La campana de Huesca: 18

La campana de Huesca de Antonio Cánovas del Castillo
Capítulo XVII

Capítulo XVII

Prosiguen las pláticas y aventuras


Oigo el son bronco de tus cien campanas.


(J. de Iza)


... De esta suerte yo tengo de acompañarte,
y si te has de condenar
contigo me has de llevar,
que nunca pienso dejarte.


(El condenado por desconfiado)


El día era de los últimos de primavera. El combate fue tan breve, que con haber comenzado a la luz clara del alba, cuando acabó no había bajado el sol todavía de los picachos de la sierra. Saltaba de los valles un viento húmedo y blando que recogía con ansia el pecho; levantábanse de cuando en cuando algunas liebres tendidas en el césped de los barrancos, y corrían a ocultarse por estrechos agujeros, debajo de las grandes peñas; y al sentar el pie los caminantes, doblábase para siempre la hierba cargada de rocío. Y todavía las tórtolas no habían vuelto a sus nidos, y sus huevos abandonados blanqueaban en los verdes chaparrales; todavía las palomas torcaces no habían apagado la sed de la noche en los arroyos, y a bandadas volaban hacia ellos.

Al amor de los arroyos solían hallarse alegres, aunque pobres lugarcillos: todos con su iglesia a medio hacer y sus torres de piedra: los unos, desparramados por las agrias cuestas, y los otros asentados en los valles, con sus rústicas puertas de madera de encina, sus tapias y casillas de barro y piedra, y sus huertas cargadas de árboles frutales donde silbaba lúgubre la oropéndola.

Pasados estos lugares y alguno que otro chaparral, la sierra no ofrecía más que montes despojados por el hacha de los conquistadores; cuevas profundas, asilo ordinario de los vencidos, majestuosos precipicios por donde se despeñaban algunos de los arroyos formando sonoras cascadas. Y por en medio de los precipicios y los montes se abría perezosamente la senda que cruzaban el buen caballero don Ramiro y sus valerosos almogávares, poco atentos, por cierto, a los espectáculos bellos o sublimes que la Naturaleza ofrecía.

Aznar, que iba de guía, desde el sitio del combate torció a la derecha, encaminándose por las montañas que rodean, de la parte de Oriente, la hoya de Huesca. Caminaban de prisa y con recelo aún; porque no era difícil que los alcanzasen todavía con mayores fuerzas, dado que ellos tenían que recorrer una circunferencia muy ancha, a la cual se podía tocar desde Huesca, por cualquier punto, con un corto radio.

Durante muchas horas alcanzaron a ver a lo lejos los muros y blancas casas de la ciudad, y los alminares morunos heridos del sol espléndido de la primavera. Por más tiempo todavía tuvieron delante de los ojos las oscuras y altísimas torres de Mont-Aragón, y los corpulentos álamos que señalaban la confluencia del Flumen y de la Isuela; no lejos del lugar adonde la Virgen de la Huerta, morena y de cabos negros, se vino luego a hacer compañía a la Virgen de Salas, que es blanca y rubia, con el milagroso fin, sin duda, de que se honrase en un mismo santuario, bajo los dos tipos principales de la humana belleza, a la madre de Dios. Muchas veces el viento trajo a los oídos de los caminantes revuelto son de campanas, que tocaban al parecer a rebato, porque el viento soplaba de la parte de la ciudad. Una oyeron claramente el tañido de la campana principal de Mont-Aragón; pero no era sino que llamaba a los fieles a la oración de mediodía.

Y era mediodía en verdad.

Y el sol hería ya los rostros, haciendo brotar copioso sudor en ellos; y habría sido penoso el caminar a tales horas para otros que los almogávares. Pero estos, sueltos y ágiles, echaban siempre por lo más áspero a modo de cabras monteses; disparaban sus dardos a los árboles que crecían en lo hondo de los precipicios, sin más objeto que bajar a recogerlos, con manifiesto peligro; cruzaban cien veces que no una, el camino, ora llevados de la curiosidad, ora de la sola impaciencia del ánimo. No era don Ramiro tan ágil y robusto, y, con ir a caballo y todo, hubiera dado alguna muestra de cansancio a no ser por la exaltación en que el peligro y la ira habían puesto su pacífica naturaleza.

