La cajetilla de cigarros
(Episodio de la guerra del Pacífico)
Aquella mañana, la del 7 de Junio de 1880, habían corrido raudales de sangre peruana en el legendario Morro de Arica. Francisco Bolognesi, el inmortal soldado, había sucumbido, cayendo en torno suyo 900 bravos de los 1,600 que formaban su cuerpo de ejército.
Se había batallado hasta quemar el último cartucho, y 6,500 soldados chilenos se adueñaron del Morro, sin más pérdida para ellos que la de 144 muertos y 337 heridos.
La lucha fué en la proporción de uno contra cuatro. La victoria no correspondió al esfuerzo heroico sino al número inflexiblemente abrumador.
En momentos de pronunciarse el desastre, un joven capitán peruano á quien acompañaban cuatro soldados, golpeó con la culata de su rifle el fulminante de una mina, produciéndose la explosión que mató á tres de los enemigos, dejando heridos ó contusos á muchos más.
Disipada la espesa nube de polvo y humo, se encontraron el capitán García y sus cuatro valientes rodeados por un grupo de treinta chilenos al mando del teniente Lujan. Toda resistencia era imposible, y los cinco peruanos fueron hechos prisioneros.
En esos momentos se presentó un coronel quien, informado por Lujan del estrago producido por la mina, dijo lacónicamente :— Baje usted con esos hombres á la falda del Morro, y fusílelos.
Y vencedores y vencidos emprendieron con lentitud el descenso de más de trescientos metros que los separaban de la llanura.
Habrían caminado ya una cuadra cuando el capitán García se detuvo, y sin fanfarronería, con entera serenidad de espíritu, le preguntó al oficial chileno, que tenía aspecto de buen muchacho:
—¿Me permite usted, teniente, encender un cigarrillo?
— No hay inconveniente, capitán. Fume usted cuantos quiera hasta llegar á la falda.
García sacó del bolsillo de su talismán( nombre con que se bautizó, por entonces, á la levita de los oficiales), una cajetilla de cigarros de papel.
— ¿Fuma usted, teniente?
—Sí, capitán, y gracias— contestó el chileno aceptando el cigarrillo.
—Así como así— continuó García,— siendo éste el último que he de de fumar, hago á usted mi heredero de los doce ó quince que aun quedan en la cajetilla, y fúmeselos en mi nombre.
Lujan se sintió conmovido y aceptando el legado contestó:
—Muchas gracias. Es usted todo un valiente, y créame que me duele en el alma tener que cumplimentar el mandato de mi jefe.
Y sin más, prosiguieron el descenso.
Faltábales poco menos de cincuenta metros para llegar á la siniestra falda cuando, á una cuadra de altura, resonaron gritos dados por otro oficial chileno:
- — ¡Eh! ¡ Lujan! ¡Teniente Lujan! ¡Párese, hombre! ¡Espéreme!
Lujan mandó hacer alto á su tropa, y retrocedió para salir al encuentro del voceador.
¿Qué había sucedido? Que el coronel, calmada la primera impresión, reflexionó que su orden de fusilar prisioneros encarnaba mucho de injusticia y de ferocidad salvaje. Llamó á uno de sus subalternos y le mandó que corriese á detener á Lujan.
—Dice el coronel— fueron las palabras del emisario al aproximársele su compañero,- que no fusiles á estos cholos y que los lleves al depósito de prisioneros.
—Me alegro— contestó Lujan,— porque el capitancito me ha sido simpático, como que me ha hecho nada menos que su heredero.
Unido el teniente á los cautivos y á su tropa, dijo:
—Le traigo á usted una buena noticia, capitán. Va usted, con sus cuatro hombres, al depósito de prisioneros. Ya no lo fusilo.
—Entonces, mi amigo — - contestó el imperturbable capitán García,— se quedó usted sin herencia. Devuélvame mi cajetilla de cigarros.