La capa vieja y el baile de candil
La capa vieja y el baile de candil
del alto de San Blas a las Bellocas,
no hay barrio, calle, casa ni zahúrda
a su padrón negado.
Jovellanos. Sát.
-«¡Bravo título! ¡digno asunto! Por cierto que el señor Curioso nos promete hoy un discurso de gran tono.»
Tales o semejantes exclamaciones zumban ya en mis oídos, preferidas por ciertos críticos de salón, de estos que afectan desdeñar todo lo que no sea sublime... ¡Pobres gentes! ¡como si ellos lo fueran!
-Pero señores (les respondo yo): ¿todo ha de ser primores y filigranas? ¿Ignoran que el secreto del arte consiste en oponer los contrastes de lo alto y de lo bajo, de lo pulido y de lo grosero? ¿Y por qué habré yo de renunciar a esta ventaja, si he de hacer formar idea general de las costumbres de todas las clases? En un mismo cuartel, en una misma calle, ¿no existen usos e inclinaciones diferentes? ¿Pues cuánto mayor no será esta diferencia tratándose de toda una capital? No hay remedio, señores míos; si han de conocer la fisonomía particular de las clases que no habitan el centro de esta villa, fuerza será que lo abandonara conmigo por un momento, y que si no lo han por enojo, me sigan adonde me cumpliere llevarles.
Revolviendo la esquina de la calle de la Ruda para entrar en la plazuela del Rastro (¡taparse bien las narices, señores críticos!) íbame entreteniendo agradablemente en reconocer diversos almacenes ambulantes, restos de veneranda antigüedad, que ya decoran armoniosamente la angosta entrada de un chiribitil, a quien llaman tienda, ya figuran airosos a campo raso tendidos sobre un trozo de estera en medio del ámbito de la calle. A la vista, pues, de tantos despojos de la moda, que en otro tiempo decoraron estudios y salones, íbame llenando de aquel supersticioso respeto con que más de un anticuario suele colocar en su gabinete tal cuarto segoviano, roñoso y carcomido, juzgándolo moneda del bajo imperio; y considerando por otro lado que todos o gran parte de aquellos objetos podrían haber sido conquistados en buena guerra, me disponía ya a dirigirles una alocución romántica, cual si fuera espada del Cid o escudo de Carlo Magno.
Pero mi monólogo pasó a ser diálogo, cuando volviendo la cabeza me hallé detrás de mí al amigo don Pascual Bailón Corredera, a quien no había vuelto a ver desde el lance de la hermosa Narcisa, que, si mal no me acuerdo, conté en el artículo de Los cómicos en Cuaresma. Llenóme de placer este encuentro, y proseguimos juntos nuestro paseo escrutador, cuando al pasar por una vieja prendería, paróse don Pascual como herido súbitamente, dándome lugar a un mediano susto; mas sin reparar en él, corre a la tienda, alcanza una capa vieja que pendía a la puerta, reconócela prolijamente broches y vivos, embozos y costuras, puertas y ventanas, y alzando cuanto pudo su voz... «Ella es (exclamó con ademán doliente) la compañera de mi juventud, la encubridora de mis extravíos, ella es»; y la abrazaba enternecido, y la regaba con sus lágrimas.
-Pero don Pascual, ¿qué locura es ésta?
-«Déjeme usted, amigo mío, déjeme usted que pague este tributo a un mudo acusador mío; déjeme usted recobrarle después de largos años de separación.»
Y diciendo y haciendo pagó a la mujer que la vendía el precio de la capa, y poniéndola debajo de la que llevaba, continuamos nuestro paseo; pero como yo insistiese en que me explicara el misterio de aquel astroso mueble, tomó la palabra don Pascual, y me habló de esta manera.
-«Creo a usted sabedor, amigo mío, de que en mi juventud fui lo que se llama un calavera completo, y que la crónica escandalosa de Madrid ofrecía en aquel tiempo pocos lances en los cuales yo no figurase, haciéndome mi vanidad buscar los más comprometidos por el solo placer de que todos se ocupasen de mí. Mientras permanecí en el círculo de la alta sociedad, tuve intrigas amorosas más o menos complicadas, casos de honor más o menos problemáticos, y de todos salí sano y salvo, como está admitido entre personas de cierta educación. Pero el mal demonio, que no duerme, me hubo de fastidiar de aquel género de vida y de placeres, y ofreciendo un ejemplo más a aquella regla de que los extremos se tocan, pasé por una brusca transición desde el orgullo aristocrático a los modales más groseros de la plebe. Cesaron, pues, mis galas y mis tocados; olvidéme de teatros y salones: renuncié a mis antiguas amistades, y adopté el traje y los modales de un manolo verdadero.
