La cafetera rusa
Desde hace mucho tiempo, desde los años de la Universidad, época en que se propalan los más absurdos rumores sobre el matrimonio, he tenido para mí que la felicidad conyugal descansa sobre dos firmes columnas: el buen café después de las comidas y el piano bien tocado en las veladas del hogar.
Tan arraigadas he tenido estas convicciones y con tanta pasión las desarrollé ante la que iba a ser mi mujer, que no es de extrañarse que en el primer año de mi matrimonio nadie bebiera mejor café en Santiago, y nadie oyera mejor ejecutadas las sonatas de Beethoven, La Polonesa y Nocturno de Chopin y numerosas composiciones de Mendelsohn, Rubinstein, Schumann y otros maestros.
Pero como siempre ocurre, el café fue empeorando lentamente, y la ejecución de las piezas relajándose. Esto último se explica con la presencia de un nuevo habitante en mi casa, que con sus gritos, caprichos y enfermedades variadas distraía las facultades de la pianista y hacía nacer las de la madre.
Cada día se producía, después de comer, una escena análoga. Mi mujer esperaba que llevara a mis labios la tacita de café para observar concienzudamente el efecto que éste me producía. Enseguida, juzgando por la alteración de mis rasgos fisonómicos, llamaba a la sirviente:
-¿Qué café es éste?
-El mismo de ayer, señorita.
-¿Lo has tostado más que otras veces?
-No, señorita. Lo mismo que siempre.
-Sin embargo, está peor que nunca.
Yo notaba, a medida que avanzaba el tiempo, una honda desesperación en mi casa. El café empeoraba, como el cambio, y nada podía, como a éste, colocarlo en su antiguo pie. Para no agravar situación, ya grave de suyo, me abstenía de dar juicio alguno, y este silencio exasperaba indudablemente a mi mujer.
-Tú te callas; pero por dentro estás furioso. Te conozco. Con tus ideas estrafalarias estarás juzgando por el café, que yo te quiero menos y que no me preocupo de tus cosas.
-Estás equivocada. Yo tengo paciencia y creo que han de venir mejores días para el café. Pero no te afanes. Todo tiene compensación, y si es cierto que el café que me das parece una solución de tanino, también es verdad que las sopas han mejorado...
-Pero, seguramente, tú crees que las sopas no tienen nada que hacer con la felicidad del matrimonio. Nunca te has referido sino al café y al piano.
-Tienes razón. Aunque en mi programa matrimonial no figuraban las sopas, pueden, sin embargo, agregarse...
-Pero, prométeme, además, que no irás nunca a buscar buen café al Club.
-Te lo prometo, a pesar de que la tendencia natural del hombre es al progreso, a mejorar lo que es susceptible de mejoramiento...
La cuestión se agravaba, y el café iba pasando por transformaciones sucesivas: aclarándose unas veces hasta parecer tintura de yodo disuelta en mucha agua; ennegreciéndose otras hasta el negro absoluto; pero siempre sin su cualidad de aroma y de sabor de los primeros tiempos.
Una tarde, mientras escribía en mi escritorio para hacer tiempo, mi mujer entró ruidosamente, y colocó sobre mis papeles una serie de piezas de latón, algo deterioradas.
-Aquí está -me dijo con una sonrisa de triunfo.
-¿Qué es esto?
-Aquí está el secreto del café malo. ¿Ves tú este filtro? Está roto. El depósito está gastado y le da al agua gusto a soldadura de plomo. Hay que comprar otra cafetera. Me ha costado medio día de trabajo.
Aunque no comprendía el porqué de tanto trabajo, ni me explicaba que el secreto no hubiera sido revelado un año antes, examiné las piezas y comprendí que se imponía una nueva cafetera. Pero como yo soy hombre reflexivo, detuve la impaciencia de mi mujer, que corría ya a ponerse el sombrero frente a un espejo, y le dije:
-Es necesario andar con pies de plomo, lo que no quiere decir que la cafetera deba ser de este metal, por supuesto. Supongo que en el comercio hay cafeteras de diversos sistemas. Vale la pena saber qué país bebe mejor café, y entonces sabremos cuáles son las mejores cafeteras.
-Eso es un disparate -replicó mi mujer-, porque donde hay mejor café es en Bolivia y en Costa Rica, y nunca he oído hablar de cafeteras bolivianas o costarricenses.
Comenzamos a eso de las cuatro de la tarde una larga peregrinación al través de las mercerías, de las lamparerías, y hasta de las librerías, porque siempre tengo como aforismo que en los almacenes donde no debe haber un artículo y lo hay, se encuentra éste más barato que en otra parte.
Se nos ofrecieron cafeteras inglesas, americanas y francesas. Las primeras eran excesivamente sencillas y caras; las segundas eran de un metal nuevo que no inspiraba mucha confianza, y la tercera tenía numerosas piezas y ofrecía en grandes letras ser económica, elegante y barata.
