La cabeza (Saavedra)

​La cabeza​ de Ángel de Saavedra


Romance tercero editar

Al tiempo que en el ocaso   
su eterna llama sepulta 
el sol, y tierras y cielos   
con negras sombras se enlutan,   

de la cárcel de Sevilla,   
en una bóveda oscura,   
que una lámpara de cobre 
más bien asombra que alumbra,   

pasaba una extraña escena,   
de aquellas que nos angustian,   
si en horrenda pesadilla   
el sueño nos las dibuja. 

Pues no asemejaba cosa   
de este mundo, aunque se usan   
en él cosas harto horrendas,   
de que he presenciado muchas,   

sino cosa del infierno, 
funesta y maligna junta   
de espectros y de vampiros,   
festín horrible de furias.   

En un sillón, sobre gradas,   
se ve en negras vestiduras 
al buen alcalde Cerón,   
ceño grave, faz adusta.   

A su lado en un bufete,   
que más parece una tumba,   
prepara un viejo notario 
sus pergaminos y plumas.   

Y de aquella estancia en medio,   
de tablas con sangre sucias   
se ve un lecho, y sus cortinas   
son cuerdas, garfios, garruchas. 

En torno de él, dos verdugos   
de imbécil facha y robusta,   
de un saco de cuero aprestan   
hierros de infaustas figuras.   

Sepulcral silencio reina, 
pues solamente se escucha   
el chispeo de la llama   
en la lámpara que ahúma   

la bóveda, y de los hierros   
que los verdugos rebuscan, 
el metálico sonido   
con que se apartan y juntan.   


Pronto del severo alcalde   
la voz sepulcral retumba,   
diciendo: «Venga el testigo 
que ha de sufrir la tortura.»   

Se abrió al instante una puerta,   
por la que sale confusa   
algazara, ayes profundos   
y gemidos que espeluznan. 

Y luego, entre los sayones,   
esbirros y vil gentuza,   
de ademanes descompuestos   
y de feroz catadura,   

una vieja miserable,   
de ropa y carne desnuda, 
como un cuerpo que las hienas   
sacan de la sepultura,   

pues, sólo se ve que vive   
porque flacamente lucha 
con desmayados esfuerzos,   
porque gime y porque suda.   

Arrástranla los sayones;   
la confortan y la ayudan   
dos religiosos franciscos, 
caladas sendas capuchas;   

y la algazara y estruendo,   
con que satánica turba,   
lleva un precito a las llamas   
por la bóveda retumba.  


Un negro bulto en silencio,   
también entra en la confusa   
escena, y sin ser notado,   
tras de un pilarón se oculta.   

«Ven -grita un tosco verdugo 
con una risada aguda-,   
ven a casarte conmigo;   
hecha está la cama, bruja.»   

Otro, asiéndole los brazos   
con una mano más dura 
que unas tenazas, le dice:   
«No volarás hoy a oscuras.»   

Y otro, atándole las piernas:   
«¿Y el bote con que te untas...?   
Sobre la escoba a caballo 
no has de hacer más de las tuyas.»   

Estos chistes semejaban   
los aullidos con que aguzan   
la hambre los lobos al grito   
de los cuervos que barruntan 

los ya corrompidos restos   
de una víctima insepulta;   
la mofa con que los cafres   
a su prisionero insultan.   


Tienden en el triste lecho, 
ya casi, casi difunta,   
a la infelice, la enlazan   
con ásperas ligaduras,   

y de hierro un aparato   
a su diestra mano ajustan, 
que al impulso más pequeño   
martirio espantoso anuncia.   

Dice un sayón al alcalde:   
«Ya está en jaula la lechuza,   
y si aún a cantar se niega, 
yo haré que cante o que cruja.»   

Silencio el alcalde impone;   
quédase todo en profunda   
quietud, y sólo gemidos   
casi apagados se escuchan. 

«Mujer -prorrumpe Cerón-,   
mujer, si vivir procuras,   
declárame cuanto viste   
y te dará Dios ayuda.»   

«Nada vi, nada -responde 
la infeliz-; por Santa Justa   
juro que estaba durmiendo:   
ni vi, ni oí cosa alguna.»   

Replicó el juez: «Desdichada,   
piensa, piensa lo que juras»,
y tomando de las manos   
del notario que le ayuda   

un candil: «Mira -prosigue-   
esta prenda que te acusa.   
Di quién la tiró a la calle 
pues confesaste ser tuya.»   

La mísera se estremece   
trémula toda y convulsa,   
y respondió, desmayada:   
«El demonio fue sin duda.» 

Y tras de una breve pausa:   
«Soy ciega, soy sorda y muda.   
Matadme, pues, lo repito:   
ni vi ni oí cosa alguna.»   

El juez entonces, de mármol, 
con la vara al lecho apunta,   
ase una cuerda un verdugo,   
rechina allá una garrucha;   

la mano de la infelice   
se disloca y descoyunta, 
y al chasquido de los huesos   
un alarido se junta.   

«Piedad, que voy a decirlo»,   
grita con voz moribunda   
la víctima, y al momento 
suspéndese la tortura.   

- «Declara», el juez dice, y ella   
cobrando un vigor que asusta,   
prorrumpe: «El rey fue...» y su lengua   
en la garganta se anuda. 

Juez, escribano, verdugos,   
todos con la faz difunta,   
oyen tal nombre temblando,   
y queda la estancia muda.   


En esto, el desconocido 
que tras del pilar se oculta,   
hacia el potro del tormento   
el firme paso apresura;   

haciendo sus choquezuelas,   
canillas y coyunturas, 
el ruïdo que los dados   
cuando se chocan y juntan.   

Rumor que al punto conoce   
la infeliz, y se espeluza,   
y repite: «El rey; sus huesos 
así sonaron, no hay duda.»   

Al punto se desemboza   
y la faz descubre adusta,   
y los ojos como brasas,   
aquel personaje, a cuya 

presencia hincan la rodilla   
cuantos la bóveda ocupan,   
pues al rey don Pedro todos   
conocen y se atribulan.   

Éste saca de su seno   
una bolsa, do relumbran   
cien monedas de oro, y dice:   
«Toma y socórrete, bruja.»

Has dicho verdad, y sabe   
que el que a la Justicia oculta 
la verdad es reo de muerte,   
y cómplice de la culpa.   

«Pero pues tú la dijiste,   
ve en paz; el Cielo te escuda.   
Yo soy, sí, quien mató al hombre, 
mas Dios sólo a mí me juzga.»

«Pero, porque satisfecha   
quede la Justicia augusta,   
ya la cabeza del reo   
allí escarmientos pronuncia.» 

Y era así; ya colocada   
estaba la imagen suya   
en la esquina do la muerte   
dio a un hombre su espada aguda.   

«Del Candilejo» la calle 
desde entonces se intitula,   
y el busto del rey Don Pedro   
aún allí está, y nos asusta.»