XV

No había concluido la función. Despachados los sargentos y oficiales, empezaron a exterminar soldados. De arriba gritaban: «¡Más, más... todos!». Y los que se acercaron a Cabrera intentando convencerle de que el escarmiento no debía pasar de allí, oyeron de él la fría respuesta: «Hoy no les niego nada». El General, molestado por horrible acedía, y con su boca llena de un amargor insano, el rostro lívido, la mirada menos brillante que de ordinario, no había tomado más que un poco de vino con agua. Su inapetencia habría necesitado quizás, para remediarse, espectáculos menos terribles; o era que ni aun con los triunfos recientes se hallaba satisfecho, y su insaciable ambición pedía más al adusto Genio que le protegía. En medio de las alegrías del festín y de los horrores de la matazón, más que matanza, su espíritu se distraía de la realidad presente, para volar hacia la ciudad cercana, bella y rica. Los ojos se le iban hacia allá, como si contar quisiera las torres y cimborrios de la que solemos llamar ciudad del Cid. ¡Qué no daría aquel nuevo dominador de pueblos por poderla llamar suya! Mirándola con ojos de codicia más que de amor, parecía decirle: «Ya ves cómo trato a mis enemigos. Permito a mis soldados que hagan esta pira de cadáveres, para que en ella veas a Cabrera. Aquí estoy; mírame; quiero que tiembles mirándome, quiero que toda España tiemble ante mí».

Terminados los fusilamientos, un amigo de Nelet recogió a D. Beltrán, atontado de la fuerza del susto, y le llevó a su alojamiento. A prima noche, Nelet le hizo acostar, dándole vino caliente, y el pobre señor, con los cuidados que su amigo, antes enemigo, le prodigaba, descansó del molimento y de la pavorosa impresión, despertándose al toque de diana con regular apetito y el espíritu fortificado de resignación, así cristiana como filosófica. Vivía en los dominios del terror trágico y en las fronteras de la muerte: cuando llegara para él la hora del martirio, sabría, pues, afrontarlo con valor y dignidad.

Desayunándose con los restos del banquete, las tropas se pusieron en marcha muy temprano, dejando intacta la pila de muertos para que los enterraran los vecinos de Burjasot, si querían; algunos batallones se aproximaron a Valencia simulando un ataque. El amago, sin más objeto que amedrentar al vecindario, significaba un ¡si voy...! Pero no iba: para tal empresa no bastaban la audacia y la agilidad. Contentábase Cabrera con aumentar su hueste, con organizarla y darle hábitos y educación de ejército poderoso; sus crueldades no eran el nefando goce del mal, como en el depravado cura Lorente: eran los resortes de una infernal política, pues en su conocimiento del país y de los hombres, el leopardo no veía más camino que la fascinación terrorífica para domar a los pueblos. Destruyendo media España, aseguraba el imperio sobre la otra media.

Hecha la demostración ante los muros de Valencia, emprendió Cabrera con su ejército la marcha hacia la Plana de Castellón, sin decir a nadie a dónde iba ni qué planes llevaba. Santapau, recién ascendido a comandante, mandaba el 3.º de Tortosa, y en su estreno de plaza montada brindó a D. Beltrán con la participación de su cabalgadura, llevándole a la grupa en todo aquel caminar, que no fue de los más acelerados. Dispuso el jefe una marcha por la margen derecha del Palancia, como si quisiera embestir a Segorbe; descendió inopinadamente hasta Sot de Ferrer; pasó el río, y a los dos días de lo de Burjasot, pernoctaba en Alfandeguilla. Afirmose en tan larga correría la amistad entre D. Beltrán y Nelet, ganando este con delicadas confianzas el corazón del anciano. A poco de emprender la primer jornada, y observándole taciturno y receloso, díjole que el General había manifestado, respecto a su noble cautivo, sentimientos de benevolencia y estimación. La verdad de esto demostráronla los hechos, pues en la parada que hicieron en Rafelbuñol, presentándose la noche lluviosa y fría, Cabrera mandó a Don Beltrán un capote suyo en buen uso para que se abrigase. Cuidaba en tanto Nelet de apartar para él la mejor comida, y en los alojamientos le agenciaba toda la comodidad posible. Tanta era en Urdaneta la gratitud como la confusión, y llegó a sospechar que tales obsequios significaban un refinamiento de crueldad, y que le regalaban como a los condenados a muerte antes de quitarles la vida. Descansando y comiendo al pie de unos robustos algarrobos, después de pasar el Palancia, Nelet intentó quitarle de la cabeza los temores de fusilamiento, diciéndole que tal vez Cabrera le retenía con fines muy distintos de los que supone la prisión por rehenes. No comprendía el viejo qué fines podían ser aquellos, dada su inutilidad, y ambos estimaron que el noble señor debía esperar los acontecimientos, tomando lo que le dieran, comiendo de lo mejor que hubiese, y abriendo su espíritu a la confianza.

