrero empujó una de sus hojas, entreabriéndola.
—¡No!—gritó Gabriel con energía—. ¡Deteneos...! Mariano, no sabes lo que haces. Creéis que ya está lograda vuestra dicha con apoderarse de esas riquezas. ¿Y después? Vuestras familias quedarán aquí. Tato, piensa en tu madre. Mariano, el zapatero y tú tenéis mujer, tenéis hijos.
—¡Bah...!—dijo el campanero—. Ya vendrán a reunirse con nosotros cuando estemos lejos y en salvo. El dinero todo lo puede: lo que importa es tenerlo.
—¿Y vuestros hijos...? ¡Les dirán que sus padres fueron ladrones!
—Pero serán ricos en otro país. Al fin, su historia no resultará peor que la de los hijos de otros ricos.
Gabriel se convenció de la resolución feroz que animaba a aquellos hombres. Sus esfuerzos para detenerles eran inútiles. Mariano le empujaba al ver que se interponía entre él y el altar mayor.
—Aparta, chiquillo—dijo—. Ya que no sirves para nada, déjanos. ¿Es que le tienes miedo a la Virgen? Descuida, que aunque nos llevemos todo cuanto posee no hará ningún milagro.
Gabriel intentó un recurso decisivo.
—No haréis nada. Si pasáis la verja, si entráis en el altar mayor, toco el esquilón y antes de diez minutos está todo Toledo en las puertas.
Y abriendo la verja del coro, entró en él con una decisión que paralizó al campanero.
El zapaterillo, con su aspecto de borracho taciturno, fue el único que le siguió.
—¡El pan de mis hijos!—murmuraba con lengua estropajosa—. ¡Quieren robarlos...! ¡Quieren que sigan pobres...!
Mariano oyó un ruido metálico: vio cómo el zapaterillo levantaba el brazo armado con el manojo de llaves caído en los peldaños de la verja, y después oyó un choque de extraña sonoridad, como si golpeasen algo hueco.
Gabriel dio un grito y cayó al suelo de bruces. El zapatero seguía golpeándole al cráneo.
—¡No le des más...! ¡Detente!
Éstas fueron las últimas palabras que oyó confusamente Gabriel, tendido en la entrada del coro. Un líquido pegajoso y caliente se escurría sobre sus ojos. Después, el silencio, la obscuridad... la Nada.
El último destello de su pensamiento fue para decirse que iba a morir, que tal vez había muerto ya, restándole sólo la postrera vibración vital, la estela agitada de una existencia que huía para siempre.
Aún volvió a la vida. Abrió los ojos trabajosamente, y vio el sol al través de un ventanillo con hierros, unas paredes blancas y una cama con cobertor de percalina rameada y sucia. La cabeza le pesaba enormemente. Su pensamiento pudo formar y coordinar una idea, después de grandes vacilaciones y tropiezos: le habían colocado la catedral en las sienes. El templo gigantesco gravitaba sobre su cráneo, aplastándolo. ¡Qué inmenso dolor...! No podía moverse: estaba cogido por la cabeza. Zumbaban sus oídos; su lengua estaba paralizada. Los ojos veían, pero débilmente, como si la luz fuese turbia y una bruma rojiza envolviese los objetos.
Creyó que una cara con bigotes, terminada por un sombrero de guardia civil, se inclinaba sobre la suya, mirándolo en los ojos. Movía los labios, pero él no oía nada. Era sin duda la pesadilla de sus antiguas persecuciones volviendo a surgir.
Se fijaban en él, viendo que abría los ojos. Un señor vestido de negro avanzaba hacia su lecho, seguido de otros dos que llevaban papeles bajo el brazo. Adivinó que le hablaban por el movimiento de los labios, pero nada pudo oír. ¿Estaría en otro mundo? ¿Serían falsas sus creencias, y después de la muerte existiría otra vida igual a aquella que había abandonado?
Cayó de nuevo en la sombra y en la inercia. Pasó mucho tiempo... mucho. Otra vez se abrieron sus ojos, pero ahora la bruma era más densa. Ya no era roja: era negra.
Entre estos velos, creyó ver Gabriel el rostro de su hermano, consternado, crispado por el miedo, y los bicornios de la Guardia civil, aquellos sombreros de pesadilla, rodeando al pobre Vara de palo. Después, más esfumada, más indecisa, la cara de la dulce compañera, de Sagrario, contemplándole con ojos llorosos de inmensa pena, besándolo con la mirada, sin que la intimidasen los hombres negros y las armas que la rodeaban.
Ésta fue la última visión, indecisa y borrosa, como vista a la luz de una chispa fugaz. Después la obscuridad eterna, el aniquilamiento... la Nada.
Al cerrar para siempre los ojos, sonó junto a él una voz:
—Te seguíamos la pista, pájaro. Bien escondido estabas, pero te has descubierto con una de las tuyas. Ahora veremos qué cuenta das de las joyas de la Virgen... ¡ladrón!
El terrible enemigo de Dios y del orden social no dio cuenta alguna a los hombres.
Al día siguiente salió en hombros, de la enfermería de la cárcel, para desaparecer en la fosa común. El secreto de su muerte lo guardó la tierra, esa madre ceñuda que presencia impasible las luchas de los hombres, sabiendo que grandezas y ambiciones, miserias y locuras, han de pudrirse en sus entrañas, sin otro resultado que fecundar la renovación de la vida.
Playa de la Malvarrosa (Valencia).
Agosto-septiembre 1903.