Las lejanas vistas de Huesca y de su alcázar moruno, las más vecinas torres de Mont-Aragón, el sonido de las campanas de la ciudad y del monasterio mantenían viva su exaltación agolpando a su frente las ideas y los sentimientos antiguos, al propio tiempo que los nuevos. Parecíanle ya sueños el combate, la victoria, la fuga misma, el andar por donde andaba y con quien andaba, todo lo que era realidad, en fin, y tomaba acaso por realidad los sueños y preocupaciones de su espíritu. Pero poco a poco fue la exaltación cediendo al tiempo y al cansancio, y cuando desaparecieron de su vista la ciudad y el llano de Huesca y dejaron de oírse las campanas, se halló ya a punto don Ramiro de no poder comprender del todo la situación en que estaba.

Oyó detrás de sí precisamente una voz áspera y un sí es o no vinosa, que decía:

-Aznar, Aznarote, no niegues tus pecados, que con pecadores te las has y no de los menores. Cuando tú haces tantas ausencias de la sierra y te estás en la ciudad meses enteros, buen vino bebes allá y buenas mozas te recrean. Ni pienses que he echado en saco roto el que hayas traído la cabeza vuelta al llano durante todo el camino. No parece sino que has dejado algún pellejo tuyo en compañía de cuatro buenos bebedores, y temes que mientras andas por estos cerros no te dejen gota de él con que echar luego un mal trago. No nos hemos criado así, Aznar, ni yo ni tu padre. Treinta años tenía yo y no sabía aún lo que era el buen vino, ni lo que era una buena moza; verdad es que ahora no estoy cierto de saberlo bien tampoco.

Don Ramiro, recordando entonces a aquel a quien tanto debía, volvió el rostro diciendo:

-Aznar, Aznar, adelántate, que quiero departir contigo algún rato.

Aznar se adelantó con efecto.

-No me has dicho, por fin -añadió el rey- hacia qué parte me llevas.

-Vamos hacia Barbastro, que de allí no está muy lejana la frontera de Cataluña, y será fácil reunir un golpe de almogávares de acá y de allá que espante a los más osados rebeldes.

Don Ramiro calló, y tornó a preguntar después de un largo rato:

-¿Y está muy lejos esa ciudad de Barbastro adonde me llevas?

-No os quiero llevar precisamente a Barbastro, sino a un buen lugar de los contornos, que tiempo tenemos de alargarnos a la ciudad. Y en cuanto a la distancia, no es ya mucha, y yo sé que llegaréis sano y salvo.

Hubo otro rato de silencio, y al cabo de él volvió a decir don Ramiro:

-Aznar, Aznar, ¿sabes que advierto que esta tu gente y, camaradas, si son valerosos en el pelear, no son muy escrupulosos en la fe? Enséñales, enséñales, hijo mío, cuánto les conviene ajustar sus obras a los mandatos de Dios. Muéstrales cuán tristes cosas sean el pecado y la condenación eterna. Aquí me tienes a mí que estoy condenado y...

-¿Condenado? -exclamó el almogávar, interrumpiéndole a pesar suyo-. ¿Condenado?... -y con ser quien era sintió cierto estremecimiento en el cuerpo.

-Sí, condenado, hijo mío. ¿No te lo había dicho todavía? Habránmelo impedido mis pesares y ocupaciones. Condenado estoy, hijo mío, tanto como hombre haya podido estarlo en esta vida.

-Más bajo, señor, más bajo. Mirad que si os oyen, no habrá muchos de estos valientes que os sigan, porque da la casualidad de que todos son cristianos viejos, y almogávares tan temerosos de Dios como cualquiera. Y aun yo mismo me precio de buen cristiano, que, puesto que yerre mucho en esta vida, todavía espero que arrepintiéndome a la última hora, Dios me perdone, porque siempre he oído decir que es misericordioso.

-Hablas como un lego de convento bien endoctrinado -dijo el rey-. Así es, como tú dices; y en arrepintiéndote a la última hora de todo corazón, no tengas miedo de que el diablo emplee en ti sus uñas.

-¿Pues, y cómo no os arrepentís vos para salvaros? Verdad es que no ha llegado vuestra última hora, y que, según decís, estáis ya condenado; pero a fe mía, que no he oído decir hasta ahora que nadie se condene en vida.

