La busca/Parte I/III

II
La busca
de Pío Baroja
III
IV

III

Primeras impresiones de Madrid - Los huéspedes - Escena apacible - Dulces y deleitosas enseñanzas


La madre de Manuel tenía un pariente, primo de su marido, que era zapatero. Había pensado la Petra, en los días anteriores, enviar a Manuel de aprendiz a la zapatería; pero le quedaba la esperanza de que el muchacho se convenciera de que le convenía más estudiar cualquier cosa que aprender un oficio; y esta esperanza la hizo no decidirse a llevar al chico a casa de su cuñado.

Algún trabajo costó a Petra convencer a la patrona que permitiera estar en casa a Manuel; pero al fin lo consiguió. Se convino en que el chico haría recados y serviría la comida. Luego, cuando pasara la época de vacaciones, seguiría estudiando.

Al día siguiente de su llegada, el muchacho ayudó a servir la mesa a su madre.

En el comedor se sentaban todos los huéspedes, menos la Baronesa y su niña, presididos por la patrona, con su cara llena de arrugas, de color de orejón, y sus treinta y tantos lunares.

El comedor, un cuarto estrecho y largo, con una ventana al patio, comunicaba con dos angostos corredores, torcido en ángulo recto; frente a la ventana se levantaba un aparador de nogal negruzco con estantes, sobre los cuales lucían baratijas de porcelana y de vidrio, y copas y vasos en hilera. La mesa del centro era tan larga para cuarto tan pequeño, que apenas dejaba sitio para pasar por los extremos cuando se sentaban los huéspedes.

El papel amarillo del cuarto, rasgado en muchos sitios, ostentaba a trechos círculos negruzcos, de la grasa del pelo de los huéspedes, que, echados con la silla hacia atrás, apoyaban el respaldar del asiento y la cabeza en la pared.

Los muebles, las sillas de paja, los cuadros, la estera, llena de agujeros, todo estaba en aquel cuarto mugriento, como si el polvo de muchos años se hubiese depositado sobre los objetos unido al sudor de unas cuantas generaciones de huéspedes. De día, el comedor era oscuro; de noche, lo iluminaba un quinqué de petróleo de sube y baja que manchaba el techo de humo.

La primera vez que sirvió la mesa Manuel, obedeciendo las indicaciones de su madre, presidía la mesa la patrona, según su costumbre; a su derecha se sentaba un señor viejo, de aspecto cadavérico, un señor muy pulcro, que limpiaba los vasos y los platos con la servilleta concienzudamente. Este señor tenía a su lado un frasco con un cuentagotas, y antes de comer comenzó a echar la medicina en el vino. A la izquierda de la patrona se erguía la vizcaína, mujer alta, gruesa, de aspecto bestial, nariz larga, labios abultados y color encendido; y al lado de esta dama, aplastada como un sapo, estaba doña Violante, a quien los huéspedes llamaban en broma unas veces doña Violente y otras doña Violada.

Cerca de doña Violante se acomodaban sus hijas; luego, un cura que charlaba por los codos, un periodista a quien decían el Superhombre, un joven muy rubio, muy delgado y muy serio, los comisionistas y el tenedor de libros.

Sirvió Manuel la sopa, la tomaron todos los huéspedes, sorbiéndola con un desagradable resoplido, y, por mandato de su madre, el muchacho quedó allí, de pie. Vinieron después los garbanzos, que, si no por lo grandes, por lo duros hubiesen podido figurar en un parque de artillería, y uno de los huéspedes se permitió alguna broma acerca de lo comestible de legumbre tan pétrea; broma que resbaló por el rostro impasible de doña Casiana sin hacer la menor huella.

Manuel se dedicó a observar a los huéspedes. Era el día siguiente al complot, y doña Violante y sus niñas estaban hurañas y malhumoradas.

La cara abotagada de doña Violante se fruncía a cada momento, y en sus ojos saltones y turbios se adivinaba una honda preocupación. Celia, la mayor de las hijas, molestada por las bromas del cura, comenzó a contestarle violentamente, maldiciendo de todo lo divino y humano con una rabia y un odio desesperado y pintoresco, lo que provocó grandes risas de todos. Irene, la culpable del escándalo de la noche anterior, una muchacha de quince a diez y seis años, de cabeza gorda, manos y pies grandes, cuerpo sin desarrollo completo y ademanes pesados y torpes, no hablaba apenas, ni separaba la vista del plato.

