La barraca/V
V
Todos los días, al amanecer, saltaba de la cama Roseta, la hija de Batiste, y con los ojos hinchados por el sueño, extendiendo los brazos con gentiles desperezos que estremecían todo su cuerpo de rubia esbelta, abría la puerta de la barraca.
Chillaba la garrucha del pozo, saltaba ladrando de alegría junto a sus faldas el feo perrucho que pasaba la noche fuera de la barraca, y Roseta, a la luz de las últimas estrellas, echábase en cara y manos todo un cubo de agua fría sacada de aquel agujero redondo y lóbrego, coronado en su parte alta por espesos manojos de hiedra.
Después, a la luz del candil, iba y venía por la barraca preparando su viaje a Valencia.
La madre la seguía sin verla desde la cama, para hacerle toda clase de indicaciones. Podía llevarse las sobras de la cena; con esto y tres sardinas que encontraría en el vasar tenía bastante. Cuidado con romper la cazuela, como el otro día. ¡Ah! Y que no olvidase comprar hilo, agujas y unas alpargatas para el pequeño. ¡Criatura más destrozona!... En el cajón de la mesita encontraría el dinero.
Y mientras la madre daba una vuelta en la cama, dulcemente acariciada por el calor del estudi, proponiéndose dormir media hora más junto al enorme Batiste, que roncaba sonoramente, Roseta seguía sus evoluciones. Colocaba la mísera comida en una cestita, luego se pasaba un peine por los pelos de un rubio claro, como si el sol hubiese devorado su color; se anudaba el pañuelo bajo la barba, y antes de salir volvíase con un cariño de hermana mayor para ver si los chicos estaban bien tapados, inquieta por esta gente menuda, que dormía en el suelo de su mismo estudi, y acostada en orden de mayor a menor desde el grandullón Batistet hasta el pequeñuelo que apenas hablaba, parecía la tubería de un órgano.
-Vaya, adiós. ¡Hasta la nit! -gritaba la animosa muchacha, pasando su brazo por el asa de la cestita, y cerraba la puerta de la barraca, echando la llave por el resquicio inferior.
Ya era de día. Bajo la luz acerada del amanecer veíase por sendas y caminos el desfile laborioso marchando en una sola dirección, atraído por la vida de la ciudad.
Pasaban los grupos de airosas hilanderas con un paso igual, moviendo garbosamente el brazo derecho, que cortaba el aire como un remo, y chillando todas a coro cada vez que algún mocetón las saludaba desde los campos vecinos con ingenuas palabras amorosas.
Roseta marchaba sola hacia la ciudad. Bien sabía la pobre lo que eran sus compañeras, hijas y hermanas de los enemigos de su familia.
Varias de ellas trabajaban en su fábrica, y la pobre rubita, más de una vez, haciendo de tripas corazón, había tenido que defenderse a arañazo limpio. Aprovechando sus descuidos, arrojaban cosas infectas en la cesta de su comida, romperle la cazuela lo habían hecho varias veces, y no pasaban junto a ella en el taller sin que dejasen de empujarla sobre el humeante perol donde era ahogado el capullo, llamándola hambrona y dedicando otros elogios parecidos a su familia.
En el camino huía de todas ellas como de un tropel de furias, y únicamente sentíase tranquila al verse dentro de la fábrica, un caserón antiguo del mercado, cuya fachada, pintada al fresco en el siglo XVIII, todavía conservaba entre desconchaduras y grietas ciertos grupos de piernas de color rosa y caras de perfil bronceado, restos de medallones y pinturas mitológicas.
Roseta era, de toda la familia, la más parecida a su padre: una fiera para el trabajo, como decía Batiste de sí mismo. El vaho ardoroso de los pucheros donde se ahogaba el capullo subíasele a la cabeza, escaldándole los ojos; pero, a pesar de esto, permanecía firme en su sitio, buscando en el fondo del agua hirviente los cabos sueltos de aquellas cápsulas de seda blanducha, de un suave color de caramelo, en cuyo interior acababa de morir achicharrado el gusano laborioso, la larva de preciosa baba, por el delito de fabricarse una rica mazmorra para su transformación en mariposa.
Reinaba en el caserón un estrépito de trabajo ensordecedor y fatigoso para las hijas de la huerta, acostumbradas a la calma de la inmensa llanura, donde la voz se transmite a enormes distancias. Abajo mugía la máquina de vapor, dando bufidos espantosos, que se transmitían por las múltiples tuberías; rodaban poleas y tornos con un estrépito de mil diablos; y por si no bastase tanto ruido, las hilanderas, según costumbre tradicional, cantaban a coro con voz gangosa el Padrenuestro, el Avemaría, el Gloria Patri, con la misma tonadilla del llamado Rosario de la Aurora, procesión que desfila por los senderos de la huerta los domingos al amanecer.
