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La boba para los otros
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

Sale Diana, de labradora
Diana:

Pues, ¿tú de amores conmigo,
ignorante labrador?
Dirás (que yo no lo digo)
que el amor, en cuanto amor,
nunca mereció castigo.
No porque es mi rustiqueza
tanta, que ignore el grosero
estilo de mi rudeza,
que amor fue el hijo primero
que tuvo naturaleza.
De este amor han procedido,
cuantos son, cuantos han sido;
pero no me persuado,
a tenerle en bajo estado
a ningún hombre nacido.
Aquí, de estas peñas vivas
quisiera romper las hiedras,
no porque trepan altivas;
mas porque abrazan sus piedras
amorosas y lascivas.
Y aquí, con violentos brazos,
los enredos de estas parras
los embustes de sus lazos,
que, de pámpanos bizarras,
dan a los olmos abrazos.

Diana:

Si de celos o de antojos
canta a la primera luz
algún ave sus enojos,
quisiera ser arcabuz
y matalla con los ojos.
Y tú, grosero villano,
vienes a decir amores
a quien, por el aire vano,
un nido de ruiseñores
derribó con diestra mano.
Tú, ni el de más brío, y talle,
no me hableis, que si en el valle
donde más lejos se esconde,
solo el eco me responde,
le suelo decir que calle.
No os fiéis en que esta aldea
me dio padre labrador,
que el alma que se pasea
por mi pecho, y el valor
me dice que no lo crea.
Tengo tan altos intentos
que, si pudieran con arte
subir trepando elementos,
pasaran de la otra parte
del cielo mis pensamientos.

Diana:

¿Es posible que yo fui
parto de un monte y nací
de un rudo y tosco villano?
¿Un alma tan grande en vano
deposita el cielo en mí?
Son tales mis presunciones
y discursos naturales,
que en todas las ocasiones
aborrezco mis iguales
y aspiro a ilustres acciones.
Ayer (aunque no es fiel
intérprete la osadía)
tuve un sueño, y vi que en él
un águila me ponía
sobre la frente un laurel.
Con esto, tan vana estoy,
que pienso, por más que voy
reprendiendo mi bajeza,
que se erró naturaleza
o soy más de lo que soy.
Aires, corred más a prisa,
no bulliciosos peinéis
la hierba que el alba pisa;
fuentes, no me murmuréis;
tened un poco la risa.
Y si un alto pensamiento
en bajo sujeto os calma,
parad con advertimiento,
que son narcisos del alma
los locos de entendimiento.
Porque si posible fuera
que el autor del cielo diera
al entendimiento cara,
loca de verla quedara,
si en vuestro cristal la viera.

Sale Fabio
Fabio:

Por las señas que me ha dado
un villano en esta aldea,
que la vio bajar al prado,
no es posible que otra sea.

Diana:

¿Qué buscáis con tal cuidado?

Fabio:

Busco una bella aldeana,
que se ha de llamar Diana,
aunque es de almas cazadora,
desde que salió el aurora
a producir la mañana.
¿Sois vos acaso?

Diana:

Yo soy.

Fabio:

¿Cierto?

Diana:

Y muy cierto.

Fabio:

La mano
me dad.

Diana:

Los brazos os doy.

Fabio:

En vuestro semblante humano
mirando mi dueño estoy.

Diana:

Sosegaos.

Fabio:

Estoy sin mí
desde el instante que os vi.

Diana:

¿Pues qué queréis?

Fabio:

Que me oigáis,
sin que un acento perdáis
de cuanto os dijere aquí.
Ilustrísima Diana,
hasta ahora, de estas selvas
humilde honor, aunque grave,
como está el oro en la tierra:
Octavio, duque de Urbino,
señor, como sabes, de esta,
por falta de sucesión,
trujo, de su hermano César,
a su sobrina Teodora,
hermosa como discreta,
a su Estado y a su casa,
(Estadme, por Dios, atenta,
que no entender los principios
hace obscuras las materias).
Siempre se pensó en Urbino,
que fuera Teodora bella
su heredera (claro estaba),
pues le tocaba tan cerca.

Fabio:

Así Teodora vivía,
y de estos estados era
señora, y espejo al duque:
se estaba mirando en ella.
Servíanla pretendientes,
príncipes, Parma, y Plasencia,
Ferrara, Mantua y Milán;
pero con menores fuerzas
y mayores esperanzas
(como quien sirve en presencia),
dos caballeros de Urbino:
Julio y Camilo, a quien ella
cortésmente entretenía,
con inclinación secreta:
a Julio; o por más galán,
o por más conforme estrella.
En estos medios, Diana,
la inexorable tijera
de la Parca cortó el hilo
al duque, en años cincuenta.
Lo que la muerte descubre,
lo que muda, lo que trueca
en cualquier Estado o casa,
bien lo muestra la experiencia.
Así fue en esta ocasión;
que en su testamento deja
declarado el duque Octavio,
que tiene en aquesta aldea
una hija natural,
que nombra por heredera.

