La cara de Ana: El vapor

La cara de Ana (1930)
de Felisberto Hernández
Texto revisado por la Fundación Felisberto Hernández en colaboración con Creative Commons Uruguay
El vapor
El vapor
de Felisberto Hernández
A Lolita Suárez Braga


Fui a otra ciudad que tenía un río como para llegar o salir de ella en vapor. No me ocurrió nada raro hasta que salí de allí. Cuando caminaba por el muelle recordaba los momentos de actor que había representado en esa ciudad: en los conciertos, en las calles, en los cafés y en las visitas. Ahora en el muelle había muy poca gente y de esa gente parecía que nadie me conocía ni nadie había ido a mis conciertos. Entonces tuve una angustia parecida a la de los niños mimados cuando han vuelto de pasear y les sacan el traje nuevo. Me reí de esta ridiculez y traté de reaccionar, pero entonces caí en otra angustia mucho más vieja, más cruel y que por primera vez vi que era de una crueldad ridícula. Al principio de esta última angustia pensé que podía reaccionar como en la anterior: yo era fuerte, podía resistir todo y hasta podía realizar el poema de lo absurdo. Además tenía el placer de la impersonalidad: cuando me quedaba distraído. Sin darme cuenta me había parado en la punta del muelle como si ya fuera a subir al vapor, aunque éste todavía no se veía venir. Y sin darme cuenta caí en la impersonalidad: parecía que todo el cuerpo se me hubiera salido por los ojos y se me hubiera vuelto como un aire muy liviano que estaba por encima de todas las cosas. Pero de pronto la angustia me volvió a atacar y la sentí más precisa que nunca en su cruel ridiculez. La sentí como si dos avechuchos se me hubieran parado uno en cada hombro y se me hubieran encariñado. Cuando la angustia se me inquietaba, ellos sacudían las alas y se volvían a quedar tan inmóviles como me quedaba yo en mi distracción. Ellos habían encontrado en mí el que les convenía para ir donde yo hubiera querido ir solo. Habían descubierto mi placer y se me colaban, llegaban hasta donde iba mi imaginación y no me dejaban ir al placer libre de la impersonalidad. El vapor vino de arriba, pero al llegar frente al muelle dio una vuelta y quedó en sentido contrario al que venía. Yo subí sin mucha curiosidad ni mucho interés, y me empecé a pasear por cubierta mientras subían bultos. Tardaron mucho en esta operación y yo ya sabía cómo era todo el vapor. Entonces empecé a mirar para el muelle. Cuando estaba oscureciendo, el vapor salió y dio otra vuelta para seguir en la misma dirección que venía. Yo parado en cubierta miraba las calles que venían a morir al río y que al cruzar tan de cerca, el vapor parecía una imaginación pesada, suave y misteriosa. Cuando fui a entrar en mi camarote no lo encontré donde yo pensaba porque al dar vuelta el vapor y seguir mirando al muelle se me habían trastornado todos los lugares. Después que lo encontré volví a pasear y tuve una impresión rara y desagradable de mi angustia ridícula: la idea de los avechuchos se me había endurecido sin que yo me diera cuenta y sin querer caminaba despacio y sin moverme mucho para que los avechuchos no se inquietaran. Tuve una reacción: me sacudí y hasta llegué a hacer mención de pasarme una mano por un hombro. Pero la impresión desagradable de esa manera de caminar, me venía apenas me distraía un poco. La angustia se me había vuelto de una monotonía tan extraña como la de algunos cantos judíos: nos parece que nunca encuentran la tonalidad definida, que siempre les amaga y que para ellos es normal no encontrarla.

A la hora de cenar me di cuenta que en el barco había poquísima gente; el comedor era lujoso y había mucho silencio; yo me quedé en él mucho rato después de comer; no me sentía con el cuerpo pesado ni cansado, pero tenía necesidad de estar tan quieto como si no existiera; tenía la cabeza como si fuera un aparato que percibiera todo pero que no explicara nada: entonces sentía que afuera había ruido: el de las hélices, del agua y además el del viento; adentro, en la mitad del silencio el capitán comía y los mozos caminaban llevándole platos.

En cualquier otro momento hubiera asegurado que el hombre que tuviera el gesto del capitán era un pedante y nada más, pero ahora me parecía que aquella dureza exterior era provisoria, aunque la tuviera toda la vida: parecía que aquella disciplina exterior fuera por algo tan misterioso como eran los ruidos de afuera; tal vez esa dureza de su pedantería le sirviera para no preocuparse de eso.

A los mozos les ocurría lo mismo: traían y llevaban los platos en silencio; de vez en cuando, en el fondo del comedor, dos se decían algo en el oído que parecía una cosa muy simple, pero por encima de la cabeza de todos había algo parecido al ruido de afuera; parecía también que ellos tenían una vieja costumbre de sentir eso y que al mismo tiempo de estar más acostumbrados también lo sentían con más intensidad. Entonces yo, en mi impersonalidad, sentí por primera vez la suntuosidad y lo importante que era el vacío de las cosas: aquel enorme comedor que nos dejaba mucho espacio de unos a otros nos daba un pequeño e importante mundo que engañaba un poco y que nos distraía y nos salvaba y nos garantizaba otro poco de lo que ocurriera en el otro mundo de afuera. El vacío del gran comedor nos servía para apoyar un poco el pensamiento y el espíritu, aunque después, cuando bajáramos a tierra, pensáramos que aquello no nos hubiera servido para nada. Pero ahora, allí había un pequeño mundo con mucho espacio que nos despreocupaba de lo de afuera.

Esta sensación me duró mucho rato; después tuve deseos de tocar en el piano una cosa rítmica sin importárseme nada de los temas ni las frases ni los matices: lo importante de mi deseo hubiera sido conservar aquel ritmo y aquella quietud mientras desfilaba todo lo demás.

De pronto tuve ganas de pasearme sobre cubierta, pero cuando pasé por dos espejos que formaban un ángulo recto al encontrarse en dos paredes, miré al rincón y me llamó la atención que me viera la mitad de la cabeza más una oreja de la otra mitad.

El vapor