Esta devoción no les impedía que riesen cantando, y por lo bajo, entre oración y oración, se insultasen y apalabrasen para darse cuatro arañazos a la salida, pues estas muchachas morenas, esclavizadas por la rígida tiranía que reina en la familia labriega, y obligadas por preocupación hereditaria a estar siempre ante los hombres con los ojos bajos, eran allí verdaderos demonios al verse juntas y sin freno, complaciéndose sus lenguas en soltar todo lo oído en los caminos a carreteros y labradores.
Roseta era la más callada y laboriosa. Para no distraerse en su trabajo, se abstenía de cantar, y jamás provocó riñas. Tenía tal facilidad para aprenderlo todo, que a las pocas semanas ganaba tres reales diarios, casi el máximo del jornal, con grande envidia de las otras.
Mientras las bandas de muchachas despeinadas salían de la fábrica a la hora de comer para engullirse el contenido de sus cazuelas en los portales inmediatos, hostilizando a los hombres con miradas insolentes para que les dijesen algo y chillar después falsamente escandalizadas, emprendiendo con ellos un tiroteo de desvergüenzas, Roseta quedábase en un rincón del taller sentada en el suelo, con dos o tres jóvenes que eran de la otra huerta, de la orilla derecha del río, y maldito si les interesaba la historia del tío Barret y los odios de sus compañeras.
En las primeras semanas, Roseta veía con cierto terror la llegada del anochecer, y con él la hora de la salida...
Temiendo a las compañeras que seguían su mismo camino, entreteníase en la fábrica algún tiempo, dejándolas salir delante como una tromba, de la que partían escandalosas risotadas, aleteos de faldas, atrevidos dicharachos y olor de salud, de miembros ásperos y duros.
Caminaba perezosamente por las calles de la ciudad en los fríos crepúsculos de invierno, comprando los encargos de su madre, deteniéndose embobada ante los escaparates que empezaban a iluminarse, y al fin, pasando el puente se metía en los oscuros callejones de los arrabales para salir al camino de Alboraya.
Hasta aquí todo iba bien. Pero después caía en la huerta oscura, con sus ruidos misteriosos, sus bultos negros y alarmantes que pasaban saludándola con un ¡Bona nit! lúgubre y comenzaban para ella el miedo y el castañeteo de dientes.
No la intimidaban el silencio y la oscuridad. Como buena hija del campo, estaba acostumbrada a ellos. La certeza de que no iba a encontrar a nadie en el camino le hubiera dado confianza. En su terror, jamás pensaba, como sus compañeras, en muertos, ni en brujas y fantasmas. Los que la inquietaban eran los vivos.
Recordaba con pavor ciertas historías de la huerta oídas en la fábrica: el miedo de las jóvenes a Pimentó y otros jaques de los que se reunían en casa de Copa, desalmados que, aprovechándose de la oscuridad, empujaban a las muchachas solas al fondo de las regaderas en seco o las hacían caer detrás de los pajares. Y Roseta, que ya no era inocente después de su entrada en la fábrica, dejaba correr su imaginación hasta los últimos límites de lo horrible, viéndose asesinada por uno de estos monstruos, con el vientre abierto y rebañada Por dentro lo mismo que los niños de que hablaban las leyendas de la huerta, a los cuales unos verdugos misteriosos sacaban las mantecas, confeccionando con ellas milagrosos medicamentos para los ricos.
En los crepúsculos de invierno, oscuros y muchas veces lluviosos, salvaba Roseta temblando más de la mitad del camino. Pero el trance más cruel, el obstáculo más temible estaba casi al final, cerca ya de su barraca, y era la famosa taberna de Copa.
Allí estaba la cueva de la fiera. Era este trozo de camino el más concurrido e iluminado. Rumor de voces, estallidos de risas, guitarreos y coplas a grito pelado salían por aquella puerta roja como una boca de horno. que arrojaba sobre el camino negro un cuadro de luz cortado por la agitación de grotescas sombras. Y, sin embargo, la pobre hilandera, al llegar cerca de allí, deteníase indecisa, temblorosa, como las heroínas de los cuentos ante la cueva del ogro, dispuesta a meterse a campo traviesa para dar vuelta por detrás del edificio, a hundirse en la acequia que bordeaba el camino y deslizarse agazapada por entre los ribazos; a cualquier cosa menos a pasar frente a la rojiza boca que despedía el estrépito de la borrachera y la brutalidad.
Al fin se decidía. Realizaba un esfuerzo de voluntad, como el que va a arrojarse de una altura, y, siguiendo el borde de la acequia, con paso ligerísimo y el equilibrio portentoso que da el miedo, pasaba veloz ante la taberna.
Era una exhalación, una sombra blanca que no llegaba a fijarse, por su rapidez, en los turbios ojos de los parroquianos de Copa.
Pasada la taberna, la muchacha corría y corría, creyendo que alguien iba a sus alcances, esperando sentir en su falda el tirón de una zarpa poderosa.
