La campaña del Maestrazgo/XXIII

XXIII

Muy consolado el uno en sus fatigas amorosas, satisfecho el otro del buen giro que a su parecer tomaba el asunto en que como consejero intervenía, llegaron los dos caballeros a Catí. De lo que hablaron por el camino no se hace mención. Baste decir que a los recelos que manifestaba Nelet, como amante que con menos que la definitiva victoria no se satisface, oponía Urdaneta las seguridades optimistas, fundado en su conocimiento y larga práctica de negocios mujeriles. Para el anciano prócer era como tenerlo en la mano. De allí a las bendiciones matrimoniales poco trecho había que recorrer.

Hallaron en Catí la novedad de que Cabañero había salido con dos batallones, por orden del General, y en su lugar quedaba Llangostera, pronto también a partir con fuerza considerable hacia la frontera de Cataluña. A la mañana del siguiente día, pasó por allí Cabrera con su ejército en veloz marcha. Venía de cerca de Murviedro, donde se había batido con las tropas de Oraa, y a Gandesa se dirigía llevando algunos cañoneros para poner formal sitio a esta plaza. Grande fue la desazón del pobre Urdaneta cuando le despertó Santapau para decirle: «Mi querido viejo, la fatalidad, y en su nombre D. Ramón Cabrera, ha decretado que nos separemos. Desde Salvasoria mandó aviso de que se incorporen sin dilación a su ejército el 3.º de Tortosa y tres compañías del 1.º de Valencia. Parece que vamos a sitiar a mi pueblo... No puedo, ni con pretexto de enfermedad ni con otra artimaña, librarme de la maldita obediencia al superior... Pero ya me canso, ya me canso de la esclavitud, y a la primera oportunidad pediré la absoluta. Imposible repicar y andar en la procesión que usted sabe. Amor y ordenanza no casan bien... Y no más, amigo mío. Le dejo bien recomendado a Llangostera, que se ha de situar en Rossell, para cortar el paso del Pla a las tropas que vayan en auxilio de Gandesa... Con que adiós... No siento más sino que venga Malaena y no me encuentre. Pero ya le advertí que en este caso se vea con usted... Con decirle dónde estoy, basta. Es buen sabueso; dará conmigo... No puedo detenerme ni un segundo más. Adiós».

Muy triste se quedó el pobre caballero, señor de tantas torres; y su único consuelo fue que a poco de despedirse de Santapau le deparó Dios una antigua amistad, el capellán mosén Putxet, que dos días antes había llegado con destino al 1.º de Tortosa, de la división de Llangostera. Aunque no podía sustituir el clérigo la franca y ya entrañable amistad de Nelet, al menos le entretenía con su charla, y le prodigó no pocas atenciones, entre ellas el agenciarle una buena mula para el paso desde Catí a Rossell, que Llangostera, con seis batallones, efectuó en la noche del 15 de Mayo y parte de la mañana del 16. Llegó D. Beltrán molido y displicente por el duro trotar de la condenada bestia, y lo primero que solicitó de la bondad de su amigo fue que le metieran en cualquier mechinal, para poder estirar su esqueleto y darse algún descanso. En un aposento de la sacristía de la iglesia mayor le colocó Putxet, con gran satisfacción del noble, que no esperaba tan buen hospedaje. Lo que deseaba era que le dejasen allí, previo juramento solemne de no quebrantar su esclavitud y estar siempre a disposición de la autoridad carlista que le reclamase. Pero ¡ay! que si el cielo le concedió la quietud material que por el momento deseaba, no fue benigno con él en aquellos tristes días. El 18 muy temprano, cuando las claridades del alba despuntaban por Oriente, despertó el caballero con sobresalto, sin que nadie le llamase, por efecto de un súbdito golpetazo de su corazón.

«¿Quién está ahí? -dijo sin moverse, viendo avanzar hacia su lecho un bulto negro.

-Soy yo, querido D. Beltrán -respondió al poco rato Putxet, pues no era otro acercándose más-. No venía a despertarle, sino a ver si dormía... Pero es temprano... Duerma una hora más... aunque sean dos horas... todo lo que quiera.

-¿Qué sucede? ¿Tenemos que partir?