Fabio:

Abriéndose el testamento,
Teodora sin alma queda;
Julio, sin vida, y Camilo,
con esperanza más cierta,
que será señor de Urbino,
si viene por quien le hereda,
pues Teodora no le amaba,
y aunque recatadas muestras
al fin, le amaba, que Julio
estaba más en su idea.
Con esto, hermosa Diana,
toda la corte se altera,
y en dos bandos se divide
con tal porfía, que llegan
a escribir leyes las armas,
y hacer derecho la fuerza.
Pero entrando de por medio
las canas de la nobleza,
vencen la furia a Teodora
y la juventud se sosiegan.
La legítima señora
buscar, alegres decretan,
y dan el cargo a Camilo,
que ya se llama, o lo sueña,
duque de Urbino contigo;
porque hasta esperar sentencia
de algunas dificultades,
quiere Julio que pretenda
su Teodora, aunque entre tanto,

Fabio:

Diana, a la corte vengas.
Yo, que en servicio del duque,
con poca nobleza y renta,
nací en humilde fortuna,
tanto, que me ha sido fuerza
valerme del buen humor,
para los señores, puerta;
aunque no falto, Diana,
de alguna virtud y letras,
respetando aquella sangre,
que del duque muerto heredas,
vine, no a pedirte albricias
del parabién de que seas
duquesa de Urbino, cuando
eco de estos montes eras,
sino para que el peligro
a que te llevan, adviertas
entre tantos enemigos,
sin que nadie te defienda.
Porque Camilo no es justo
que tu persona merezca,
donde príncipes tan grandes
estos Estados desean.
Teodora y Julio, ¿quién duda
que, al paso que te aborrezcan,
han de pretender tu fin
con injustas diligencias?
Mira el peligro en que estás
y si es menester que tengas
en tantas dificultades
entendimiento y prudencia.

Fabio:

Perdóname que te diga
que examinarte quisiera,
puesto que el buen natural
tales imposibles venza.
Pero ya con los caballos
el estruendo de las selvas
me avisó que, los que vienen
en tropa, a buscarte llegan.
No me puedo detener,
que no quiero que me vean
por ver si puedo después
servirte allá sin sospecha.
Dios te libre de traidores;
tu justicia favorezca,
tu buena dicha asegure
y tu inocencia defienda.

Vase. Salen Camilo y acompañamiento, Riselo, villano, y Liseno, criado.
Riselo:

Esta, señores, es la que buscando
venís por este monte, hija de Alcino,
de esta aldea vecino,
que ahora está en los montes repastando.

Diana:

(Aparte)
(¡Oh, ingenio, aquí me ayuda!
Fingirme quiero simplememente ruda;
que es el mejor camino a un grande intento.)

Camilo:

Caballeros, mirando estoy atento
en esta labradora
lo que pueden la muerte y la fortuna.

Liseno:

¡Qué sin sospecha alguna,
del estado que espera, está suspensa!

Diana:

(Aparte)
(Este es Camilo. Atentamente piensa
cómo ha de hablarme, y mi persona mira.
Quiere llegar, y el traje le retira.)

Camilo:

¿Qué sirve suspender a lo que vengo,
cuando presente, gran señora, os tengo?
Dadme los pies, duquesa generosa,
y tanta novedad no os cause espanto.

Diana:

¡No faltaba otra cosa!
¿Son que ellos vengan a burlarse tanto?
¿Qué duquesa decís o calabaza?
Si andáis acaso por el monte a caza,
no me tengáis por fiera.

Camilo:

(Aparte)
(Pensé que en lo exterior fuera villana,
y que la buena sangre le infundiera
un alma, por lo menos, cortesana.)

Liseno:

¿Si acaso no es Diana?

Camilo:

¿Es Diana, pastor?

Riselo:

En esta aldea
no hay otra que de aqueste nombre sea,
ni, como preguntáis, hija de Alcino.

Camilo:

¿Que esta ha de ser de Urbino
duquesa?

Riselo:

¿No os agrada?

Camilo:

¿Cómo me ha de agradar?

Riselo:

¿Pues qué os enfada?

Camilo:

El semblante risueño y los efetos,
que no son tan discretos
como su nacimiento prometía.

