XXXI
La araucana tercera parte
de Alonso de Ercilla
XXXII
XXXIII

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Arremeten los araucanos el fuerte; son rebatidos con miserable
estrago de su parte. Caupolicán se retira a la sierra deshaciendo
el campo. Cuenta don Alonso de Ercilla, a ruego de ciertos
soldados, la verdadera historia y vida de Dido


Excelente virtud, loable cosa
de todos dignamente celebrada
es la clemencia ilustre y generosa,
jamás en bajo pecho aposentada;
por ella Roma fue tan poderosa,
y más gentes venció que por la espada,
domó y puso debajo de sus leyes
la indómita cerviz de grandes reyes.

No consiste en vencer sólo la gloria
ni está allí la grandeza y excelencia
sino en saber usar de la vitoria,
ilustrándola más con la clemencia.
El vencedor es digno de memoria
que en la ira se hace resistencia
y es mayor la vitoria del clemente,
pues los ánimos vence juntamente.

Y así no es el vencedor tan glorioso
del capitán cruel inexorable,
que cuanto fuere menos sanguinoso
tanto será mayor y más loable;
y el correr del cuchillo riguroso
mientras dura la furia es disculpable,
mas pasado, después, a sangre fría,
es venganza, crueldad y tiranía.

La mucha sangre derramada ha sido
(si mi juicio y parecer no yerra)
la que de todo en todo ha destruido
el esperado fruto desta tierra;
pues con modo inhumano han excedido
de las leyes y términos de guerra,
haciendo en las entradas y conquistas
crueldades inormes nunca vistas.




Y aunque ésta en mi opinión dellas es una,
la voz común en contra me convence
que al fin en ley de mundo y de fortuna
todo le es justo y lícito al que vence.
Mas dejada esta plática importuna,
me parece ya tiempo que comience
el crudo estrago y excesivo modo,
en parte justo, y lastimoso en todo.

Dejé el bárbaro campo sobre el fuerte
en medio del furor y arremetida,
y la callada y encubierta muerte
de mil géneros de armas prevenida.
Llevado, pues, del hado y dura suerte
con presto paso y con fatal corrida,
emboca por la puerta y falsa entrada
el gran tropel de gente amontonada.

¡Dios sempiterno, qué fracaso estraño,
qué riza, qué destrozo y batería
hubo en la triste gente, que al engaño
ciega, pensando de engañar, venía!
¿Quién podrá referir el grave daño,
la espantosa y tremenda artillería,
el ñublado de tiros turbulento
que descargó de golpe en un momento?

Unos vieran de claro atravesados,
otros llevados la cabeza y brazos,
otros sin forma alguna machucados,
y muchos barrenados de picazos;
miembros sin cuerpos, cuerpos desmembrados,
lloviendo lejos trozos y pedazos,
hígados, intestinos, rotos huesos,
entrañas vivas y bullentes sesos.

Como la estrecha bien cebada mina
cuando con grande estrépito revienta,
que la furia del fuego repentina,
las torres vuela y máquinas avienta,
con más estruendo y con mayor ruina
la fuerza de la pólvora violenta
voló y hizo pedazos en un punto
cuanto del escuadrón alcanzó junto.




La mudable sin ley cruda fortuna
despedazó el ejército araucano,
no habiendo un solo tiro ni arma alguna
que errase el golpe ni cayese en vano.
Nunca se vio morir tantos a una
y así, aunque yo apresure más la mano,
no puedo proseguir, que me divierte
tanto golpe, herida, tanta muerte.

Aún no eran bien los tiros disparados
cuando por verse fuera en campo raso,
los caballos a un tiempo espoleados
rompen la entrada y ocupado paso,
y en los segundos indios, que ovillados
estaban como atónitos del caso,
hacen riza y mayor carnicería
que pudiera hacer la artillería.

Quién aquéste y aquél alanceando
abre sangrienta y ancha la salida,
quién a diestro y siniestro golpeando
priva a aquéstos y a aquéllos de la vida;
no hay ánimo ni brazo allí tan blando
que no cale y ahonde la herida,
ni espada de tan gureso y boto filo
que no destile sangre hilo a hilo.

Quisiera aquí despacio figurallos,
y figurar las formas de los muertos:
unos atropellados de caballos,
otros los pechos y cabeza abiertos,
otros que era gran lástima mirallos,
las entrañas y sesos descubiertos,
vieran otros deshechos y hechos piezas,
otros cuerpos enteros sin cabezas.

Las voces, los lamentos, los gemidos,
el miserable y lastimoso duelo,
el rumor de las armas y alaridos
hinchen el aire y cóncavo del cielo;
luchando con la muerte los caídos
se tuercen y revuelcan por el suelo,
saliendo a un mismo tiempo tantas vidas
por diversos lugares y heridas.




Ya que libre dejó el súbito espanto
al embaucado Pran, que estaba fuera,
visto el destrozo cierto, y falso cuanto
el traidor de Andresillo le dijera,
la pena y sentimiento pudo tanto
que aunque escaparse el mísero pudiera,
en medio de las armas desarmado
a morir se arrojó desesperado.