-Es que mía pecados son más grandes que ningunos, y hay quien no me deja hacer penitencia. ¿No te tengo declarado que fue aviso y permisión del Cielo aquel peligro tan grande que corrí a la orilla de la Isuela? ¡Oh si me dejaran hacer penitencia! ¡Oh si no me impidieran que la hiciese!

-¿Quién os lo impide, señor? Por ventura, ¿se entremeten también en eso los ricoshombres? -dijo sencillamente el almogávar.

-Sí, se entremeten, Aznar.

-¿Conque no os dejan siquiera hacer penitencia? ¿Pues qué tienen que ver ellos con vuestros pecados?

-Es que yo peco siendo rey, cuando no debía de serlo, y ellos quieren a la fuerza que lo sea.

-No os entiendo -dijo Aznar-. En Huesca corrían no sé qué murmullos ayer tarde; pero no pude comprender nada cierto, según eran de contradictorias las voces. Al veros preso y fugitivo y oír que queríais rescatar vuestro trono, pensé que los ricoshombres trataban de quitároslo y quitaros, a la par, vuestra hija. Juzgad de mí sorpresa, ahora que me decís ser vos quien quiere dejarlo y ellos quienes lo impiden y estorban. Y aun no entiendo tampoco cómo pueda haber pecado en ser rey, cuando he oído decir que hay en el cielo algún santo que fue rey en este mundo, y de los más poderosos y esforzados.

-Bien veo que eres discreto, Aznar; pero no es posible que se te alcancen estas cosas tan hondas. Otra cosa sería si hubieses cursado como yo letras sagradas, siquiera fuesen pocas, como son las mías.

-Así es la verdad, que no lo entiendo ni sé por qué os prendieron los ricoshombres, ni por qué se apoderaron de vuestra hija, ni siquiera para qué ha de ser esto de reunir armas y gente y levantar pendón de guerra.

-¡Cómo ha de ser! -dijo don Ramiro-. Tu oficio es pelear y no te está bien el mezclarte en tales intrigas y sucesos de cortes y de reyes. Tu buen discurso no basta para ello.

Calló don Ramiro y calló Aznar, entregándose uno y otro a largas meditaciones; las de aquel no hay que decir a qué se referían; las de este es de notar que siendo tan rudo como era, se referían a los más graves asuntos de la política de su época, sin que le empeciesen para ello las últimas palabras de don Ramiro.

Y andando, andando, el rey monje y el político escudero pasaron horas tras horas, y el sol comenzó a declinar, y antes de mucho no iluminó más que las cimas de los montes, y poco después se hundió de golpe detrás del pico más alto de la sierra. La luz del crepúsculo cayó misteriosa y lúgubre sobre las cuestas y los valles, al cabo.

Era ya aquello, a no dudarlo, lo más inculto y deshabitado de la sierra; ni un castillo roquero, ni una ermita milagrosa, ni siquiera un chozo humilde de pastores, nada se hallaba al paso que indicase labor humana.

De trecho en trecho manaban de las rocas copiosos hilos de agua, que, después de encharcar el camino, iban a perderse en lo hondo de los barrancos o a bañar estériles malezas. Con ser los fines de la primavera, apenas matizaba alguna violeta silvestre la parda sombra de los montes; o si la había, era tan espinosa la hierba entre la cual crecía, que se desgarraba la mano infeliz que osaba tocarla. Sólo algunas encinas olvidadas señoreaban aún las altas rocas o extendían sus raíces por los barrancos, inclinando las hojosas copas a lo hondo. Las había tan mal sujetas a la tierra o tan quebrantadas por los aguaceros y huracanes, que al menor soplo de viento se agitaban, parecía que hubiera podido moverlas el aliento de un hombre.

Los innumerables rumores del crepúsculo bajaban ya rodando por las cuestas, o subían en ecos de los hondos valles; hijos del agua, del viento, de los reptiles, quizá de espíritus encerrados en las piedras y en las hojas, que soberbio niega el hombre, porque no han tenido a bien visitar sus ojos todavía. No podía decirse que fuera de noche, pero no era ya de día. Todos los contornos se iban borrando, todos los colores desapareciendo, y al cabo de algunos instantes sólo se distinguían el color del cielo y los contornos de las estrellas.

