La capilla de Santa Felicitas

Crónicas (1914)
de Rafael Barreda
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
LA CAPILLA DE SANTA FELICITAS



Dada en el folletín de Caras y Caretas esta crónica, el autor recibió la siguiente carta de uno de los principales actores:

«Señor don Rafael Barreda,

»Mi distinguido amigo:

»He leido detenidamente lo que usted ha publicado referente á la Capilla de Santa Felicitas y puedo asegurarle que un testigo ocular, con sus condiciones literarias, no lo hubiera hecho más acertadamente, pues todo lo que usted dice allí es exacto.

»Con mi estimación de siempre, su amigo y S. S.,



RAFAEL BARREDA


LA CAPILLA DE SANTA FELICITAS


I

Si bajáis por la avenida de Montes de Oca y os detenéis en la esquina de la calle de Pinzon, os hallaréis con una de las más pintorescas y hermosas mansiones, en cuyo fondo destaca imponente, por su belleza arquitectónica, la Capilla de Santa Felicitas.

Más allá se encuentra el colegio de Nuestra Señora de Lourdes, que comunica con aquélla por medio de un corredor.

¿Queréis visitar la capilla? Ved: en la esquina de aquel hermoso palacio, que forma la parte principal del predio, hay un letrero que os indica la manera de hacerlo.

Dirigíos, pues, después de enteraros de lo que dice aquel letrero, al indicado establecimiento; preguntad por el portero, si es que no sale á recibiros; decidle el objeto que alli os lleva, y, después de varias consultas entre los sacerdotes que tienen á su cargo el cuidado y vigilancia de aquel recinto consagrado á, la piedad divina, se le dará la orden para que os acompañe.

Entraréis por el ya dicho corredor y os encontrareis en un pequeño gabinete, en el que hay dos artisticos bustos de mármol blanco, que debe ser de Carrara. Sin que se lo preguntéis, vuestro discreto cicerone os dirá:

—Estos bustos representan á los fundadores, padres de la «desgraciada» señora de Alzaga.

Pasaréis luego al otro extremo y os hallaréis en el portico, donde encontraréis, á la derecha, una estatua de cuerpo entero que representa lo que la leyenda dice: «Don Martín de Alzaga.»

Frente á esa estatua se asienta un grupo de mármol también, y también de cuerpo entero, que representa á una hermosa señora y á un niño como de seis años, ambos en actitud simbólica.

En el centro de ambos mármoles, que son dos obras muestras, hay una placa de bronce, con letras de relieve que contienen esta leyenda: «Capilla de Santa Felicitas, fundada el 30 de Enero de 1879, por Carlos J. Guerrero y Felicitas C. de Guerrero, en memoria de su hija Felicitas G. de Alzaga.»

Y os preguntaréis, sin duda:

—¿Por qué la magnanimidad de los señores Guerrero dedica ese monumento á la memoria de su hija?

¿Verdad que la leyenda incita vuestra curiosidad?

Nuestros viejos la saben, nuestros jóvenes la han aprendido de ellos; pero tanto unos como otros la narran ya desfiguradamente.

Dos distingidas escritoras argentinas, fenecidas ambas, Manuela Gorriti y Josefina Pelliza de Sagasta, han hecho de esa tradición páginas bellísimas; pero esas páginas brillan más por la fantasia y el sentimentalismo romántico de sus autoras, en lo que se refiere á la horrible catástrofe, que por la verdad lisa y llana.

Lisa y llana será la verdad con que trataré, pues, de narraros esa crónica, cuya horrible catástrofe á que me refiero, se produjo en esa hermosa mansión, en ese predio que fuera on otros tiempos centro de conspiradores metropolitanos contra los patriotas de 1810 y 12, y en el que se ocultara, además, un crimen monstruoso durante el breve cuanto combatido gobierno del coronel don Manuel Dorrego.

De éste nos ocuparemos después.

Vamos ahora a la tradición de la Capilla de Santa Felicitas.

