La casa de Pedro López

La casa de Pedro López
de Juan Tomás Salvany
Nota: Publicado en La Ilustración Ibérica, Tomo V, 1887
_______________________

LA CASA DE PEDRO LÓPEZ

_______________________

I

Durante el último otoño, mi familia, por convenir á sus intereses, hubo de trasladar su residencia á la isla de Cuba. Yo, como lo hubiese cruzado ya dos veces, corriendo grave peligro en una de ellas, no me sentía con gana de pasar el charco nuevamente; ni mi afición ni mi conveniencia me llamaban á ultramar, á donde van tantos á sufrir el naufragio de sus esperanzas, cuando no el de su alma y de su cuerpo. Además, de Madrid al cielo, — dice el vulgo, — y dice bien, porque si en Madrid falta dinero con frecuencia, nunca falta un amigo á quien pedírselo, y la vergüenza está de más, y el aturdimiento y la frivolidad, valga la metáfora, son los vientos que empujan nuestra vida hacia el sepulcro.

Por estas razones, y por otras que no son del dominio público, resolví permanecer en la corte, si bien hube de mudar de domicilio, viniéndome muy ancha y no pudiendo seguir habitando' la casa que habitado había con mis consanguíneos.

Provisionalmente me instalé en una fonda, donde no viví mal un par de meses, al cabo de los cuales di ea hacer ascos á la comida, un tanto amanerada, y en pensar que quien como yo se domicilia en una fonda Viene á ser un viajero que no viaja, paradoja viviente, torpe y ociosa á todas luces. En vista de ello, para tener más arraigo y estar como en familia, resolví mudarme á una casa de huéspedes, cosa que, una vez resuelta, la verifiqué en el acto. Dos mudanzas equivalen á un incendio, — suele también decirse, y ello debe de ser cierto, porque desde la casa familiar á la de huéspedes, me vi privado de algunos objetos, preciosos por su utilidad, ni más ni menos que si hubieran quedado reducidos á pavesas.

Todos los huéspedes comíamos á un tiempo en mesa redonda, — así, la llamaban, aunque era cuadrada, — excepto los rezagados, que siempre los había; y durante casi .todas las comidas, sobre la nueva ley de inquilinatos, sobre el impuesto de la sal, sobre mil cosas que no nos importaban un bledo, se armaba cada discusión que hacia retemblar las paredes del reducido comedor, cuando no degeneraba en disputa de mal tono con peligro inminente de la vajilla y aun de nuestros propios individuos. Estas comidas bullangueras me disgustaron en breve, y el apelativo patrona, puesto constantemente en boca de los huéspedes, recordándome la llegada de tropas á un villorrio y haciendo imaginariamente de mi traje un uniforme, vino á dar al traste con mi paciencia.

— Un solterón de mi calibre, — pensó después de contar las vigas del techo de mi cuarto, — debe vivir feliz é independiente, como España en tiempo de los cartagineses.

Y me eché á la calle, resuelto á buscar casa cuyo alquiler se hallase en armonía con mis recursos, por cierto no muy sobrados.

- Tomaré un criado, añadí, — y comeré, á lo bohemio donde pueda y me coja el apetito.

Adoptada esta nueva resolución, no tardó en dolerme el cuello á fuerza de torcerlo y mirar á los balcones en busca de papeles.

En Madrid, nadie lo duda, existen buenas casas para los ricos, aunque las rentas suelen ser mejores. En cuanto á los pobres, no hay que apurarse por ellos; se les relega á una cueva con honores de cuarto interior, ó á un observatorio astronómico con nombre do sota-banco, ó á una pocilga sin nombre y sin honores, sin aire, sin luz y sin higiene, que ninguna de estas cosas, por lo visto, deben de necesitar los pobres.


Yo, en mi calidad de escritor público, venía á ser un pobre vergonzante, esto es, decente, de los que piden limosna cuartilla en mano, cuando, como el de que aquí se trata, tienen muy poco ó nada por su casa, y luchaba con el doble inconveniente de ser pobre con educación y costumbres de rico, ó rico con recursos y haberes de pobre. En tal situación hubo de costarme en gran manera encontrar casa, porque las que me gustaban eran caras, y las que baratas eran... esas no me gustaban.

Por fin, al recorrer una calle larga, estrecha, algo sombría, pero céntrica, vi papeles en un cuarto tercero. A mayor abundamiento, en la parte exterior del portal, hondo, oscuro y no muy limpio, pendiente de un clavo, se veía un tarjetón con estas palabras en letra gruesa y desigual:

SE ALQUILA UN CUARTO TERCERO
EN ONCE DUROS. LA PORTERA DARÁ RAZÓN.

Miré á todos lados y no vi portera ni portería. En el interior del portal sí pude ver mano derecha un arco que sosteniendo parte del techo, daba acceso á la escalera, angosta y empinada, y á la izquierda de ésta, cuya angostura remataba una pilastra, un largo pasadizo que, á juzgar por la luz interior, conducía á un patio.

