La busca/Parte III/VIII

VII
​La busca​ de Pío Baroja
VIII
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VIII

La plaza - Una boda en la Bombilla - Las calderas del asfalto...



El noviazgo del Carnicerín y de la justa se formalizaba; el señor Custodio y su mujer se bañaban en agua de rosas, y únicamente Manuel creía que el matrimonio, al fin, no se realizaría.

El Carnicerín era demasiado estirado y señorito para casarse con la hija de un trapero; Manuel pensaba que iba a ver si se aprovechaba de la ocasión; pero nada autorizaba por el momento estas malévolas suposiciones.

El Carnicerín se mostraba generoso y tenía delicados obsequios para los padres de su novia.

Un día de verano convidó a toda la familia y a Manuel a una corrida de toros. La Justa se puso muy elegante y bonita para ir con su novio. El señor Custodio llevaba las prendas de toda gala: el sombrero hongo nuevo; nuevo, aunque tenía más de treinta años; su chaqueta de pana, forrada, excelente para las regiones boreales, y un bastón con puño de cuerno comprado en el Rastro; la mujer del trapero llevaba un traje antiguo y pañuelo alfombrado, y Manuel estaba ridículo con su sombrero, sacado del almacén, que le salía un palmo por delante de los ojos; traje de invierno, que le sofocaba, y botas estrechas.

Detrás de la Justa y del Carnicerín, el señor Custodio, su mujer y Manuel llamaban la atención de la gente, que se reía al verlos.

La Justa se volvía a mirarlos y sonreía. Manuel iba furioso, sofocado; el sombrero le apretaba en la frente y le dolían los pies.

Salieron a la calle de Toledo y llegaron en el tranvía a la Puerta del Sol; allí subieron a un ómnibus, que los llevó a la Plaza de Toros.

Entraron, y, dirigidos por el Carnicerín, se colocaron cada uno en su sitio. Había empezado la corrida; la plaza estaba llena. Se veían todas las gradas y tendidos ocupados por una masa negra de gente.

Manuel miró al redondel; iban a matar al toro cerca de la barrera, a muy poca distancia de donde ellos estaban. El pobre animal, ya medio muerto, andaba despacio, seguido de tres o cuatro toreros y del matador, que, encorvado hacia adelante, con la muleta en una mano y la espada en la otra, marchaba tras de él. Tenía el matador un miedo horrible; se ponía enfrente del toro, tanteaba dónde le había de pinchar, y al menor movimiento de. la bestia se preparaba para correr. Luego, si el toro se quedaba quieto, le daba un pinchazo; después, otro pinchazo, y el animal bajaba la cabeza y, con la lengua fuera, chorreando sangre, miraba con ojos tristes de moribundo. Tras de mucho bregar, el matador le clavó la espada más, y lo mató.

Aplaudió la gente y comenzó a tocar la música. El lance le pareció bastante desagradable a Manuel; pero esperó con ansiedad. Salieron las mulillas y arrastraron al toro muerto.

Al poco rato cesó la música y salió otro toro. Los picadores se quedaron cerca de las vallas, los toreros se aventuraban un poco, daban un capotazo y echaban a correr en seguida.

No era aquello, ni mucho menos, lo que Manuel se figuraba; lo visto por él en los cromos de La Lidia. Él creía que los toreros, a fuerza de arte, andarían jugando con el toro, y no había nada de aquello; encomendaban su salvación a las piernas, como todo el mundo.

Después de los capotazos de los toreros, dos monosabios comenzaron a golpear con unas varas al caballo de un picador, hasta hacerle avanzar al medio. Manuel vio al caballo de cerca: era blanco, grande, huesudo, con aspecto tristísimo. Los monosabios acercaron el caballo al toro. Éste, de pronto, se acercó; el picador le aplicó la punta de su lanza, el toro embistió y levantó al caballo en el aire. Cayó el jinete al suelo, y lo cogieron en seguida; el caballo trató de levantarse, con todos los intestinos sangrientos fuera, pisó sus entrañas con los cascos y, agitando las piernas, cayó convulsivamente al suelo.

Manuel se levantó pálido.

Un monosabio se acercó al caballo, que seguía estremeciéndose; el animal levantó la cabeza como para pedir auxilio; entonces el hombre le dio un cachetazo y lo dejó muerto.

