La cascadita de los Copahues

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LA CASCADITA DE LOS COPAHUES

Aunque indirectamente, de ella se ha hablado á porfía.

Al divortium aquarum, á ese enigma andino que ha hecho correr más tinta en las imprentas que aguas contiene el Plata, pertenece la Cascadita de los Copahues.

Ensaya sus primeros cabrilleos en una altiplanicie bruñida de nieve en los inviernos y recamada de flores silvestres en verano.

El ventisquero romboidal del volcán Copahue por un lado, y una de las celebérrimas altas cumbres que dividen aguas por el otro, se tiran de bruces de repente, para darle fácil paso de Chile á la Argentina.

Piensase en esos abuelos juguetones, que se tienden boca abajo en la alfombra, para que sus nietezuelos finjan el steeple chase.

No distante de allí se eleva el hito salomónico, rebanando en dos partes para las dos Repúblicas el volcán Copahue, para ese efecto asimilado á melón de sacarina, de esa sacarina prodigiosa con que se endulza en la sangre de los pueblos la alegría de la salud.

En las tardes de bruma, los girones de niebla rezagada se enredan en el asta inaugural de la concordia, porfiando por remendar una bandera con retazos celestes de horizonte trasandino.

El viajero que por aquellas soledades se aventura, por muy Coppée que sea, no acierta á darse cuenta de cómo los perfiles de algo tan declamado como las patrias, están allí tan á la merced de algo tan fugaz como los lineamientos de tan ilusorios espejismos.

Quizá la Cascadita, fresca, inviolada y dulce como allí discurre, tampoco lo percata; y de ahí sus cabriolas de loca sobre esas esmirnas versicolores con que la Argentina exorna por esa parte sus vestíbulos.

A poco andar comienzan para la Cascadita sus angustias de emigrante: si se asoma al borde sur de la altiplanicie, descubre muy abajo una laguna opaca, y como se le antoja que esta es la tina donde el volcán se alivia las quemaduras críticas, da hacia atrás salto tan brusco, que por primera vez llora perlas y espumas. Si se echa en volandas contra la roca opuesta, gritos, golpes y ruegos, son vanos para lograr que le abran un refugio, y por no ahogarse en sí misma, tiene que correr hacia el Oriente, golpeada ya por las piedras que la roca bruja le tira para ahuyentarla.

¡Qué hace entonces?

Lo que los acosados por lo imposible en cualquier parte del mundo: rumbo á la Argentina!

Allí será acatada como documento parlante de lo que adujo en Córtes el perito Moreno. Sus alabastrinos senos de virgencita, opresos contra aquel balcón olímpico, tiemblan de vehemencia, ante la contemplación de las pampas apacibles donde reverbera fecundidad y prepotencia el sol de mayo.

De allí en adelante no llora más espumas: sus gritos de terror se tornan en risueña barcarola: dáse á ondear voluptuosa por la suave pendiente de terciopelos perfumados, y apenas si el aire cristalino de los glaciares le eriza el cutis con su dardear de irisaciones.

Su ideal de bienandanza no dura mucho rato.

Entre ella y la posesión de esas pampas anheladas, se interpone de repente la prueba del esfuerzo, la prueba del abismo.

Más acá de la frontera protocolaria está la frontera de la realidad. Para salvar el límite geográfico apenas si ha necesitado levantarse un momento los encajes de su falda; más, para el salto de un pueblo á otro, para el salto de una nueva adaptación, le es preciso destrozarse las carnes y desgarrarse el corazón.

Un momento se detiene á contemplar el despeñadero que se abre á sus pies verticalmente. En el fondo duerme lo desconocido, con su dentada boca de obscuridades muy abierta. Pugna en vano por retroceder; sus aguas, gorgoteando sílabas de espanto, se — adhieren un segundo á los filos del vértice; y empujadas por la brisa del destino, en el vacío se revuelven destrozados en harapos blanquecinos, cabelleras, encajes y pudores.

