XXVI

Volviendo a ocupar su silla, acarició con movimiento maquinal los papeles que en la otra tenía, alumbrados por el mustio farol. D. Beltrán, sin cambiar de postura, flemático y perezoso, siguió manifestando al caudillo apreciaciones que creía interesantes. Por lo que había oído en Medina y Villarcayo, por algo que pudo descubrir conversando con su grande amigo D. Baldomero Espartero, los tratos para buscar fórmula de paz no habían cesado desde el principio de la guerra. Proposiciones se hicieron a Zumalacárregui, proposiciones a Maroto, y el mismo Cabrera no habría estado libre de que en su oído se murmuraran palabras tentadoras...

«A mí no, a mí no -dijo prontamente el leopardo-. Ya saben que mandaría fusilar al que me trajera recaditos de Doña Cristina o del Rey napolitano.

-Del Rey de Nápoles, a quien entiendo yo que no debemos la invención de la pólvora, es agente oficioso el tal Rapella. Anda también en estos tratos y trotes un legitimista francés, Marqués de no sé cuántos.

-No es Marqués, sino Barón... y ha entrado en España con el supuesto apellido de Neuillet. Me da en la nariz que el nombre de Rapella es también falso, y que bajo él se esconde un correveidile de Cristina, maestro en intrigas, que en Madrid era conocido por Marqués de Lagrua».

Insistió Urdaneta en que no podía dar ninguna luz sobre esto, pues no se había echado a la cara al tal D. Aníbal hasta su paso por Fuentes de Ebro, y de él no tenía más noticias que las anteriormente comunicadas. Asimismo ignoraba si el siciliano se había visto con Borso; pero Cabrera te sacó de dudas, afirmando que tres días permaneció aquel en Castellón en compañía del General y de un italiano llamado Cialdini, embarcándose después para Marsella.

«Le tengo a usted por un caballero -añadió D. Ramón con cierta solemnidad, después de larga meditación-, y estoy con... vencido de que me ha dicho todo lo que sabe. Sus opiniones parécenme muy bien fundadas».

Algo más dijo el leopardo; pero D. Beltrán, que ya venía dando fuertes cabezadas, hundió al fin la barba en el pecho, y cogió un sueño profundo, que por causa de la mala postura había de ser breve.

«Sí, sí: duérmase usted, amigo mío -murmuró el General con lástima-, que bien necesitado está de descanso. Le envidio su facilidad para el sueño».

Y cogió de la mesa-silla, ávido de nueva lectura, la carta que desde Sangüesa le había escrito Arias Teijeiro. De aquellas apretadas líneas de menuda letra española, provenían sus inquietudes y desvelos. Informábale con prolijas referencias su amigo, principal figura en la camarilla del Pretendiente, de que la magna expedición al mando del propio Rey había partido de Navarra el 17 con diez y seis batallones, nueve escuadrones, el estandarte de la Generalísima y su lucida escolta, y un inmenso bagaje, como correspondía al sinnúmero de funcionarios de Corte y Administración que acompañar debían a la Real persona.

«Le tengo por un gran farsante -dijo Don Beltrán despertando súbitamente-. ¡Ah... mi General! ¿No me pregunta usted su opinión sobre ese Rapella? Opino que el ir a Marsella es para ganar más fácilmente la frontera de Navarra y agregarse al llamado Cuartel Real.

-Así es, en efecto. Viene en la expedición magna.

-Pero ¿qué es eso? ¿Se lanza D. Carlos a una correría como las de Gómez, Batanero y D. Basilio?

-No sé... Eso se dice... Allá veremos».

Siguió pensando el leopardo en lo que la carta decía y comentando con interno juicio las noticias de ella. Traducida con la posible fidelidad de expresión muda de su pensamiento en valenciano, resulta mutatis mutandis: «¡Pacho, con la impedimenta que nos traen! La caterva de empleaduchos, la taifa de gente allegadiza que quiere comer a costa nuestra! ¡Vaya una plaga, pacho! Aquí nos vemos y nos deseamos para poder vivir... El país esquilmado... apenas hay raciones para mal comer... y ahora nos viene encima esa nube. Tenemos un Rey que sabe tanto de guerra como yo de afeitar ranas. ¿Por qué no se estará quietecito en su Corte esperando a que le hagamos Rey de todas las Españas?... ¡Y que se trae unos consejeros y unos ministros que no tienen precio para ayudar a misa, para pegar botones o cepillar la ropa! Vendrán de generales el tontaina de Don Sebastián, el buey cansino de González Moreno y el bribón de Gómez, a quien yo pondría de capataz de un presidio, que es lo único para que sirve... Duérmase de una vez, D. Beltrán, que aquí no gastamos etiquetas. Me da pena verle luchar con el sueño.