En este punto don Ramiro interrumpió sus meditaciones, gritando:

-Aznar, Aznar, ¿sabes que no puedo sostenerme en el caballo? Mis pensamientos me han sostenido hasta aquí; pero ya me faltan enteramente las fuerzas. Tengo aturdida la cabeza, la vista se me va, los brazos se me doblan al peso de las bridas; muero, muero si no hallamos por aquí descanso y alimento.

Y tenía razón el monje, porque más de veinticuatro horas eran pasadas sin que probase bocado ni bebida alguna, y poco menos de veinte hacía que no dejaba la silla del caballo. Cualquiera habría hecho alto, cual don Ramiro lo hizo en este punto, denotando en gestos y acciones que le era imposible pasar adelante; cuanto y más un hombre, criado en el método y reposo de abadías y palacios, como él era. Aun no podría explicarse su extraordinaria fortaleza sin el calenturiento afán que embarazaba su ánimo.

Verdad es que los almogávares no se notaban así el ayuno, ni la sed, ni la fatiga; pero ¿qué había en ellos que pudiesen igualar los demás hombres? Ellos sabían pegar los labios a las húmedas rocas, y recoger el agua pura que allí manaba o buscar hierbas con que entretener el paladar y los dientes; y caminar con hambre, y reír cuando la sed devoraba sus labios. Así es que nadie hubiera dicho que tan larga jornada trajesen hecha, sufriendo tamañas penalidades. El crepúsculo de la tarde los hallaba dispuestos a pelear, ni más ni menos que los halló la primera luz de la mañana.

Ninguno de estos almogávares excedía a nuestro Aznar en fortaleza; él ni aun había probado la hierba, o el agua de las peñas, como algunos de sus camaradas. Y, fuerza es decir, no sintiendo en sí necesidad alguna, se había olvidado de las del rey. Pero como le tenía tan conocido, al oírle decir que no podía pasar ya adelante, se encendieron sus ojos en ira; aquel era un nuevo obstáculo, y no el menor que hubiera ofrecido hasta entonces la fuga.

-El caso es, señor -dijo con el acento más blando que supo-, que estamos a tres horas de Barbastro todavía, y estos montes no pecan de solitarios y tranquilos a la medianoche, ni andan muy sobrados de comodidades. Volviendo atrás o yendo adelante podremos hallar sitios y lugares harto más cómodos y seguros que este. Pero aquí precisamente no es posible que hagamos alto. Desde aquellos picachos cercanos podríais distinguir la frontera de los moros, y aunque hubieran de acudir algunos más almogávares en nuestra ayuda llegado el trance, si se les ocurriese a los perros hacer esta noche una algarada, tendríamos mucho en que entender con ellos.

-¿Moros dices? -respondió el rey turbado-. Ya veo, ya veo que Dios me trae a poder de infieles para que sea más cruel mi muerte y mi castigo; he aquí evidente su Providencia, Aznar; he aquí lo que logra el hombre con querer sustraerse a la cólera de Dios.

Y comenzó a persignarse de seguida.

-Aznar -dijo en esto uno de los almogávares de más edad-, o me falta el conocimiento, o gente ha llegado aquí, y no ha pasado adelante, de modo que debe de andar escondida por estos matorrales. Ha rato que vengo siguiendo las huellas de los caballos. Ahora acabo de perderlas, y no quedan más que las de los hombres que aquí sin duda se desmontaron. El número no podré decírtelo, pero...

-Cuatro son, no más, buen Carmesón -dijo, interrumpiéndole, otro de los almogávares-; y cierto que la edad te va quitando el conocimiento, cuando no has sabido contarlos. Yo sé y veo bien hacia dónde se encaminaron hombres y caballos.

El rey, que escuchaba afanosamente aquellas conversaciones, metió entonces espuelas a su corcel; pero vacilaba ya en la silla, y claramente se veía que le era imposible acabar la jornada.

Aznar, que había visto hasta entonces sin temor aquellas huellas, comenzó a desesperar de la salvación del rey. «Estos caballos -decía para sí- deben de ser de moros que nos han descubierto, y han venido a dar noticia de nuestra llegada a otros moros, que nos esperan, sin duda, emboscados. Por aquí suelen andar almogávares, y llamándolos con mi silbo harto sería que, entre unos y otros, no pudiéramos asegurarle al rey la fuga, aunque fuera dejando nuestros cuerpos por despojo a esos perros maldecidos. Pero si son muchos y nos matan, y el rey no puede tenerse a caballo y no sabe huir, ¿qué va a ser de su persona? ¡Pobre rey! Debe de ser cierto que está condenado en vida, como dice, según se le cierran los caminos para salvarse».

