La busca/Parte II/II

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​La busca​ de Pío Baroja
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III

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El Corralón o la casa del tío Rito - Los odios de vecindad

Cuando la Salomé terminó su labor de costura y fue a dormir a la calle del Águila, Manuel pasó definitivamente a sentar sus reales a la casa del tío Rito, del arroyo de Embajadores. Llamaban unos a esta casa la Corrala, otros el Corralón, otros la Piltra, y con tantos nombres la designaban, que no parecía sino que los inquilinos pasaban horas y horas pensando motes para ella.

Daba el Corralón -éste era el nombre más familiar de la piltra del tío Rito- al paseo de las Acacias; pero no se hallaba en la línea de este paseo, sino algo metida hacia atrás. La fachada de esta casa, baja, estrecha, enjalbegada de cal, no indicaba su profundidad y tamaño; se abrían en esta fachada unos cuantos ventanucos y agujeros asimétricamente combinados, y un arco sin puerta daba acceso a un callejón empedrado con cantos, el cual, ensanchado después, formaba un patio, circunscrito por altas paredes negruzcas.

De los lados del callejón de entrada subían escaleras de ladrillo a galerías abiertas, que corrían a lo largo de la casa en los tres pisos, dando la vuelta al patio. Abríanse de trecho en trecho, en el fondo de estas galerías, filas de puertas pintadas de azul, con un número negro en el dintel de cada una.

Entre la cal y los ladrillos de las paredes asomaban, como huesos puestos al descubierto, largueros y travesaños, rodeados de tomizas resecas. Las columnas de las galerías, así como las zapatas y pies derechos en que se apoyaban, debían haber estado en otro tiempo pintados de verde; pero, a consecuencia de la acción constante del sol y de la lluvia, ya no les quedaban más que alguna que otra zona con su primitivo color.

Hallábase el patio siempre sucio; en un ángulo se levantaba un montón de trastos inservibles, cubierto de chapas de cinc; se veían telas puercas y tablas carcomidas, escombros, ladrillos, tejas y cestos: un revoltijo de mil diablos. Todas las tardes, algunas vecinas lavaban en el patio, y cuando terminaban su faena vaciaban los lebrillos en el suelo, y. los grandes charcos, al secarse, dejaban manchas blancas y regueros azules del agua de añil. Solían echar también los vecinos por cualquier parte la basura, y cuando llovía, como se obturaba casi siempre la boca del sumidero, se producía una pestilencia insoportable de la corrupción del agua negra que inundaba el patio, sobre la cual nadaban hojas de col y papeles pringosos.

A cada vecino le quedaba para sus menesteres el trozo de galería que ocupaba su casa; por el aspecto de este espacio podía colegirse el grado de miseria o de relativo bienestar de cada familia, sus aficiones y sus gustos.

Aquí se advertía cierta limpieza y curiosidad: la pared blanqueada, una jaula, algunas flores en pucheretes de barro; allá se traslucía cierto instinto utilitario en las ristras de ajos puestas a secar, en las uvas colgadas; en otra parte, un banco de carpintero, la caja de herramientas, denunciaban al hombre laborioso, que trabajaba en las horas libres.

Pero, en general, no se veían más que ropas sucias, colgadas en las barandillas; cortinas hechas con esteras, colchas llenas de remiendos de abigarrados colores, harapos negruzcos puestos sobre mangos de escobas o tendidos en cuerdas atadas de un pilar a otro, para interceptar más aún la luz y el aire.

Cada trozo de galería era manifestación de una vida distinta dentro del comunismo del hambre; había en aquella casa todos los grados y matices de la miseria: desde la heroica, vestida con el harapo limpio y decente, hasta la más nauseabunda y repulsiva.

En la mayor parte de los cuartos y chiribitiles de la Corrala, saltaba a los ojos la miseria resignada y perezosa, unida al empobrecimiento orgánico y al empobrecimiento moral.

En el espacio que disfrutaba la familia del zapatero; en la punta de una pértiga muy larga, atada a uno de los pilares, colgaban unos pantalones llenos de remiendos, que se balanceaban cómicamente.

Del patio grande del Corralón partía un pasillo, lleno de inmundicias, que daba a otro patio más pequeño, en el invierno convertido en un fétido pantano.

Un farol, metido dentro de una alambrera, para evitar que lo rompiesen los chicos a pedradas, colgaba de una de sus paredes negras.

En el patio interior, los cuartos costaban mucho menos que en el grande; la mayoría eran de veinte y treinta reales; pero los había de dos y tres pesetas al mes: chiscones oscuros, sin ventilación alguna, construidos en los huecos de las escaleras y debajo del tejado. En otro clima más húmedo, la Corrala hubiera sido un foco de infección; el viento y el sol de Madrid, ese sol que saca ronchas en la piel, se encargaba de desinfectar aquella madriguera.