Riselo:

¡Qué mal la conocéis! Porque podría
venderos más retórica, si hablase,
que cuantos la profesan en Bolonia.

Camilo:

Señora, el duque es muerto.

Diana:

¿Pues qué se me da a mí? Pero, si es cierto,
enterradle, señores,
que yo no soy el cura.

Camilo:

Mirad que es vuestro padre.

Diana:

¡Qué locura,
siendo Alcino mi padre!

Camilo:

(Aparte)
(Los temores
que tuve de su poco entendimiento
no me salieron vanos.)

Liseno:

¿Qué te espanta,
si se ha criado en rustiqueza tanta?

Camilo:

También fuera milagro que no fuera,
criada en estos montes como fiera,
de esta ruda aspereza;
mas presto mudará naturaleza,
en dándole los aires cortesanos.
Dad a todos las manos.
Venid, señora, a Urbino,
y seréis su duquesa.

Diana:

¡Desatino!

Camilo:

Señora, el duque os heredó en su muerte.
Gozad tan alta suerte,
y tan dichosa empresa.

Diana:

¿Pues soy yo buena para ser duquesa?

Camilo:

Sí, pues lo quiso el cielo.

Diana:

Pues voy por mis camisas y un sayuelo
verde que tengo con azules vivos.

Camilo:

¡Extraños disparates!

Liseno:

¡Excesivos!

Camilo:

Allá tendréis las galas que os convienen
a las que vuestro estado y nombre tienen.
Venid, señora, al coche,
porque entréis esta noche,
si es posible, en Urbino.

Diana:

Que no, señor; yo tengo mi pollino.

Riselo:

Mira, Diana, que eres ya duquesa.

Diana:

Pues selo tú por mí, que a mí me pesa.

Camilo:

Vamos, señora. ¡Extraño desconsuelo!

Liseno:

(Aparte)
(¡Buena duquesa llevas!)

Diana:

Di, Riselo,
si al monte fueres, a mi padre Alcino,
que aquí me llego a Urbino
a ser duquesa, aunque de mala gana,
y que luego vendré por la mañana.

Vanse. Salen Teodora y Julio


Teodora:

¡Que porfiase Camilo
en traer esta Diana!

Julio:

En tu condición villana,
Teodora, de aquel estilo.

Teodora:

Julio, aunque el duque dejase
cláusula en su testamento
de este nuevo pensamiento,
y esta villana heredase,
una cosa tan dudosa,
¿cómo Senado tan sabio
se la permite, en agravio
de la heredera forzosa?
Lo que disponen las leyes
no lo sé; pero sospecho
que es diferente el derecho
entre príncipes y reyes.
Que aunque es la justicia igual,
es justo que haya excepción
cuando las personas son
de nacimiento real.
Que el duque me aborrecía
podemos probar también,
si, porque te quise bien,
injustos celos tenía.
Que el querer por sucesor
dejar al duque de Parma,
sobre fundamentos arma
pleito su injusto rigor.

Julio:

Cuando no hubiera razón,
más que probar al que muere
que estaba loco, se infiere
que ha sido violenta acción.
Veamos cómo nos va
de justicia llanamente,
pues que tendremos presente
a quien la causa nos da.
Que aunque más favorecida
de Camilo y del Senado,
no ha de poder su cuidado
defender su injusta vida.
Si hasta el día de su muerte
a la sucesión te llama,
y de esta constante fama,
que tu acción, Teodora, advierte,
nacieron las pretensiones
de Mantua, Parma y Milán,
¿qué leyes darles podrán
contra tí justas acciones?
En fin, tú has de ser duquesa
de Urbino, o yo he de perder
la vida.

Teodora:

Y yo tu mujer.
Julio, si a la envidia pesa.

Sale Fabio
Fabio:

Ya, señora, viene aquí
la duquesa, mi señora.

Teodora:

¿Quién?

Fabio:

Aquella labradora.
No te vuelvas contra mí.

Teodora:

¿Qué mujer es?

Fabio:

Es mujer,
que en un monte se ha criado.

Julio:

No te dé, por Dios, cuidado;
que no le ha de suceder
al duque, por invención,
mujer de esa calidad.

Fabio:

Hasta probar la verdad,
tú tienes la posesión;
mas por la gente vulgar,
y por Camilo, señora,
recíbela bien ahora;
que no te podrá quitar
la posesión, por lo menos.

Vanse.


Salen Camilo, Liseno y gente con Diana, en hábito de dama.
Camilo:

¿No le agrada a vuestra alteza
la ciudad?

Diana:

Es linda pieza,
mas… ¡recebirme con truenos!

Camilo:

Aquella es la artillería,
que os hacen la salva así.