II

Fué aquélla una época de sucesos increíbles y extraordinarios. La sociedad porteña —que acababa de ser tremendamente flagelada por la espantosa epidemia de la fiebre amarilla, que en menos de seis meses, desde el 27 de Enero al 21 de Junio de 1871, causó trece mil seiscientas catorce victimas en una población entonces de trescientas mil almas— veía más consternada aún despedirse ese año fatal con el horrible incendio del vapor «América» y comenzar el siguiente con las fanáticas matanzas en el Tandil, inducidas por el siniestramente célebre «Tata-diós,» «Salvador de la Humanidad,» «Adivino y Médico del Salvador,» que con todos esos títulos se llamaba aquel mestizo Solané; por las conmociones geológicas en el territorio de Orán; por las terribles invasiones de indios en la provincia de Santa Fe; por la revolución en la de Corrientes; por el crimen misterioso ocurrido en el almacén de las calles de Rivadavia y Tacuari, cuando en la noche del 29 de Enero de 1872 cundió en los altos circulos sociales, en los clubs del Progreso, del Plata, de los Negros, de Residentes Extranjeros, etc., en la concurrencia de los teatros, en los hogares de todas las familias, en la redacción de los diarios, en la calle de la Florida, en todas partes, en fin, una revelación inaudita, la consumación de un crimen increible, ocurrido casi en aquel momento, que conmoviera á todos los círculos por la posición social del victimario y por la calidad de la víctima.

El asesino, miembro de una de las familias más conocidas y apreciadas en la entonces capital provisoria de la república, habia descerrajado su revólver sobre una de las principales damas porteñas, allá en la regia y tradicional mansión de Santa Lucía, dando fin á su existencia; unos decían que con la misma arma que cometiera su bárbaro atentado; otros, que fueran los hermanos de la dama sacrificada por él, y no faltó quien asegurara cayera el asesino bajo el plomo de legítima defensa de uno de los caballeros que se hallaban allí de visita en el instante de cometerse el crimen.

Ella, que aún existia á aquella hora, pero en estado gravisimo, era la hermosa señora doña Felicitas Guerrero, viuda de Alzaga.

El, que se ignoraba si ya había dejado de existir, el joven Enrique Ocampo; aquel Enrique Ocampo que muchos conocimos como la expresión más genuina del cumplido caballero, franeo, desprendido, noble, leal en las exterioridades é intimidades amistosas y en el trato de gentes.

¿Qué móvil, qué neurosis, qué germen maléfico habia desequilibrado tan insolitamente su idiosincrasia, educada en el refinamiento de la alta sociedad porteña, para convertirse en actor de ese acontecimiento inaudito?

III

Felicitas Guerrero, hija de don Carlos Guerrero, antiguo y conocido agente marítimo, y de doña Felicitas Cueto, cuando ya contaba esa edad en que la niña comienza á ser mujer, vióse solicitada por don Martín de Alzaga, respetabilisimo anciano por la tradición de su nombre y singularmente por los sesenta millones de su saneada fortuna, que era, por aquel entonces y aún hoy, lo suponemos, una fortuna fabulosa.

Cuentan que este altivo personaje se vió forzado á emigrar en la época del terror, y que, confiscados sus bienes, no turo empacho en dedicarse, en pals extranjero, al acarreo de haciendas, con lo que acrecentara su fortuna al volver á su patria y serle devueltas sus heredades.

Y la verdad es que nada de extraño podía tener que aquella niña hubiera impresionado á aquel anciano al extremo de pedirla en casamiento á sus padres, porque la naturaleza habia prodigado en ella sus más preciosos dones. Era tan bella que los diarios y revistas de la época llegaron á considerarla «la joya de los salones.» Sin estar en la plenitud de su desarrollo, se hallaba modelada en la forma casi perfecta de la mujer atrayente. Sin ser muy alta, era esbelta. Su rostro oval, encuadrado en undosa cabellera de castaño obscuro; sus ojos pardos, «de dulce mirar» y de expresión distinguida; la modalidad graciosa de sus labios coralinos que, al sonreir, dejaban entrever el doble arco de su dentadura blanca, igual y apiñonada; el tinte de su tez pálido mate, todo ello, reunido á su natural elegancia, sin afectaciones estudiadas, hacían resaltar el conjunto de las propiedades distintivas de su carácter amable y bondadoso, fundido, indudablemente, en las sanas costumbres religiosas de su hogar paterno. Era niña y ya parecía mujer, y la evolución de la naturaleza debió operarse en ella sin transición violenta, sin desconocimientos superficiales, impropios de quien ya sabe darse cuenta de su misión en la tierra.