Su gemido se perpetúa en una sola queja de desgarramiento, en un hoooorroooor..perenne, que en el silencio de las noches llega vigilativo al corazón de los bañistas, dando significado espiritual y trágico á las livideces y temblores de las carpas.

Allá, en el fondo, en el lecho de guijarros donde cae el turbión, un gran ventisquero se arquea para formar una gruta artesonada, que brilla á la distancia como un Brooklyn de cristal tendido sobre los dos flancos de la sierra.

Bajo el misterio de esa alcoba virginal, todo es propicio para que la Cascadita reparelos estragos de la caída: ante las columnas de hielo flordelisado aliña su cabellera evaporada, y con gasas de nieve y retorcidos cordones de estalactitas, remienda y se ciñe de nuevo su hopalanda.

Toda serena y blanca, desciende al fin al vallecito del balneario, otra vez abrillantan do su ritmo musical entre los acolchonados de césped.

Para antecámara nupcial debió ser puesta allí esa gruta misteriosa, que pocos saltos da de allí la Cascadita por el prado, sin que caiga sobre sus senos dulces el beso vigorativo del ardor volcánico.

La posesión es fervida: toda la hoya de Copahue está erizada de bocas jadeantes y sedientas de frescura. Los labios de piedra ígnea, con ronquido de metal atormentado, imploran á los ventisqueros un sorbo de agua. Las fumarolas se empinan sobre la superficie, llamando con sus delantales de humo á las nubes fugitivas.

La tierra retiembla estremecida por el ritmo resonante de las calderas subterráneas, como si á toda máquina pasaran por allá abajo—en son de zafarrancho—los acorazados del infierno.

Por instantes alguna jeta de guijarros exhala un resoplido cavernoso, y tras el deja escapar, como vampiro huyendo de un infierno, una lugubre mariposa de ceniza, que contamina el ambiente con sulfuros trágiCOS.

A trechos se descubre alguna piedra humeante incendiada interiormente: algo á imagen de cierto corazón gentil que yo conozco, que, devorado en el fondo por supremos amores, humea en silencio sus idilios serenos, y sin vistosas flamas ni borbollones de soberbia, destila de tarde en tarde gotas de metal noble y joyante.

Valga la subida temperatura de estos párrafos, para que se presuma con qué ardor insaciable son desmenuzados los azahares de la Cascadita que da sujeto á este capítulo.

Y es de ver el instante de ese encuentro.

Ella, al verse abrazada y abrasada por el fuego, destrenza sus bucles en mil hilos brillantes, expande sus alburas sobre los cojines de gramíneas verdegay, y en cada pe cho vertiginoso que la ansía, se abandona hasta saciarlo.

La fecundación es instantánea: es entonces cuando aparece en cada uno de esos respiraderos de la vida eterna una fuente de salud. Cada borbollón termal es una fiesta: la fuerza danza con jovial zapateo: sonríe al firmamento con mil pupilas que, después de retratar el iris, revientan de entusiasmo; y bebe, y echa al aire el rumor de sus gargarismos deleitosos.

Todo eso viriliza y ufana: no se pasa al lado de las vertientes sin que muevan á sonreir sus mil ojillos picarescos, cuyo parpadeo contínuo parece que acelera el ritmo de la sangre. Bate el corazón sus alas, como suelen hacerlo las palomas cuando aplauden las frescuras de su baño vernal. La verberación de las arterias hace contraer los puños en instintivo ensayo de pujanza.

Al respirar esos gases vitriolados, la nariz palpita con ensanche sensual, en ímpetu de inhalar metales para blindar los huesos.

La energía humea ensueños en la sangre, como hoja toledana entre la inmersión de gracia de su temple.

Bajo ese soplo vibrátil de metal aéreo, placería al carácter tender la espalda para el cintarazo victorial.

Siente el cerebro cosquillear en sus fibras la ebullición fulminante de las esencias creadoras...