Diana:

Con los relámpagos vi
estrellas a mediodía.
En tocando las campanas
en mi tierra el sacristán,
como los nublos se van
vuelven a cantar las ranas.

Camilo:

A propósito.

Liseno:

(Aparte)
(En mi vida
vi cosa tan ignorante.)

Diana:

Esta casa relumbrante,
de blanco mármol vestida,
¿qué contiene?

Camilo:

Es el palacio
de vuestra alteza.

Diana:

El lugar
puede todo aposentar
su grande y vistoso espacio
con ovejas y borricos.

Camilo:

Veréis aposentos llenos
de pinturas, en que es lo menos
telas y brocados ricos.

Diana:

¿Qué es aquello que está allí?

Camilo:

El reloj.

Diana:

¡Válame Dios!

Camilo:

Allí señala las dos.

Diana:

¡Bueno! A Teodora y a mí.

Camilo:

Brava respuesta.

Liseno:

Gallarda.

Diana:

¿Y quién es, Camilo, aquel
que está en aquel chapitel?

Camilo:

Es el ángel de la guarda.

Diana:

Bien le habemos menester;
pero es grave desvarío
tenerle al calor y al frío,
si nos ha de defender.

Camilo:

No la entiendo.

Liseno:

Yo tampoco.

Sale Fabio
Fabio:

A recibiros, señora,
sale la ilustre Teodora.

Camilo:

 (Aparte)
(De verla me vuelvo loco.)

Liseno:

En viendo su rustiqueza,
se venga de ti Teodora.

Salen Teodora y Julio
Teodora:

Mil veces venga en buena hora
a su casa vuestra alteza.

Diana:

Señora, ya yo decía
que en mi borrico andador,
pudiera venir mejor,
y llegar a mediodía.
Pero por esas veredas,
con mucho polvo y ruido,
arrastrando me han traído
en una casa con ruedas.
Echad acá vuesa mano,
que vos la quiero besar.

Teodora:

 (Aparte)
(¿Qué es esto, Camilo?)

Camilo:

Hablar
en el estilo aldeano.
No os espantéis, que ninguno
nace enseñado.

Teodora:

Es ansí.
¿Qué dices, Julio?

Julio:

Que aquí
alma y cuerpo todo es uno,
y que no hay que tener pena
del tratado pensamiento,
pues su mismo entendimiento
en el pleito la condena;
o, a lo menos, será eterno,
pues no es justicia, Teodora,
que den a Urbino señora
inhábil para el gobierno.

Teodora:

Hoy mi esperanza nació.

Diana:

Muy linda está su mercé.
Y, dígame: ¿no tendré
uno como aqueste yo?

Teodora:

Ahora, señora mía,
vuestras damas os darán
galas y joyas.

Diana:

No harán.

Teodora:

(Aparte)
(¡Qué notable bobería!)
Ahora bien; venid, Diana,
a tomar la posesión
(Aparte)
de vuestra casa. (El mesón
le diera de mejor gana.

Julio:

Y yo, la caballeriza.)

Camilo:

Corrido estoy.

Fabio:

Yo, turbado.
Laura y Fenisa han llegado.

Salen
Teodora:

Laura, aquel cabello enriza
a su alteza; y tú, después,
Fenisa, con el decoro
que sabes, diamantes y oro
siembra del cuello a los pies.

Laura:

Las dos tendremos cuidado
de vestir y de adornar
a su alteza.

Diana:

Estoy, de andar
con los gansos por el prado,
ducha a la crencha o la trenza.

Teodora:

(Aparte)
(¡Buena duquesa has traído,
Camilo!)

Camilo:

Si estoy corrido,
bien lo dice mi vergüenza.

Teodora:

Quedaos vosotras aquí.
Ven, Julio, que ya la risa,
aun por los ojos te avisa
del placer que llevo en mí.

Vanse
Camilo:

Ya vuestra alteza ha llegado
a su casa. Justo es
que descanse; que, después,
de las cosas de su Estado
más despacio trataremos.

Diana:

¿Luego no me he de volver
a mi lugar?

Camilo:

No; hasta ver
la sentencia que tenemos.

Vanse


Diana:

¡Ah, gentilhombre!

Fabio:

¿Es a mí?

Diana:

Un poco tengo que hablaros.
Vosotras, señoras damas,
id a prevenir mi cuarto;
que hablo ya como señora.

Laura:

Solo el aire de palacio,
que le ha dado a vuestra alteza,
hará mayores milagros.