Mis ojos buscaban todavía á la portera á quien pedir razón del cuarto, cuando un ruidoso taconeo, descendiendo desde lo alto de la escalera, me hizo volver instintivamente la mirada. Dos mujeres jóvenes, regordetas y no mal parecidas, con sendos mantones sobre los hombros y pañuelos á la cabeza, por debajo de los cuales asomaban las revueltas greñas, bajaban atropelladamente la escalera, no sin riesgo de ir á estrellarse contra la pared de enfrente. Una de ellas, la más desgreñada, llevaba en la mano una fotografía, en la cual pude ver el busto de un hombre, y se reía con risa sardónica, prorrumpiendo á borbotones:

— El muy charrán... así lo desnuquen... me ha dado... su retrato... ¿Tengo yo algo que ver... con su... maldita estampa?

— ¿Está guapo?

—Mira.

Esto diciendo, las dos amigas, sin reparar siquiera en mí, se detuvieron en el umbral de la puerta, y juntando sus cabezas desgreñadas, contemplaron breves momentos el retrato.

— ¡Puf! — prorrumpió, con asco la que lo tenía en la mano.

Al propio tiempo ajó la fotografía, arrojándola con desdén sobre el arroyo.

—Chica, yo no vuelvo á esta casa, — profirió la compañera.

—¡Otra! ¡Ni yo! — replicó la del retrato.

Y ambas desaparecieron á lo largo de la calle, entre sonoras risotadas, codeando, cabeceando y sonándoles á monedas los bolsillos de las faldas.

Con filosófica conmiseración contemplaba la fotografía desdeñada, cuya varonil imagen á su vez parecía mirarme desde el suelo, cuando acertó á pasar un carro y la arrastró, aplastada, informe, bajo el lodo de su rueda.

Entibiando este incidente mi deseo de tomar la casa, iba á alejarme.

De pronto gritó una voz desde el fondo del portal:

— ¿Quería V. ver el cuarto, señorito?

Una mujer alta, delgada, pálida, vestida de negro, apareció en el largo pasadizo que comunicaba con el patio. Había en su semblante una amalgama do bondad y truhanería, que no pudo menos do llamarme la atención, y respondí:

—¿Es V. la portera?

— Para servir á usted.

— -Pero ¿y la portería?...

— La tengo en la prendería de al lado, que por la parte de atrás conduce al patio...

— Comprendido.

— Conque, si V. quiere ver el cuarto...

— No siendo molestia...

— -Nada de eso. ¿A qué está una? Suba usted.

Ella delante, yo detrás, echamos á andar escalera arriba. Al llegar al segundo tramo, oí el golpe de una puerta que se cerraba, en seguida ruido de tacones sobre los peldaños, y en el próximo rellano, un señorito pasó, sin vernos, junto á nosotros, dándose aires de don Juan y tatareando una canción obscena.

Era el original del retrato escarnecido.


II


— Decía V. que renta el cuarto...

— Once duros.

— Si lo dieran en diez...

— No tengo esa orden. Pero, en fin, vea usted al amo.

— ¿Dónde se le ve?

— Para poco en casa; en el teatro, en el café de Lisboa...

— Alegre vida lleva el amo.

— ¿Qué quiere usted? Cada uno tiene su modo de matar pulgas.

— Con franqueza, el cuarto no me disgustará, si efectúan en él algunas mejoras.

—A la vista están los operarios.

—Con todo, aparte del precio, tengo otra razón más poderosa para tentarme la ropa antes de tomarlo.

—Usted dirá.

—He visto salir á dos mujeres...

—¡Ya! No siga usted; se trata de la inquilina del segundo, que se nos ha entrado por sorpresa y la hemos despedido. Desocupa el cuarto á fin de mes, en cuanto consuma la fianza.

—De suerte que los vecinos...

—Son de lo más tranquilo de Madrid.

—Ya digo, no siendo en diez duros... y me corro en dos; no puedo dar más que ocho.

—Vea V. al amo, ó si quiere V. le veré yo.

—¿Cuándo termina el mes?

—Faltan ocho días; para entonces habrán concluido los operarios, y el cuarto quedará en disposición de ser habitado.

—Pues bien, mañana ve V. al amo, pasado vuelvo yo por la contestación, y si ésta es favorable, no hay más que hablar.

—Corriente... Mire V., sentiría que no nos arregláramos, porque tiene V. un aire, y una cara... Me parece V. una persona formal; en fin, me ha petado usted.

—Muchas gracias.

—No las merece.

—Conque, entendidos ¿verdad?

—¡Ya lo creo!

—Contando con que la del segundo.

—Por supuesto.

—Pues hasta pasado mañana.

—Hasta cuando V. quiera, señorito.

La de aquella tarde fué la peor comida de cuantas verifiqué en la casa de huéspedes; dos de éstos, por si era ó no era Catalina buen autor, por si Gayarre cantaba ó no cantaba con más arte que Masini, atronando el comedor, se dijeron mil picardías; volcaron tres copas llenas de vino; rompieron una fuente; y la criada, que en otra servía un guiso, fué á chocar de un codazo contra la repisa de la chimenea, vertiendo el contenido de aquélla sobre la levita de un comensal. Nos quedamos sin principio. Yo me retiré á mi habitación, mohíno y enfurruñado, diciendo entre dientes:

— Aunque no lo bajen , mañana tomo el cuarto.

(Se continuará.) Juan Tomás Salvany.