-No, no... Por ahora no... Es que... Sentiría mucho que usted se alterase... Calma, ilustre señor. Me voy, para que duerma otro poquito.

-Ya no podré dormir, caramba, pues esta entrada de usted a hora tan intempestiva, la turbación que noto en su acento, son para despabilar al sueño mismo. Me dice el corazón que tiene usted algo que... comunicarme.

-No es tiempo aún... ¿Quiere usted que se le haga café?...

-¡Demonio! Tan pronto me dice que duerma como me ofrece café. Ea, Sr. Putxet, ¿qué le trae acá? No valen melindres conmigo.

-Pues sí -dijo el capellán, que en su tristeza y azoramiento, cuanto más hábil quería ser, más torpemente procedía-. Mejor será que se despabile y se levante... No se altere, señor, no pierda su aplomo y serenidad... A un hombre como usted, tan entero y... y que se hace cargo de las cosas... se le puede decir... Nada, no es nada, señor; es que... ha ocurrido una gran desgracia.

-Acabe usted, acabe, hombre pusilánime, hombre enclenque, hombre femenino...

-Pues sepa el hombre fuerte, sepa el hombre valeroso y grande, que ayer, en un pueblecito llamado Belén, más allá de Tortosa, los infames cristinos fusilaron a D. Alonso de Almela, hermano del Conde de Catí.

-Y, en represalias de esta barbarie, los infames carlistas harán lo mismo con el noble D. Beltrán de Urdaneta -gritó el anciano, poniéndose en pie, medio desnudo, sobre el camastro-. Bien, bien: aquí me tenéis, asesinos; aquí estoy dispuesto a morir. Noble por noble, como me dijo en Cheste el jefe de los matachines, Ramón Cabrera... ¡Y para anunciarme esto, Sr. Putxet, ha estado ahí tartamudeando y poco menos que haciendo pucheros!... Aguarde a que me vista; dispense que tarde en ello algún tiempo, pues acostumbrado a valerme de ayuda de cámara, soy algo torpe en estas operaciones matutinas... Pero si tienen mucha prisa por despacharme, ¡demonio! llévenme a medio vestir, que la muerte no ha de poner reparo. Por falta de ropa, ni he de ser menos animoso, ni vosotros menos viles y cobardes.

-Si no hay prisa, señor -dijo el capellán abrazándole-. De aquí a las nueve nos sobra tiempo... Y pues tiene la costumbre del ayuda de cámara, yo soy bastante humilde para prestarle ese servicio.

-Gracias, no pretendía yo tanto -replicó D. Beltrán sentándose en el lecho, mientras el otro le traía las botas, el pantalón, disponiéndose a vestirle-. Y pues con tanta generosidad mis verdugos me conceden estas horas, sepa que no renuncio al café que me ha ofrecido...

-Al momento mandaré que se lo preparen. ¡Pues no faltaba más! Sería una desconsideración imperdonable privarle de alimento.

-Bien, hijo, bien: se agradece... ¡Con qué destreza me ayuda a vestirme! Parece que en toda su vida no ha hecho usted otra cosa.

-Fuí paje del ilustrísimo señor D. Víctor Sáez, Obispo de Tortosa.

-¡Sáez, el Ministro del absolutismo! ¡El que ayudó a Fernando VII en su tarea de ahorcar a medio mundo! Bien, hombre, bien. Pues ya que usted tiene la bondad de ser por un instante mi criado, no vacilará, si es tan humilde, en prestarme todos los servicios que necesita un hombre como yo... Adelante... Tenga usted cuidado con esta pierna. Trátela con miramiento, que está reumática... Ahora el chaleco... Este me lo dio D. Ramón, y me ha hecho un gran servicio. Bueno, bueno... No corra usted tanto... Le recordaré el dicho de nuestro gran tirano, el ahorcador de gentes, Fernando el Deseado... contra una esquina... Ya sabe usted que él fue quien dijo: 'Vísteme despacio, que estoy de prisa'. Ahora, hágame el favor de pedir el café...

-Lo tendrá usted a punto. Sabe Dios cuánta pena me causa tener que notificarle... Anoche me llamó Llangostera, que entre paréntesis, está muy afligido por verse en el duro trance de...