Intenciones tuvo de santiguarse el almogávar; pero venciendo en él lo áspero de la condición a las debilidades de la conciencia, acabó por jurar y decir una blasfemia.

En esto hirió sus oídos el sonido de un laúd, y al punto mismo, una voz más agria que dulce, entonó en toscas melodías un romance, cuyo significado no se podía comprender bien, porque no dejaban que llegaran siempre las palabras, y todo entero se oyese, las ráfagas del viento. Sólo sonaron claramente de cuando en cuando trozos de versos que muchos almogávares repetían, como si los supiesen de coro:

 Búscanse dos caballeros
 que defiendan la su vida,
 contra los acusadores
 que en el campo se vería
 la justicia cuya era
 y a quién Dios favorecía.


Esto fue lo primero que escucharon, y en otros momentos posteriores trajo el viento estos otros trozos del romance:


 Ya se parte el buen conde
 con el fraile que le guía...
 Las rodillas en el suelo
 el buen conde así decía:
 Yo soy, muy alta señora,
 de España la ennoblecida,
 y de Barcelona conde,
 ciudad de gran nombradía...
 Bien seáis venido, conde;
 buena sea vuestra venida...
 Vuestra vida está segura,
 pues que Dios bien lo sabía
 que es falsa la acusación
 que contra mí se ponía...
 Parten el sol los jueces,
 cada cual toma su vía,
 arremeten los caballos,
 gran encuentro se hacía...
 Don Ramón a su contrario
 de tal encuentro le hería,
 que del caballo abajo
 derribado le había.


-Amigo es él -dijo Aznar en este punto-, y de los buenos por cierto, que con cantarme ese romance, seguiríale yo al cabo del mundo. Oye, Carmesón, en trance estás de reparar tu falta de conocimiento en lo de los caballos; corre y averigua quiénes son los que tan sabrosamente entretienen la noche en la maleza. Apuesto a que ellos nos proporcionan cuando necesitamos, que es hogar seguro y cena ajustada a la calidad de este caballero con quien venimos.

No fue menester que el Carmesón se adelantase mucho, porque los del laúd y el cantar, no menos sagaces que los almogávares, ya habían notado que cerca de ellos andaba gente, por lo cual guardaron repentinamente silencio; y antes de que llegase al sitio de donde salían los sonidos para observarlos, se encontró ya el almogávar con un hombre que al parecer lo observaba a él cautelosamente.

El desconocido fue quien al cabo rompió primero el silencio, diciendo:

-Vuelve esos tus dardos al cinto, almogávar, que entre tú y yo no puede haber sino paz y buena compañía. ¿Qué gente es esa que viene contigo? ¿Sois todos almogávares?

-Todos menos uno -respondió Carmesón-. Pero, ¿y tú quién eres, que te metes a hacer preguntas a los que vienen a hacértelas a ti mismo?

-Torpe andas, Carmesón. Torpe te tienen los años.

-Lo sé, porque no es la primera vez que lo oigo esta noche. Pero torpe y todo, ten por cierto que no he de errar el tiro en tu cuerpo si no me dices pronto quién eres.

-¿Qué es eso? ¿Qué tardas y qué hablas? -gritó Aznar, que ya se acercaba impacientemente.

El desconocido se puso a silbar en voz baja del modo mismo que Aznar había silbado para llamar a los almogávares.

-Nuestro silbido es -dijo Carmesón-, no hay duda. Pero... ¡mal haya de mí que no le he conocido antes! Razón tenéis para llamarme torpe, torpísimo. Sosiégate, Aznar, no es otro que Maniferro, el buen Maniferro que ha meses echábamos de menos por estas sierras. Maldita oscuridad la de la noche, y malditos años los míos que me van tapando los ojos.

Al oír el nombre de Maniferro todos los almogávares prorrumpieron en estrepitosos vivas. Y aun algunos de ellos, desnudando los hierros, comenzaron a golpearlos contra las piedras, pronunciando, como en señal de alegría, aquel terrible grito de guerra:

¡Desperta, ferres!