La casa de Francisco Pizarro

Tradiciones peruanas: Cuarta serie (1894)
de Ricardo Palma
La casa de Francisco Pizarro


Mientras se terminaba la fábrica del palacio de Lima, tan aciago para el primer gobernante que lo ocupara, es de suponer que Francisco Pizarro no dormiría al raso, expuesto a coger una terciana y pagar la chapetonada, frase con la que se ha significado entre los criollos las fiebres que acometían a los españoles recién llegados a la ciudad. Estas fiebres se curaban sin específico conocido hasta los tiempos de la virreina condesa de Chinchón, en que se descubrieron los maravillosos efectos de la quinina. A esos cuatro o seis meses de obligada terciana era a lo que llamaban pagar la chapetonada, aunque prójimos hubo que dieron finiquito en el cementerio o bóveda de las iglesias.

Hecho el reparto de solares entre los primeros pobladores, don Francisco Pizarro tuvo la modestia de tomar para sí uno de los lotes menos codiciados.

El primer año de la fundación de Lima (1535) sólo se edificaron treinta y seis casas, siendo las principales la del tesorero Alonso Riquelme, en la calle de la Merced o Espaderos; la de Nicolás de Ribera el Viejo, en la esquina de Palacio; las de Juan Tello y Alonso Martín de Don Benito, en la calle de las Mantas; la de García de Salcedo, en Bodegones; la de Jerónimo de Aliaga, frente al palacio, y la del marqués Pizarro.

Hallábase ésta en la calle que forma ángulo con la de Espaderos (y que se conoce aún por la de Jesús Nazareno) y precisamente frente a la puerta lateral de la iglesia de la Merced y a un nicho en que, hasta hace pocos años, se daba culto a una imagen del Redentor con la cruz a cuestas. Parte del área de la casa la forman hoy algunos almacenes inmediatos a la escalera del hotel de Europa, y el resto pertenece a la finca del señor Barreda.

Hasta 1846 existió la casa, salvo ligeras reparaciones, tal como Pizarro la edificara, y era conocida por la casa de cadena; pues ostentábase en su pequeño patio esta señorial distinción, que desdecía con la modestia de la arquitectura y humildes apariencias del edificio.

Don Francisco Pizarro habitó en ella hasta 1538 en que, muy adelantada ya la fábrica del palacio, tuvo que trasladarse a él. Sin embargo, su hija doña Francisca, acompañada de su madre la princesa doña Inés, descendiente de Huayna-Capac, continuó habitando la casa de cadena hasta 1550 en que el rey la llamó a España. Doña Inés Yupanqui, después del asesinato de Pizarro, casó con el regidor de Cabildo don Francisco de Ampuero, y arrendó la casa a un oidor de la Real Audiencia, y en 1631 el primer marqués de la Conquista, don Juan Fernando Pizarro, residente en la metrópoli, obtuvo declaratoria real de que en dicha casa quedaba fundado el mayorazgo de la familia.

Anualmente el 6 de enero se efectuaba en Lima la gran procesión cívica conocida con el nombre de paseo de alcaldes. Después de practicarse por el ayuntamiento la renovación de cargos, salían los cabildantes con la famosa bandera que la República obsequió al general San Martín (y cuyo paradero anda hoy en problema) y venían a la casa de Pizarro. Penetraban en el patio alcaldes y regidores, deteníanse ante la cadena y batían sobre ella por tres veces la histórica e historiada bandera gritando: «¡Santiago y Pizarro! ¡España y Pizarro! ¡Viva el rey!».

Las campanas de la Merced se echaban a vuelo, imitándolas las de más de cuarenta torres que la ciudad posee. El estampido de las camaretas y cohetes se hacía más atronador, y entre los vivas y gritos de la muchedumbre se dirigía la comitiva a la Alameda, donde un muchacho pronunciaba una loa en latín macarrónico.

El virrey, oidores, cabildantes, miembros de la real y pontificia Universidad de San Marcos y todos los personajes de la nobleza, así como los jefes de oficinas del Estado, se presentaban en magníficos caballos lujosamente enjaezados. Tras de cada caballero iban dos negros esclavos, vestidos de librea y armados de gruesos plumeros con los que sacudían la crin y arneses de la cabalgadura. Los inquisidores y eclesiásticos acompañaban al arzobispo, montados en mulas ataviadas con no menos primor.

Así en este día como en el de la fiesta de Santa Rosa, el estandarte de la ciudad, llevado por el alférez real, cargo hereditario o vinculado en cierta familia, iba escoltado por veinticinco jinetes, con el casco y armadura de hierro que usaron los soldados en tiempo del marqués conquistador.

Las damas de la aristocracia presenciaban desde los balcones el desfile de la comitiva, o acudían en calesín, que era el carruaje de moda, a la Alameda, luciendo la proverbial belleza de las limeñas.

Danzas de moros y cristianos, payas, gíbaros, papahuevos y cofradías de africanos con disfraces extravagantes recorrían más tarde la ciudad. El pueblo veía entonces en el municipio un poder tutelar contra el despotismo de los virreyes y de la Real Audiencia. Justo, muy justo era que manifestase su regocijo en ocasión tan solemne.

En septiembre de 1812 se recibió y promulgó en Lima el siguiente decreto de las Cortes de Cádiz, comunicado al virrey por el Consejo de Regencia:

«Considerando que los actos positivos de inferioridad, peculiares a los pueblos de ultramar, monumento del antiguo sistema de conquista y de colonias, deben desaparecer ante la majestuosa idea de la perfecta igualdad,

»Queda abolido el paseo del Estandarte real que acostumbraba hacerse anualmente en las ciudades de América, como un testimonio de lealtad y un monumento de la conquista de aquellos países. Esta abolición no se extiende a la función de iglesia que se hacía en el mismo día del paseo del Estandarte real, la cual seguirá celebrándose como hasta aquí. La gran solemnidad del Estandarte real se reservará, como en la península, para aquellos días en que se proclama un nuevo monarca».


Restablecido en 1815 el régimen absoluto, quedó derogada esta disposición, y desde ese año hasta que los amagos de independencia lo permitieron, siguió paseándose el estandarte el 6 de enero y el Jueves Santo, que era otro de los días de precepto.

En 1820 se efectuó, pues, por última vez en Lima el paseo de alcaldes; y desde entonces apenas hay quien recuerde cuál fue el sitio en donde estuvo la casa de Pizarro, que hemos debido conservar en pie, como un monumento o curiosidad histórica.