-¡Pobrecito! Si está tan afligido, le compadezco...

-Pero el deber...

-Claro, el deber... En estas guerras salvajes, trastornadas las conciencias, aplicáis a los crímenes palabras santas que se inventaron para expresar la virtud, y asesináis en nombre de la justicia, que es como poner al diablo en los altares... Bien... que sea pronto.

-Suplicome el Sr. Llangostera que me encargase... y con gran sentimiento acepté comisión tan triste... Era yo el más significado para este paso, por la amistad... de que me honro.

-La honra es mía. No sea usted tan modesto...

-Y encargome al propio tiempo que le preparase... si usted se dignaba elegirme entre los cuatro señores capellanes que estamos hoy en Rossell.

-Hijo, sí, por elegido... Lo mismo me da.

-Mi amistad atribulada -dijo el capellán buscando una bonita expresión retórica-, se consuela con esta preferencia que el noble caballero se digna concederme.

-Mi confesión no será larga -indicó Don Beltrán paseándose por la habitación-, y si usted quiere, ahora mismo...

-Antes haré que se le sirva el café... No hay en ello inconveniente, pues no tendremos comunión... y no por culpa mía. El párroco del pueblo nos ha hecho la jugada de abandonar su iglesia para unirse a la partida del Organista. Está el hombre furioso desde que los liberales le mataron al sobrino...».

No necesitó el capellán separarse de su amigo para la diligencia del café, pues el oficial de guardia en la estancia próxima, interesado también por D. Beltrán, y de su desgracia compadecido, había dado las órdenes para que se le llevase pronto aquella tónica bebida. Dio el anciano las gracias a los que se la sirvieron, mostrándose con todos muy afable. Tomado el café, que por singular merced no estaba mal hecho, volvió al capítulo de su confesión, diciendo con animado lenguaje:

-Pues sí: mi conciencia ve su luz y su sombra perfectamente deslindadas, y no vacila al señalarlas... No hay en mí casos dudosos, enigmáticos, obscuros. Soy claro y bien definido... En esta crítica hora, mi memoria se aviva, y no habrá nada que se me quede en el tintero, llamando tintero al antro del olvido. Lo que Dios sabe, yo lo digo sin rebozo y con facilidad al sacerdote que me auxilia, a cuantos quieran oírlo, pues la vida de Beltrán de Urdaneta es pública, su carácter, bien diáfano, y sería en mí ridículo melindre el hacer un misterio de lo que sabe todo el mundo, todo Aragón... Soy público en Aragón; soy popular, mejor dicho...

Y observando que oficiales y soldados, de guardia en la estancia próxima, se asomaban a la puerta movidos de curiosidad, les dijo: «Entren si gustan, y oigan; que los pecados que declara mi boca no son tales que produzcan espanto, y refiriendo mis maldades, puedo decir que el que se encuentre limpio de ellas, tire la primera piedra. No es que yo deje de creerlas vituperables; al contrario, en esta hora clara de la conciencia, veo y reconozco cuánto he ofendido al Señor, y qué mal uso hice de las cualidades que se dignó poner en mi alma. Siempre fuí religioso, creyente ciego de cuanto su Iglesia nos enseña, aunque muy perezoso y descuidado en cumplir los preceptos que se nos dieron para conservar y enaltecer el nombre de cristianos. He faltado en esto gravemente, más que por desamor de Dios, por la continua distracción en que me tenía el bullicio vano del mundo, y las frivolidades con que la sociedad noble embelesa nuestros sentidos. Siempre fuí más devoto de los placeres que de las abstinencias, y más gustoso de la buena vida que de las mortificaciones, sin llegar nunca a la embriaguez ni a la glotonería, y no porque ambos excesos son pecados, sino porque siempre les creí de mal gusto... He sido vanidoso, amante de la ostentación y de la lisonja, mirando siempre a que lo mío fuese superior a lo ajeno, a que ninguno me igualara en grandeza y lujo; y cuando veía por alguna parte algo que me obscureciese, sufría mal de tristeza, y me lo curaba con nuevos esfuerzos para extremar la presunción y humillar a los demás... Pero también digo que jamás cometí vileza contra nadie, y que conservé la dignidad que mi raza y mi nombre me imponían, mostrándome siempre caballero noble, con los iguales cortés, afable y cariñoso con los inferiores... Mi pecado mayor, manantial inagotable, en vida tan larga, de innumerables errores, ha sido mi locura, que así la llamo, de galantear y ser grato al bello sexo. Mi goce más vivo fue en todo tiempo el trato de damas altas, bajas o medianas, y llamo damas a cuanto se comprende dentro de la muchedumbre femenina. Mi desatino ha sido tal, que todo lo he pospuesto a la satisfacción de mis gustos. Verdad que dentro del fuero del amor no he cometido vilezas; pero sepan que ese fuero es puro artificio inventado para nuestro uso por los galanteadores, y que no vale ante la ordenanza del Decálogo. Yo, pues, he pecado gravísimamente, y al declararlo, reconozco sin atenuaciones ni disculpas todo el mal que hice, añadiendo que mis infamias no tu vieron término por severidad de mi conciencia, sino porque el desmayo de la naturaleza les puso freno, contraviniendo mi liviandad y hábitos viciosos. De esto me acuso, y reconociendo mi error, me encomiendo a la Misericordia divina.