Para que en aquella casa hubiese siempre algo terrible y trágico, al entrar solía verse en el portal o en el pasillo una mujer borracha y delirante, que pedía limosna e insultaba a todo el mundo, a quien llamaban La Muerte. Debía ser muy vieja, o lo parecía al menos; su mirada era extraviada, su aspecto huraño, la cara llena de costras; uno de sus párpados inferiores, retraído por alguna enfermedad, dejaba ver en el interior del globo del ojo, sangriento y turbio. Solía andar La Muerte cubierta de harapos, en chanclas, con una lata y un cesto viejo, donde recogía lo que encontraba. Por cierta consideración supersticiosa no la echaban a la calle.

La primera noche de Manuel en la Corrala vio, no sin cierto asombro, la verdad de lo que decía Vida¡. Éste y casi todos los de su edad tenían sus novias entre las chiquillas de la casa, y no era raro, al pasar junto a un rincón, ver una pareja que se levantaba y echaba a correr.

Los chicos pequeños se divertían jugando al toro, y entre las suertes más aplaudidas se contaba la de don Tancredo. Se ponía un chico a cuatro patas, y otro, que no pesase mucho, encima, con los brazos cruzados, el cuerpo echado para atrás, y en la cabeza, alta y erguida, un sombrero de papel de tres picos.

Se acercaba el que hacía de toro, mugía sonoramente, olfateaba a don Tancredo y pasaba junto a él sin derribarle; volvía a pasar un par de veces, hasta que se largaba. Entonces don Tancredo bajaba de su vivo pedestal a recibir el aplauso del público. Había toros marrajos, y guasones que se les ocurría tirar estatua y pedestal al suelo, lo cual era recibido entre el clamoreo y la algazara del público.

Mientras tanto, las chicas jugaban al corro, las mujeres gritaban de galería a galería y los hombres charlaban en mangas de camisa; alguno, sentado en el suelo, rasgueaba monótonamente en las cuerdas de una guitarra.

La Muerte, la vieja mendiga, solía también amenizar las veladas con sus largos parlamentos.

Era la Corrala un mundo en pequeño, agitado y febril, que bullía como una gusanera. Allí se trabajaba, se holgaba, se bebía, se ayunaba, se moría de hambre; allí se construían muebles, se falsificaban antigüedades, se zurcían bordados antiguos, se fabricaban buñuelos, se componían porcelanas rotas, se concertaban robos, se prostituían mujeres.

Era la Corrala un microcosmo; se decía que, puestos en hilera los vecinos, llegarían desde el arroyo de Embajadores a la plaza del Progreso; allí había hombres que lo eran todo, y no eran nada: medio sabios, medio herreros, medio carpinteros, medio albañiles, medio comerciantes, medio ladrones.

Era, en general, toda la gente que allí habitaba gente descentrada, que vivía en el continuo aplanamiento producido por la eterna e irremediable miseria; muchos cambiaban de oficio, como un reptil de piel; otros no lo tenían; algunos peones de carpintero, de albañil, a consecuencia de su falta de iniciativa, de comprensión y de habilidad, no podían pasar de peones. Había también gitanos, esquiladores de mulas y de perros, y no faltaban cargadores, barberos ambulantes y saltimbanquis. Casi todos ellos, si se terciaba, robaban lo que podían; todos presentaban el mismo aspecto de miseria y de consunción. Todos sentían una rabia constante, que se manifestaba en imprecaciones furiosas y en blasfemias.

Vivían como hundidos en las sombras de un sueño profundo, sin formarse idea clara de su vida, sin aspiraciones, ni planes, ni proyectos, ni nada.

Había algunos a los cuales un par de vasos de vino les dejaba borrachos media semana; otros parecían estarlo, sin beber, y reflejaban constantemente en su rostro el abatimiento más absoluto, del cual no salían más que en un momento de ira o de indignación.

El dinero era para ellos, la mayoría de las veces, una desgracia.

Comprendiendo instintivamente la debilidad de sus fuerzas y de sus inclinaciones, se preparaban a hacer ánimos yendo a la taberna; allí se exaltaban, gritaban, discutían, olvidaban las penas del momento, se sentían generosos, y cuando, después de soltar baladronadas, se creían dispuestos para algo, se encontraban sin un céntimo y con las energías ficticias del alcohol que se iba disipando.

Las mujeres de la casa, por lo general, trabajaban más que los hombres, y reñían casi constantemente. De treinta años para arriba tenían todas el mismo carácter y casi el mismo tipo: negras, desmelenadas, iracundas; gritaban y se desesperaban por cualquier cosa.

