IV
​La busca​ de Pío Baroja
V
VI

V

La taberna de la Blasa


Las disputas frecuentes entre Leandro y su novia, la hija del Corretor, servían muy a menudo de comidilla a los inquilinos de la Corrala.

Leandro era malhumorado y camorrista; se le despertaban los instintos brutales rápidamente; a pesar de que casi todos los sábados, por la noche, iba a las tabernas y cafetines dispuesto a armar broncas con matones y gente cruda, no le había sucedido hasta entonces ningún accidente desagradable. A su novia, en parte, le gustaba este valor; pero a la madre de la Milagros le producía verdadera indignación, y recomendaba a todas horas a su hija que diera a Leandro una despedida terminante.

La muchacha despedía a su novio; pero luego, al verle volver humilde y dispuesto a aceptar toda condición, se mostraba menos rigurosa.

Esta confianza en su fuerza hacía a la muchacha ser despótica, caprichosa y voluble; se divertía dando celos a Leandro; había llegado a un estado especial, mezcla de cariño y de odio, en el cual el cariño quedaba dentro y el odio fuera, manifestándose en una crueldad sañuda, en la satisfacción de mortificar constantemente a su novio.

-Un día lo que tú debías hacer -dijo el señor Ignacio a Leandro, indignado con las coqueterías de la muchacha- es cogerla en un rincón y allá hartarte..., y después darla una paliza y dejarla el cuerpo hecho una breva...; al día siguiente te seguía como un perro.

Leandro, tan valiente con los matones, al lado de su novia resultaba un doctrino; algunas veces pensó en el consejo de su padre; pero nunca hubiese tenido ánimos para llevarlo a cabo.

Un sábado, por la tarde, después de una agria disputa con la Milagros, Leandro invitó a Manuel a dar una vuelta de noche en su compañía.

-¿Adónde iremos? -le preguntó Manuel.

-Al café de Naranjeros, o al cafetín de la Esgrima.

-Donde te parezca.

-Daremos una vuelta por esos chabisques e iremos luego a la taberna de la Blasa.

-¿Va por ahí gente del bronce?

-Claro que va, de lo más granado.

-Entonces avisaré a don Roberto, a aquel señorito que me vino a buscar para ir a la Doctrina.

-Bueno.

Después del trabajo fue Manuel a la casa de huéspedes y habló con Roberto.

-Pasar por el café de San Millán a eso de las nueve de la noche -dijo Roberto-; allí estaré yo con una prima mía.

-¿La va usted a llevar allá? -preguntó asombrado Manuel.

-Sí; es una mujer original, una pintora. Manuel cenó en la Corrala y contó a Leandro lo que le había dicho Roberto.

-¿Y esa pintora es guapa? -preguntó Leandro.

-No sé; no la conozco.

-¡Maldita sea la...! Daría cualquier cosa porque viniera, hombre.

-Y yo.

Fueron ambos al café de San Millán, se sentaron y esperaron con impaciencia. A la hora indicada apareció Roberto con su prima, a la que llamó Fanny. Era ésta una mujer de treinta a cuarenta años, muy delgada, de mal color y de tipo varonil y distinguido; tenía algo de la belleza desgarbada de un caballo de carrera; la nariz corva, la mandíbula larga, las mejillas hundidas y los ojos grises y fríos. Vestía una chaqueta de tafetán verde oscuro, falda negra y un sombrero pequeño.

Leandro y Manuel la saludaron con gran timidez y torpeza; dieron la mano a Roberto, y hablaron.

-Mi prima -dijo Roberto- tiene gana de ver algo de la vida de estos pobres barrios.

-Pues cuando ustedes quieran —contestó Leandro-. Eso sí, les advierto a ustedes que hay mala gente por allá.

-¡Oh, yo voy prevenida! -dijo la dama con ligero acento extranjero, mostrando un revólver de pequeño calibre.

Pagó Roberto, a pesar de las protestas de Leandro, y salieron todos del café. Desembocaron en la plaza del Rastro, bajaron por la ribera de Curtidores hasta la ronda de Toledo.

-Si quiere ver la señora la casa donde vivimos nosotros, es ésta -dijo Leandro.

Pasaron al interior del Corralón; un grupo de chiquillos y de viejas se les acercó, asombrados de ver a aquellas horas a una mujer con tan extrañas trazas, y acosaron a preguntas a Manuel y a Leandro. Éste quería que supiese la Milagros cómo había estado allí con una dama, y fue acompañando a Fanny y enseñándola los cuchitriles del Corralón.

Aquí, miseria es lo único que se ve -decía Leandro.

-¡Oh, sí, sí! -contestaba la dama.

-Ahora, si ustedes quieren, vamos a la taberna de la Blasa.