-Es que... verá usted... decía yo que indudablemente hay tratos y contubernios entre Palacio y ese... ¿cómo le llaman? Ya no me acuerdo... El Rey, hombre... Felipe V... digo, Carlos... La Reina, que no perdona lo de la Granja, parece que no quiere nada con liberales... Luis Felipe desea que se acabe la guerra de cualquier modo, por creerla un peligro... y la cuádruple alianza... sí señor, la cuádruple...

-A dormir... Tenga usted este lío de mantas para que descanse la cabeza.

-Muchas gracias, querido Nelet... digo, no, Sr. D. Ramón V... El sueño me rinde, me trastorna... Gracias».

Sin poder apartar de su mente las ideas que le atormentaban, Cabrera se paseó en el estrecho espacio de la tienda, embozado en su capa blanca. No se conformaba con que el Ejército Real, mal organizado y pésimamente dirigido, viniese a compartir con él el dominio en la región valenciana. Recordaba sus desavenencias con Gómez, por cuál mandaba más. Cierto que al Rey no podía disputársele la supremacía. Aunque incapaz para la guerra y para el Gobierno, era el Rey, por divino mandato, la sacra bandera, el símbolo de la Causa; y de la regia persona, absolutamente inepta para todo, provenía la fuerza moral de las cohortes del absolutismo. No había, pues, más remedio que cargar con el ídolo, aunque este fuera una de las obras más burdas del fetichismo dominante. ¡Y por semejante figurón, hecho al modo de las imágenes vestidas, que por dentro no son más que una armazón de madera tosca, se peleaban tantos hombres valientes, y se vertían ríos de noble sangre!... Claro que todo se hacía por la idea. El grosero ídolo era una idea. Por ella combatían fieramente los de acá, mientras los defensores de la idea contraria cifraban su valor en la adoración de una linda muñeca... En suma: lo que ponía en grande irritación al caudillo del Maestrazgo era que se había de convertir en auxiliar y mequetrefe del Ejército Real en cuanto este pasase el Ebro. Las operaciones ya no serían suyas: tendría que subordinarlas a lo que dispusiese cualquiera de los reverendos sacristanes que venían agregados al santón del absolutismo...

Verdad que la carta de Arias Teijeiro no escatimaba las lisonjas al héroe del Maestrazgo. En el Cuartel Real se le tenía por un estratégico de primer orden, firme columna de la Causa, y el Soberano deseaba ocasión de mostrarle personalmente su Real aprecio. Pero tras estos inciensos venían anuncios de resoluciones que desagradaban al leopardo. La expedición Real, a la que se uniría Cabrera para engrosarla y fortalecerla, llegaría con la ayuda de Dios hasta el propio Madrid, y entraría en la capital de la Monarquía sin disparar un tiro.

Esto de rematar la campaña sin combatir sacaba de quicio al ardiente Cabrera. Todo lo que no fuese ganar a sangre y fuego el triunfo de la Causa, pugnaba con su temperamento batallador, con su corazón fiero y ¿por qué no decirlo? noble. Los arreglos por concesiones recíprocas de mercedes, o por casorios y pactos de familia, le olían a podredumbre. Tan viles eran los unos como los otros si a ello se prestaban. Uno de los dos rivales debía perecer: eso de que vivieran y triunfaran los dos, partiéndose la torta disputada, no se acomodaba a su lógica ruda, ni a su primitivo y elemental criterio de cosas políticas. ¡Entrar en Madrid unos y otros con sus manos lavadas! ¡Ah, pacho, y reconocer a Doña Cristina y a D. Carlos como Reyes Padres, los dos en igual categoría dinástica... y ver a los nenes asistidos de un consejo mixto, y apoyados por un ejército mixto o mestizo!... Y en tanto, ¿que se haría de las ideas? Pues juntarlas todas en una redoma para sacar otra mezcla indecente, que no serviría para nada. ¡Libertad y absolutismo desleídos en agua, según arte! ¡Rey y pueblo abrazaditos...! ¡Religión y ateísmo en una pieza, pacho!

Colmaba la indignación del General esta frasecilla de la carta: «Aún no puedo ser muy explícito, mi querido D. Ramón. Sólo me permitiré anticiparle que las bases de un arreglo decoroso están sentadas por manos muy peritas, y que no veo lejano el día glorioso en que podamos descansar de nuestra ruda campaña, viendo triunfante lo más esencial de nuestra doctrina». ¡Descansar! ¡Si él no quería más descanso que reventar combatiendo!... La gentuza civil, la patulea de holgazanes y vividores que acudían a la Causa como las moscas al panal, era la que anhelaba el descanso de la paz, para chupar a sus anchas, repartiéndose el momio de los destinos. Ese descanso de lo civil era el militar vilipendio, y él no... él no quería descanso sin honra, sino honra con cansancio.