De cuando en cuando, como un suave rayo de sol en la umbría, penetraba en el alma de aquellos hombres entontecidos y bestiales, de aquellas mujeres agriadas por la vida áspera y sin consuelo ni ilusión, un sentimiento romántico, de desinterés, de ternura, que les hacía vivir humanamente; y cuando pasaba la racha de sentimentalismo, volvían otra vez a su inercia moral, resignada y pasiva.

Los vecinos constantes del Corralón se contaban entre los del primer patio. En el otro, la mayoría ambulantes, pasaban en la casa, a lo más, un par de semanas, y luego, como se decía allí, ahuecaban el ala. Un día se presentaba un lañador con su gran zurrón, su berbiquí y sus alicates, que gritaba por las calles, con voz bronca: «¡A componer tinajas y artesones..., barreños, platos y fuentes!», y después de pasar una corta temporada se largaba; a la semana siguiente aparecía un vendedor de telas de saldo, que pregonaba a gritos pañuelos de seda a diez y quince céntimos; otro día se hospedaba un buhonero con sus cajas llenas de alfileres, horquillas y pasadores, o algún comprador de galones de oro y plata. Ciertas épocas del año daban un contingente de tipos especiales; la primavera se revelaba por la aparición de vendedores de burros, caldereros, gitanos y bohemios; en otoño se presentaban cuadrillas de paletos con quesos de la Mancha y pucheros de miel, y en el invierno abundaban los nueceros y castañeros.

De los vecinos constantes del primer patio, los que se trataban con el señor Ignacio, el zapatero, eran: un corrector de pruebas, a quien llamaban el Corretor, un tal Rebolledo, barbero e inventor, y cuatro ciegos, que se conocían por los remoquetes de el Calabazas, el Sopistas, el Brígido y el Cuco, los cuales vivían decentemente con sus mujeres respectivas y tocaban por las calles los últimos tangos, tientos y coplas de zarzuela.

El corrector tenía una familia numerosa: su mujer, la suegra, una hija de veinte años y una lechigada de chiquillos; no le bastaba el jornal que ganaba corrigiendo pruebas en un periódico, y solía pasar grandes apuros. El corrector solía llevar un macfarlán destrozado, lleno de flecos; pañuelo grande y sucio, anudado a la garganta y hongo amarillo, blanco y mugriento.

Su hija, Milagros de nombre, muchacha esbelta, fina como un pajarito, estaba en relaciones con Leandro, el primo de Manuel.

Los novios solían tener alternativas en sus amores, unas veces por coqueterías de ella, otras, por la mala vida de él.

No se entendían, porque la Milagros era un poco entonada y ambiciosa; se consideraba como venida a menos, y Leandro tenía, en cambio, genio brusco e irascible.

El otro vecino del zapatero, el señor Zurro, tipo pintoresco y curioso, no se trataba con el señor Ignacio y odiaba cordialmente al corrector. El Zurro andaba siempre agazapado tras de unas antiparras azules, llevaba gorra de piel y balandranes largos.

-Se llama Zurro de apellido -decía el corrector-;pero es un zorro en sus actos; de estos zorros camperos, maestros en malicias y habilidades.

Según se hablaba, el Zurro entendía su negocio; tenía un puesto en la parte baja del Rastro, choza oscura e infecta rellena de trapos, casacas antiguas, retales de telas viejas, tapicerías, trozos de casullas, y, además de esto, botellas vacías, botellas llenas de aguardiente y coñac, sifones de agua de Seltz, cerraduras roñosas, escopetas tomadas por la herrumbre, llaves, pistolas, botones, medallas y otras baratijas sin valor.

Y a pesar de que en la tienda del señor Zurro no entraban, seguramente, al cabo del día, más de dos personas, que harían un gasto de un par de reales, el ropavejero marchaba bien.

Vivía con su hija, la Encarna, una flamencona de unos veinticinco años, muy chulapa, muy descarada, que los domingos salía a pasear con su padre, cargada de joyas. La Encarna sentía arder en su pecho el fuego de la pasión por Leandro; pero éste, enamorado de la Milagros, no correspondía al fuego del alma de la ropavejera.

Por tal motivo, la Encarna odiaba cordialmente a la Milagros y a los individuos de su familia, y los ponía a todas horas de cursis y de muertos de hambre, los injuriaba con motes desdeñosos, como el de Sopista mendrugo, adjudicado por ella al corrector, y el de La Loca del vaticano a su hija.

Odios de personas de vida casi común, no era raro que fuesen de un encono y de un rencor violento; así, los de una y otra familia, no se miraban sin maldecirse y sin desearse mutuamente las mayores desgracias.