La bravía
de Arturo Reyes


Cuando Rosario la Bravía dejó el lecho, no parecía tener vida más que en los ojos, en aquellos ojos suyos sombríos y fulgurantes de atávica fiereza; ojos que según afirmaban los más viejos rabadanes de las cercanías eran iguales que los de su padre y que los de su abuelo, que los de aquellos dos ternes que durante muchos años hubieron de retar impunes y valerosos los riesgos de una vida accidentada, hasta sucumbir a los disparos de sus implacables perseguidores.

Desde punto y hora en que la madre de la Bravía supo el desaguisado cometido con ésta por el Certero, hasta el instante en que la sacamos a relucir, no habíale dirigido a aquélla un solo reproche, y al estrechar entre sus brazos al fruto de la falta de Rosario y de la traición de Joseíto, un hondo suspiro se escapó de su garganta al pensar que si su difunto hubiese vivido no hubiera osado seguramente el Certero llevar a cabo aquella traición con las que, al verle llegar una noche perseguido y maltrecho al desesperado galopar de su potro, habíanle dado abrigo en sus apartados y pintorescos cubriles.

Rosario, el día en que abandonara el lecho, sentóse a la puerta del edificio a respirar la perfumante brisa de aquella tarde de otoño: la dolencia había dejado en su persona sus huellas pálidas; su tez estaba descolorida; su cuerpo enjuto y falto de curvaturas; su pelo, antes abundante y negrísimo, había sido amputado en el período álgido de la fiebre que habíala tenido durante tantos días con vistas al Camposanto.

Sus ojos soberbios y graves vagaron sombríamente distraídos por los accidentes del panorama: todos y cada uno de ellos evocaba en su imaginación una escena furtiva y ardiente de amor; los copudos algarrobos y los altos pinares que tantas veces les sirvieron de sombroso refugio en sus pláticas de amores; las adelfas de la honda cañada, donde mientras ella oficiaba de gentil lavandera, arrullóla un día Joseíto con requiebros chispeantes y saladísimos decires; los matorrales y ciroleros que forman un a modo de dosel al manantial desde donde él conducíale a la casa los pesadísimos cántaros, porque no se le tronchara a su ídolo el mimbre que habíale Dios otorgado por cintura, como él decía; los verdes bancales del huerto donde tantas veces le ayudara a recolectar las frutas en sazón, y el empinado sendero, flanqueado de pitas y chumberas, por donde viole llegar por primera vez al rápido galopar de su caballo y por el cual también habíale visto partir sin que volviera a tener noticias suyas hasta que en la tarde a que hacemos referencia, díjole, deteniendo delante del lagar el paso de su fuerte cabalgadura, el tío Zamarrita, el arrendador de los Zarzales.

-Gracias a Dios, Rosario, que se recrean en tus hechizos los ojitos e mi cara!

Rosario sonrió melancólica.

-Venga usté con Dios -dijo al recién llegado con expresión distraída.

-¿A que no sabes tú con quién ha sío con quien me he trompezao hoy en Málaga? -preguntóle el viejo mirándola con interrogadora expresión.

Los ojos de la convaleciente expresaron una profunda zozobra.

-¿A quién, a Joseíto? -preguntáronle con su silencioso idioma de luz al recién llegado.

Éste, traduciendo fielmente el luminoso idioma, cabeceó de modo afirmativo, y después continuó con acento de reproche:

-El mesmo que viste y calza; el mozo paése que el último chasponazo no le supo a miel de cormena y ha sentáo sus reales en Málaga, donde, sigún me han dicho, anda en vísperas de casorio con una tal Dolores, hija de un carnicero a quien le llaman el Soniche.

A la Bravía, oyendo al tío Zamarra, habíasele demudado el rostro; el sudor, un sudor frío y copiosísimo, inundó su semblante demacrado, y por sus enormes ojos de hondos negrores resbaló algo siniestro y amenazador.

El tío Zamarrita continuó con acento campanudo y bronco:

-Ya sé yo que esto que te digo te tié que doler y que te tié que rejelear, pero no he querío callártelo por si tú pudieres impeir la mala chaná que piensa jacer contigo.

Cuando el tío Zamarra se hubo alejado del lagar, Rosario no pudo evitar que algunas lágrimas rebeldes le quemaran las mejillas, pero después reaccionaron sus energías, su sangre brava y rencorosa coloreó su tez, y cuando salió su madre de la casa con el casi recién nacido entre sus brazos y le preguntó quién era el caminante, cuya voz había oído desde el corral, le repuso con acento seco y vibrante:

-Era el tío Zamarrita, madre, el tío Zamarrita.

-¿Y qué cuenta el tío Zamarrita?

Rosario miró a la vieja de hito en hito con expresión extraña, y después:

-Pos lo que cuenta es que Joseíto ha sentao sus reales en Málaga y que, sigún dicen, quiee casarse con una tal Dolores, hija de un carnicero a quien le llaman el Soniche.