»También es pecado grave el poco o ningún cuidado que puse en el manejo de mi hacienda; que la riqueza, Dios nos la da para que la usemos con templanza y la transmitamos a nuestros hijos. Yo he sido una mano verdaderamente horadada. Ciertamente que algo atenúa este pecado mi generosidad sin límites, pues todo se ha de decir: yo hacía partícipes de mi bien a cuantos me rodeaban o se me acercaban en demanda de auxilio. Yo he remediado muchas miserias, enjugado no pocas lágrimas. Ningún colono ni sirviente mío puede decir que le oprimí; y si esto se lleva como litigio a tribunal divino para fallar sobre mi alma, tengo por cierto que innumerables seres depondrán en favor mío. Váyase lo uno por lo otro, que si largamente derroché, con no menor largueza di mi mano a los miserables para que se agarraran... Defecto capital mío ha sido el amor a ese resorte de vida material que llamamos dinero, despreciado por los filósofos, vilipendiado por la religión, pero del cual no podemos prescindir dentro de la sociedad a que pertenecemos, porque su empleo y distribución se ha hecho ley que a todos nos sujeta, so pena de volvemos salvajes o ermitaños, lo que no digo que sea peor ni mejor que el estado social. Sólo afirmo que mis apetitos, mi presunción, me han espoleado siempre para proveerme de ese metal, que no llamaré precioso ni vil, dejándole en esta ocasión sin ningún título ni apodo. Pero bien sabe Dios que en las situaciones aflictivas a que me condujo el afán de prolongar mis goces y conservar mi fama de rumboso y señoril, jamás tomé nada que no viniese a mí por caminos legítimos, aunque ruinosos. Sobre mi conciencia pesan muchos pecados, muchos; pero no pesa ni un solo maravedí que pueda llamarse ajeno. Si alguna vez me rebajé al empleo de resortes que humillaban un tanto mi dignidad, nunca me movió el intento de traer a mí lo perteneciente a otro... eso nunca. Limpio estoy de esa clase de manchas... No puedo decir, ¡ay de mí! que de todas esté limpio, pues pecador fuí, por pecador me tengo, y como pecador empedernido me confieso en la hora de mi muerte. Ya lo habéis oído; ya veis, señores, la conciencia de D. Beltrán de Urdaneta, a quien todo Aragón llamó en otro tiempo D. Beltrán el Grande. Ni cosa mala he callado, ni cosa buena hay fuera de lo manifiesto. Si algo se me olvida, quiera Dios ordenar mi memoria de modo que los olvidos sean de cosas y hechos favorables, y que nada de lo malo se me quede escondido en la mente. Creo que no... Tal como fuí y como soy, a vosotros, a mi confesor y amigo me presento; y sumiso, pesaroso de haber menospreciado la divina ley, entrego mi alma a Dios, infinitamente Justiciero, infinitamente Misericordioso».