La capeta en el invierno
La capeta en el invierno
No recuerdo cuándo fue. Sé que hace tiempo. Era una tarde huracanada y lluviosa del mes de enero. Los lejanos montes estaban cubiertos de nieve. Desde la ventana de la casa de un cazadero en que yo me hallaba, veía cómo los árboles se torcían al impulso del viento, mientras la tierra se llenaba de agua. Los labriegos habían abandonado los surcos, y los más valientes tornaban de prisa a la aldea, refugiándose detrás de la yunta, con la cabeza tapada por la manta. Negro el cielo, trágica la tierra, todo lo vivo buscaba un escondite en que guarecerse. Y nosotros, los felices cazadores, mientras ardía en la chimenea un montón de leña, esperábamos la hora de la suculenta comida. Iban y venían los criados del rico anfitrión preparando la mesa con la elegancia y el lujo de quien «hasta entre tomillos es señor». Seguía yo mirando por el turbio vidrio de la ventana, y dije: «Esto es el desierto. El miedo al temporal ha ahuyentado a los hombres...» Pero de repente descubrí a lo lejos una pequeña mancha negra que se movía y avanzaba. Entre los torrentes del agua llovediza era imposible adivinar lo que aquello era. Fijé la vista, tomé los anteojos, y en su campo cristalino saltaron dos figuras humanas. Los trajes grises se confundían con el color del suelo y de la atmósfera; sobre las dos siluetas palpitaba algo brillante; más abajo ondeaban dos guiñapos obscuros... Sí, no había duda. Era una pareja de la Guardia civil. Alejábanse las dos siluetas, en marcha uniforme, lenta, marcial, mientras el huracán los combatía, y las dos capetas negras se movían, ya plegándose sobre los cuerpos, ya levantándose como alas.
Pregunté al guarda del monte, y este me dijo, después de columbrar el campo:
-Sí, es la pareja de la Guardia civil que sigue su ruta. Todas las tardes pasa por ahí. ¡Buenas tres leguas llevan ya en el cuerpo!
-Pero esos soldados, ¿no descansan ni cuando el tiempo hace imposible andar sobre el barro y bajo los torrentes? -contesté.
Y el guarda, que había pertenecido a la Benemérita, exclamó:
-No, señor. Ese es nuestro oficio: hacer lo que no hace nadie.
-La mesa está servida -gritó alguien, y todos acudimos en busca de la sopa bienoliente, y de las copas en que una mano enguantada de blanco vertía el viejo Jerez.
Comí, gocé de la fiesta, pero ni el delicado yantar ni la alegre conversación consiguieron el olvido de la lejana escena que mis anteojos me habían revelado. Y cuando el champaña hervía en los cálices cristalinos, me acordé de los dos guardias que acaso entonces llegarían calados, transidos de frío, a la casa-cuartel del lugarejo lejano, y descubrí sus tricornios de charol, goteando el agua de la tempestad, sus capetas mojadas, sus polainas llenas de barro, y como recompensa de este esfuerzo diario, la mísera cena de legumbres, con la esposa harta de trabajar, con los chicuelos andrajosos, condenados a vivir de pueblo en pueblo, sin esperanza de un oficio útil, desprovistos de toda posibilidad de cultura.
Pensé que si esta pareja de veteranos no anduviera siempre por lomas y valles, cuando el sol quema y cuando la lluvia cae, no habría tranquilidad en los campos españoles, y los fecundos predios serían lote de los rapaces. Ni podríamos comer en el reposo de la dicha bienhallada, porque el odio encontraría maneras de inquietarnos con sus amenazas.
Luego recordé que en mis viajes de periodista, cuando la revuelta estremece los ámbitos de la gran ciudad, esos mismos soldados viejos de la ley han sido los mantenedores de la paz. Los he visto en Barcelona, hace muchos años, cuando la huelga general, apostados en la estación del ferrocarril y en las Ramblas. Los he visto en Valencia, cuando en 1909 se esperaba el estallido de la anarquía. Los he hallado en dondequiera que peligraba el reposo ciudadano. Fracasaban Gobiernos y gobernadores, y las parejas de la Guardia civil permanecían en sus puestos, sin otra consigna que la quo dictó el fundador de este instituto de salud nacional: la de dar la vida para que no sufran las vidas de los otros.
¿Sin otra consigna?... Ya sé que a las veces la política -lo que aquí se denomina política- ha abusado de la disciplina de esos veteranos para que la autoridad de los tricornios impidiese el acceso a los colegios electorales de la ciudadanía votante. Ya sé que en el Ministerio de la Gobernación se ha contado siempre con la obediencia ciega de esos hombres que cubren sus cabezas con el tricornio. Ya sé que ellos, los militares silenciosos y abnegados, han sido lo que en el argot despreciable de nuestros regidores se llama «el resorte de la ley».
Por eso cayó sobre los nobles uniformes la antipatía de las salvajes muchedumbres. Por eso hubo días en que el tricornio fue odiado. Pero, ¿quiénes le odiaban? ¿Por qué le odiaban?... La calidad y el origen de ese odio constituye el mejor timbre honorífico de la Benemérita. Son esos ciudadanos que llevan el arma en el hombro y la benevolencia de su instituto en el corazón algo esencial que ha de perdurar en las posibles mudanzas del régimen. Los gendarmes franceses, de los que se reía Beranger y de los que ha seguido riéndose Courteline; los carabinieri italianos, que también han logrado la risa de los ironistas nietos de Pasquino, no merecían esas burlas, porque eran y son los cínicos defensores de los ultrajados. Pero la Guardia civil española sólo ha recibido una ofensa: la de los criminales, fuera de la reclamación de los que, admirando ese instituto, lo han visto empleado en campanas políticas.
En una estación ferroviaria andaluza vi que una señorita preguntaba en qué vagón iba la pareja de la Guardia civil. Sorprendido por ello traté de averiguar la respuesta de la pregunta, y vi que aquella señorita entraba en un departamento de segunda claro en que iban los civiles. Y cuando quise explicarme el caso le hallé contemplando cómo los dos soldados de la antigua y gloriosa falange saludaban a la humilde viajera y la ofrecían sus servicios. «Es lo de siembre -me dijo uno de los guardias-. Es que las señoras que viajan solas suelen solicitar nuestra compañía para que no las molesten los conquistadores...» Y entonces vi que los soldados que España ha puesto en la frontera de toda demasía son en los viajes los tutores de las pobres hembras que, sin padres, esposos ni hermanos que las defiendan, andan de pueblo en pueblo, expuestas a la grosería ciudadana.
Y esos soldados cobran una mísera paga, y los amenaza el capricho del cacique. Sin embargo, ellos continúan su obra... Recuerdo la escena de la capeta que se mueve en el viento, y al ver pasar un tricornio me descubro lleno de respeto y pongo en mi alma el incienso de la admiración.