XII

Al amanecer, cuando empezaba a conciliar el sueño, le llamaron... Creyó al pronto que iban a fusilarle, y dijo: «Vamos, estoy pronto. Acabemos de una vez». No tardó en enterarse de que le mandaban a desempeñar una obligación harto triste: enterrar los muertos de la hecatombe de la noche anterior; y si el primer impulso de su orgullo y dignidad fue rechazar colérico un cometido tan impropio de su categoría, luego dejó lugar el orgullo a la conformidad cristiana que había criado en su alma con las meditaciones del pasado insomnio, y dando un gran suspiro, dijo: «Vamos a donde ustedes quieran. Merezco esto y mucho más: seré sepulturero». La idea de que entre los cadáveres podía encontrar el de Baldomero Galán, hizo flaquear un momento su entereza; pero logró rehacerse con estas consideraciones: «Si está, ¡qué puedo hacer más que llorarle! Contra los hechos, dispuestos o consentidos por Dios, nada podemos. Enterraré al pobrecito Mero, alférez y mártir».

Terrible duelo y consternación produjo a D. Beltrán la vista de los diez y seis cadáveres ya desnudos, rígidos en sus violentas contorsiones; y como no podía reconocer al que buscaba sino acercándose mucho, a todos les fue observando uno por uno, y tocaba los fríos rostros. Eran jóvenes, lozanas existencias destruidas bárbaramente en la plenitud del vigor. «No está Mero -pensó, sintiéndose aliviado de un gran peso-. ¡Pobres muchachos! ¿Por qué se les ha quitado la vida? España se desangra, España se aniquila. Asisto al suicidio de una nación. Sepultémosla en su propia tierra...». Cogió el azadón que le destinaron, y se puso a cavar tan tranquilo. La resignación, con este humilde trabajo, fue ganando más y más espacio en su alma, y con ella la certidumbre de que sus desdichas venían del Cielo y eran el contrapeso lógico de una vida de disipación y goces. Junto a él vio que cavaban los dos sepultureros de la compañía de Marcela; pero ni ellos le hablaron, ni D. Beltrán les dijo una palabra. Abiertos tres hoyos de gran capacidad, fueron cogiendo muertos y arrojándolos dentro, unos sobre otros, y después rellenaron y apisonaron. «Yo creí -pensó Urdaneta cuando concluían-, que esto me impresionaría horriblemente. Pero a todo se acostumbra uno. Me desayunaría yo ahora mismo, si me dieran con qué...». A su carro se dirigía con esperanza de encontrar las alforjas de Mosén Putxet, cuando le mandaron al campo donde se diría pronto la misa. «Pues a misa», murmuró, declarándose pasivo, dispuesto a cuanto le mandasen.

En el campo habían puesto el altar, al pie de un soberbio algarrobo, vestido de espléndido follaje. El sol relumbraba esparciendo claridad y alegría, y picaba más de la cuenta. Del Mediterráneo, que no se veía, pero se adivinaba, venía una brisa suave y consoladora. Las tropas formaban para oír misa; los jefes, a caballo, ocuparon su puesto delante de los Cuerpos. Allí vio D. Beltrán al cabecilla Forcadell, uno de los lugartenientes de Cabrera, y general de una potente división. Su rostro inflado, risueño y de hombría de bien, lo mismo podía ser de canónigo que de mayoral de diligencias. Pesaba sobre un poderoso alazán; vestía zamarra peluda, chaleco blanco abotonado hasta el cuello; la boina era de gran vuelo, blanca con fleco dorado. De una tienda de campaña salió Mosén Putxet revestido: eran acólitos dos granaderos del 1.º de Tortosa. Oyó la misa D. Beltrán con recogimiento, en el sitio que le designaron, y no lejos de sí, por delante, vio a Marcela de rodillas y a los dos sepultureros. Cuando alzaban, entre el estrépito de cometas y tambores, el recuerdo de los pobrecitos que había enterrado le distrajo un poco de su devoción. Mas rehaciéndose, a punto que se santiguaba, decía para sus adentros: «Diablos de la guerra, mucho tenéis que llorar por vuestros crímenes para que Ese os perdone».

