La cara de Ana: La suma

La cara de Ana (1930) de Felisberto Hernández
Texto revisado por la Fundación Felisberto Hernández en colaboración con Creative Commons Uruguay
La suma
​La suma​ de Felisberto Hernández
A María Elena Bagattini


En una ciudad un poco chica y un poco aislada, me ocurrió lo siguiente:

Fui a un hotel en el que lo único que encontré simpático, en el primer momento, fue un árbol que había en la mitad del patio. En un rincón que formaba el corredor al terminar en la pared, había un juego de vestíbulo. Me dio la impresión de que allí se habían sentado muchos enamorados y habían asociado el recuerdo de sus amores a esas paredes y esos muebles. Sin embargo me era más simpático el árbol, pero no me entregaba mucho a quererlo porque la casa no era mía y no podría estar allí siempre, ni verlo todas las veces que se me antojara. Otro tanto me ocurría con el cuarto que me dieron: pensé que al tiempo de estar en él me sería simpático porque allí recibiría cartas de personas queridas y allí me despertaría y pensaría cosas antes de levantarme. Pero también me daba fastidio entregarme a él porque podían entrar otras personas y no sería mío solamente.

El compañero que me tocó en la mesa era el mismo que tenía en el cuarto. Me llamó la atención que comiera tanto: nunca había sabido que se pudiera comer así. Y sin embargo era muy delgado. Nos hicimos amigos enseguida. Esa misma tarde entré en el cuarto en el momento que se afeitaba, y después de saludarlo se quedó callado un rato esperando que yo hablara. Estaba en esa actitud de distraído de los hombres que están acostumbrados a adquirir posición frente a las mujeres y que después la aplican para hacerse tomar en cuenta entre los hombres. Era muy presumido. Los domingos de mañana al hacerse la toilette silbaba con ese silbido fino, delicado y tembloroso con que silban las personas cuando están satisfechas de realizar una cosa con prolijidad. Todo esto me hacía gracia porque en él tenía una ingenuidad simpática. Yo le contaba estas cosas y él se reía junto conmigo. Llegué a estimarlo mucho. La prueba de que él también me estimaba era que me contaba sus amores. Significaba una gran prueba de amistad, porque era extraordinariamente cerrado para todos. Era un galán tan discreto que costaría más que a nadie descubrir sus predilecciones. En los amores ponía muy noblemente toda la medida de su fineza y buen gusto. Una vez en una kermesse yo estaba con el espíritu un poco extraño: tenía un poco de angustia y de cansancio. De pronto vi a mi compañero como si fuera una suma que por primera vez le hiciera el total. Eso me produjo una sensación y una reacción tan rara que me reí toda la noche. Al verlo un poco de lejos le encontré proporciones que antes no había visto: era alto, delgado, la cabeza elegantemente un poco grande en relación al cuerpo, y la nariz que de cerca era demasiado grande, de lejos era una pincelada muy ocurrente. Estaba solo, miraba para todos lados con disimulo y aparentaba estar distraído. El total de la suma era que al mismo tiempo que su carácter, su actitud escondía sus pensamientos, su cuerpo delgado despistaba sus dificilísimas digestiones. Además de eso tenía un nombre místico: se llamaba Salvador.

Amalia
La suma