Vanse las criadas
Diana:

¿Quién eres, hombre, que fuiste
cometa, que en breves rayos
fuiste carrera de luz
desde tu oriente a tu ocaso;
de los libros de mi historia
pintura, que como en cuadros,
representaste a los ojos
sucesos de tantos años?
¿Quién eres, que despertaste
a pensamientos tan altos
mi dormida fantasía
entre selvas y peñascos?
¿Quién te dijo que me dieses
aquel aviso que tanto
me ha valido para hacer
a Teodora aqueste engaño?

Diana:

Que, si no fuera por ti,
el entendimiento claro
que me dio el cielo aumentara
la envidia de mis contrarios.
Hablara con él de suerte
que la vida y el Estado
fueran fímera de un día
en el rigor de sus manos.
Y advierte que esta ignorancia
tengo de usar, entre tanto
que aseguro Estado y vida;
que después hablaré claro,
y, tan claro, que se admiren
que pueda un inculto campo
producir tan raro ingenio.
Pero no hay ingenio humano,
que esto pueda por sí solo.
Tú, pues, con ligeros pasos,
embajador de mi vida,
impulso del cielo santo,
en el peligro en que estoy,
has de ser mi secretario;
que, fuera de no tener
otro favor, me declaro
contigo, porque te he visto
a mi remedio inclinado.
No te pregunto quién eres,
que ya me dijiste, Fabio,
la condición de tu vida;
pero, porque estoy pensando
que dónde tanta piedad
halló lugar tan hidalgo,
has de ser norte que guíe
la nave de mis cuidados.

Fabio:

Señora, el mar proceloso,
adonde, pequeño barco,
entráis a correr fortuna,
injurioso y destemplado
con los vientos de ambiciones,
toca del cielo los arcos.
Menester habéis piloto
(mirad qué claro que os hablo)
de más valor y experiencia
para no correr naufragio.
Si os queréis fiar de mí,
viviréis, y si no, en vano,
con haceros inocentes,
venceréis a tantos sabios.

Diana:

Fabio, cuando yo contigo
mi entendimiento declaro,
bien sabes que me sujeto;
pensemos ahora entrambos
qué consejo tomaremos.

Fabio:

Señora, aunque gobernaron
mujeres reinos e imperios,
fue con inmensos trabajos,
trágicos fines y medios
sangrientos, que no dejaron
ejemplo de imitación.
Si algún hombre no buscamos
de valor, que con secreto
os pueda servir de amparo,
vos no podéis ser Cleopatra,
ni Semíramis.

Diana:

Reparo
en que Camilo es indigno.

Fabio:

¿Camilo? ¡Gentil caballo,
para lo que yo pretendo!

Diana:

Pues, ¿qué pretendes?

Fabio:

Casaros
con hombre de tal valor
que no le iguale Alejandro.

Diana:

Pues hagamos un concierto:
que busques el hombre, Fabio,
y le traigas de secreto;
que si del talle me agrado,
como tú de su valor,
iremos los tres tratando
vencer estos enemigos.
Pero advierte que quedamos
en que este marido sea,
pues ha de durarme tanto,
repartido entre los dos,
de manera que escojamos
tú el valor, yo la persona.

Fabio:

Tu ingenio y tu gusto alabo:
no como algunas mujeres
que apenas padre o hermano
les nombraron casamiento,
cuando, con el desenfado
que si fuese para un día
lo que es para tantos años,
cierran con él, sin mirar
si es azul o colorado:
de que nace que el oficio,
de marido, o carga, o cargo,
le sustituyan tenientes.

Diana:

Parte, que me están mirando,
y el cielo tus pasos guíe.

Fabio:

Tú verás cómo te traigo
un hombre.

Diana:

¿Quién, por tu vida?
En las dos puertas digan esto, como que se entran

Fabio:

No lo sé; vete despacio,
que ahora le voy a hacer.

Diana:

Sea valiente.

Fabio:

Un Orlando.

Diana:

Sea ilustre.

Fabio:

Será un rey.

Diana:

Liberal.

Fabio:

Un Alejandro.

Diana:

Famoso.

Fabio:

César o Aquiles.

Diana:

Airoso, sabio...

Fabio:

Y gallardo.

Diana:

¿Mancebo?

Fabio:

Lo principal.

Diana:

Yo te aguardo.

Fabio:

Ya me parto
a buscar este marido,
como si fuera de barro.

Vanse.


Salen Alejandro, hermano del duque de Florencia, Albano y criados.
Alejandro:

¡Gran deleite la caza!

Albano:

En ti se prueba,
pues a los montes del confín de Urbino,
desde Florencia, sin parar, te lleva.