De vuelta a su carro, Urdaneta preguntaba: «¿Pero dónde estamos? ¿Es esta la Plana de Castellón?», y sin enterarse de la respuesta, tendiose de largo a largo, y comiendo de lo que le dio el buen Putxet, pronto se quedó dormido. Por la noche, el zarandeo del carro era fuerte y molesto, señal de que iba de prisa por ásperos declives... A la madrugada vadearon un río de escaso caudal. La división, dotada de extraordinaria presteza de pies y pezuñas, avanzaba tragándose las leguas. Al día siguiente, vio D. Beltrán un pueblo que llamaban Olla; después otro que nombraban Chestalgar o cosa así. A la siguiente medianoche pararon. Creyó notar Urdaneta que se juntaba más tropa; no cesaban de sonar tambores y clarines. Salió a estirar las piernas y dar un paseo... Putxet, cuando se retiró a dormir, díjole que estaban cerca de Buñol o cerca de Siete Aguas, no lo sabía con certeza, y que Don Ramón, acompañado de Llangostera, había venido a conferenciar con Forcadell. Al amanecer oyose tiroteo por la parte que el noble cautivo, mirando las estrellas, estimó como Levante. Por allí avanzaba una división cristina. Serían las ocho cuando, no D. Beltrán que apenas veía, sino Putxet y otro clérigo que con él estaba, observaron que las tropas de la Reina, vigorosamente atacadas en terreno desfavorable, se desbandaban; que luego se rehacían reforzadas por su caballería... El tiroteo se generalizó, llegando a ser continuo por la zona del Sur... Dos batallones carlistas salieron corriendo como demonios a embestirles por el flanco. «¿Qué pasa, qué pasa, amigo Putxet? -preguntaba Don Beltrán; y el clérigo le dijo gozoso: «La caballería no les vale esta vez... Allá va como deshecha y desmoralizada... ¡Qué victoria, ¡pacho! qué victoria!...». Sobrevino luego un incidente que determinó cierta indecisión... Fuerzas carlistas retrocedieron. Los carros tuvieron que alejarse. De la otra parte empujaban con furia.

De pronto vieron venir un gran tumulto, muchos jinetes que no corrían, volaban, los ágiles corceles saltando zanjas y cercas, desmandados, locos. Frente a ellos, en un caballo blanco, venía un hombre vestido de colorines. Al pasar el jinete junto a la impedimenta, vieron los que allí estaban su rostro, harto parecido al de un gato, los ojos flamígeros, la color verdosa, henchida la nariz, como si las ventanillas de ella quisieran rasgarse para dar paso al aliento. Su capa blanca con vueltas rojas sujeta al cuello, ondeaba como una bandera. En la mano blandía la espada; se le oía claramente gritar: Per así, fills meus... Seguidme... Els destrosarem... ¡Viva Carlos V! ¡Mueran eixos pillos, cobards!...

La tromba, que tal parecía, de innúmeros caballos, seguidos de tropel de infantería, describió un vasto círculo por la llanura. Cuando se alejó, la nube de polvo que levantaba impidió ver dónde había caído. Oyose un chasquido formidable, como un desgarrón de masas enormes... Los carros hubieron de alejarse más, metiéndose en una hondura desde donde poco se distinguía. «Este D. Ramón es tremendo -gritaba Putxet alzando los brazos al cielo, ebrio de gozo-: menuda paliza les está dando. No quedará uno para contarlo. ¡Viva el Trono legítimo, señores! Esta brillante jornada nos abrirá las puertas de la hermosa Valencia, de la reina del Turia... Vean... ya se disipa el polvo: por allí van desbandados los de Isabel... distingo perfectamente los morriones... ¡Hola, hola! la caballería parece que quiere volver grupas y hacemos cara... Ya es tarde, ¡pacho!... ya es tarde. D. Ramón, que es el dios Marte en persona, les da una carga horrorosa, y se deja caer sobre el propio Buñol... Adelante, valientes. ¡Viva la Virgen de los Desamparados, nuestra Madre!».

Con estas exclamaciones, de un entusiasmo pueril, iba señalando el clérigo las peripecias del combate que desde allí podían apreciarse. Hacia el mediodía todo el ejército carlista iba sobre Buñol, persiguiendo a los liberales fugitivos. «Me estoy temiendo -dijo Putxet a su amigo tomando un piscolabis en la carreta en marcha-, que tendremos función esta tarde... Sería yo muy dichoso si, variadas las condiciones en que hoy se hace la guerra, diéramos cuartel. Es ciertamente más humano perdonar al vencido, ¿verdad?». Llegados a la Venta de Buñol, se procedió con método, parsimonia y naturalidad a fusilar a veintisiete oficiales y sargentos. Afortunadamente para Urdaneta, no le mandaron a enterrar. Oyó los tiros, vio llegar a su amigo desconcertado y melancólico, y nada más.