No se serenaba hasta escuchar el ladrido del perro de su barraca, aquel animal feísimo que por antítesis, sin duda, era llamado Lucero, y el cual la recibía en medio del camino con cabriolas, lamiendo sus manos.
Nunca le adivinaron a Roseta en su casa los terrores pasados en el camino. La pobre muchacha componía el gesto al entrar en la barraca, y a las preguntas de su madre, inquieta, contestaba echándola de valerosa y afirmando que había llegado con unas compañeras.
No quería que su padre tuviese que salir por las noches al camino para acompañarla. Conocía el odio de la vecindad; la taberna de Copa con su gente pendenciera le inspiraba mucho miedo.
Y al día siguiente volvía a la fábrica, para sufrir los mismos temores al regreso, animada únicamente por la esperanza de que pronto vendría la primavera, con sus tardes más largas y los crepúsculos luminosos, que la permitirían volver a la barraca antes que oscureciese.
Una noche experimentó Roseta cierto alivio. Cerca aún de la ciudad, salió al camino un hombre que empezó a marchar al mismo paso que ella.
-¡Bona nit!
Y mientras la hilandera iba por el alto ribazo que bordeaba el camino, el hombre marchaba por el fondo, entre los profundos surcos abiertos por las ruedas de los carros, tropezando en ladrillos rotos, pucheros desportillados y hasta objetos de vidrio, con los que manos previsoras querían cegar los baches de remoto origen.
Roseta se mostraba tranquila; había conocido a su compañero apenas la saludó. Era Tonet, el nieto del tío Tomba el pastor: un buen muchacho que servía de criado al carnicero de Alboraya, y de quien se burlaban las hilanderas al encontrarlo en el camino, complaciéndose en ver cómo enrojecía, volviendo la cara a la menor palabra.
¡Chico más tímido!... No tenía en el mundo otros parientes que su abuelo; trabajaba hasta en los domingos, y lo mismo iba a Valencia a recoger estiércol para los campos de su amo como le ayudaba en las matanzas de reses y labraba la tierra o llevaba carne a las alquerías ricas. Todo a cambio de mal comer él y su abuelo, y de ir hecho un rotoso, con ropas viejas de su amo. No fumaba; había entrado dos o tres veces en su vida en casa de Copa, y los domingos, si tenía algunas horas libres, en vez de estarse en la plaza de Alboraya puesto en cuclillas como los demás, viendo a los mozos guapos jugar a la pelota, íbase al campo, vagando sin rumbo por la enmarañada red de sendas, y si encontraba algún árbol cargado de pajaros, allí se quedaba embobado por el revoloteo y los chillidos de estos bohemios de la huerta.
La gente veía en él algo de la extravagancia misteriosa de su abuelo el pastor, y todos lo consideraban como un infeliz, tímido y dócil.
La hilandera se animó con su compañía. Era más seguro para ella marchar al lado de un hombre, y más si éste era Tonet, que inspiraba confianza.
Le habló, preguntándole de dónde venía, y el joven sólo supo contestar vagamente con su habitual timidez: D'ahí..., d'ahí... Luego calló, como si estas palabras le costasen inmenso esfuerzo.
Siguieron el camino en silencio, separándose cerca de la barraca.
-¡Bona nit, y grasies! -dijo la muchacha.
-¡Bona nit! -y desapareció Tonet marchando hacia el pueblo.
Fue para ella un incidente sin importancia, un encuentro agradable, que le había quitado el miedo; nada más. Y, sin embargo, Roseta aquella noche cenó y se acostó pensando en el nieto del tío Tomba.
Ahora recordaba las veces que le había encontrado por la mañana en el camino, y hasta le parecía que Tonet procuraba marchar siempre al mismo paso que ella, aunque algo separado para no llamar la atención de las mordaces hilanderas... En ciertas ocasiones, al volver bruscamente la cabeza, creía haberle sorprendido con los ojos fijos en ella...
Y la muchacha, como si estuviera hilando un capullo, agarraba estos cabos sueltos de su memoria y tiraba y tiraba, recordando todo lo de su existencia que tenía relación con Tonet: la primera vez que lo vió, y su compasiva simpatía por las burlas de las hilanderas, que él soportaba cabizbajo y tímido, como si estas arpias en banda le inspirasen miedo; después, los frecuentes encuentros en el camino y las miradas fijas del muchacho que parecían querer decirle algo.
Al ir a Valencia en la mañana siguiente no lo vió; pero por la noche, al emprender el regreso a su barraca, no sentía miedo, a pesar de que el crepúsculo era oscuro y lluvioso. Presentía la aparición del tranquilizante compañero, y, efectivamente, le salió al encuentro casi en el mismo punto que el día anterior.
Fue tan expresivo como siempre: ¡Bona nit!, y siguió andando al lado de ella.