Alejandro:

Llamarle puedes dulce desatino,
que hermosa fuente de esta oscura cueva
remite al valle el paso cristalino,
el rubio lirio y la azucena cana
parece que es el baño de Diana.
Campos, yo pienso que del cielo fuistes
al hombre los mayores beneficios;
que, fuera del sustento que le distes,
templáis la gravedad de los oficios;
¿qué pensamientos no se alegran, tristes,
entre estos naturales edificios,
arquitectura que formó el diluvio,
mejor que los diseños de Vitrubio?
Allí un peñasco empina la alta frente,
que parece que el cielo desafía;
allí se humilla, y más profundamente
su firme fundamento hallar porfía.
¿Qué puerta más pomposa y eminente
coronan, entre dórica armonía,
más reales trofeos que a estos riscos,
guirnaldas de tarayes y lentiscos?
En esta soledad parece el cielo
prado de flores, cándidas y bellas,
y en tanto luz, el esmaltado suelo,
con licencia del Sol, prado de estrellas.
¡Qué cosa es ver un músico arroyuelo
sirviendo de instrumento a las querellas
de un ruiseñor, que cuando más suspira,
canta la solfa que en su arena mira!

Albano:

Pienso que quiere ya vuestra excelencia
ser ermitaño de este monte.

Alejandro:

Albano,
tal vez olvidarse de Florencia,
hace después mayor el gusto.

Albano:

Es llano.

Alejandro:

Si Nápoles admite competencia,
donde naturaleza abrió la mano,
no dudes que es Florencia; pero importa,
para estimarla, alguna ausencia corta.
Sale Fabio
Yo pienso que voy fuera de camino;
que no es el de Florencia el que he tomado.

Albano:

Un hombre, al parecer, viene de Urbino.

Fabio:

Gente desciende de este monte al prado.

Albano:

Buen hombre, ¿qué buscáis?

Fabio:

Perdido el tino,
por este laberinto voy errado.

Alejandro:

Fabio, tu voz conozco.

Fabio:

¡Señor mío!

Alejandro:

En tu pasado amor los brazos fío.

Fabio:

¡Bien haya el yerro que tan bien acierta!

Alejandro:

Desde que de Florencia te partiste,
ingrato, me olvidaste.

Fabio:

Desconcierta
toda razón una fortuna triste.
Resucitaste mi esperanza muerta
cuando, señor, en salvo me pusiste
de la justicia de tu heroico hermano;
que no pudo, sin ti, remedio humano.
Víneme a Urbino, siempre receloso,
donde al duque serví, que muerto yace:
no ingrato a tu valor, mas temeroso;
que siempre el miedo de la culpa nace.
Bien sabes que un contrario poderoso
nunca sin sangre agravios satisface.

Alejandro:

Disculpa tienes, Fabio que el agravio
siempre le ha de tener presente el sabio.
¿Dónde vas por aquí?

Fabio:

Voy, atrevido,
a buscar un marido a cierta dama,
aunque buscarle en monte no haya sido
feliz agüero de su incierta fama.

Alejandro:

¿Es mujer principal?

Fabio:

De esclarecido
nombre y sangre real.

Alejandro:

¿Cómo se llama?

Fabio:

Es cosa de grandísimo secreto.

Alejandro:

¿Secreto?

Fabio:

Sí.

Alejandro:

Pues búscale discreto.

Fabio:

Esta es mujer que serlo de un hermano
pudiera del gran duque de Florencia.

Alejandro:

Yo soy; llévame a mí.

Fabio:

No hablaste en vano,
aunque burlando estás mi diligencia.
Pero salgamos al camino llano,
que te importa escucharme.

Alejandro:

Doy licencia
para veras o burlas.

Fabio:

Pues advierte…

Alejandro:

Comienza.

Fabio:

Escucha tu dichosa suerte.

Vanse. Salen Teodora y Julio
Teodora:

No pude yo desear
más venturoso suceso.

Julio:

La ventura te confieso,
como el saberla gozar.

Teodora:

Camilo no acierta a hablar,
de corrido y de turbado;
pero dirá que, casado,
 (que es fácil de persuadir),
Diana no ha de regir,
sino Camilo, su Estado.
Temo que ella ha de querer
cualquier propuesto marido.

Julio:

Lo mismo me ha parecido,
de una inocente mujer,
y que, si lo viene a ser,
el mismo daño nos viene;
luego remedio conviene.

Teodora:

En aquel simple sujeto,
si el alma es causa, el efeto
de ella producir se tiene;
si con gran entendimiento
tantas se casaron mal,
¿qué hará quien le tiene igual?

Julio:

Lo mismo, Teodora, siento;
pero escucha un pensamiento.

Teodora:

¿Cómo?