No entraremos en otros detalles que pecarian de difusos para el esclarecimiento de esta crónica literalmente histórico-social. Baste agregar, por ahora, que la solicitación hecha por don Martin de Alzaga fué otorgada, aunque «con algunas resistencias» por parte de la niña. Y fué en el año 1862 que la bella Felicia Guerrero, como la llamaban sus amigas; aquella «preciosa flor» encanto del barrio donde naciera, «cuando en las tardes primaverales formaba jardin en la puerta de su casa con sus amiguitas,» que entonces se estilaba, pasó á ser la opulenta señora de Alzaga.

Mucho se hablaba entonces de aquel casamiento por lo desproporcionado y que, sin embargo, diera ejemplo para otros semejantes, y «nuestros viejos hurones» recuerdan la murmuración maldiciente. Es que estábamos aún en aquellos tiempos de «la gran aldea,» tan habilidosamente descrita por aquel talento malogrado que se llamó Lucio Vicente López, y ¿en qué otra cosa habian de pasar sus ocios nuestras «comadres de barrio?»

Fruto de aquel consorcio fué un niño, al que dieron nombre homólogo al del histórico patriota, general, diplomático y hasta rematador durante el gobierno de Dorrego, don Félix de Alzaga.

Ese precioso niño, porque lo era, vivió apenas seis años, como la leyenda lo dice, dejando de existir en 1869.

Fuera el pesar que tan sentida pérdida le produjera ó por los achaques de su avanzada edad, su padre, don Martín de Alzaga, no le sobrevivió mucho tiempo: murió el 17 de Marzo de 1870.

IV

Apenas contaba veintiséis años la señora de Alzaga, cuando se encontró viuda. Joven pues, atrayente, en toda la plenitud de su belleza y con caudal inagotable, que le dejara su esposo, nombrándola, al morir, única y universal heredera de sus sesenta millones de pesos, no faltaron, natural y lógico es suponerlo, codiciadores á tan envidiable y apetecible partido.

La plaza fué sitiada en toda regla y el asedio formidable, sin que hubiera paladín que pudiera jactarse del menor triunfo obtenido de aquella fortaleza al parecer inexpugnable. Á todos trataba por igual y para todos tenia iguales exterioridades bondadosas y sonrientes, hasta que llegó á decirse que la bella cuanto rica viudita «andaba» dando su preferencia, distinguiéndolo, á uno de sus más asiduos pretendientes: Enrique Ocampo.

Y aquella sociedad murmuradora se preguntaba: ¿Amaba Enrique «á la mujer» desinteresadamente ó buscaba «en la mujer» el inmenso caudal que le legara su esposo?

Sus amigos íntimos aseguraban lo primero.

Los que no lo eran aseguraban lo segundo.

Los indiferentes y humanamente bien intencionados, aseguraban que una y otra cosa: la mujer con su fortuna.

Enrique Ocampo, además de ser miembro de una antigua y considerada familia, como ya lo llevamos dicho, no era pobre como se aseguraba entonces, sino relativamente rico, ó por lo menos aparentaba serlo, no solo por su representación social, sino por las importantes transacciones de bolsa en que intervenía. —«¿Cuantum?»— Y él podia contestar, como el personaje de la comedia española: —«Mi mayor fortuna estriba, en que ignoran mi fortuna.»

¿Llegó la viudita á amar de veras á Enrique Ocampo? He ahi un secreto que se llevó á la tumba, porque ni aun sus amigas de mayor confianza lo sabían y si lo sabían se lo callaron.

Los enemigos del afortunado pretendiente le llamaban jactancioso» y los que le apreciaban se vengaban asegurando que un espiritu maligno, uno de esos seres que la psicologia asevera que nacen para odiar, que hacen mal por el goce de hacerlo, señalado como perseguidor tenaz de la dicha de los otros, «inoculó» en la bella señora la idea de que Enrique Ocampo la amaba por sus millones.

¿Debió ser así? ¡Vaya usted también á adivinar esos misterios! Lo que si se puede afirmar, y esto por haberse hecho público y notorio, es que, de la noche á la mañana, se propaló la nueva especie de que la bella viudita había quebrado sus relaciones con Enrique Ocampo, suplantado en sus afectos íntimos por otro joven de apellido y hermosura tradicionales

Y tanto debió ser asi que en los aristocráticos salones de los clubs sociales y aun en los corrillos que la gente de élite». formaba en la concurrida calle de la Florida y en el paseo de Palermo, se daba, como «nota social» la más resaltante, —que no se usaba como hoy se usa, si no muy raramente, en las columnas de la prensa,— los preparativos de aquel enlace, la suntuosidad con que él se llevaría á cabo, la primorosidad del «troussean,» mandado preparar á París, los trajes que la novia llevaría, los regalos, etc., etc.