»Armado con mi calzón y chaqueta, corbata de sortija y sombrero calañés, y embozado sobre todo en mi gran capa, echéme a buscar aventuras por Lavapiés y el Barquillo, con más determinación que el héroe manchego por el campo de Montiel. Mi generosidad, mi buen humor, y mi determinación para todo, me hicieron desde luego célebre entre aquellos habitantes, y ya se sabía que no había función en que no se contara con don Pascualito: y hombres y mujeres me festejaban a cual más, con lo cual tenía yo cierta superioridad parecida a la de un cacique en una tribu de araucanos. Contribuía en gran manera a ello mi capa azul, que aunque vieja, era aún superior a las que me rodeaban; pero como yo no quería distinciones, acerté a tratarla tan mal, que en muy pocos días logré hacerla equivocar con todas, con lo cual me creí ya protegido del escudo de Minerva; y todo lo vencía, y nada me arredraba. Con ella frecuenté tabernas y figones, buhardillas y burdeles, palomares y azoteas, y sin ella nada de esto hubiera podido hacer; tal era la confianza que este disfraz me inspiraba.
»Una tarde (de San Antón por cierto) salí envuelto en mi encubridora capa al paseo o romería de las vueltas, como es uso y costumbre en tal día. Ignoro si usted, como Curioso, habrá observado el espectáculo grotesco que en semejante ocasión presentan las dos calles de Hortaleza y Fuencarral, accesorias a la iglesia del santo anacoreta; la inmensa multitud de fieles que impulsados de su devoción se acercan por la mayor parte a la puerta de la iglesia sin entrar en ella; la exposición pública de caballos y mulas de alquiler, adornados de cintas, que guiados por inexpertos jinetes, corren al trote por el arroyo o lodazal, y van a gustar la cebada bendita; la multitud de tiendas de panecillos del Santo para pasto de los fieles; los coches y calesas prodigiosamente henchidos de mujeres y muchachos; y el sofoco de la concurrencia, que son plácido espectáculo a la multitud de espectadores de rejas y balcones; las sales del ingenio chisperil, y demás circunstancias, en fin, que hacen aquel cuadro tan original en su clase.
»Servía yo de breve episodio en él, marchando con el sombrero hasta las cejas y el embozo a las pestañas, puestos en jarras bajo la capa entrambos brazos, y abriéndome paso con los codos a derecha e izquierda. Andaba, pues, titubeando sobre cuál de aquellas estrellas había de tomar por norte, cuando al atravesar la boca-calle de San Marcos vi venir haciendo alarde de su desenvoltura a una manola, para cuyo retrato necesitaría yo la pluma de Cruz o el pincel de Goya. Acompañábanla otras tres mozas, que si la desmerecían en hermosura, la igualaban por lo menos en desvergüenza, y a pocos pasos las seguía un grupo de majos de chaqueta y vara, a quienes ellas tiraban panecillos por cima del hombro.
»Confieso a usted que la vista y la razón se me turbaron al contemplar aquella belleza, y sin ser dueño del primer movimiento, bajéme un poco más el sombrero y me interpuse entre el planeta y sus satélites; pero un mediano garrotazo que sentí en el hombro derecho, me hizo volver en mí, y siguiendo el camino de dicho palo hasta encontrar el brazo que lo blandía, encontré, no sin sorpresa, que estaba pegado a un mozo que yo conocía de varias aventuras anteriores. Esto fue hallarme como quien dice en tierra de amigos, y muy luego lo fueron todos los individuos de ambos sexos que componían aquellas guerrillas, merced a algunas oportunas estaciones que mi bolsillo permitió, donde convino.
»La niña retozona llevaba la vanguardia, y a cada paso nos comprometía en quimeras y reconvenciones, ya insultando a los paseantes, ya espantando los caballos, o cogiendo las ruedas de las calesas, o tirando cáscaras de naranja a los que iban en los coches. Crecía mi amor a cada una de estas barbaridades, y no perdía una ocasión de expresárselo, a lo cual ponía ella mejor cara que uno de los acompañantes, que era el galán, mientras que el marido, que también era de la comparsa, todo se volvía condescendencias y atención.