Concluyó la comida, y los huéspedes se largaron cada uno a su trabajo. Por la noche, Manuel sirvió la cena sin tirar nada ni equivocarse una vez; pero a los cincos o seis días ya no daba pie con bola. No se sabe hasta qué punto impresionaron al muchacho los usos y costumbres de la casa de huéspedes y la clase de pájaros que en ella vivían; pero no debieron impresionarle mucho. Manuel tuvo que aguantar mientras sirvió la mesa en los días posteriores una serie interminable de advertencias, bromas y cuchufletas.


Mil incidentes, chuscos para el que no tuviera que sufrirlos, se producían a cada paso: unas veces se encontraba tabaco en la sopa, otras carbón, ceniza, pedazos de papel de» color en la botella del agua.

Uno de los comisionistas, que padecía del estómago y se pasaba la vida mirándose la lengua en el espejo, solía levantarse, furioso, cuando pasaba alguna de estas cosas, a pedir a la dueña que despachase a un zascandil que hacia tantos disparates.

Manuel se acostumbró a estas manifestaciones contra su humilde persona, y contestaba cuando le reñían con el mayor descaro e indiferencia.

Pronto se enteró de la vida y milagros de todos los huéspedes, y se hallaba dispuesto a soltarles cualquier barbaridad si le fastidiaban demasiado.

Doña Violante y sus niñas manifestaron por Manuel gran simpatía, la vieja sobre todo. Llevaban ya varios meses las tres damas viviendo en la casa; pagaban poco, y cuando no podían, no pagaban, pero eran fáciles de contentar. Dormían las tres en un cuarto interior, que daba al patio, del cual venía un olor a leche fermentada, repugnante, que escapaba del establo del piso bajo.

No tenían en el cubil donde se albergaban sitio ni aun para moverse; el cuarto que les había asignado la patrona, en relación a la pequeñez del pupilaje y a la inseguridad del pago, era un chiscón oscuro, ocupado por dos estrechas camas de hierro, entre las cuales, en el poco sitio que dejaban ambas, se hallaba embutido un catre de tijera.

Allá dormían aquellas galantes damas; de día correteaban todo Madrid, y se pasaban la existencia haciendo combinaciones con prestamistas, empeñando y desempeñando cosas.

Las dos jóvenes, Celia e Irme, aunque madre e hija, pasaban por hermanas. Doña Violante tuvo en sus buenos tiempos una vida de pequeña cortesana; logró hacer sus ahorros, sus provisiones, allá para el invierno de la vejez, cuando un protector anciano le convenció de que tenía una combinación admirable para ganar mucho dinero en el Frontón. Doña Violante cayó en el lazo, y el protector la dejó sin un céntimo. Entonces, doña Violante volvió a las andadas, se quedó medio ciega, y llegó a aquel estado lamentable, al cual hubiera llegado, seguramente mucho más pronto, si en el comienzo de su vida le diera el naipe por ser honrada.

De día, la vieja se pasaba casi siempre metida en su cuarto oscuro, que olía a establo, a polvos de arroz y a cosmético; de noche, tenía que acompañar a su hija y a su nieta, en paseos, cafés y teatros, a la busca y captura del cabrito, como decía el viajante, enfermo del estómago, hombre entre humorista y malhumorado.

Celia e Irme, la hija y la nieta de doña Violante, cuando estaban en casa disputaban a todas horas; quizá esta irritación continua del carácter dependía de lo amontonadas que vivían; quizá de tanto pasar ante los ojos de los demás como hermanas llegaron a convencerse de que lo eran, y, efectivamente, se insultaban y reñían como tales.

Lo único en que concordaban era en asegurar que doña Violante las estorbaba; la impedimenta de la ciega asustaba a todo viejo libidinoso que se pusiera a tiro de la Irme y de la Celia.

La patrona doña Casiana, que veía a la menor ocasión el abandono de la ciega, aconsejaba maternalmente a las dos que se armasen de paciencia; doña Violante, al fin y al cabo, no era como Calipso, inmortal; pero ellas contestaban que eso de que tuviesen que trabajar a toda máquina para comprar potingues y jarabes no les resultaba.

Doña Casiana agitaba la cabeza con melancolía, porque por su edad y sus circunstancias se colocaba en el lugar de doña Violante, y argumentaba con el ejemplo, y decía que se pusieran en el caso de la abuela; pero ninguna de ellas se daba por convencida.

Entonces la patrona les aconsejaba que se mirasen en su espejo. Ella, según aseguraban, bajó desde las alturas de la comandancia (su marido había sido comandante de carabineros) hasta las miserias del patronato de huéspedes, resignada, con la sonrisa del estoicismo en los labios.

Doña Casiana sabía lo que es la resignación, y no tenía en esta vida más consuelos que unos cuantos tomos de novelas por entregas, dos o tres folletines y un líquido turbio fabricado misteriosamente por ella misma con agua azucarada y alcohol.