V

Un año duró el luto de la señora de Alzaga, durante el cual supo darse exacta cuenta de su posición, y en vez de entregar la administración de su cuantiosa fortuna, heredada de su difunto esposo, á gente extraña, ella misma la vigilaba en persona en sus minuciosidades más detalladas, yendo á sus distintas y valiosas estancias al par que con ese objeto, con el de disfrutar de los aires bonancibles del campo y de las variadas y cómodas distracciones que ella se proporcionaba.

Por lo general la acompañaba á esas «viaggiaturas», su tía doña Tránsito Cueto, recién desposada con el conocido hombre público de aquellos tiempos, autor de varios copiosos poemas históricos y el más fecundo de nuestros pintores de costumbres campestres, Apolo y Apeles en una pieza, don Bernabé Demaría.

A él le he oido contar la siguiente anécdota, como otros muchos hechos de este relato, que da ligera idea de la modalidad un tanto novelesca de la vida íntima de la bella viudita.

Se hallaba en la estancia llamada Guancho.

Terminaba la comida y ya la tarde, de un dia canicular del mes de Noviembre de 1871, había declinado, cuando Felicitas, ponderando lo placentero de la noche, les propuso trasladarse á la Postrera, su estancia predilecta.

—¿Se animan?— les preguntó:

—No hay inconveniente-contestaron don Bernabé y su señora.

—Pues en marcha— y llamando al mayordomo le orde, nó que preparasen el carruaje, la correspondiente tropilla y los peones de confianza necesarios.

Media hora después se hallaban en viaje.

La noche estaba espléndida y Felicitas, sugestionada por aquella soledad de mágicos misterios, sintió impulsos de cantarla y lo hizo, con su voz dulce y afinada, porque la bella viudita tenía afición por la música y tocaba el piano y aun la guitarra «discretamente».

Cuántas veces, en sus mismas estancias, improvisaba conciertos con las visitas de confianza que frecuentemente iban allí cuando sabían que ella estaba.

Y asi marchaban, cuando, repentina é inesperadamente, encapotóse la luna por negros nubarrones y se desarrolló imponente tormenta pampera. La obscuridad más profunda envolvió á los viajeros y la lluvia caía á torrentes, mientras seguia la marcha «chapoteadora» del vehiculo y la tropilla.

De pronto Felicitas le dice al postillón, que iba al lado del carruaje:

—Este no es el camino de la estancia.

—Sí, señora— le contestó aquél; —tengo la seguridad...

—No, te digo— le replicó ella con voz de mando —Que acerquen el carruaje— añadió, señalando, con el fulgor del relámpago —á aquellos árboles y mientras pasa la tormenta que lo «rastreen.»

Efectivamente, la peonada, aunque conocedora de aquellos caminos, habla equivocado la senda y quién sabe adónde hubiesen ido á parar si no hubiera sido la acertada observación de la joven.

Pocos momentos después preguntó en voz alta:

—¿Dónde estamos?

—En mi estancia y la suya, señora, que espero quiera honrarla mientras pasa la tormenta— contestó la voz de un jinete que se habia aproximado á la portozuela del carruaje.

La señora de Alzaga y sus acompañantes aceptaron la obsequiosa invitación.

Y fué de esa manera que conoció al joven que desbancara á Ocampo.

Su estancia se hallaba lindera á una de las suyas.

Después volvieron juntos á la ciudad y...

VI

¡En tanto, Enrique Ocampo, eclipsado de tan inesperada manera en el porvenir de sus cálculos intimos; descchado, según se decia, por Felicitas, llegó á abstenerse de las frecuentadas reuniones sociales; marchaba caviloso y solo, y llegó á hallarse de tal manera sugestionado por la obsesión del crimen, que una vez, encontrándolo, llegó á jurarle al señor Carlos Guerrero, padre de la señora de Alzaga, que antes que permitir que se casara con otro, la mataria!

El señor Guerrero no quería dar crédito á tan increible afirmación, dadas las condiciones caballerescas de Ocampo, y, no dándolo, dejó de tomar las precauciones necesarias.