Roseta se mostró más locuaz. ¿De dónde venía? ¡Qué casualidad, encontrarse dos días seguidos! Y él, tembloroso, como si las palabras le costasen gran esfuerzo, contestaba como siempre: D'ahí..., d'ahí...
La muchacha, que en realidad era tan tímida como él, sentía, sin embargo, deseos de reírse de su turbación. Ella habló de su miedo, de los sustos que durante el invierno pasaba en el camino; y Tonet, halagado por el servicio que prestaba a la joven, despegó los labios, al fin, para decirle que la acompañaría con frecuencia. El siempre tenía asuntos de su amo que le obligaban a marchar por la vega.
Se despidieron con el laconismo del día anterior; pero aquella noche la muchacha se revolvió en la cama, inquieta, nerviosa, soñando mil disparates, viéndose en un camino negro, muy negro, acompañada por un perro enorme que le lamía las manos y tenía la misma cara que Tonet. Después salía un lobo a morderla, con un hocico que recordaba vagamente al odiado Pimentó, y reñían los dos animales a dentelladas y salía su padre con un garrote, y ella lloraba como si le soltasen en las espaldas los garrotazos que recibía su pobre perro; y así seguía desbarrando su imaginación, pero viendo siempre en las atropelladas escenas de su ensueño al nieto del tío Tomba, con sus ojos azules y su cara de muchacho cubierta por un vello rubio, que era el primer asomo de la edad viril.
Se levantó quebrantada, como si saliese de un delirio. Aquel día era domingo y no iba a la fábrica. Entraba el sol por el ventanillo de su estudi, y toda la gente de la barraca estaba ya fuera de la cama. Roseta comenzó a arreglarse para ir con su madre a misa.
El endiablado ensueño aún la tenía trastornada. Sentíase otra, con distintos pensamientos, cual si la noche anterior fuese una pared que dividía en dos partes su existencia.
Cantaba alegre como un pájaro, mientras iba sacando la ropa del arca y la colocaba sobre su lecho, aún caliente y con las huellas de su cuerpo.
Mucho le gustaban los domingos, con su libertad para levantarse más tarde, sus horas de holganza y su viajecito a Alboraya para oír la misa; pero aquel domingo era mejor que los otros, brillaba más el sol, cantaban con más fuerza los pájaros, entraba por el ventanillo un aire que olía a gloria. ¡Cómo decirlo!... En fin: que la mañana tenía para ella algo nuevo y extraordinario.
Se echaba en cara haber sido hasta entonces una mujer sin cuidados para si misma. A los dieciséis años ya era hora de que pensase en arreglarse. ¡Cuán estúpida había sido al reír de su madre siempre que la llamaba desgarbada!...
Y como si fuese una gala nueva que veía por primera vez, metióse por la cabeza con gran cuidado, cual si fuese de sutiles blondas, la saya de percal de todos los domingos. Luego se apretó mucho el corsé, como si no le oprimiese aún bastante aquella armazón de altas palas, un verdadero corsé de labradora, que aplastaba con crueldad el naciente pecho, pues en la huerta valenciana es impudor que las solteras no oculten los seductores adornos de la Naturaleza, para que nadie pueda pecaminosamente suponer en la virgen la futura maternidad.
Por primera vez en su vida pasó la hilandera más de un cuarto de hora ante el medio palmo de cristal con azogue y marco de pino barnizado que le regaló su padre, espejo en el que había que contemplar la cara por secciones.
Ella no era gran cosa, lo reconocía; pero más feas se encontraban a docenas en la huerta. Y sin saber por qué, se deleitaba contemplando sus ojos de un verde claro; las mejillas moteadas de esas pecas que el sol hace surgir de la piel tostada; el pelo rubio blanquecino, con la finura fláccida de la seda; la naricita de alas palpitantes cobijando una boca sombreada por el vello de un fruto sazonado, y que al entreabrirse mostraba una dentadura fuerte e igual, de blancura de leche, cuyo brillo parecía iluminar su rostro: una dentadura de pobre.
Su madre tuvo que aguardar. En vano la pobre mujer le dió prisa, revolviéndose impaciente en la barraca, como espoleada por la campana que sonaba a lo lejos. Iban a perder la misa. Mientras tanto, Roseta se peinaba con calma, para deshacer a continuación su obra, poco satisfecha de ella. Luego se arreglaba la mantilla con tirones de enfado, no encontrándola nunca de su gusto.
En la plaza de Alboraya, al entrar y al salir de la iglesia, Roseta, levantando apenas los ojos, escudriñó la puerta del carnicero, donde la gente se agolpaba en torno a la mesa de venta.
Allí estaba él, ayudando a su amo, dándole pedazos de carnero desollado y espantando la nube de moscas que cubrían la carne.
¡Cómo enrojeció el borregote viéndola!... Al pasar ella por segunda vez quedó como encantado, con una pierna de cordero en la diestra sin dársela a su panzudo patrón, que en vano la esperaba, y el cual, soltando un taco redondo, llegó a amenazarle con su cuchilla.