Salieron del Corralón, hasta tomar el arroyo de Embajadores, y siguieron a lo largo de la empalizada negra de un lavadero. Hacía una noche oscura; empezaba a lloviznar. Tropezaron con la vía de circunvalación.

-Tengan ustedes cuidado -dijo Leandro-, que hay un alambre.

Le puso el pie encima. Cruzaron todos la vía y pasaron por delante de unas casas blancas hasta entrar en el barrio de las Injurias.

Se acercaron a una casita baja con un zócalo oscuro; una puerta de cristales rotos, empañados, compuestos con tiras de papel, iluminados por una luz pálida, daba acceso a esta casa. En la opaca claridad de la vidriera se destacaba a veces la sombra de alguna persona.

Abrió la puerta Leandro, y entraron todos. Un vaho caliente y cargado de humo les dio en la cara. Un quinqué de petróleo, colgado del techo, con pantalla blanca, iluminaba la taberna, pequeña y de techo bajo.

Al entrar los cuatro, todos los concurrentes se les quedaron mirando con expresión de extrañeza; hablaron entre ellos y después siguieron unos jugando, otros viendo jugar.

Fanny, Roberto, Leandro y Manuel se sentaron a la derecha de la puerta.

-¿Qué van a tomar? -dijo la mujer del mostrador.

-Cuatro quinces -contestó Leandro.

Llevó la mujer vasos en una bandeja sucia y los colocó en la mesa.

Leandro sacó sesenta céntimos.

-Son a diez -dijo la mujer en tono malhumorado.

-¿Por qué?

-Porque esto es el extrarradio.

-Bueno; cobre usted lo que sea.

La mujer dejó veinte céntimos en la mesa y volvió al mostrador. Era ancha, tetuda, de obesidad enorme, con la cabeza metida entre los hombros, con cinco o seis papadas en el cuello; despachaba de cuando en cuando una copa, que cobraba de antemano, y hablaba poco, con displicencia, con gesto invariable del malhumor.

Tenía aquel hipopótamo malhumorado, al lado derecho, un depósito de hoja de lata con su grifo para el aguardiente, y al izquierdo, un frasco de peleón y un jarro desportillado con el embudo negro encima, adonde echaba el sobrante de las copas de vino.

La prima de Roberto sacó un frasco de esencias, lo ocultó en la mano cerrada, y de vez en cuando aspiraba las sales.

Al otro lado de donde estaban Roberto, Fanny, Leandro y Manuel, un corro de unos veinte hombres se amontonaban alrededor de una mesa jugando al cané.

Cerca de ellos, acurrucadas en el suelo, junto a la estufa, recostadas en la pared, se veían unas cuantas mujeres feas, desgreñadas, vestidas con corpiños y faldas haraposas, sujetas a la cintura por cuerdas.

-¿Qué son estas mujeres? -preguntó la pintora.

-Son golfas viejas -contestó Leandro-, de esas que van al Botánico y a los desmontes.

Dos o tres de aquellas infelices llevaban en sus brazos niños de otras mujeres que iban a pasar allí la noche; algunas dormitaban con la colilla pegada en el extremo de la boca. Entre la fila de viejas había algunas chiquillas de trece a catorce años, monstruosas, deformes, con los ojos legañosos; una de ellas tenía la nariz carcomida completamente, y en su lugar, un agujero como una llaga; otra era hidrocéfala, con el cuello muy delgado, y parecía que al menor movimiento se le iba a caer la cabeza de los hombros.

-¿Tú has visto las tinajas que hay aquí? -preguntó Leandro a Manuel-. Ven a verlas.

Se levantaron los dos y se acercaron al grupo de los jugadores. Uno de éstos interrumpía el paso.

-¿Hace usted el favor? -le dijo Leandro con marcada impertinencia.

El hombre separó la silla malhumorado. Las tinajas no ofrecían nada de particular; eran grandes, empotradas en la pared, pintadas de minio; cada una de ellas llevaba un letrero de la clase de vino que contenía y un grifo.

-Y ¿qué tiene esto de raro? -preguntó Manuel.

Leandro sonrió; volvieron a pasar por el mismo sitio, a molestar al jugador y a sentarse en la mesa.

Roberto y Fanny hablaban en inglés.

-Ese a quien hemos hecho levantar -dijo Leandro- es el baratero de esta taberna.

-¿Cómo se llama? -preguntó Fanny.

-El Valencia.

El aludido, que oyó su apodo, se volvió y contempló a Leandro; la mirada de los dos se cruzó un momento desafiadora; el Valencia desvió los ojos y siguió jugando. Era hombre fuerte, corpulento, de unos cuarenta años, de cara juanetuda, pelo rojizo y expresión de sarcasmo desagradable. De vez en cuando echaba una mirada severa al grupo formado por Fanny Roberto y los otros dos.

-Y ese Valencia, ¿quién es? -preguntó la dama en voz baja.