Sin embargo, el estado patológico de Enrique Ocampo se desenvolvía en un estado hipocondríaco, que acrecentóse al recibir otro golpe cruel que lo dejaba casi en la miseria: un amigo intimo en quien depositara gran parte de su fortuna, lo habia estafado, exponiéndolo, además, á un intrincado pleito.

El doctor José Francisco López, entonces abogado de Ocampo, lo declaró después, al describir la situación desesperada por que atravesaba su cliente.

Recuerdo haberle oido repetir las últimas conversaciones que con el tuviera pocos dias antes de ocurrir la catástrofe. Ocampo, que le habia ofrecido una iguala si aquel asunto se ganaba, le pidió que regulara más bien sus honorarios para asegurarlos. —¿Por qué? —¿Porque podría morir antes de que terminara. —Yo espero— le contestó en tono chancero nuestro alemanizado jurisconsulto— que usted no se muera por la sola satisfacción de no pagarme.

—Y sin embargo— le añadió Ocampo, —es más que probablo que así sea, antes de que ese pleito se termine.

Tampoco el doctor don José Francisco López llegó á creerlo.

VII

El hermoso palacio de la hoy avenida de Montes de Oca, esquina de las calles de Pinzón y de Suárez, se hallaba iluminado pintorescamente, en su parte exterior, por el claror de la luna llena y por la iluminación que por ventanas y puertas surgía, en la noche del 29 de Enero de 1872.

No es el mismo cuya construcción dirigiera el ingeniero Bunge, el que ahora se ve allí. La señora madre de Felicitas lo mandó reconstruir ó reformar por no tener presente el doloroso recuerdo de aquellas habitaciones donde se consumara el crimen; pero aún existe, en su ángulo derecho, el quiosco donde se hallaban aquella noche los hermanos de Felicitas, acompañados de parientes y amigos de confianza que aguardaban á aquélla: la señorita Albina Casares, su intima amiga, don Bernabé Demaría y su joven hijo Cristián.

Felicitas había ido á la ciudad a hacer algunas compras para los festejos de la inauguración de un puente sobre el río Salado, que bañaba las orillas de su espléndida estancia la Postrera.

Esa inauguración iba a tener lugar en la fecha memorable del derrocamiento de Rozas, el 3 de Febrero, y como á ella iba a asistir el entonces gobernador de la provincia don Emilio Castro y su ministro de gobierno el doctor Malaver, Felicitas se proponía recibirlos como correspondia, preparando entre otras sorpresas, y especialmente, un simulacro de la Revolución del año 39, presentando un escuadrón de caballeria con la simbólica camiseta celeste.

Y aguardándola estaban cuando llegara un carruaje y se detuviera á la puerta de la quinta, anunciando en seguida un sirviente la llegada de Enrique Ocampo, que deseaba ver á la señora de Alzaga.

La de don Bernabé Demaría fué á recibirle, y al hacerle penetrar á la sala que daba frente a la avenida y decirle:

—Felicitas no está en la quinta en este momento,— observa que Ocampo se hallaba sereno, completamente tranquilo y casi sonriente,

—Puesto que usted me asegura que no está, me retiro y volveré más tarde, pues deseo celebrar una conversación con ella— le dijo en tono amable.

Y ya iba á retirarse cuando se oyó que paraba otro carruaje á la puerta de la quinta.

Ocampo debió distinguir desde allí la persona que bajaba, que hablaba con un sirviente y se dirigia al quiosco: era su afortunado rival.

Otro carruaje llegó en seguida y de él bajó una dama,

—Ahi está— díjole Ocampo, que seguía observando á la señora de Demaría, señalandole la dama que entrara y se dirigiera al interior por la parte lateral de la derecha. —Le suplico, entonces— añadió, —quiera tener la bondad de decirle que la aguardo.

Doña Tránsito salió de la sala, dejando en ella á Ocampo, yendo á cumplir su ruego.

Los Demaría, conjuntamente con el joven que acababa de entrar, habian ya pasado al comedor de la quinta, separado de la sala por un corredor y un pasillo.

La señorita de Casares acudió á Felicitas, que ya se encontraba en su tocador cambiando el traje de calle por otro de casa cuando la señora de Demaría le participo que Ocampo le aguardaba en la sala.

Al oir esto, Felicitas demostró en su semblante la profunda contrariedad que le produjo, y pidió á su amiga intima, la señorita de Casares, le dijese á Ocampo que no le era posible recibirle en aquel momento, con cualquier pretexto.