-Yo me voy. Esto es una porquería -dijo Manuel al señor Custodio; pero no era fácil salir de allí en aquel momento.

-Al muchacho -dijo el trapero a su mujer- no le gusta.

La Justa, que se enteró, se echó a reír.

Manuel esperó la muerte del toro mirando al suelo; volvieron a salir las mulillas, y al arrastrar el caballo quedaron todos los intestinos en el suelo, y un monosabio los llevó con el rastrillo.

-Mira, mira el mondongo -dijo, riendo, la justa.

Manuel, sin decir nada ni hacer caso de observaciones, salió del tendido. Bajó a unas galerías grandes, llenas de urinarios que olían mal, y anduvo buscando la puerta, sin encontrarla.

Sentía rabia contra todo el mundo; contra los demás y contra él. Le pareció el espectáculo una asquerosidad repugnante y cobarde.

Él suponía que los toros era una cosa completamente distinta a lo que acababa de ver; pensaba que se advertiría siempre el dominio del hombre sobre la fiera, que las estocadas serían como rayos y que en todos los momentos de la lidia habría algo interesante y sugestivo; y, en vez del espectáculo que él soñaba, en vez de la apoteosis sangrienta del valor y de la fuerza, veía una cosa mezquina y sucia, de cobardía y de intestinos; una fiesta en donde no se notaba más que el miedo del torero y la crueldad cobarde del público recreándose en sentir la pulsación de aquel miedo.

Aquello no podía gustar -pensó Manuel- más que a gente como el Carnicerín, a chulapos afeminados y a mujerzuelas indecentes.

Al llegar a casa, Manuel arrojó de sí con rabia el sombrero y las botas y el traje con el cual había ido a la plaza tan ridículo...

Se comentó mucho por el señor Custodio y su mujer la indignación de Manuel, y a él mismo le produjo cierto asombro; comprendía que no le hubiera gustado; lo que le chocaba es que le produjese tanta ira y tanta rabia.

Pasó el verano; la justa comenzó a hacer los preparativos para la boda; Manuel, mientras tanto, proyectaba marcharse de casa del señor Custodio y salir de Madrid. ¿Adónde? No lo sabía; cuanto más lejos, mejor -pensaba.

En el mes de noviembre se celebró la boda de una compañera del taller de la justa, en la Bombilla. No podían ir el señor Custodio y su mujer, y Manuel acompañó a la justa.

Vivía la novia en la ronda de Toledo, y su casa era el punto de partida de los invitados.

A la puerta esperaba un ómnibus grande, en donde cabían una infinidad de personas.

Subieron todos los invitados; la Justa y Manuel se acomodaron en la imperial del coche y esperaron un rato. Se presentaron los novios, rodeados de una nube de chiquillos que gritaban; él tenía facha de hortera; ella, esmirriada y fea, parecía una mona; los padrinos iban detrás, y en el grupo de éstos, una vieja gorda, chata, bizca, de pelo blanco, con una rosa roja en la cabeza y una guitarra en la mano, avanzaba con aire flamenco.

-¡Viva la novia! ¡Vivan los padrinos! -gritó la bizca; contestaron todos sin gran entusiasmo, y echó a andar el coche en medio de la algarabía y las voces de unos y de otros. En el camino fueron todos chillando y cantando.

Manuel, al no ver al Carnicerín allí, no se atrevía a alegrarse, pensando que estaría ya en los Viveros.

La mañana era hermosa, húmeda; los árboles, de color de cobre, iban desprendiéndose de sus hojas secas, a impulso de las ráfagas suaves de viento; surcaban el cielo pálido nubes blancas; la carretera brillaba por la humedad; a lo lejos, en el campo, ardían montones de hojas, y las humaredas espesas corrían rasando la tierra.

Se detuvo el coche en una de las fondas de los Viveros; bajaron todos del ómnibus, y se reprodujeron los gritos y el clamoreo. El Carnicerín no estaba allí; pero se presentó poco después, y en la mesa se colocó al lado de la justa.

A Manuel le pareció el día odioso; hubo momentos en que sintió ganas de llorar. Pasó toda la tarde desesperado en un rincón, viendo cómo bailaba la justa con su novio al compás de las notas del organillo.