Este líquido lo echaba en un frasco cuadrado de boca ancha, en cuyo interior ponía un tronco grueso de anís, y lo guardaba en el armario de su alcoba.

Alguno que hizo el descubrimiento del frasco, con su rama negra de anís, lo comparó con esos en donde suelen conservarse fetos y otras porquerías por el estilo, y desde entonces, cuando la patrona aparecía con las mejillas sonrosadas, mil comentarios nada favorables a la templanza de la dueña corrían entre los huéspedes.


-Doña Casiana está ajumada con el aguardiente de feto.

-La buena señora abusa del feto.

-El feto se le ha subido a la cabeza...

Manuel participaba amigablemente de estos espirituales esparcimientos de los huéspedes. Las facultades de acomodación de muchacho eran, sin disputa, muy grandes, porque a la semana de verse en casa de la patrona se figuraba haber vivido siempre allí.

Se desenvolvían sus aptitudes por encanto: cuando se le necesitaba, no se le veía, y al menor descuido ya estaba en la calle jugando con los chicos de la vecindad.

A consecuencia de sus juegos y de sus riñas tenía el traje tan sucio y tan roto, que la patrona solía llamarle el paje don Rompe Galas, recordando un tipo desastrado de un sainete que doña Casiana vio, según decía, representar en sus verdes años.

Generalmente, los que utilizaban con más frecuencia los servicios de Manuel eran el periodista, a quien llamaban el Superhombre, para enviar cuartillas a la imprenta, y la Celia y la Irene para el servicio de cartas y de peticiones de dinero que tenían con sus amigos. Doña Violante, cuando robaba a su hija algunos céntimos, solía mandar a Manuel al estanco por una cajetilla, y por el recado le daba un cigarro.

-Fúmalo aquí -le decía-, no te verá nadie.

Manuel se sentaba sobre un baúl, y la vieja, con el pitillo en la boca y echando humo por las narices, contaba aventuras de sus tiempos de esplendor.

El cuarto aquel de doña Violante y de sus niñas era infecto; colgaban en las escarpias clavadas en la pared trapajos sucios, y, entre la falta de aire y la mezcolanza de olores que allí había, se formaba un tufo capaz de marear a un buey.

Manuel escuchaba las historias de doña Violante con verdadera fruición. Sobre todo, en los comentarios era donde la vieja estaba más graciosa.

-Porque, hijo, créelo -le decía-, una mujer que tenga buenos pechos y que sea así cachondona -y la vieja daba una chupada al cigarro y explicaba con un gesto expresivo lo que entendía por aquella palabra, no menos expresiva—-, siempre se llevará de calle a los hombres.

Doña Violarte solía cantar canciones de zarzuelas españolas y de operetas francesas, que a Manuel le producían una tristeza horrible. Sin saber por qué, le daban la impresión de un mundo de placeres inasequible para él. Cuando oía a doña Violarte cantar aquello de El juramento

Es el desdén espada de doble filo:

uno mata de amores; otro, de olvido... se figuraba salones, damas, amores fáciles; pero más que esto, aún le daban impresión de tristeza los valses de La Diva y de La gran Duquesa.

Las reflexiones de doña Violarte abrían los ojos a Manuel; pero tanto como ellas colaboraban en este resultado las escenas que diariamente ocurrían en la casa.

Era también buena profesora una sobrina de doña Casiana, de la edad poco más o menos de Manuel, una chiquilla flaca, esmirriada, de tan mala intención, que siempre estaba tramando complots en contra de alguien.

Si le pegaban no derramaba una lágrima; solía bajar a la portería cuando el chico de la portera estaba solo, lo cogía por su cuenta y le pellizcaba y le daba puntapiés, y de esta manera se vengaba de los porrazos que ella había recibido.

Después de comer, casi todos los huéspedes iban a sus ocupaciones; la Celia y la Irme, en unión de la vizcaína, tenían el gran holgorio espiando a las mujeres de casa de la Isabelona, las cuales solían asomarse al balcón y hablaban y se hacían señas con los vecinos.

Algunas veces aquellas pobres odaliscas de burdel no se contentaban con hablar, y bailaban y enseñaban las pantorrillas.

La madre de Manuel, como siempre, estaba pensando en el cielo y en el infierno; no se preocupaba gran cosa de las pequeñeces de la tierra y no sabía apartar al chico de espectáculos tan edificantes. El procedimiento educativo de la Petra no consistía mas que en dar algún golpe a Manuel y hacerle leer libros de oraciones.


La Petra creía ver resurgir en el muchacho alguno de los rasgos del carácter del maquinista, y esto le preocupaba. Quería que Manuel fuese como ella, humilde con los superiores, respetuoso con los sacerdotes...; pero, ¡buen sitio era aquél para aprender a respetar nada!