La señorita de Casares volvió en breve, manifestándole que Ocampo estaba firmemente decidido á no marcharse de allí sin antes celebrar una conferencia con la dueña de la casa.

Felicitas quiso negarse aún, porque, como se lo expresó en voz baja á su amiga, algo misterioso le decía que no debía recibirle; porque tenía la conciencia de que todas sus relaciones con aquel joven habían terminado, y, siendo así, no le parecia digno acceder á su ruego; pero reflexionó y consideró que la obstinación de Ocampo, estando allí el que él consideraba su rival, en no querer marcharse sin hablar con ella, podía traer un escándalo si se negaba.

Felicitas bajó entonces al comedor, y mientras los demás la saludaban cariñosamente, notó la mirada expresivamente irónica de su futuro, que la contemplaba en silencio, sin acercarse á ella. Sus parientes la aconsejaban en voz baja que no accediese á la súplica de Ocampo; pero, para ella, era aquél un momento decisivo: había que evitar el encuentro de aquellos dos jóvenes. ¿Cómo? Decidiéndose á ir sola á la sala donde la esperaba Ocampo. El orgullo de la mujer acosada, perseguida, contrariada en su voluntad, se sobrepuso al temor involuntario, aunque natural de su sexo. Había de dar una lección y la daria. Fué. La señorita de Casares la acompañó; pero no permitió que lo hiciera sino hasta la puerta de la sala, que entornó tras si. Felicitas, envuelta en una rica bata blanca, de amplia cola, dando á su fisonomia toda la expresión de las distintas y encontradas sensaciones, que en ese instante se apoderaban de su espiritu, se hallaba más hermosa que nunca. Ocampo la contempió en silencio, como momentos antes la contemplara su afortunado rival. Felicitas le indicó que se sentase y ella lo hizo. La entrevista comenzó ceremoniosa. Después de un inomento de verdadera expectación, Ocampo le reprochó la situación en que se encuentraba. Felicitas le replicó altanera, casi despreciativa. El eco de sus voces alteradas transpuso el recinto en que se encontraban. Llegó hasta el comedor y los señores Demaría, temiendo un desenlace desagradable, se aproximaron á la sala; pero Felicitas, que oyó el ruido de sus pasos, con voz vibrante y nerviosa, preguntó:

—¿Quién anda ahi? ¡He dicho que no quiero que venga nadie!

Los Demaría no contestaron, pero tampoco retrocedieron.

Y fué entonces que Ocampo le exigió á Felicitas terminantemente que no se uniese á otro hombre.

—¿Y con qué derecho— exclamó ella en el colmo de la excitación —me pide usted eso? ¡Basta ya! ¡Yo sí le exijo á usted que no vuelva a poner los pies en mi casa! Enrique Ocampo, sin contestar palabra, la dirigió una mirada de insano, é impulsiva y rápidamente sacó un revólver con el que apuntó á Felicitas. Esta notó su acción y corrió, espantada, en dirección al pasillo; pero antes de que llegase á la puerta sono una formidable detonación y se oyeron gritos despavoridos de mujer. El primero que acudió fué don Bernabé y vió á la infeliz dama que, corriéndole la sangre por la espalda, caminaba tambaleante, y que, enredándosele la cola de la bata en un mueble, caía para levantarse con el rostro también ensangrentado. Desapareció por el pasillo, mientras el asesino, sobre el que iba á arrojarse don Bernabé, le dirigió á él la boca del revólver con gesto de impononte amenaza.

Y entretanto que las detonaciones del arma homicida continuaban, Felicitas caía exánime en el pasillo, cuando á ella llegaron sus parientes, su amiga la señorita de Casares y su prometido que, sin proferir palabra, fué á levantarla.

«—¡Me muero..., me muero!...»— murmuró ella, con voz desfalleciente. —«¡No me abandone!»

Fué conducida á su lecho. Se llamó, con la urgencia que el caso requeria, á los doctores Montes de Oca y Larrosa. Cuando éstos llegaron se encontraron con el cuerpo agonizante de Enrique Ocampo allá en la sala.

¿Se había suicidado? Así consta en la causa criminal de que fuera juez el historiador doctor don Ángel Justiniano Carranza.