Al anochecer. Manuel se acercó a la Justa y, con gravedad cómica, la dijo bruscamente:

-Vamos, tú -y viendo que no le hacía caso, añadió-: Oye, justa, vamos a casa.

Anda. ¡Déjame a mí en paz! -replicó ella con malos modos.

-Es que tu padre ha dicho que para la noche estés en casa. Anda, vamos.

-Oye, niño -dijo el Carnicerín con pausa-. tA ti quién te da vela en este entierro?

-A mí me han encargado...

-Bueno; pues tú te callas. ¿Sabes?

-No me da la gana.

-Te haré callar yo calentándote las orejas.

-¿Usted a mí?... Si usted lo que es es un morral, un ladrón -y Manuel se echó sobre el Carnicerín; pero uno de los amigos de éste le soltó un garrotazo en la cabeza que lo dejó atontado. Trató el muchacho de volver a acometer al hijo del carnicero; dos o tres individuos le empujaron y lo zarandearon hasta ponerle en la carretera, a la puerta de la fonda.

-¡Hambrón!... Golfo -gritaba Manuel.

-Expresiones en casa -le dijo una de las amigas de la justa con sorna

-y canalla novedá.

Manuel, avergonzado y sediento de venganza, medio aturdido aún con el golpe, se tapó la cara con la boina y fue andando por el camino, llorando de rabia. Al poco tiempo sintió alguien que se le acercaba corriendo tras él.

-Manuel, Manolillo -le dijo la justa con voz cariñosa y burlona-, ¿qué tienes?

Manuel respiró fuerte y se le escapó un largo sollozo de dolor.

-¿Qué tienes? Anda, vuelve. Iremos juntos.

-No, no; déjame.

Luego no supo qué resolución tomar, y sin hablar más, echó a correr camino de Madrid.

La carrera secó sus lágrimas y reanimó sus iras. Estaba dispuesto a no volver a casa del señor Custodio, aunque se muriera de hambre.

La ira le subía en oleadas a la garganta; sentía furor negro, vagas ideas de acometer, de destruir todo, de echar todas las cosas al suelo y despanzurrar a todos los hombres.

El prometía al Carnicerín que, si alguna vez le encontraba a solas, le echaría las zarpas al cuello hasta estrangularle, le abriría en canal como a los cerdos y le colgaría con la cabeza para abajo y un palo entre las costillas y otro en las tripas, y le pondría, además, en la boca una taza de hoja de lata, para que gotease allí su maldita sangre de cochino.

Y luego generalizaba su odio y pensaba que la sociedad entera se ponía en contra de él y no trataba más que de martirizarle y de negarle todo.

Pues bien; él se pondría en contra de la sociedad, se reuniría con el Bizco y asesinaría a diestro y siniestro, y cuando, cansado de hacer crímenes, le llevaran al patíbulo, miraría desde allí al pueblo con desprecio y moriría con un supremo gesto de odio y de desdén.

Mientras barajaba en la cabeza todas estas ideas de exterminio, iba oscureciendo. Manuel subió a la plaza de Oriente, y de allí siguió por la calle del Arenal.

Estaban asfaltando un trozo de la Puerta del Sol; diez o doce hornillos, puestos en hilera, vomitaban por sus chimeneas un humo espeso y acre.

Todavía las luces blancas de los arcos voltaicos no había iluminado la plaza; las siluetas de unos cuantos hombres que removían la masa de asfalto en las calderas con largos palos, se agitaban diabólicamente ante las bocas inflamadas de los hornillos.

Manuel se acercó a una de las calderas y oyó que le llamaban. Era el Bizco; se hallaba sentado sobre unos adoquines.

-¿Qué hacéis aquí? -le preguntó Manuel.

-Nos han derribado las cuevas de la Montaña -dijo el Bizco-, y hace frío. Y tú, ¿qué? ¿Has dejado la casa?

-Sí.

-Anda, siéntate.

Manuel se sentó y se recostó en una barrica de asfalto.

En los escaparates y en los balcones de las casas iban brillando luces; llegaban los tranvías suavemente, como si fueran barcos, con sus faroles amarillos, verdes y rojos; sonaban sus timbres, y corrían por la Puerta del Sol, trazando elegantes círculos. Cruzaban coches, caballos, carros; gritaban los vendedores ambulantes en las aceras, había una baraúnda ensordecedora... Al final de una calle, sobre el resplandor cobrizo del crepúsculo, se recortaba la silueta aguda de un campanario.

