La bujía y la vela
LA BUJIA Y LA VELA
E
rase una hermosa bujía de cera, que estaba infatuada por su elevado rango. «Soy de cera, decía; las abejas me han amasado con el jugo de las flores más fragantes, y los hombres me han hecho con molde. Alumbro mejor y duro más que todos los luminares conocidos. Mi puesto está en los suntuosos candelabros, en las arañas de cristal ó cuando menos en los candeleros de plata.»—«Fastuosa es en efecto tu existencia, lo reconozco, le contestó una vela de sebo. En cambio yo sé muy bien que soy pobre y vulgar: que me formaron con grasa de carnero; que no me han fabricado con molde, como á tí, sino haciéndome cuajar alrededor de una mecha; pero, ¿qué importa? Estoy contenta y resignada. Ocho veces mojaron la mecha en el sebo para darme el grueso necesario, mientras que paral hacer una candela no la mojan más que dos veces. Estoy contenta de mi suerte, y si bien reconozco que es mucho más distinguido ser de cera que de sebo, ya sabes tú que nadie en el mundo está en el caso de escoger su nacimiento. Por lo tanto, si tú te pavoneas en el salón instalada en un candelabro ó en una araña de cristal, el lugar que á mí me asignan es la cocina, y no es tan despreciable la cocina, puesto que sin ella ¿cómo podría subsistir la casa? ¿cómo comerían nuestros amos?
—¡Comer! repuso la bujía. ¿Y qué significa comer? Comer es uno de los detalles más insignificantes de la vida. Lo esencial es la sociedad, son las visitas, las reuniones, los bailes, las tertulias, esta es la verdadera existencia: brillar y ver brillar á los demás; para esto hemos nacido, y éste es el espectáculo que yo presencio á todas horas. Así, en el baile de esta noche, yo permaneceré en el salón con todas mis hermanas.
En efecto, aquel día echaron mano de todo el repuesto de bujías; pero también se llevaron la vela, y por cierto que fué la dueña de la casa, una gran señora, una condesa, quien se dignó tomarla con sus delicadas manos y llevarla á la cocina, en cuyo sitio esperaba un pobre niño con un cesto, que la dama mandó llenar de patatas, agregando á esta provisión una libra de manteca y algunas frutas.
—«Llévalo á tu madre, hijo mío, y entrégale además esa vela: he sabido que trabaja hasta una hora muy avanzada de la noche, y no dudo que le vendrá bien.»
A estas palabras penetró en la cocina la nietecita de la señora y exclamó llena de alborozo:—«También yo estaré despierta hasta muy tarde, pues debo ir al baile y me pondrán un cinturón adornado con bollos de seda encarnada.»
¡Cuánta alegría irradiaba el hermoso semblante de la niña! No hay bujía en el mundo, cuya luz pueda compararse con el brillo de unos ojos infantiles. La vela reparó en ello y se dijo: «¡Qué destellos de alegría! Nunca más llegaré á olvidarlos, nunca más volveré á ver otra cosa parecida.
Colocáronla en el cesto el muchacho se la llevó á su casa con todo lo demás.
—«¿A dónde me llevarán? pensaba. De fijo que no me escapo de ir á parar á una pobre vivienda, donde tal vez no hallaré ni un triste candelero de cobre, en tanto que la bujía, brillando orgullosa entre oro y plata, tendrá el honor de difundir su luz sobre las personas del más alto linaje. Así lo quiere la suerte; no en vano yo soy de sebo y ella de cera.»
La vela fué llevada á una reducida habitación enfrente de la suntuosa morada de que acababa de salir. Vivía en ella una pobre viuda, madre de tres hijos, que exclamó al recibir el donativo:-«Bendiga Dios á la generosa condesa. ¡Oh, qué magnífica vela! ¡Y qué bien me vendrá! Lo menos durará hasta media noche.»
Al oscurecer la encendieron.
—«Fi!... fi!... fi!... dijo chisporroteando de despecho. ¡Qué fósforos gastan en esta casa! ¡Y qué mal huelen!»
Al propio tiempo encendieron las bujías en la rica casa de enfrente, y al poco rato á través de los balcones se llenó de luz toda la calle, luego rodaron los carruajes que conducían á los convidados y por último resonaron los acordes de una orquesta.
—«Ahora empiezan, se dijo la vela. ¡Con qué gozo debe brillar en estos momentos el semblante de la niña! Apuesto á que sus ojos oscurecen á la bujía que está tan pagada de sí misma. ¡Oh, no: yo no he de ver nunca más un espectáculo semejante al brillo de aquellos ojos!»
En este instante penetró en la habitación la hija menor de la viuda, que era también una hermosa niña quien después de abrazar á sus hermanitos les dijo al oído con gran misterio:—«Adivinad qué vamos á comer esta noche, ahora mismo... ¡Patatas fritas con manteca!»
Y el júbilo más intenso iluminó su semblante. No estaba más alegre la niña de la opulenta morada cuando dijo: «Debo ir al baile y me pondrán un cinturón adornado con bollos de seda encarnada.»
—«Será sin duda una gran cosa eso de comer patatas fritas,» pensó la vela, la cual estaba no poco encantada de haber vuelto á ver el brillo luminoso de unos ojos infantiles, y para atestiguar su satisfacción volvió á chisporrotear, tal como lo había hecho anteriormente, al dar suelta á su disgusto, pues las velas no tienen más que un lenguaje para expresar sus sentimientos.
Pusieron la mesa y aparecieron las patatas fritas. ¡Qué suculento festín! Por postres recibió cada niño una manzana, y cuando acabaron de comer la pequeñita recitó la oración: «Dios mío: te damos las gracias por tus dones y bondades. Amén.»
—«Mamá, añadió, ¿no es verdad que hoy la he dicho bien?
—«No has de hablar de ti, ni has de pensar más que en Dios nuestro Señor, que esta noche se ha dignado concedernos una cena tan deliciossa.»
La viuda llevó á sus hijos á la cama y después de dar un beso en la frente de cada uno se durmieron como unos ángeles. Volvió ella á sentarse al velador, y hasta una hora muy avanzada trabajó en la costura, llena de brío pensando en sus hijos.
En la rica casa de enfrente, arañas y candelabros centelleaban; continuaban oyéndose los acordes de la alegre y animada orquesta; en cambio desde el cielo la luna repartía su luz por un igual sobre la morada de los ricos y la de los pobres.
—«Agradable ha sido la noche, se dijo la vela, y hasta dudo que la bujía la haya pasado mejor, metida en su recipiente de plata. Esto es lo que quisiera saber antes de que acabe de consumirse mi último cabo.»
Al apagarse tuvo una visión. Apareciéronsele los ojos de entrambas niñas animados del mismo resplandor, á pesar de que en los de la una se reflejaban los soberbios fulgores de cien bujías, y en los de la los soberbios fulgores de cien bujías y en los de la otra sólo la modesta luz de una humilde vela.
Y aquí termina la historia.