Pero las versiones son distintas y hay quien asegura haberle oído contar á don Bernabé Demaría, que en el instante de hacerle fuego Ocampo, sin tocarlo, incrustándose la bala en el marco de la ventana, su hijo Cristián saltó sobre aquél, que no solamente esgrimia el arma de fuego, sino un estoque desenvainado de un grueso bastón.

«—Cristián fué á él con la rapidez del rayo; le tomó ambas muñecas. Lucharon y Ocampo cayó soltando el revólver del que se apoderó mi hijo para hacerle fuego junto al corazón. He oído muchas veces hablar de «un tiro á quema ropa» y, efectivamente, yo ví que el chaleco blanco de Ocampo humcaba de sangre y fuego; pero..., aún con vida, Ocampo pretendió herir á Cristián con el estoque. Cristián, entonces, diciéndole: —¡Vas á morir como un perro, miserable asesino de mujeres!,— le introdujo el cañón del revólver en la boca y, sonando una nueva detonación, le destrozó el cráneo.»

¡Y aún vivia, vivía cuando llegaron los doctores Montes de Oca y Larrosa!...

Fuera como fuera no hubo duda de que Enrique Ocampo tenia el propósito de suicidarse después de cometer su espantoso crimen; si lo que aseguraban haberle oído á don Bernabé era cierto, en último caso no implicaba su ataque y defensa contra los Demaría, sino el impulso natural del desesperado que ve interrumpida su obra, pues ignoraba si aquel tiro había terminado la vida de Felicitas.

La noticia de esta horrible catástrofe, como ya lo llevamos dicho, cundió inmediatamente por todas partes.

Los vecinos de los alrededores de la quinta acudieron en seguida, como acudieron también los deudos de Ocampo, cuyo cuerpo, ya cadáver, fué transportado, en el mismo carruaje que lo condujera á la quinta, á la capilla de Santa Lucía.

Los doctores Montes de Oca y Larrosa examinaron detenidamente á la señora de Alzaga; tenía dos heridas: una en el ángulo izquierdo de la frente que se produjo al caer. Esta era de poca importancia, pues sólo había interesado los tejidos blandos. La otra estaba en la espalda y se encontraba situada en el ángulo superior interno del omoplato, yendo en dirección de la columna vertebral y comprometiendo la médula espinal. El diagnóstico de los dos facultativos era fatal: había desgarramientos y roturas de órganos vitales y cuanto se quisiera hacer sería en vano.

Sólo su amiga íntima, la señorita de Casares, asistía al examen y sólo ella escuchó el pronóstico de los médicos.

Felicitas le leyó en sus ojos y derramó entonces las primeras lágrimas desde que fuera herida.

Exuberante de vida momentos antes no podía..., ¡no quería conformarse!...

Pidió que se llamasen otros facultativos y acudieron los doctores Blancas y González Catan.

La examinaron; celebraron una larga consulta con los doctores Montes de Oca y Larrosa, y resolvieron aplicar todos los resortes al alcance de la ciencia; pero ya lo habían declarado éstos; todo seria inútil: ¡ni la ciencia, ni las fabulosas riquezas contendrían la inexorabilidad de la muerte!

Felicitas quedó á solas con su íntima amiga.

Se había prohibido que la viese ni la molestase nadie más.

Pasaron algunas horas, cuando despertó del amodorramiento en que se hallaba.

Sonrió á su amiga y creyó en la reacción, porque se encontraba aliviada.

Conversó con ella y tuvo palabras de consuelo para sus padres y hermanos, que la rogó les transmitiese.

Supo que Ocampo había sido herido por Cristián, pero no que hubiese muerto, y preguntó por él.

Luego..., lenta y horrible agonía se produjo en ella.

La señorita de Casares pidió á don Bernabé Demaría los auxilios espirituales de un sacerdote.

¡Cuando éste llegó se encontró con un cadáver!

¡En la madrugada del 30 de Enero sucumbió Felicitas Guerrero de Alzaga, cuando todo le sonreía y cuando se hallaba en la plenitud de la vida!

¡Y en la mañana del 31 fueron conducidos sus restos al cementerio de la Recoleta y allí se encontraron, à la misma hora, con los de Enrique Ocampo, su matador!

¡Siete años después, la familia Guerrero, que heredó aquella cuantiosa fortuna, erigió el suntuoso y piadoso oratorio que lleva é inmortaliza un nombre en el martirologio de las pasiones humanas y en los anales de los crimenes atroces!

He ahi la tradición de la Capilla de Santa Felicitas.