La tarde fué triste. Sentada a la puerta de la barraca, creyó sorprenderle varias veces rondando por sendas algo lejanas, o escondiéndose en los cañares para mirarla. La hilandera deseaba que llegase pronto el lunes, para ir a la fábrica y pasar al regreso el horrible camino acompañada por Tonet.
No dejó de presentarse el muchacho al anochecer del día siguiente.
Más cerca aún de la ciudad que en los otros días, salió al encuentro de Roseta.
-¡Bona nit!
Pero después de la salutación de costumbre no calló. Aquel tímido parecía haber progresado mucho durante el día de descanso.
Y, torpemente, acompañando sus expresiones con muecas y arañazos en las perneras del pantalón, fué explicándose, aunque entre palabra y palabra transcurrían, a veces, dos minutos. Se alegraba de verla buena... (Sonrisas de Roseta y un grasies murmurado tenuemente.) ¿Se había divertido mucho el domingo?... (Silencio.) El lo había pasado bastante mal. Se aburría. Sin duda, la costumbre..., pues... parecía que le faltaba algo... ¡Claro! Le había tomado ley al camino... No; al camino, no; lo que le gustaba era acompañarla...
Y aquí paró en seco. Hasta le pareció a Roseta que se mordía nerviosamente la lengua para castigarla por su atrevimiento, y se pellizcaba en los sobacos por haber ido tan lejos.
Caminaron mucho rato en silencio. La muchacha no contestaba; seguía su marcha con el contoneo airoso de las hilanderas, la cesta en la cadera izquierda y el brazo derecho cortando el aire con un vaivén de péndulo.
Pensaba en su ensueño. Se imaginó estar en pleno delirio, viendo extravagancias, y varias veces volvió la cabeza creyendo percibir en la oscuridad aquel perro que le lamía las manos y tenía la cara que Tonet, recuerdo que aún le hacía reír. Pero no; lo que llevaba al lado era un buen mozo capaz de defenderla; algo tímido y encogido, eso sí, con la cabeza baja, como si las palabras que aún tenía por decir se le hubieran deslizado hasta el pecho y, detenidas allí, estuvieran pinchándole.
Roseta aún le confundió más. «Vamos a ver: ¿por qué hacía aquello? ¿Por qué salía a acompañarla en su camino? ¿Qué diría la gente? Si su padre se enteraba, ¡qué disgusto!...»
-¡Per qué?..., ¿per qué? -preguntaba la muchacha.
Y el mozo, cada vez más triste, más encogido, como un reo convicto que oye su acusación, nada contestó. Marchaba al mismo paso que la joven, pero separándose de ella, dando tropezones en el borde del camino. Roseta hasta creyó que iba a llorar.
Pero cerca ya de la barraca, cuando iban a separarse, Tonet tuvo un arranque de tímido. Habló con la misma violencia que había callado; y como si no hubiesen transcurrido muchos minutos, contestó a la pregunta de la muchacha:
-¡Per qué?... Perqu'et vullc (¿Por qué?... porque te quiero.).
Lo dijo aproximándose a ella hasta lanzarle su aliento a la cara, brillándole los ojos, como si por ellos se le saliera toda la verdad; y después de esto, arrepentido, otra vez miedoso, aterrado por sus palabras, echó a correr como un niño.
¡Tonet la quería!... Hacía dos días que la muchacha esperaba estas palabras, y, sin embargo, le causaron el efecto de una revelación inesperada. También ella le quería; y toda la noche, hasta en sueños, estuvo oyendo, murmuradas por mil voces junto a sus oídos, la misma frase: Perqu'et Vullc.
No esperó Tonet a la noche siguiente. Al amanecer le vio Roseta en el camino, casi oculto tras el tronco de una morera, mirándola con zozobra, como un niño que teme la reprimenda y está arrepentido, dispuesto a huir al primer gesto de desagrado.
Pero la hilandera sonrió, ruborizándose, y ya no hubo más.
Todo estaba hablado; no volvieron a decirse que se querian, pero era cosa convenida el noviazgo, y Tonet no faltó ni una sola vez a acompañarla en su camino.
El panzudo carnicero bramaba de coraje con el repentino cambio de su criado, antes tan diligente y ahora siempre inventando pretextos para pasar horas y más horas en la huerta, especialmente al anochecer.
Pero con el egoísmo de su dicha, Tonet se preocupaba tanto de los tacos y amenazas de su amo como la hilandera de su temido padre, ante el cual sentía ordinariamente más miedo aún que respeto.
Roseta siempre tenía en su estudi algún nido que decía haber encontrado en el camino. Su novio no sabía presentarse con las manos vacías, y exploraba todos los cañares y árboles de la huerta para regalar a la hilandera ruedas de pajas y ramitas, en cuyo fondo unos cuantos polluelos, con la rosada piel cubierta de finísimo pélo y el trasero desnudo, piaban desesperadamente, abriendo un pico descomunal jamás ahíto de migas.