»Vino la noche, y habiendo manifestado aquella honrada gente que en casa de cierta amiga había baile, nos dimos todos por convidados, y yo el primero me dirigí con más apresuramiento a aquel baile de candil, que si fuera Soirée parisiense o Raout inglés.
»Pasamos desde luego a la calle de San Antón, y en una de sus casas, cuyos pisos eran dos, el de la calle y el del tejado, llamamos con estrépito, y salieron a recibirnos hasta dos docenas de personajes parecidos a los que entrábamos. Por de pronto hubo aquello de negarnos la entrada, amenazas y palos; pero en fin, asaltamos la plaza, y griegos y troyanos, olvidando resentimientos mutuos, improvisamos unas manchegas que hubieran llamado la atención de toda la vecindad, si toda la vecindad no hubiera estado ocupada en otras tales. Siguiéronlas en ingeniosa alternativa boleras y fandango, intermediados con los correspondientes refrescos trasegados del almacén de en frente; y a favor de la algazara que el mosto infundía en la concurrencia, creía yo poder formar con mi consabida pareja la conspiración correspondiente: pero otra más sorda dirigida por el amostazado galán, se formaba a mis espaldas, no sin grave peligro de ellas. Por último, para abreviar; el baile se fue acabando, cuando una patrulla que pasaba hizo cerrar el almacén de lo tinto, a tiempo que éste empezaba ya a obrar fuertemente sobre las cabezas, y ya se trataba de retirarnos, por lo cual echamos el último fandango con capa y sombrero, cuando un fuerte palo, disparado por el furioso Otelo al candilón de tres mechas, que pendía colgado de una viga del techo, hízole saltar en tierra, dejándonos a buenas noches. Aquí la consternación se hizo general; las mujeres corrían a buscar la puerta, y encontrándola atrancada daban gritos furibundos; los hombres repartían palos al aire; rodaban las sillas; estrellábanse las mesas, y voces no estampadas en ningún diccionario completaban este cuadro general.
Si licet exemplis in parvo grandibus uti,
Haec facies Troiae, cum caperetur, erat.
»Pero el blanco de la refriega éramos por desgracia el matrimonio y yo, en cuya dirección disparaban los conjurados sus alevosos golpes, hasta que un agudo grito del marido, que vino al suelo al lanzarlo, dio lugar a que la puerta se abriese, y todos se precipitasen a salir, quedando solamente el ya dicho tumbado en el suelo, sin sentido, y yo con el suficiente para ver que mi pérfida Elena, apoderándose de mi capa y envolviéndose en ella, huía alegremente con sus raptores. A mis voces y lamentos llega una ronda, reconoce al hombre que estaba a mi lado bañado en sangre: «¡Cielos! ¡está muerto!» y yo sin más pruebas que mi dicho, disfrazado vilmente, niego mi nombre, me turbo de vergüenza; y haciendo concebir sospechas de mí, soy conducido a la cárcel pública.
»¡Qué noche, amigo mío! ¡qué noche de desengaños y de amargas reflexiones! Entonces maldije mi indiscreción, me horroricé de mi envilecimiento, conocí, aunque tarde, todo lo criminal de mi conducta, y lamenté mi futuro destino. Pero la Divina Providencia quiso darme sólo un fuerte aviso, pues el hombre a quien creíamos muerto sólo estaba herido, y declaró mi inocencia, con lo cual logré al cabo de algunos días recobrar mi libertad. Mas esta lección, impresa indeleblemente en mi memoria, me hizo renunciar para siempre a aquel género de vida, volviéndome a la sociedad a que pertenecía; y tan fuerte es aún la impresión que en mí dejó aquel suceso, que no he podido disimularlo a la vista de este cómplice de mis extravíos, que rescato hoy para eterna vergüenza mía.»
-Un traje grosero (repuse yo para aplicar la moraleja del cuento) suele inspirar ideas villanas. Usted, señor don Pascual, tiene hijos que no tardarán en ser mancebos: inspíreles usted la misma saludable aversión que usted ha cobrado; procure que su traje sea siempre correspondiente a su clase para que les haga apartarse de aquellos sitios en que teman comprometerla, y sobre todo, créame usted, no les permita en ningún tiempo usar una capa vieja.