Julio:

Tú le has de decir
mal de los hombres; que oír
cosas que la den temor,
cuando Camilo su amor
la pretenda persuadir,
harán en su entendimiento,
si alguno puede tener
tan simple y necia mujer,
que aborrezca el casamiento.

Teodora:

Es discreto pensamiento;
mas si, lo que es general,
por condición natural,
y por flaqueza también,
la fuerza a quererlos bien,
¿qué importa decirla mal?

Julio:

¿Y qué importa que lo intentes?

Teodora:

Yo lo haré, que puede ser
que aproveche; aunque el querer
tiene muchos accidentes.

Julio:

¿Por qué lo contrario sientes?

Teodora:

Porque es amor un furor
que obliga a amar con rigor
a los de sentido ajenos,
que un animal sabe menos,
y sabe tener amor.

Sale Diana, muy bizarra, y Laura y Fenisa.
Diana:

¿No vengo buena?

Teodora:

¡Extremada!

Diana:

¿No ve cuál traigo el cabello?
Laura me ha puesto ansí,
devanado en unos hierros;
mas cuando oí que Fenisa
los ensartaba en el fuego,
desde el estrado salí
hasta el corredor huyendo.
¡Mire qué de baratijas
me han puesto por todo el pecho!

Julio:

¡Por Dios, que está vuestra alteza
como un ángel!

Diana:

Yo lo creo.
A ver, vuélvalo a decir
como dicen en el pueblo.

Julio:

Que está vuestra alteza hermosa.

Diana:

Pues, ¿queréis que nos casemos?

Teodora:

Señora, no habléis ansí;
tened a los hombres miedo.

Diana:

Pues, ¿por qué?

Teodora:

Porque son malos.

Diana:

Yo pensaba que eran buenos.
Mi padre, el duque, ¿fue hombre?

Teodora:

Sí, señora.

Diana:

Pues yo pienso
que, pues le quiso mi madre,
no era malo, sino bueno.
¿Qué mujeres han parido
sin hombres?

Teodora:

Ninguna

Diana:

Luego
para algo deben de ser
en el mundo de provecho.

Teodora:

Las mujeres principales
de ellos han de salir huyendo.

Diana:

¿Y qué importa que ellas huyan,
si las han de alcanzar ellos?

Fenisa:

 (Aparte)
(¡Qué maliciosa villana!

Laura:

Sí, pero boba en extremo.

Diana:

¡Hola, Fenisa!

Fenisa:

¿Señora?

Diana:

Cuando os miráis al espejo,
cuando os vestís tantas galas,
cuando os rizáis los cabellos,
cuando llamáis dando manos,
cuando descubrís manteos,
cuando enjaezáis los chapines,
que solo falta ponellos
pretrales de cascabeles,
¿es para salir corriendo
porque no os topen los hombres?

Laura:

Señora, no pretendemos
desagradarlos: que es todo
materia de casamiento.

Diana:

Cuando noche de san Juan
esperáis con tal silencio
lo que dicen los que pasan,
¿es por san Juan o por ellos?

Fenisa:

Por ellos, señora mía.

Diana:

Y cuando salís haciendo
la pava con anchas naguas,
imitando en rueda y ruedo
diciplinante galán,
¿es todo aquel embeleco
por mujeres, o por hombres?

Laura:

Para venir de un desierto
campo, mucho sabes.

Diana:

Yo,
Laura, a los hombres me atengo.

Teodora:

 (Aparte)
(Camilo le ha dicho amores.

Julio:

Eso, señora, sospecho.

Teodora:

Él viene.

Julio:

Será a burlarse;
que con otros caballeros
de rebozo a verla...)

Salen Camilo, Liseno, Albano, Alejandro y Fabio
Alejandro:

Fabio,
que no me conozcan temo;
aunque haber estado en Roma,
como sabes, tanto tiempo,
con el cardenal mi hermano
asegura mi deseo.

Fabio:

Ponte la capa en el rostro,
demás de tener por cierto
que no te ha visto ninguno;
porque todos, presumiendo
que Diana es mujer simple,
en sus acciones suspensos,
solo reparan en darle
más aplauso que respeto.

Alejandro:

Sin que me digas quién es,
sus fingidos movimientos
me lo han dicho.

Fabio:

Dices bien;
que fácil es conocerlos.
¿Qué te parece?

Alejandro:

Que inclina
a amor y lástima.

Fabio:

Llego,
con tu licencia, a decirle
que te traigo.

Alejandro:

Advierte…

Fabio:

Advierto.

Alejandro:

Que no le digan quién soy;
que esto ha de ser a su tiempo.

Fabio:

¿No tiene gentil persona?