Roseta guardaba el regalo en su cuarto como si fuese la misma persona de su novio, y lloraba cuando sus hermanos, la gente menuda que tenía por nido la barraca, en fuerza de admirar a los pajaritos, acababan por retorcerles el pescuezo.
Otras veces aparecía Tonet con un bulto en el vientre: la faja llena de altramuces y cacahuetes, comprados en casa de Copa; y siguiendo el camino lentamente, comían y comían, mirándose el uno en los ojos del otro, sonriendo como unos tontos sin saber de qué, sentándose muchas veces en un ribazo sin darse cuenta de ello.
Ella era la más juiciosa y le reprendía. ¡Siempre gastando dinero! Eran dos reales o poco menos lo que en una semana había dejado en la taberna con tantos obsequios. Y él se mostraba generoso. ¿Para quien quería los cuartos sino para ella? Cuando se casaran -alguna vez habría de ser- ya guardaría el dinero. La cosa sería de allí a diez o doce años; no había prisa; todos los noviazgos de la huerta duraban una temporada así.
Lo del casamiento hacía volver a Roseta a la realidad. El día que su padre supiera todo aquello... ¡Virgen santísima!, iba a deslomarla a garrotazos. Y hablaba de la futura paliza serenamente, sonriendo como una muchacha fuerte acostumbrada a esa autoridad paternal, rígida, imponente y honradota, que se manifiesta a bofetadas y palos.
Sus relaciones eran inocentes. Jamás asomó entre ellos el punzante deseo, la audacia de la carne. Marchaban por el camino casi desierto, en la penumbra del anochecer, y la misma soledad parecía alejar de su pensamiento todo propósito impuro.
Una vez que Tonet rozó involuntariamente la cintura de Roseta, ruborizóse como si fuese él la muchacha.
Estaban los dos muy distantes de creer que en sus encuentros diarios podía llegarse a algo que no fuese hablar y mirarse. Era el primer amor, la expansión de la juventud apenas despierta, que se contenta con verse, con hablar y reír, sin sombra alguna de deseo.
La hilandera, que en sus noches pavorosas tanto había deseado la llegada de la primavera, vio con inquietud desarrollarse los crepúsculos largos y luminosos.
Ahora se reunía con su novio en pleno día, y nunca faltaban en el camino compañeras de la fábrica o mujeres del vecindario que, al verlos juntos, sonreían maliciosamente, adivinándolo todo.
En la fábrica comenzaron las bromas por parte de sus enemigas, que le preguntaban irónicamente cuándo se casaba, y la llamaban de apodo la Pastora, por tener amores con el nieto del tío Tomba.
Temblaba de inquietud la pobre Roseta. ¡Qué paliza iba a ganarse! Cualquier día llegaba la noticia a su padre. Y fué por entonces cuando Batiste, el día de su sentencia en el Tribunal de las Aguas, la vio en el camino acompañada de Tonet.
Pero no ocurrió nada. El dichoso incidente del riego salvó a la muchacha. Su padre, contento de haber librado su cosecha, limitóse a mirarla varias veces con el entrecejo fruncido. Luego le advirtió con voz lenta, un índice en alto y el acento imperativo, que, en adelante, cuidase de volver sola de la fábrica, pues, de lo contrario, sabría quién era él.
Y sola volvió durante toda una semana. Tonet le tenía cierto respeto al señor Batiste, y se contentaba con emboscarse cerca del camino para ver pasar a la hilandera o seguirla desde lejos.
Como los días eran más largos, había mucha gente en el camino.
Pero este alejamiento no podía prolongarse para los novios impacientes, y un domingo, por la tarde, Roseta, inactiva, cansada de pasear frente a la puerta de la barraca, y creyendo ver a Tonet en todos los que pasaban por las sendas lejanas, agarró un cántaro barnizado de verde y dijo a su madre que iba a traer agua de la Fuente de la Reina.
La madre la dejó ir. Debía distraerse; ¡pobre muchacha! no tenía amigas, y a la juventud hay que darle lo suyo.
La Fuente de la Reina era el orgullo de toda aquella parte de la huerta, condenada al agua de los pozos y al líquido bermejo y fangoso que corría por las acequias.
Estaba frente a una alquería abandonada, y era cosa antigua y de mucho mérito, al decir de los más sabios de la huerta: obra de los moros, según Pimentó; monumento de la época en que los apóstoles iban bautizando pillos por el mundo, según declaraba con majestad de oráculo el tío Tomba.
Al atardecer avanzaban por los caminos, orlados de álamos con inquieto follaje de plata, grupos de muchachas que llevaban su cántaro inmóvil y derecho sobre su cabeza, recordando con su rítmico paso y su figura esbelta a las canéforas griegas.