-Es esterero de oficio -contestó Leandro, alzando la voz-, un gandul que saca las perras a los chavalejos de mal vivir; antes fue de los del pote, de esos que van a las casas los domingos, llaman, y si ven que no hay nadie, meten la palanqueta en la cerradura y crac... Pero ni para eso tenía alma, porque es más blanco que el papel.

-Sería curioso averiguar -dijo Roberto- hasta qué punto la miseria ha servido de centro de gravedad para la degradación de estos hombres.

-¿Y ese viejo de barba blanca que está a su lado? -preguntó Fanny.

-Ese es un apóstol de los que curan con agua; dicen que sabe mucho...

Tiene una cruz en la lengua; pero creo que se la ha pintado él mismo.

-¿Y esa otra?

-Esa es la Paloma, la gamberra del Valencia. Prostituta? -preguntó la dama.

-Desde hace lo menos cuarenta años -contestó Leandro, riendo.

Todos contemplaron a la Paloma con atención; tenía cara enorme, blanda, con bolsas de piel violácea, mirada tímida, de animal; representaba cuarenta años lo menos de prostitución, con sus enfermedades consiguientes; cuarenta años de noches pasadas en claro, rondando los cuarteles, durmiendo en cobertizos de las afueras, en las más nauseabundas casas de dormir.

Entre las mujeres había también una gitana, que de cuando en cuando se levantaba y cruzaba la taberna con jacarandoso contoneo. Pidió Leandro unas copas de aguardiente; pero era tan malo, que nadie lo pudo beber.

-Tú -dijo Leandro a la gitana, ofreciéndole la copa-. ¿Quieres?

-No.

La gitana puso sus manos sobre la mesa, manos cortas, rugosas, incrustadas en negro.

-¿Quiénes son estos payos? -preguntó a Leandro.

-Son amigos. ¿Quieres o no? -Y le volvió a ofrecer la copa.

-No.

Luego, con voz aguda, gritó:

Apóstol, ¿quieres una copa?

Se levantó del grupo de los jugadores el Apóstol. Estaba borracho y no podía andar; tenía los ojos viscosos, de animal descompuesto; se acercó a Leandro y tomó la copa, que tembló entre sus dedos; la acercó a los labios y la vació.

-¿Quieres más? -le dijo la gitana.

-Sí, sí -murmuró.

Luego se puso a hablar, enseñando los raigones de los dientes amarillos, sin que se le entendiera nada; bebió las otras copas, apoyó la mano en la frente, y despacio fue a un rincón, se arrodilló y se tendió en el suelo.

-¿Quieres que te la diga, princesa? -preguntó la gitana a Fanny, agarrándole la mano.

-No -replicó secamente la dama.

-¿No me darás unas perrillas para los churumbeles?

-No.

-Escarríá, ¿por qué no me das unas perrillas para los churumbeles?

-¿Que son churumbeles?-preguntó la dama.

-Los hijos -contestó riendo, Leandro.

-¿Tienes hijos? -le dijo Fanny a la gitana.

-Sí.

-¿Cuántos?

-Dos, Míralos aquí.

Y la gitana vino con un chiquitín, rubio, y una niña de cinco o seis años.

La dama acarició al chiquitín; luego sacó un duro del portamonedas y se lo dio a la gitana.

Ésta comenzó a hacer aspavientos y zalamerías y a mostrar el duro a todos los de la taberna.

-Vamos -dijo Leandro-,sacar aquí un machacante de ésos es peligroso.

Salieron los cuatro de la taberna.

-¿Quieren ustedes que demos una vuelta por el barrio? -preguntó Leandro.

-Sí; vamos -dijo la dama.

Recorrieron juntos las callejuelas de las injurias.

-Tengan ustedes cuidado, que en medio va la alcantarilla -advirtió Manuel.

Seguía lloviendo; se internaron los cuatro en patios angostos, en donde se hundían los pies en el lodo infecto. Sólo algún farol de petróleo, sujeto en la pared de alguna tapia medio caída, brillaba en toda la extensión de la hondonada, negra de cieno.

-¿Volvemos ya? -preguntó Roberto.

-Sí -respondió la dama.

Tomaron por el arroyo de Embajadores y subieron por el paseo de las Acacias. Arreciaba la lluvia; alguna que otra luz mortecina brillaba a lo lejos; en el cielo, oscurísimo, se destacaba, de una manera vaga, la silueta alta de una chimenea...

Acompañaron Leandro y Manuel hasta la plaza del Rastro a Fanny y a Roberto, y allí se despidieron, cambiando un apretón de manos.

-¡Qué mujer! -exclamó Leandro.

-Es simpática, ¿eh? -preguntó Manuel.

-Sí es. Daría cualquier cosa por tener algo que ver con ella.