«Dispuesto estoy -dijo Urdaneta-, a comer todo lo que me traigan, y a ponerme la ropa del General, si continúa mandándome algunas piezas útiles. Pero mi espíritu no puede estar sereno, pues no se aparta de mi mente la matanza de Burjasot. Soy cristiano; protesto en silencio de estos horrores, y pido a Dios que los castigue.

-Lo de Burjasot -replicó Nelet con fría naturalidad-, no es otra cosa que una hilada más de la pirámide de justicia que juró construir D. Ramón, hallándose en Valderrobles, en Febrero del año pasado. Esa pirámide no es aún bastante alta para que pueda lucir en su cima la imagen de aquella santa mujer, María Griñó... Pero ya tocan marcha. Andando, señor mío. Vamos a Nules, que es plaza nuestra. Yo le aseguro a usted que allí tendremos ocasión... y además motivos de hablar largamente».

A las diez de la mañana del siguiente día fue recibido Cabrera en Nules con arcos de triunfo, cortinas, músicas y danzas populares. Salieron a felicitarle y a ofrecerle ramitos de flores las chicas guapas del pueblo; huelgas y merendonas tenían dispuestas los calificados, y por la tarde corrida de toros en la plaza. En buena casa fue alojado Don Beltrán, y tanto él como Santapau, tratados a cuerpo de rey. Salió el comandante a obligaciones del servicio y a diligencias privadas, de que su amigo no tuvo conocimiento hasta la tarde, en la ocasión y sitio que pronto se sabrá. Comieron opíparamente, y cuando toda la oficialidad y el Estado Mayor a la plaza se encaminaban para ver la función de toros, Nelet propuso al anciano que, pues ellos no eran aficionados al barullo y tenían algo que platicar, se fueran a dar un paseo por donde menos ruido hubiese de festejo y de muchedumbre. Conforme en ello Urdaneta, se metieron por calles y travesías buscando la soledad, que fácilmente encontraron, por estar todo el golpe del vecindario en la corrida.

La villa, de construcción arábiga, blanca, de suelo plano y fácil, les engañó con la tortuosa red de sus calles; y cuando creían haber andado poco, halláronse lejos, en un arrabal separado del pueblo por anchas acequias. Metiéndose por entre dos tapias, fueron a dar frente a una iglesia de frontispicio blanqueado con excepción de la puerta de piedra, barroca, de columnas salomónicas, de retorcidos follajes y garambainas. «Como está usted cansado -dijo Nelet-, y esta iglesia nos brinda con su soledad y silencio, tan a punto para el descanso como para la buena conversación, entremos, señor D. Beltrán, y aquí hablaremos todo lo que nos dé la gana.

-Dígame, compañero -indicó el viejo cuando Nelet, llevándole de la mano, le metió en la iglesia y se sentaron los dos en un banco-. ¿Es que yo me he quedado completamente ciego, o que está esto más obscuro que boca de lobo?

-No tema por su vista. Yo tampoco veo nada. Venimos deslumbrados de la calle. Aquí nadie nos molesta ni nos oye. Voy a mi cuento, empezando por decir a usted que el hombre más desgraciado del mundo, el más digno de lástima, es el que con usted habla en este momento. Pensará usted quizás que mis penas son obra de la imaginación, a lo que contesto que, aun admitiendo esa idea, no dejan de ser efectivos, terribles, insoportables los sufrimientos de su servidor. ¡Con decirle que en Burjasot, cuando mandaba los fusilamientos, envidiaba a los pobres que allí matábamos como moscas...!

-Pasión de ánimo se llama esa enfermedad; y ella debe de ser motivada por una mala impresión, por un vivo querer no satisfecho.

-Ya pone su dedo en mi llaga... ¡y cómo me duele! No me equivoqué al pensar que usted, hombre muy corrido, que ha vivido en esas sociedades de tono, buen conocedor de hombres y mujeres y de todo el tinglado social, es el único para confidente, quizás para médico de mis males.