-Y a Vidal, ¿no lo ves? -preguntó Manuel.

-No. Oye: ¿tú tienes dinero? -dijo el Bizco.

Veinte o treinta céntimos nada más.

-¿Vamos por una libreta?

-Bueno.

Compró Manuel un panecillo, que dio al Bizco, y los dos tomaron una copa de aguardiente en una taberna. Anduvieron después correteando por las calles, y a las once, próximamente, volvieron a la Puerta del Sol. Alrededor de las calderas del asfalto se habían amontonado grupos de hombres y de chiquillos astrosos; dormían algunos con la cabeza apoyada en el hornillo, como si fueran a embestir contra él. Los chicos hablaban y gritaban, y se reían de los espectadores que se acercaban con curiosidad a mirarles.

-Dormimos como en campaña -decía uno de los golfos.

-Ahora no vendría mal -agregaba otro- pasarse a dar una vuelta por la plaza Mayor, a ver si nos daban una libra de jamón.

-Tiene trichina.

-Cuidado con el colchón de muelles -vociferaba uno chato, que andaba con una varita dando en las piernas de los que dormían-. ¡Eh, tú, que estás estropeando las sábanas!

Al lado de Manuel, un chiquillo raquítico, de labios belfos y ojos ribeteados, con uno de los pies envuelto en trapos sucios, lloraba y gimoteaba; Manuel, absorto en sus ideas no se había fijado en él.

-Pues no berreas tú poco -le dijo al enfermo un muchacho que estaba tendido en el suelo, con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en una piedra.

-Es que me duele mucho.

-Pues, amolarse. Ahórcate.

Manuel creyó oír la voz del Carnicerín, y miró al que hablaba. Con la gorra puesta sobre los ojos, no se le veía la cara.

-¿Quién es ése? -preguntó Manuel al Bizco.

-Es el capitán de los de la Montaña: el Intérprete.

-¿Y por qué le habla así a ese chico?

El Bizco se encogió de hombros con un ademán de indiferencia.

-¿Qué te pasa? -le preguntó Manuel al chiquillo.

-Tengo una llaga en un pie -contestó el otro, volviendo a llorar.

-Te callarás -interrumpió el Intérprete, soltando una patada al enfermo, el cual pudo esquivar el golpe-. Vete a contar eso a la perra de tu madre... ¡Moler! No se puede dormir aquí.

-Amolarse -gritó Manuel.

-Eso ¿a quién se lo dices? -preguntó el Intérprete, echando la gorra hacia atrás y mostrando su cara brutal de nariz chata y pómulos salientes.

-A ti te lo digo ¡ladrón! ¡cobarde! El Intérprete se levantó y marchó contra Manuel; éste, en un arrebato de ira, le agarró del cuello con las dos manos, le dio con el talón derecho un golpe en la pierna, le hizo perder el equilibrio y le tumbó en la tierra.

Allí le golpeó violentamente. El Intérprete, más forzudo que Manuel, logró levantarse; pero había perdido la fuerza moral, y Manuel estaba enardecido y volvió a tumbarle, e iba a darle con un pedrusco en la cara, cuando una pareja de municipales les separó a puntapiés. El Intérprete se marchó de allí avergonzado.

Se tranquilizó el corro, y fueron, unos tras otros, tendiéndose nuevamente alrededor de la caldera.

Manuel se sentó sobre unos adoquines; la lucha le había hecho olvidar el golpe recibido a la tarde; se sentía valiente y burlón, y encarándose con los curiosos que contemplaban el corro, unos con risas y otros con

lástima, se puso a hablar con ellos.

-Se va a terminar la sesión -les dijo-. Ahora van a dar comienzo los grandes ejercicios de canto. Vamos a empezar a roncar, señores. ¡No se inquieten los señores del público! Tendremos cuidado con las sábanas.

Mañana las enviaremos a lavar al río. Ahora es el momento. El que quiera -señalando una piedra- puede aprovecharse de estas almohadas. Son almohadas finas, como las gastan los marqueses de Archipipi. El que no quiera, que se vaya y no moleste. ¡Ea!, señores: si no pagan, llamo a la criada y digo que cierre...