La vieja tembló toda de indignación, pero no osó decir una palabra: la mirada, el acento, la sonrisa con que Rosario hubo de decir aquello habíale llenado el corazón de inquietudes.

Rosario la miró silenciosa durante algunos momentos, y después, con voz sorda y enérgica, como si aquello que decía lo estuviera jurando al pie de los altares, exclamó:

-No se apure usté, madrecica, no se apure usté, que Joseíto no se casará con la hija de Soniche el carnicero.


No había mentido el arrendador de los Zarzales al decir que cansado Joseíto el Certero de jugarse la piel al pilla pilla en la sierra, estaba en vísperas de liarse la manta a la cabeza emparentando con arreglo a lo que ordena la Católica Apostólica Romana, con María de los Dolores, unigénita del más conocido carnicero del barrio de Capuchinos.

Y si bien era cierto lo que hubo de contar el Zamarrita a Rosario, cierto era también que cuando Joseíto salió ya del todo restablecido del lagar de las Bravías, llevaba el corazón lleno de generosos propósitos, y tal vez hubiera liquidado como Dios manda su cuenta a Rosarito, a no haberle llevado una noche al poco tiempo de haber sentado sus reales en la tierra famosa de los más sabrosos boquerones, Antoñico el Centinela, a casa de los Soniche, donde celebrábase el fausto suceso de lucir por primera vez el vestido largo su hija Dolores, una chavalilla esbelta como un junco, larga de remos, fina de talle, de pelo rubio, reluciente y anillado, de tez rosa, de facciones finas, de ojos negrísimos de acharranada expresión, y de sonrisa picaresca y tentadora.

Cuando Joseíto fue presentado por Antoñico en casa de los Soniche, donde aquella noche parecía haberse dado cita la plana mayor de las hembras de tronío y de los hombres de más cartel, abandonó un momento María de los Dolores el grupo que animaba con sus donaires y sus graciosos decires y quedóse mirando como una tonta a Joseíto, que lucía en airosa actitud su cuerpo gallardo, su marsellés de pana obscura, que contorneaba con elegante ductilidad su busto armónico y fuerte; el negro ceñidor, que apretábale la esbelta cintura; el pantalón de igual tejido que el marsellés, que tras ceñírsele estallante en la cadera y en el muslo redondo como una columna, abotinábasele rugoso y amplio sobre los calados brodequines; la blanca pechera de la camisa de áurea botonadura; el rico pañuelo granate que lucía a modo de corbata con artístico desaliño; el amplísimo pavero con el que jugueteaba su ruano, y su rostro, en fin, redondo, terso, lleno de juveniles frescores, de mejillas en que azuleábale la barba en tonos esfumados, de ojos garzos de miradas adormecidas; de tez trigueña y tostada por soles y vientos; de pelo obscuro artificiosamente encaracolado sobre las sienes, y de boca que dejaba libre, merced a una sonrisa, siempre en ella huésped simpático, la dentadura, si algo desigual, blanca como la de un etíope.

Y si María de los Dolores habíase quedado mirando como tonta al Certero, éste a su vez habíase quedado como tres veces tonto mirando a María de los Dolores, a la cual, tras las palabras de rigor en casos tales, díjole con voz acariciadora:

-Me jace usté el favor de mandar que me den a goler un poco de éter que me parece que se me va a dir el sentío.

La figura y el rostro de la hija del Soniche empezaron a obrar de disfumino para con la imagen de Rosario en el corazón del Certero, el cual decíale algunos minutos después a aquélla, secundando los deseos de los allí congregados:

-Baile usté ya, salero, baile usté ya por los ojitos de su cara; no ve usté que a toítos se les ha puesto sobre el corazón que usté baile.

-Güeno, hombre, bailaré si usté se emperra, no sea cosa de que se nos malogre usté en capullo.

Y María eligió rápida y con juvenil desembarazo el sombrero de Joseíto entre los que le ofrecían todos los invitados, se lo colocó con truhanesca desenvoltura sobre el pelo lleno de flores, y mientras los de las guitarras arrancaban al cordaje y de modo casi maravilloso uno de los tangos más en boga, plantóse ella en el centro de la sala, recogiéndose con estudiada malicia la crujiente falda de percal hasta dejar al descubierto los microscópicos pies pulidamente calzados.

El Certero no pestañaba siquiera mirando a María, la cual, después de brindarle el baile en una mirada, afianzóse el pavero sobre la rubia crencha, repiqueteó los dedos que sonaron como crótalos de cristal, a la vez que arqueaba los brazos, entornó los párpados con las de Caín en las fulgurantes pupilas, contrajo sus labios en una sonrisa ardiente y retadora y dio comienzo de modo brusquísimo y nervioso al baile, al acorde resonar de las guitarras y del alegre palmoteo.