Este desfile daba a la huerta valenciana algo de sabor bíblico. Recordaba la poesía árabe cantando a la mujer junto a la fuente con el cántaro a sus pies, uniendo en un solo cuadro las dos pasiones más vehementes del oriental: la belleza y el agua.
La Fuente de la Reina era una balsa cuadrada, con muros de piedra roja, y teniendo su agua mucho más baja que el nivel del suelo. Descendíase al fondo por seis escalones, siempre resbaladizos y verdosos por la humedad. En la cara del rectángulo de piedra fronterizo a la escalera destacábase un bajo relieve con figuras borrosas que era imposible adivinar bajo la capa de enjalbegado.
Debía de ser la virgen rodeada de ángeles: una obra del arte grosero y cándido de la Edad Media: algún voto de los tiempos de la conquista; pero unas generaciones picando la piedra para marcar mejor las figuras borradas por los años, y otras blanqueándola con escrúpulos de bárbara curiosidad, habían dejado la losa de tal modo, que sólo se distinguía un bulto informe de mujer, la reina, que daba su nombre a la fuente; reina de los moros, como forzosamente han de serlo todas en los cuentos del campo.
No eran allí escasas la algazara y la confusión los domingos por la tarde. Más de treinta muchachas agolpábanse con sus cántaros, deseosas todas ellas de ser las primeras en llenar, pero sin prisa de irse. Empujábanse en la estrecha escalerilla, con las faldas recogidas entre las piernas para inclinarse y hundir su cántaro en el pequeño estanque. Estremecíase éste con las burbujas acuáticas surgidas incesantemente del fondo de arena, donde crecían manojos de plantas gelatinosas, verdes cabelleras ondeantes, moviéndose en su cárcel de cristal líquido a impulsos de la corriente. Los insectos llamados tejedores rayaban con sus patas inquietas esta clara superficie.
Las que ya habían llenado sus cántaros sentábanse en los bordes de la balsa, con las piernas colgando sobre el agua, encogiéndose luego con escandalizados chillidos cada vez que algún muchacho bajaba a beber y miraba a lo alto.
Era una reunión de gorriones revoltosos. Todas hablaban a un tiempo; unas se insultaban, otras iban despellejando a los ausentes, haciendo públicos todos los escándalos de la huerta. La juventud, libre de la severidad paternal, se desprendía del gesto hipócrita fabricado para la casa, y se mostraba con toda la acometividad de una rudeza falta de expansión. Aquellos ángeles morenos, que tan mansamente cantaban gozos y letrillas en la iglesia de Alboraya al celebrarse las fiestas de las solteras, enardecíanse a solas y matizaban su conversación con votos de carretera, hablando de cosas internas con el aplomo de una comadrona.
Allí cayó Roseta con su cántaro, sin haber encontrado al novio en el camino, a pesar de que anduvo lentamente y volviendo con frecuencia la cabeza, esperando a cada momento que saliese de una senda.
La ruidosa tertulia de la fuente callóse al verla. Causó estupefacción en el primer momento la presencia de Roseta: algo así como la entrada de un moro en la iglesia de Alboraya en plena misa mayor. ¿A qué venía allí aquella hambrienta?...
Saludó Roseta a dos o tres que eran de su fábrica, y apenas si la contestaron, apretando los labios y con un rentintín de desprecio.
Las demás, repuestas de la sorpresa, siguieron hablando, como si nada hubiera pasado, no queriendo conceder a la intrusa ni el honor del silencio.
Bajó Roseta a la fuente, y después de llenar el cántaro, sacó, al incorporarse, su cabeza por encima del muro, lanzando una mirada ansiosa por toda la vega.
-Mira, mira, que no vindrá (Mira, mira, que no vendrá.)
Era una sobrina de Pimentó, hija de una hermana de Pepeta, la que decía esto; morenilla, nerviosa, de nariz arremangada e insolente, orgullosa de ser única en su casa y de que su padre no fuese arrendatario de nadie, pues los cuatro campos que trabajaba eran muy suyos.
Sí; podía mirar cuanto quisiera, que no vendría. ¿No sabían las otras a quién esperaba? Pues a su novio, el nieto del tío Tomba. ¡Vaya un acomodo! Y las treinta bocas crueles empezaron a reír como si mordieran; no porque encontrasen gran chiste a la cosa, sino por abrumar a la hija del odiado Batiste.
Y las treinta bocas crueles empezaron a reír como si mordieran, no porque encontrasen gran chiste a la cosa, sino por abrumar a la hija del odiado Batiste.
-¡La Pastora!... -dijeron algunas- ¡La Divina Pastora!...
Roseta alzó los hombros con expresión de indiferencia. Esperaba este apodo. Además, las bromas de la fábrica habían embotado su susceptibilidad.
Cargóse el cántaro y subió los peldaños; pero en el postrero la detuvo la vocecita mimosa de la sobrina de Pimentó. ¡Cómo mordía esta sabandija!...