-Pero si a todos estos les pasa lo mismo -dijo uno de los golfos-; cuando duermen van al mesón de la Cuerda. Si todos tienen cara de hambre. Manuel sentía verbosidad de charlatán. Cuando se cansó se apoyó en un montón de piedras y, con los brazos cruzados, se dispuso a dormir.

Poco después el grupo de curiosos se había dispersado; no quedaban más que un municipal y un señor viejo, que hablaba de los golfos en tono de lástima.

El señor se lamentaba del abandono en que se les dejaba a los chicos, y decía que en otros países se creaban escuelas y asilos y mil cosas. El municipal movía la cabeza en señal de duda. Al último resumió la conversación, diciendo con tono tranquilo de gallego.

-Créame usted a mí: éstos ya no son buenos.

Manuel, al oír aquello, se estremeció; se levantó del suelo en donde estaba, salió de la Puerta del Sol y se puso a andar sin dirección ni rumbo.

«¡Éstos ya no son buenos!» La frase le había producido impresión profunda. ¿Por qué no era bueno él? ¿Por que? Examinó su vida. Él no era malo, no había hecho daño a nadie. Odiaba al Carnicerín porque le arrebataba su dicha, le imposibilitaba vivir en el rincón donde únicamente encontró algún cariño y alguna protección. Después, contradiciéndose, pensó que quizá era malo y, en ese caso, no tenía más remedio que corregirse y hacerse mejor.

Embebido en estos pensamientos oyó, al pasar por la calle de Alcalá, que le llamaban repetidas veces. Era la Mellá y la Rabanitos, acurrucadas en un portal.


-¿Qué queréis? -las dijo.

-Na, hombre, hablarte. ¿Has heredado?

-No; ¿qué hacéis?

-Aquí filando -contestó la Mellá.

¿Pues qué pasa?

-Que hay recogida, y ese morral de ispetor, a pesar de que le pagamos, nos quie llevar a la delega. ¡Acompáñanos!

Manuel las acompañó un rato; pero una y otra se fueron con unos señores y él quedó solo. Volvió a la Puerta del Sol.

La noche le pareció interminable: dio vueltas y más vueltas; apagaron la luz eléctrica, los tranvías cesaron de pasar, la plaza quedó a oscuras. Entre la calle de la Montera y la de Alcalá iban y venían delante de un café, con las ventanas iluminadas, mujeres de trajes claros y pañuelos de crespón, cantando, parando a los noctámbulos: unos cuantos chulos, agazapados tras de los faroles, las vigilaban y charlaban con ellas, dándoles órdenes...

Luego fueron desfilando busconas, chulos y celestinas. Todo el Madrid parásito, holgazán, alegre, abandonaba en aquellas horas las tabernas, los garitos, las casas de juego, las madrigueras y los refugios del vicio, y por en medio de la miseria que palpitaba en las calles, pasaban los trasnochadores con el cigarro encendido, hablando, riendo, bromeando con las busconas, indiferentes a las agonías de tanto miserable desharrapado, sin pan y sin techo, que se refugiaba temblando de frío en los quicios de las puertas.

Quedaban algunas viejas busconas en las esquinas, envueltas en el mantón, fumando...

Tardó mucho en aclarar el cielo; aun de noche se armaron puestos de café; los cocheros y los golfos se acercaron a tomar su vaso o su copa. Se apagaron los faroles de gas.

Danzaban las claridades de las linternas de los serenos en el suelo gris, alumbrado vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas negras de los traperos se detenían en los montones de basura, encorvándose para escarbar en ellos. Todavía algún trasnochador pálido, con el cuello del gabán levantado, se deslizaba siniestro como un búho ante la luz, y mientras tanto comenzaban a pasar obreros... El Madrid trabajador y honrado se preparaba para su ruda faena diaria.

Aquella transición del bullicio febril de la noche a la actividad serena y tranquila de la mañana hizo pensar a Manuel largamente. Comprendía que eran las de los noctámbulos y las de los trabajadores vidas paralelas que no llegaban ni un momento a encontrarse. Para los unos, el placer, el vicio, y la noche; para los otros, el trabajo, la fatiga, el sol. Y pensaba también que él debía de ser de éstos, de los que trabajan al sol, no de los que buscan el placer en la sombra.