Una mañana, luego de celebrada la solemne ceremonia, en la cual todas las mujeres de la casa salían al pasillo blandiendo el servicio de noche, se oyó en el cuarto de doña Violante un estrépito de gritos, lloros, patadas y vociferaciones.

La patrona, la vizcaína y algunos huéspedes salieron al pasillo a fisgar.

De dentro debieron comprender el espionaje, porque cerraron la puerta y siguió la riña en voz baja.

Manuel y la sobrina de la patrona se quedaron en el pasillo. Se oían gimoteos de la Irene y las increpaciones de la Celia y de doña Violante.

Al principio no se entendía bien lo que decían; pero se conoce que las tres mujeres se olvidaron pronto de la determinación de hablar bajo y las voces se levantaron iracundas.

-¡Anda! ¡Anda a la Casa de Socorro a que te quiten la hinchazón!

¡Bribona! -decía la Celia.

-¿Y qué? ¿Y qué? -contestaba la Irene-. ¿Qué estoy preñada? Ya lo sé. ¿Y qué?

Doña Violante abrió la puerta del pasillo con furia; Manuel y la chica de la patrona huyeron, y la vieja salió con una camisa de bayeta remendada y sucia y un pañuelo de hierbas anudado a la cabeza y se puso a pasear, arrastrando las chanclas, de un lado a otro del corredor.

-¡Cochina! ¡Más que cochina! -murmuraba-. ¡Habrase visto la guarra! Manuel fue al gabinete, en donde la patrona y la vizcaína charloteaban en voz baja. La sobrina de la patrona, muerta de curiosidad, preguntaba a las dos mujeres con irritación creciente:

-Pero ¿por qué la riñen a la Irene? La patrona y la vizcaína cambiaron una ojeada amistosa, y se echaron a reír.

-Di -gritó la niña porfiada, agarrando de la toquilla a su tía-. ¿Qué importa que tenga ese bulto? ¿Quién le ha hecho ese bulto?

Entonces ya la patrona y la vizcaína no pudieron contener la carcajada, mientras la chiquilla las miraba con avidez, tratando de penetrar el sentido de lo que oía.

-¿Quién le ha hecho ese bulto? -decía entre risotadas la vizcaína-. Pero, hija, si nosotros no sabemos quién le ha hecho el bulto.

Todos los huéspedes repitieron con fruición y entusiasmo la pregunta de la sobrina de la patrona, y en cualquier discusión de sobremesa algún chusco salía diciendo de improviso:

-Ya veo que usted sabe quién le ha hecho el bulto -y la frase se acogía con grandes risotadas.

Luego, pasados unos días, se habló de una consulta misteriosa, celebrada por las niñas de doña Violarte con la mujer de un barbero de la calle de jardines, especie de proveedora de angelitos para el limbo; se dijo que Irene, al volver de la conferencia tenebrosa, vino en un coche, muy pálida, que la tuvieron que meter en la cama. Lo cierto fue que la muchacha pasó sin salir del cuarto más de una semana; que, al aparecer, su aspecto era de convaleciente, y que el ceño de la madre y de la abuela se desarrugó por completo.

-Tiene cara de infanticida -dijo el cura al verla de nuevo-, pero está más guapa.

Si algo nefando hubo, nadie podría asegurarlo; pronto se olvidó lo ocurrido; a la niña se le presentó un protector rico, al parecer, y, en conmemoración de tan fausto acontecimiento, los huéspedes participaron del alboroque. Después de cenar, se bebió coñac y aguardiente: el cura tocó la guitarra; la Irme bailó sevillanas, con menos gracia que un albañil, según dijo la patrona; el Superhombre cantó unos fados aprendidos en Portugal, y la vizcaína, por no ser menos, se arrancó con unas malagueñas, que lo mismo podían ser cante flamenco que salmos de David.

Sólo el estudiante rubio, con sus ojos de acero, no participaba de la juerga, embebido en sus pensamientos.

-Y usted, Roberto -le dijo la Celia varias veces-, ¿no canta ni hace usted nada?

-Yo, no -replicó él, fríamente.

El jovencito la contempló un momento, se encogió de hombros con indiferencia, y en sus labios pálidos se marcó una sonrisa de desdén y de burla.

Luego, como acontecía casi siempre en las francachelas de la casa de huéspedes, un chusco se puso a darle a la caja de música del pasillo, y el «Gentil pastor» de La Mascota y el vals de La Diva brotaron confusos; el Superhombre y Celia dieron unas vueltas de vals y concluyeron cantando todos una habanera, hasta que se cansaron, y se marchó cada mochuelo a su olivo.