La amada ausente y el ideal lejano cantan en la memoria, y al apretar uno los párpados para mejor oir esa armonía, la vista desgarra el muaré gris del horizonte, hasta resbalar acariciante por los senos blancos y erectos de la cúspide andina.

Es en torno á esos surtidores donde los bañistas cavan las piscinas para sus baños, siempre que cuenten con la cooperación de la Cascadita, única encargada de mitigar la temperatura irresistible de esos vapores.

Sin ella, la química de esa hoya no seríapara la Argentina la panacea que hoy es.

Ningún bañista osa sumergirse en las termas, sin que al alcance de su mano tenga el agua de la cascada.

Cuando el alma humeante de la piedra en combustión amaga ahogarlo, ó el volcán deja escapar un resoplido de fuego, alarga la mano en demanda de auxilio al agua fría.

Esta acude ágil á ceñir en sus brazos de frescura al bañista, por más que tenga de sufrir en sus carnes las quemaduras volcánicas.

Hace la impresión de una aristocrática enfermera de la Cruz Roja, cuyo talle flexible ondulase blanco y leve entre las rojas agonías de un campamento.

Los mil brazos que abre para recibir la posesión volcánica, siempre están dispuestos á hundirse en las redomas incandescentes de esa farmacia, para salir colmados de ampollitas de salud y vesículas lustrales.

Sus dedos marfilinos, cuando ya no tienen cicatrices que zurcir, dan un retoque artístico al enfermo: ó con pinceles invisibles le pintan rozagancia carmínea en las mejillas, ó en arpas de cristal le tocan al oído romanzas de juventud.

Cuando su presencia no se necesita entre las termas, victoriosa del esfuerzo y rica en merecimientos, sigue su descenso hacia los valles argentinos.

Es verdad que al tirarse á descansar en la laguna de Trolope, su tez va más trigueña y su virginidad ya no albea; mas, lleva en cambio vigor germinal entre sus átomos.

En su viaje al Atlántico recibe el beso acidulado del río Agrio, y sigue ejercitando sus pinceles en las flores de la ribera y destilando sus filtros de savia en las raíces.

Allá en las pampas, donde reverbera prepotencia el sol de mayo, cuando el toro sensual sale á besarla, ella le dice al oído la fórmula cabalística de la vida pujante.

Y fué de manera que una noche, cuando, ya familiarizada con las insolencias del Océano retozaba vocinglera con las anclas, se asombró de que el hierro de las naves guerreras no haga lo que ella con el de Copahue: refundirlo en las arterias de la vida.

Y empinándose sobre la ola amarga, tiró rosas de espuma al pecho de los cañones, que, con su boca abierta, hacían el signo de la nada al cielo, y en acento de dulzura díjoles: —Estáis perdiendo lastimosamente el tiem po con vuestra actitud amenazante. Nuestra Señora la frontera está tranquila. Ha poco que ordenó en todas sus almenas de granito desmontar su artillería, apagar sus penachos, regar el azúcar de la paz sobre las arenas de la lid, y repasar sobre la sierpe de las lindes el rastrillo de la fraternidad. Mandó también abrir hacia las corrientes de la vida los hornos de fundición donde se templaban máquinas de muerte.

El «Copahue» y demás capitanes argentinos de la legendaria guardia fronteriza dejaron ya de mano el ejercicio y arte de la guerra, para ceñirse el cordial mandil blanco de enfermeros y alquimistas.

La Humanidad está exangüe. La Humanidad está pálida.

Esos grandes tumores de pólvoras y de hierros militares la están aniquilando. Si vosotros sois en verdad soportes de la fuerza, haced lo que yo hice: bajad á tierra para ser fecundidad en los barbechos, ó resorte de salud entre las carnes. Ya veis mi obra.

Si porfiais por seguir de trasatlánticos, haced de modo que derramėis sobre la volcanicidad de nuestros pueblos, siquiera quincenalmente, cascaditas de sangres europeas.

Vuestro hierro es el que no ha mucho corría por la sangre de las gentes: Devolvedlo!... ¡Devolvedlo!...