Nunca sería la mujer del nieto del tío Tomba. Era un infeliz, un muerto de hambre; pero muy honrado e incapaz de emparentar con una familia de ladrones.
Casi soltó su cántaro Roseta. Enrojeció, como si estas palabras, rasgándole el corazón, hubieran hecho subir toda la sangre a su cara, y después quedóse blanca, con palidez de muerte.
-¿Quí es lladre? ¿Quí? (¿Quién es el ladrón? ¿Quién?) -preguntó con una voz temblona, que hizo reír a todas las de la fuente.
¿Quién? Su padre. Pimentó, su tío, lo sabía bien, y en casa de Copa no se hablaba de otra cosa. ¿Creían que el pasado iba a estar oculto? Habían huído de su pueblo porque los conocían allá demasiado; por eso habían venido a la huerta a apoderarse de lo que no era suyo. Hasta se tenían noticias de que el señor Batiste había estado en presidio por cosas feas...
Y así continuó la viborilla, soltando todo lo oído en su casa y en la vega: las mentiras fraguadas por los perdidos de casa de Copa, toda una urdimbre de calumnias inventadas por Pimentó, que cada vez se sentía menos dispuesto a atacar cara a cara a Batiste, y pretendía hostilizarlo, cansarlo y herirlo por medio del insulto.
La firmeza del padre surgió de pronto en Roseta, trémula, balbuciente de rabia y con los ojos veteados de sangre. Soltó el cántaro que se hizo pedazos, mojando a las muchachas más inmediatas, que protestaron a coro, llamándola bestia. Pero ¡buena estaba ella para fijarse en tales cosas!
-¡Mon pare!... -gritó, avanzando hacia la insolente-. ¿Mon pare lladre?... Tornau a repetir y et tranque'ls morros (¿Mi padre ladrón?... Vuelve a repetirlo y te rompo los morros.)
Pero no pudo repetirlo la morenilla, porque antes que llegase a abrir la boca recibió un puñetazo en ella, al mismo tiempo que Roseta hundía la otra mano en su moño. Instintivamente, movida por el dolor, sé agarró también a los rubios pelos de la hilandera, y durante algunos minutos se las vio a las dos encorvadas, lanzando gritos de dolor y rabia, con las frentes cerca del suelo, arrastrándose mutuamente con los crueles tirones que cada una daba a la cabellera de la otra. Caían las horquillas al deshacerse las trenzas. Parecían sus opulentas cabelleras estandartes guerreros, no flotantes y victoriosos, sino enroscados y martirizados por las manos del enemigo.
Pero Roseta, más fuerte o más furiosa, logró desasirse, e iba a arrastrar a su adversaria, tal vez a propinarle una zurra interior, pues con la mano libre pugnaba por despojarse de un zapato, cuando ocurrió algo inaudito, irritable, brutal.
Sin acuerdo previo, como si los odios de sus familias, las frases y maldiciones oídas en sus barracas surgiesen en ellas de golpe, todas cayeron a un tiempo sobre la hija de Batiste.
-¡Lladrona! ¡Lladrona!...
Desapareció Roseta bajo los amenazantes brazos. Su cara cubrióse de rasguños. Agobiada por tantos golpes, ni caer pudo, pues las mismas apreturas de sus enemigas la mantenían derecha. Pero empujada de un lado a otro, acabó rodando por los resbaladizos escalones, y su frente chocó contra una arista de la piedra.
¡Sangre!... Fué como una pedrada en un árbol cargado de pájaros. Salieron todas corriendo en diversas direcciones, con los cántaros en la cabeza, y al poco rato no se veía en las cercanías de la Fuente de la Reina más que a la pobre Roseta, con el pelo suelto, las faldas desgarradas, la cara sucia de polvo y sangre, caminando, llorosa, hacia su casa.
¡Cómo gritó de angustia la madre al verla entrar y cómo protestó luego al enterarse de lo ocurrido! Aquellas gentes eran peores que judíos! ¡Señor! ... ¡Señor!... ¿Podía ocurrir tal crimen en tierra de cristianos?...
Ya no les bastaba a los de la huerta con que los hombres molestasen a su pobre Batiste, calumniándolo ante el tribunal para que le impusieran multas injustas. Ahora eran sus hijas las que perseguían a la pobre Roseta como si la infeliz tuviese culpa alguna. ¿Y todo por qué?... Porque querían vivir trabajando, sin ofender a nadie, como Dios manda.
Batiste, al ver a su hija ensangrentada y llorosa, palideció, dando algunos pasos hacia el camino con la vista fija en la barraca de Pimentó, cuya techúmbre asomaba sobre los cañares.
Pero se detuvo y acabó por reñir dulcemente a Roseta. Lo ocurrido la enseñaría a no pasear por gusto en la huerta. Ellos debían evitar todo roce con los demás, no separarse nunca de unas tierras que eran su vida.
Dentro de su casa ya se guardarían los enemigos de venir a buscarlos.