Dos días después, sabedor Cabrera de que una columna cristina andaba por Alcanar, mandó contra ella a Llangostera, que la deshizo y fusiló victorioso todo lo que quiso. Enterado también el fiero caudillo de que el Capitán General de Valencia había salido hacia Castellón con fuerzas para relevar las guarniciones del Maestrazgo, mandó a la Plana al Serrador, y desplegando una actividad increíble, prodigiosa, organizó al propio tiempo la expedición de Forcadell a Orihuela. No satisfecho aún con la victoria de Buñol, y habiendo recogido armas y caballos, amén del fruto de las depredaciones en país tan rico, se fue hacia Requena, simulando un amago a esta ciudad; mas no se detuvo hasta Utiel: establecido allí su Cuartel general, apresurose a fortificar la posición.

Estaba de Dios que en aquella parte de su cautiverio se agravaran las desdichas del noble D. Beltrán, obligándole Dios con esto a mayor acopio de paciencia; su amigo, el buen Putxet, se separó de él antes de llegar a Requena, agregado a la expedición que invadir debía la tierra de Alicante, y ya no disfrutó el pobre viejo el beneficio del carro sino en contadas ocasiones, viéndose obligado a llevar peonilmente la carga de sus añosos huesos. Sacando fuerzas de flaqueza pudo llegar a Utiel, el calzado roto, los pies llagados, molido y hambriento, harto de trabajos, incomodidades y miserias. Pero le bastaba considerar que más había padecido Cristo por nosotros, para sacar alientos de su propio desmayo y prepararse a mayores infortunios.

Metiéronle en un zaguán húmedo, y de allí le pasaron a una bodega, con salida a un jardinillo petiseco, cercado de tapias; le acompañaban los dos enterradores. De Marcela, ni estos ni D. Beltrán sabían dónde había ido a parar. En el piso alto de la misma casa se alojaba, con otros oficiales, el capitán Nelet, que viendo desde el balcón a los viejos sentados en el jardinillo tomando el sol, dijo a sus amigotes: «No sé para qué nos traen acá tales estafermos. Son tres bocas y ningún hombre. O fusilarles, en el caso de que se compruebe que son espías, o echarles a un camino para que se mantengan de limosna». Como D. Beltrán mirase para arriba, y con lastimero acento dijese que lo mismo le daba a él la muerte que la mendicidad, mandole Nelet que subiera; obediente el anciano subió la escalera con paso lento, tomando resuello a cada cuatro peldaños, pues no podía de otro modo, y fue recibido en una sala por el dicho Nelet y otros dos tagarotes. Entró Urdaneta con digno continente, descubriéndose, y permaneció en pie esperando las órdenes de aquellos bárbaros. Nelet, apoltronado en un sillón, y rascándose las pantorrillas, le dijo: «¿Es cierto que es usted de la aristocracia?

-Sí, señor: me honro de pertenecer a la primera nobleza de Aragón.

-¿Es usted Marqués?

-Mis títulos son los Señoríos de la Torre de Albalate, de Olid, con Grandeza, de...

-Acabe usted, hombre, con esa letanía... Pues mire: de algún modo ha de ganar el pan que le damos».

Diciendo esto, se quitó las botas llenas de cuajarones de barro, y alargándolas al prócer, le dijo: «En aquel cajón hallará usted cepillo y betún. Me las pondrá como un espejo».

Permaneció un instante D. Beltrán con su mano extendida hacia las botas, inmóvil y rígido, empeñada su voluntad en terrible lucha entre dos movimientos: o coger las botas y estamparlas en la cabeza del grosero y estúpido capitán, o resignarse a tanta humillación y aceptarla por los méritos de Jesucristo. Prevaleció este último intento, y recibió con noble pausa las botas, recogiendo luego los adminículos de embetunar.

«¿Fuma usted? -le preguntó Nelet, haciéndole retroceder desde la puerta.

-Sí señor».

Le ofreció un cigarrillo, y pareciéndole poco, le dijo: «Tome usted más, para sí y sus compañeros, que la vejez entretiene sus tristezas con el tabaco.

-Gracias».

Y bajó el anciano tan gravemente como había subido, escalón por escalón, sin decir nada, casi sin pensar nada...