Después de muchas vacilaciones, uno de los vendedores abrió una vitrina y de entre otros objetos heterogéneos extrajo uno, asegurándome que era una cafetera rusa. Me causó esta afirmación el mismo estupor que si mañana me dijeran que el monumento Montt-Varas estaba destinado a disparar el cañonazo de las doce. Había visto muchas veces esos aparatos y los creía lámparas de enfermo o de minas; jamás se me pasó por la mente la idea de que fueran lisas y llanamente cafeteras rusas.
Cargados con la peligrosa novedad, regresamos a casa.
El aparato venía acompañado de un plano en que estaban indicadas las diferentes piezas, con números, desde 1 hasta 12. Leímos con interés las instrucciones escritas en inglés, francés, portugués y español. Era esa eterna y engorrosa historia: se pone agua en el depósito 1, se introduce en su interior el filtro 2, se coloca el café entre éste y el filtro 3, se ajusta sobre ellos el tubo 4, con un ajuste a la bayoneta (esta palabra daba cierto aspecto sangriento a la descripción), se tapa todo con el depósito 5, se atornilla el mango en la rosca 6, se coloca todo en el soporte 7, se enciende el anafe 8, teniendo cuidado que el alcohol no se extienda a la base 9. Se extingue el fuego con la tapa 10, cuando salga vapor por la válvula 11, y se invierte la cafetera durante cinco minutos, sirviendo después las tazas con ayuda del mango 12.
Se puede apreciar la importancia que tiene este escape del vapor. La primera noche, sin saber cómo, nos sentamos a la mesa más temprano. En medio de las copas y de nuestra modesta vajilla, se ostentaba luminosa la nueva cafetera, porque según disposición de mi mujer, el café sería confeccionado por nosotros mismos, ya que el plano, con las explicaciones adjuntas en cuatro idiomas, habría sido ininteligible para la sirviente.
Se preparó todo, y se encendió el anafe a la altura de la sopa. Cuando menos lo pensábamos, y en el curso de una interesante conversación, sentimos un ruido extraño, miramos hacia todos lados, pero sin explicarnos qué lo produjo, volvimos a distraernos. De pronto, un vaho caliente humedece mi cara.
-¡La cafetera! -grito.
Nuestras cuatro manos se precipitan a invertir el depósito conforme a las instrucciones, mientras ésta parece sacudida por convulsiones interiores.
Por fin, después de todo, logramos servirnos, y un líquido demasiado rubio cae a nuestras tazas. Sin embargo, nos vemos obligados a declarar que la bebida estaba excelente.
-Jamás había probado nada mejor -digo yo.
-No me figuraba que pudiera hacerse un café más aromático, agrega ella.
Transcurrió la noche sin incidentes; pero allá cerca de las doce notando a mi mujer preocupada le digo:
-No me ocultes nada, ¿te sientes mal?
-No; no siento absolutamente nada.
-No me lo niegues. Estás inquieta, no hablas, dime francamente qué tienes.
-Te diré. Pero no lo tomes a mal. Confiésame que el café estaba muy malo.
-Detestable.
-¿No es cierto? Yo no me atreví a decirlo antes, porque te vi tan entusiasmado con tu cafetera rusa. Pero eso es intolerable. Hemos perdido el dinero y el tiempo.
Al día siguiente, volvimos a sentarnos temprano a la mesa, y cargamos el filtro con más café. Pero como el vapor salió muy rápidamente, y la cafetera quedó invertida cuando apenas nos servían la sopa, comenzamos a apurarnos de tal manera en comer, que la sirviente corría desaforadamente.
-Ésta es una esclavitud intolerable -dice mi mujer-, ya no podremos comer despacio o ligero, según como nos dé la real gana, sino como nos obligue esta cafetera endemoniada.
El líquido ha resultado mejor y más oscuro. Pero siempre hay un profundo desconsuelo en la sobremesa.
El tercer día, al encenderse el anafe, el alcohol se desparrama y se incendia una superficie de media vara del mantel. Se arroja sobre ella agua, vino, salsa inglesa, pan y servilletas, hasta extinguir el fuego.
Yo grito indignado a la sirviente:
-Llévese usted ese aparato a la cocina, y que no lo vuelva a ver en el comedor. Allá se hará el café en adelante, y allá ha debido hacerse siempre.
Mi mujer aprovecha el momento para decirme con voz muy suave:
-¿Por qué no renuncias al café?
-Eso nunca.
-Hazlo por galantería, por buena educación, ¿con qué objeto estamos perdiendo la tranquilidad por una tontería?
En ese instante se siente a lo lejos una detonación; luego los pasos precipitados de la sirviente se acercan; la puerta se abre, y antes que formulemos una pregunta, ella dice casi sollozando:
-La cafetera ha hecho explosión.