A esto llegaba, cuando despertó el noble caballero sobresaltado, con ahogos de pesadilla. Soñó que le sacaban al cuadro para fusilarle, que le ponían de rodillas y le vendaban los ojos... «¡Al corazón, hijos míos, al corazón! No me hagáis padecer», murmuraba sin abrir los ojos; y cuando los abrió, reconociéndose despierto, pidió perdón al General: «No me haga usted caso. Estoy fatigadísimo, y si aquí molesto, me saldré a dormir en campo raso.

-No, no; quédese aquí. Le diré, para su tranquilidad, que ya está libre de la sentencia de rehenes. Aunque allá fusilen media aristocracia, la vida de usted en mi poder no corre peligro. Rehenes por gente civil, no me convienen.

-No sé con qué palabras expresar a usted mi agradecimiento por su magnanimidad -dijo Urdaneta conmovido-. ¿De modo que estoy libre...?

-Libre no. Aún será usted mi prisionero por una temporada. Puede que te necesite, por su gran conocimiento de cortesanías y politiquerías de Madrid... y de toda la morralla civil. Tenga un poco de paciencia, y por de pronto duerma en mi tienda todo lo que el cuerpo le pida.

-Me pide mucho, General... Traigo un atraso horroroso en el dormir. Lo menos me debe a mí el sueño cuatro noches. Figúrese... a mi edad».

Ayudado de aquel sosiego que las últimas palabras de Cabrera dieron a su espíritu, cogió D. Beltrán el sueño, quedándose en él con profunda quietud hasta muy avanzado el día; pero cuando ya su cuerpo hubo recibido la reparación de que estaba tan necesitado, el cerebro se soliviantó, dándose a los sueños extravagantes. Después de mil visiones vagas, indefinibles, viose atormentado por seres malignos y traviesos que le traían y llevaban sin ningún respeto a su nobleza y ancianidad. Eran, sin duda, los familiares demonios de Nelet, que por contagio de la amistad, pasado se habían del joven al viejo, del creyente al incrédulo. En medio de la turbación del soñar, su razón siempre vigilante le decía: «De esto tiene la culpa Santapau, por contarte sus diabólicas aventuras con tantos pelos y señales». Ello es que la infernal cuadrilla cogió por su cuenta al señor de Albalate, y de un vuelo me le transportó a Cintruénigo, donde vio a Doña Juana Teresa echando trigo, y a Rodriguito con la pluma tras la oreja, contando los garbanzos que se habían de echar al puchero. Visto esto, volvieron los diablillos a cogerle por los sobacos o por el cogote (no estaba bien seguro), y le llevaron a la cima del Moncayo; de allí a Veruela, y metiéndole por un subterráneo, le arrastraron hasta salir al castillo de Loarre en tierra de Huesca. Entretuviéronse en jugar con él a la pelota, lanzándole de un torreón a otro, y después te llevaron, cogido por las orejas, a la sierra de Guara, desde cuyas cumbres le mostraron todo el territorio del antiguo reino de Sobrarbe, diciéndole... Pero de lo que decían no pudo enterarse bien. Despertó con el cuello dolorido, y, viendo la necedad de su ilusión, requirió nuevamente el sueño, tomando mejor postura.

No debía despertar el noble señor sin que su turbado cerebro se lanzara a mayores travesuras, sucediendo a las imágenes de un orden bufonesco otras de carácter lúgubre y penoso. Tan claramente como se ven cosas y personas en la realidad, vio a Nelet, que, asistido de unos cuantos facciosos con rabo (por donde se colegía su calidad demoníaca), crucificaba a un hombre, clavándole en un largo madero. El hombre, que debía de ser un bendito, se dejaba crucificar risueño, diciendo a su verdugo: «¡Pacho!, no sabes lo que haces». Largo tiempo, si es que la lentitud o rapidez de este son apreciables en una pesadilla, atormentó al soñador la visión espantosa, que terminaba y se reproducía como el ensayo de una escena teatral. El propio D. Beltrán, angustiado, quiso más de una vez gritar a su discípulo: «¡Pacho!, no sabes lo que haces». Pero no podía... ¡Vive Dios, que no podía!... Las palabras se le pegaban al cielo de la boca cual si fueran obleas.