Joseíto sentíase subyugado por aquella mujer, cuyo cuerpo elástico y ondulante imitaba de tan maravillosa manera las hondas y dulces embriagueces del deseo; el lánguido desfallecer de los anhelos ya cumplidos; ora el espasmo poderoso; ora la exaltación febril y delirante; ya la repulsa provocativa y avivadora; ya la caricia llena de dulcísimas sumisiones; al par que enrojecíanse sus mejillas y aletargábanse sus ojos como vencidos por el deleite, y sus dientes de marfil amenazaban con hacer brotar la sangre de sus labios húmedos y purpurinos.

Y de modo tan firme hubieron de encadenar al Certero los encantos de María de los Dolores, que a los tres meses de esta escena aseguraba la última a todos los que la querían oír que en muy breve plazo sería dueño legítimo de su persona Joseíto el Certero, según ella el más terne y más juncal y más valeroso de los hombres de Andalucía.


El suceso era comentado de modo apasionadísimo por grandes y chicos en el barrio; cuando la noticia, que había circulado como por regueros de pólvora, llegó a la timba donde el Certero oficiaba de árbitro supremo, no hubo punto que no saliera de estampía en dirección al lugar de la inesperada catástrofe.

Cuando el dueño de la banca llegó a la calle donde vivían los Soniche, una nube de curiosos rodeaba el sitio aún ensangrentado, donde había caído casi exánime Joseíto a la certera puñalada del desconocido agresor.

La señá Antonia la Duende narraba por centésima vez lo que habían tenido la desgracia de presenciar sus ojos pecadores.

-Calle usté, señó Paco, calle usté -decía encarándose con el barbero de la esquina-; calle usté que entoavía no me corre la sangre por las venas, y una libra de aceite le tengo que llevar a la Virgen de mi devoción, si de esta hecha no me manda a mí al Batatar el susto y el mal rato que he pasao.

-Pero ¿cómo fue la cosa? -preguntó con voz jadeante el dueño de la timba, que limpiábase el sudor como si estuviera dándose una fricción en la calva.

-Ay, señó Paco de mis entrañas; usté no sabe... mie usté: sentá en mi puerta estaba yo esperando a mi don Gregorio por si venía mi don Gregorio, porque nadie mejor que usté sabe que mi don Gregorio pa eso de venir a su casa no tieé na de cronómetro, tan y mientras tié uria torda en la faltriquera; pos bien, señó Paco, estaba yo tan tranquila sentá en mi escalón cuando vi de venir a Joseíto... ¡qué lástima de hombre, señó Paco, qué lástima de hombre!

Y la vieja, tras rendir aquel último tributo de admiración al Certero, continuó:

-Pos bien, llegó el Joseíto a la ventana de Mariquita... probetica niña, ¡y qué horita que ha pasao...! ¡qué horita! aún está que se le sangra, y como si se sangrara a un difunto... pos bien, señó Paco, llegó el Certero y le chifló a María, y María que lo estaba aguardando jaciendo un pañuelo de croché, salió a la ventana y se pusieron a platicar como siempre y a decirse chuflas, porque el Joseíto, parneses no sé yo si tendría u no tendría, pero lo que es salero... eso lo tenía por quintales.

-Mire usté, señá Antonia, que si sigue usté asín voy a mandar un recao a mi Nena pa que me mande un tres con tres -exclamó el Pollo Clavijo con acento zumbón.

-¡No se arruinaría tu padre costeándote el colegio!... pos bien, voy a rematar: cuando más a gusto estaban dambos platica que te platica, se metió a caballo por la calle un hombre, mejor dicho, un chavalete mu pinturero, mu fino de cintura, mu requetebonito de cara, y en llegandito que hubo junto a la reja de María saltó del jaco, se fue pa el Certero, lo miró de un mó que a mí me puso de punta jasta el añadío; lo cogió por un brazo y le dijo:

-Me han dicho que te vas a casar con esta jembra y yo vengo a matarte, Joseíto.

-¿Y qué le respondió Joseíto?

-Pos Joseíto, que estaba como embarsamao mirando al chaval, se lo llevó dos puertas más arriba y allí platicaron dambos cuatro palabras, y a Joseíto se le subió pronto arriba la espuma, y como era mu manilargo, alevantó la mano; pero entoavía no la había levantao, cuando el otro metió mano al jierro, y na, que un instante después estaba el Joseíto patas arriba y el otro había montao de nuevo en el jaco y la del humo; como que se fue como un tiro, y al dirse atropelló al guardacalle que había intentao coger al caballo por las brías.

-¿Pero no se sabe quién es ese gachó?

-No lo conoce nadie, ni Mariquita tan siquiera.

-¿Y el Certero ha muerto?

Acaba de morir -exclamó con voz ronca Antoñico el Centinela, acercándose al grupo con paso lento- acaba de morir sin que haigamos conseguío que nos diga el nombre del que lo ha matao.

Y mientras seguíase comentando en el barrio el tristísimo suceso, Rosario la Bravía, lívido el semblante y los ojos llenos de lágrimas y fiera la expresión, rasgaba los ijares de su caballo que galopaba, a la argentada luz de la luna, por los más ocultos senderos de las floridas montañas.