XXXI

Quedose D. Beltrán solito en las ruinas, lo que no era muy divertido para el pobre señor, pues el frío de la mañana le obligaba a requerir su abrigo, envolviéndose bien en el capote que le había traído Nelet. No menos de una hora estuvo rezando, atacado también de vagos temores, semejantes a los de Santapau, y a cada instante creía sentir blandos ruidos que le parecían el roce del sayal de la monja contra las piedras. «No -se decía-, no sentiré roce de vestidos ni de pisadas. Veré aparecer primero la cabeza, después los hombros, y sin hacer ruido alguno se me pondrá delante...». No veía nada el buen caballero; pero vio amanecer, y distinguió los telones de piedra desgarrados, en el centro de los cuales se encontraba; y cuando reconocía con su menguada vista la decoración, oyó voces efectivas, sílabas vibrantes de mujer y catarrosas de hombres, y... era ella, sí, Marcela, seguida de los enterradores, que aparecían por un hueco de los muros... «Aquí estoy, hija mía», gritó el anciano gozoso, sin miedo ya. Ligera como una corza saltó la beata por entre las piedras, y fue a besarle la mano al prócer, que besó también la de ella. Entre beso y beso dijo la penitente: «¿Y Nelet?

-Hija mía, no te asustes -replicó D. Beltrán, pesaroso de la mentira venial a que le obligaban las circunstancias-. Está bueno; pero tan delicado en su convalecencia, que no le he permitido abandonar el lecho antes del día. En Horta le dejé, y allá nos vamos en cuanto tú y yo descansemos. Como se fijó este lugar para nuestro encuentro, he venido yo solito para que no creyeras que faltábamos a la cita.

-Pudo usted mandar a Malaena y evitarse este madrugón, que no le sentará bien. A su edad, señor mío, no hay que jugar con la salud.

-Verdad, sí... pero... no mandamos a la vieja... porque... verás -dijo Urdaneta tartamudeando, pues se le atragantaba la nueva mentira venial que le exigía la situación-... Malaena se nos puso anoche mala de un cólico... de tanta butifarra como comió, la pobre... Pues descansemos y hablemos un poquito antes de bajar al pueblo... Siéntate a mi lado... Más cerca... así. Desde Vallivana no te hemos visto. Hora es ya de que resuelvas. El pobre Nelet espera tu determinación. ¿Has pesado bien el pro y el contra?

-Se asombrará usted -dijo Marcela, vacilando en las primeras declaraciones-, y quizás me tache de ligera... pero no es ligereza, no señor... cuando me oiga... no sé cómo expresarlo... Pues bien: sabrá que han ahondado en mi ánimo las razones de mis dos amigos y el rendimiento y constancia del pobre Nelet.

-¡Ah, qué felicidad!... Yo esperaba... en efecto...

-Y a esta mudanza de mi voluntad, creo firmemente que no es extraña la voluntad de Dios... Divina es a mi parecer la voz que me incita a querer a Nelet, y a cambiar de vida y vocación... Por santo tengo el matrimonio... sus votos severos y sus obligaciones nos llevan a una vida eficaz...

-Es cierto. ¿Y has consultado el caso con tu confesor?

-Sí señor, y me ha dicho que dedicando a una fundación religiosa parte del caudal de mi padre, si sentía honrada inclinación a la vida secular, la adoptase, previas las dispensas de Roma, teniendo en cuenta el trastorno que nos traen estas guerras y revoluciones.

-¿Y consultaste con tu hermano Francisco? Ante todo, sabrás que la noticia de su muerte me ha llegado al alma. Eres ya la única descendiente de Juan Luco, y este hecho debe pesar en tus resoluciones... ¿Tuviste tiempo de consultar con tu hermano el caso extrañísimo de tu cambio de vida?