-¡Yo!... Tate... tate... Amigo Nelet, o soy un niño inocente, o es causa de sus desdichas ese trastorno del alma, a veces del cuerpo, que llaman amor.

-Entre paréntesis... Ya principio a distinguir los altares... ¿No hay allí dos viejas?

-No, señor: son dos sillas.

-Me da en la nariz, Nelet amigo, que esto es convento de monjas. He sentido a mi espalda como un murmullo, como un roce de faldas... y un cierto olor de incienso de monja... que es un olor eclesiástico muy particular... ¿Me equivoco?

-No señor.

-¿Está aquí detrás el coro?

-Y al través de la verja parece que veo un par de bultos blancos...

-Bueno, siga usted... ¿Con que amor? Y admito, sí señor, que pueda yo ser médico de tal achaque por mi consumada experiencia, por lo que han visto estos ojos, por los innumerables afectos de diferentes clases que han turbado este viejo corazón. Adelante, y abreviemos: ¿quién es ella?

-Antes de saber quién es ella, sabrá usted quién es él. Manuel Santapau, nacido en un mas próximo a Gandesa, de padres labradores ricos, no debió a estos una crianza perfecta. Hijo único, sus padres no supieron enderezarle desde niño por los buenos caminos, y en vez de contener su natural voluntarioso, le dejaron tomar vuelo; sus travesuras hacían gracia, y sus sinrazones eran alabadas antes que reprendidas, resultando que cuando unas y otras, con la edad empezaron a ser maliciosas, ya no había autoridad que las contuviera. En fin, señor: yo, desde los diez y seis años, escandalicé la villa en que vivíamos, que era entonces Gandesa, y más tarde hice campo de mis abominaciones a Reus, a Vendrell y a Cambrils. Ausente de la casa de mi padre, salvo en las pocas en que iba a reponer mi bolsa, me lanzaba yo con otros amigos no menos inclinados a la vagancia, de pueblo en pueblo, cometiendo tropelías sin fin. Mis estudios, que no pasaron de leer y escribir y algo de cuentas, se completaron después en el libro del mundo, donde aprendíamos toda la ciencia del mal. Era vasto nuestro terreno, y en él ejercíamos diferentes artes malignas; pero la peor de estas, y en que yo principalmente despuntaba, era la de seducir doncellas con mil engaños para abandonarlas luego miserablemente. Si robábamos alguna vez en ciudades o despoblados, era por modo de travesura; nuestro botín consistía siempre en jamones y morcillas, aves y otros comestibles, y jamás tomamos dinero de nadie. Esta es la verdad; y así como digo lo malo, digo lo bueno o lo menos malo. Alguna muerte tuvimos sobre nuestras conciencias, todas en riña, a veces por defendernos de padres burlados, a veces por pendencias de ésas que, sin saber cómo, salen del vino... porque, eso sí, a borrachos y camorristas, nadie nos ganaba. Aunque me esté mal el decirlo, mi buena figura era la mejor ayuda de mi perversidad en la campaña de conquistar mujeres, embobarlas y perderlas sin ninguna compasión. El demonio, que no Dios, me había dado el rostro para enamorar y las palabras dulces y mentirosas; y con tales medios, cada día era yo más terrible acosador del sexo femenino, llegando a no respetar ya soltera ni casada, seduciendo también por depravación a las que no eran bonitas, y a las religiosas, a las altas, y a las bajas y a las medianas...

-Perdone usted, Nelet -dijo D. Beltrán, que no podía contener las ganas de interrumpirle-. El tipo de D. Juan, que existe desde el principio del mundo y es de todas épocas, tiene en la nuestra, por lo muy reglamentada que está la sociedad, poco terreno para sus audacias. Se lo dice quien ha visto mucho mundo; quien, si se pusiera a contar lances y aventuras donjuanescas, no acabaría en siete meses. Y yo pregunto: ¿cómo pudo usted ejercer tan largo tiempo de caballero seductor, sin tropezar con la justicia que le metiera en la cárcel, con un padre que le descalabrara, o un marido que le partiera por la mitad?

-Lo encontré, sí señor: tuve mi castigo. Un marido, de Tortosa, me cogió desprevenido una noche, y con una barra me abrió la cabeza. Después agarrome por una pata y me tiró a una acequia, donde me habría ahogado si esta llevara más de medio palmo de agua.

-Acabáramos... Reconozca usted que ya era tiempo, querido Santapau.