Alejandro:

Fabio de amigos, de ingenios,
de mujeres y pinturas
no se ha de juzgar tan presto.
De amigos, porque son falsos;
de ingenios, porque son nuevos;
de pinturas, porque tienen
difícil conocimiento;
de mujeres, porque muchas…

Fabio:

No lo digas; ya te entiendo.

Alejandro:

Son hermosura sin alma.

Fabio:

Pero en este gran sujeto
todo está junto. Yo voy.

Alejandro:

Y yo aguardo, satisfecho
de tu entendimiento, Fabio.

Fabio:

Ponte de buen aire; llego,
y repare vuestra alteza…

Camilo:

Admirado estoy, Liseno,
de que estuviese sin alma
la belleza de aquel cuerpo.

Liseno:

Son árboles que, sin fruto,
altos y floridos vemos.

Diana:

Mi secretario ha venido.
(Aparte
(Hablarle por cifras quiero,
que ya por señas me dice
lo que sin ellas sospecho.)
Si tengo de estar acá,
y tantos señores veo,
es imposible que pueda
tratarlos sin conocerlos.
Aprendiendo voy los nombres;
Camilo, Julio, Liseno,
Teodora, Laura, Fenisa…
¿Vos quién sois, que no me acuerdo
de haberos visto otra vez?

Fabio:

Soy, señora, un escudero
de vuestra alteza.

Diana:

¿Qué nombre?

Fabio:

De canto de órgano tengo
la entrada: Fabio me llamo.

Diana:

¿Sois hombre?

Fabio:

Pudiera serlo,
honrándome vuestra alteza;
porque, a imitación del cielo,
los príncipes hacen hombres.

Diana:

Dice Teodora que de ellos
huya, porque son traidores.

Fabio:

Pues yo de leal me precio.

Diana:

¿Qué hay de aquello?

Fabio:

Ya lo truje.

Diana:

¿Cuál de ellos es?

Fabio:

El que, atento
a que le mires, se quita,
de aquella capa cubierto,
de cuando en cuando el rebozo.
Mírale bien.

Diana:

Ya le veo.

Fabio:

¿Es bueno?

Diana:

Después de hablado,
te diré de él lo que siento.

Fabio:

Lo mismo de ti me dijo.

Diana:

Pues debe de ser discreto.

Fabio:

Cuando a buscarle partí,
hicimos los dos concierto
que tú escogieses el talle,
y yo, señora, el ingenio.
¿Qué hay de tu parte?

Diana:

Así, así.
Mas dime si lo compuesto
de mi talle le agradó.

Fabio:

Así, así.

Diana:

¿Venganzas? ¡Bueno!
¿Qué nombre?

Fabio:

No me lo ha dicho.

Diana:

Pues, ¿adónde hallaste, necio,
este marido sin nombre
para tan grave sujeto?

Fabio:

Él te lo dirá, que yo
lealtad a entrambos profeso.

Diana:

Voyme, y pasaré más cerca.

Fabio:

Es un gallardo mancebo.

Diana:

Teodora.

Teodora:

¿Señora mía?

Diana:

Mucho me enfada el concierto
de palacio. Allá en mi casa
(…)
comía yo a todas horas.
¡Ir a la cocina quiero
como en mi aldea solía!

Teodora:

¡Qué notable desconcierto!
¡Deténgase vuestra alteza!

Diana:

Ya, Teodora, me detengo
para mirar estos hombres,
que ver más cerca deseo.
¿Qué falta o qué gracia tienen
que obligue a tenerlos miedo?

Vaya Diana mirando a Alejandro al salir, y todos la acompañen, quedando él y Fabio
Fabio:

Ya que se fueron, señor,
dime lo que sientes de esto,
porque en todos los principios
tienen las cosas remedio.
Aquí no estás empeñado,
porque, con discreto acuerdo,
negué tu nombre, aunque fuera
despertar su pensamiento
decirle: Este es Alejandro
de Médicis, por lo menos;
del gran duque de Florencia
hermano, de Francia deudo,
y persona que en las armas…

Alejandro:

Detente, Fabio, y tratemos
cómo solicite yo
a Diana con secreto
para ser duque de Urbino;
que están a la mira puestos
mil príncipes confinantes.

Fabio:

Quien agradecido ha puesto
su persona en este punto,
dará para todo el medio
que nos dé glorioso fin.
Y tú, enamorando tierno,
y yo haciendo el dulce oficio…

Alejandro:

¿De qué?

Fabio:

De tercero diestro;
en el palacio de Urbino
habemos de poner presto
de los Médicis las armas.

Alejandro:

Yo te daré…

Fabio:

No lo quiero;
porque quien a buenos sirve,
eso le basta por premio.