-¡Ay! sí señor... y mi pobre hermano, que sabía desentrañar lo presente y lo futuro, me aconsejó que abrazase el nuevo estado, pues si grave es el quebrantamiento del voto, debíamos mirar también a la conservación de los bienes de nuestro padre, así raíces como en especie, recogiendo los que aún están esparcidos, y librándolos de la perdición. Díjome que él en las propias circunstancias que yo se encontraba, pues habiendo topado en término de Falset con una honesta, discretísima y bella joven, nacida de noble familia, y prendándose de ella, creía que este suceso era como aviso de Dios, con que le mandaba trocar una vocación por otra; y así, era su propósito no pensar más en vida de claustro, y adoptar las penitencias y dura regla de matrimonio con aquella bendita niña de Falset. Largamente hablamos de nuestro negocio, y él expuso ideas tan juiciosas, que parecen dictadas de la misma sabiduría. Pensaba que debíamos apartar un tercio del caudal específico de nuestro querido padre para consagrarlo a una fundación pía, y que con los otros dos tercios y los bienes raíces, equitativamente partidos, podríamos constituir dos familias cristianas, dedicadas a servir a Dios y a perpetuar el nombre y patrimonio de Luco. Declaró también que de estos dos tercios metálicos debíamos, en conciencia, retirar una suma para dar cumplimiento a la moral obligación contraída por mi padre con su grande amigo y protector D. Beltrán de Urdaneta, fijando, de acuerdo con este, la cifra prudencial para tan sagrado objeto...

-¿Eso dijo?... ¡Oh Providencia, oh divina equidad! -exclamó el viejo, sintiendo que un rayo penetraba en su alma, trastornándola-. Bien, hija, bien... Pero dime otra cosa: ¿tenía Francisco conocimiento de la pasión que has inspirado a Nelet?

-Ya lo sabía, pues en los comienzos de nuestra conversación se lo dije. Su parecer fue que, si yo gustaba de Nelet, le aceptase, pues tiene fama de valiente y leal, aunque algo arrebatado, y posee bastante hacienda en Cherta y Cambrils.

-¡Eso te dijo!... ¿Estás segura de que tal era su pensamiento?».

A las manifestaciones afirmativas de la monja, contestó el anciano con nuevas alabanzas del poder de Dios. El pobre señor veía más claro; recobraba la vista, y en su turbación no sabía por qué caminos llevar la interesante conferencia. Por fin, salió del paso con esta pregunta: «¿Cuántos días antes de morir te dijo tu hermano lo que acabas de manifestarme?

-Dos días. Después, el pobrecito siguió a su ejército, y la tarde misma de la batalla de Gandesa, volviendo con otros veinte de cumplir una orden del General, fue sorprendido por una partida de facciosos en retirada, y le asesinaron con saña, vileza y cobardía.

-¡Oh, qué desgracia!... Y sabiendo su triste fin, sin duda por los compañeros suyos que lograron escapar, ¿cómo no supiste quién dispuso y consumó hazaña tan inicua?

-Dijéronme que un capitán o no sé qué, cabeza de aquellos sayones, traspasó a mi hermano con su espada.

-¿De modo que no sabes...?

-No, señor: no lo sé.

-Y si conocieras al matador, ¿le perdonarías?

-¡Oh! como cristiana tendría que perdonarle; como cristiana, señor... ¿Acaso lo que yo ignoro lo sabe mi D. Beltrán...?».

Como anillo al dedo venía en aquel punto de la entrevista la temida, pavorosa revelación; mas el noble caballero, Señor de tantas torres, no se atrevió a sacarla del pensamiento a los labios. Era hombre: careció del valor necesario para un acto que requería verdadera santidad. Habíase propuesto ser bueno, purificar sus últimos días con virtuosas acciones; mas no era santo, no: no lo era.

«¿Lo sabe usted?», repitió Marcela espantada de su silencio.

Y D. Beltrán, sintiéndose a cien mil leguas de la cristiana perfección, dijo en un grave suspiro: «Hija mía, no sé nada».

Apareció en aquel instante Santapau por entre el hueco de unas altas piedras, y bajando de un brinco, como sillar desplomado con estruendo, gritó: «Sí lo sabe; mas no tiene valor para decirlo». Marcela se levantó bruscamente como un ave que quiere emprender el vuelo, y saltando sobre piedras, se alejó despavorida.

«Ven, Marcela, ven... no huyas -dijo Nelet.

-¿Cómo vienes aquí?... -balbució la penitente con sílabas entrecortadas-. ¿Por qué vienes así, en esa forma, que más que de hombre es de demonio?

-Porque lo soy. Demonio del Infierno es quien dio villana muerte a Francisco Luco. Nuestro amigo no tiene valor para decirlo: lo tengo yo».

Horrorizada, Marcela se llevó las manos a las sienes, volviendo la cabeza. Luego cayó de rodillas.

«Levántate -dijo Nelet acudiendo a ella-. Yo soy el que debe humillarse. Humillado te diré que, aunque no merezco tu perdón, lo solicito, lo quiero... Fue una ceguera, embriaguez de sangre... el maldito hábito de esta guerra, el matar por matar... por destruir vidas contrarias...

-¡Perdón, perdón! -exclamó D. Beltrán, también de rodillas, llorando como un niño.

-¡Monstruo -dijo Marcela encorvada, las manos en la cabeza, mirando de soslayo torvamente al infortunado guerrero-, monstruo de maldad!... Como cristiana, te perdono. Pero huye, vete al fin de la tierra, o donde yo no te vea más... Condenado, no quiero condenarme contigo... tus miradas corrompen... Yo no quiero verte ni respirar el aire que respiras.

-¡Paz, paz!... -repetía el buen Urdaneta alargando sus flacos brazos-. Hijos míos... sed cristianos... No habléis de condenaros. Salvaos, salvémonos todos».

Huyó Marcela, y tras ella, saltando de piedra en piedra, corrió Nelet, como anhelante cazador.

«No te acerques a mí -gritaba la monja-. Condénate tú solo; yo no».

Poseído de insano furor, Nelet dijo: «Solo no. No más soledad. Tú conmigo...». Y viendo a la desdichada mujer buscar refugio tras unas altas piedras, como res acosada que se esconde, allí la persiguió, y allí, antes que los atontados viejos pudieran acudir en defensa de su maestra y señora, le dio bárbara y pronta muerte. Retumbó el pistoletazo en la tristísima cavidad del castillo como si todas sus piedras de golpe se derrumbaran. Sobrecogido, exánime, el rostro contra el suelo, D. Beltrán dijo: «Nelet, ¿qué haces?...». Pasados algunos segundos de pavoroso silencio, oyó el anciano la respuesta, que fue otro tiro no menos estruendoso y lúgubre que el primero.

Los pobres sepultureros, a quienes el estupor y su propia debilidad senil paralizaron en la fugaz duración de la tragedia, no supieron ni aun requerir sus azadones para impedirla. Al primer tiro, cayó Alfajar de espaldas con temblor epiléptico. Zaida, más animoso, blandió su herramienta de sepultar, abalanzándose hacia Nelet con móvil de venganza o justicia; mas no pudo anticiparse al criminal, que la hizo rápida y eficaz con su propia mano.

Transcurrido un lapso de tiempo, que ninguno de los tres ancianos apreciar podía, Zaida se llegó a D. Beltrán, y tocándole en el hombro, con angustiada voz le dijo: «Señor, señor, ¿vivimos o morimos?

-No sé, amigo -replicó el caballero, despegando del suelo su rostro-. ¿Vives tú? ¿Qué es esto?... Dame la mano: probaré a levantarme... ¡Ay! la juventud perece... a sí misma se destruye. Nosotros, tristes despojos de la vida, aún respiramos... ¿Y para qué? El siglo no quiere soltamos, ¡ay de mí!

-Señor, nuestro deber ahora no es otro que abrir dos hermosas sepulturas...

-Amigo, no: abramos una sola, hermosísima, y enterrémosles juntos».

Todo el día permanecieron los tres ancianos en el lugar de la tragedia; y cuando se retiraban, al caer de la tarde, consternados y llorosos, oyeron lejano bullicio de clarines y tambores. A medida que iban venciendo con lento andar el camino de Lledó, arreciaba el marcial rumor. A la puesta del sol, Zaida, que era de los tres el que gozaba de mejor vista, distinguió por Oriente, en las áridas colinas de la margen del río Seco, líneas de gente armada, las cuales avanzaban ondulando como serpientes en las curvas del terreno, mitad en sombra, mitad en luz. Eran las mesnadas de vanguardia de la expedición Real que marchaban hacia la frontera de Aragón.


 
 
FIN DE LA CAMPAÑA DEL MAESTRAZGO
 
 

Santander (San Quintín), Abril-Mayo de 1889.