Mas los últimos indios venturosos
a los cuales llegó sólo el estruendo,
volviendo las espaldas presurosos
muestran las plantas de los pies huyendo;
los nuestros, del alcance deseosos,
en carrera veloz los van siguiendo,
hiriendo y derribando en los postreros
los menos diligentes y ligeros.

Pero algunos valientes, que estimaban
la ganada opinión más que la vida,
volviendo el pecho y armas refrenaban
el ímpetu de muchos y corrida;
y aunque con grande esfuerzo peleaban,
era presto la guerra difinida,
que la furiosa muerte allí su espada
traía de entrambos cortes afilada.

Como en el ya revuelto cielo, cuando
se forman por mil partes los ñublados
que van unos creciendo, otros menguando,
otros luego de nuevo levantados;
mas el norueste frígido soplando
los impele y arroja amontonados
hasta buscar del ábrego el reparo,
dejando el cielo raso y aire claro,

así la gente atónita y turbada
en partes dividida se esparcía,
y a las veces juntándose, esforzada,
haciendo cuerpo y rostro revolvía.
Pero de la violencia arrebatada,
dejó el campo y banderas aquel día,
quedando de los rotos escuadrones
gran número de muertos y prisiones.




Deshechos, pues, del todo y destruidos,
y acabado el alcance y seguimiento,
los presos y despojos repartidos,
volvimos al dejado alojamiento
donde trece caciques elegidos
para ejemplar castigo y escarmiento,
a la boca de un grueso tiro atados,
fueron, dándole fuego, justiciados.

Muchos habrá de preguntar ganosos
si en el montón y número de gente
algunos de los indios valerosos
fueron muertos allí confusamente;
pues en todos los hechos peligrosos
Rengo, Orompello y Tucapel valiente
iban delante en la primera hilera,
abriendo siempre el paso y la carrera.

Respondo a esto, Señor, que no venía
capitán ni cacique señalado,
visto que el General usado había
de fraude y trato entrellos reprobado,
diciendo ser vileza y cobardía
tomar al enemigo descuidado,
y vitoria sin gloria y alabanza
la que por bajo término se alcanza.

Así que una arrogancia generosa
los escapó del trance y muerte cruda,
que ninguno por ruego ni otra cosa
quiso en ello venir ni dar ayuda,
teniendo por hazaña vergonzosa
vencer gente sin armas y desnuda:
que el peligro en la guerra es el que honra
y el que vence sin él, vence sin honra.

Quedó Caupolicán desta jornada
roto, deshecho y falto de pujanza,
que fue mucha la sangre derramada
y poca de su parte la venganza:
el cual viendo la turba amedrentada
y el ardor resfriado y la esperanza,
deshizo el campo entonces conveniente,
dando licencia a la cansada gente.




Quísose entretener mientras pasaba
de los contrarios hados la corrida,
conociendo de sí que peleaba
con cansada fortuna envejecida.
Así la gente en partes derramaba
con orden que estuviese apercebida
en cualquiera ocasión y movimiento,
para el primer aviso y mandamiento.

Y con solos diez hombres retirado,
gente de confianza y valentía,
ora en el monte inculto, ora en poblado,
desmintiendo los rastros parecía,
y en lugares ocultos alojado
jamás gran tiempo en una residía,
usando de su bárbara insolencia
por tenerlos en miedo y obediencia.

Nosotros en su incierto rastro a tino
andábamos haciendo mil jornadas,
no dejando lugar circunvecino
que no diésemos salto y trasnochadas.
Y en los más apartados del camino
hallábamos las casas ocupadas
de gente forajida de la tierra
que ya andaba huyendo de la guerra,

diciendo que de grado volvería
a sus yermas estancias y heredades,
pero que el General los compelía
usando de inhumanas crueldades;
y si en esto remedio se ponía,
llanas estaban ya las voluntades
para dejar las armas los soldados,
de la prolija guerra quebrantados.

Y aunque esto era fingido, gran cuidado
se puso en inquirir toda la tierra,
no quedando lugar inhabitado,
monte, valle, ribera, llano y sierra
donde no fuese el bárbaro buscado;
mas por bien ni por mal, por paz ni guerra,
aunque todo con todos lo probamos,
jamás señal, ni lengua dél hallamos.




No amenaza, castigo ni tormento
pudo sacar noticia o rastro alguno,
ni caricia, interés ni ofrecimiento
jamás a corromper bastó a ninguno;
andábamos atónitos y a tiento,
según la variedad de cada uno,
de día, de noche, acá y allá perdidos,
del sueño y de las armas afligidos.

Saliendo yo a correr la tierra un día
por caminos y pasos desusados,
llevando por escolta y compañía
una escuadra de pláticos soldados
dimos en una oculta ranchería
de domésticos indios ausentados,
que por ser grande el bosque y la distancia
tomaron por segura aquella estancia.

Sobre un haz de arrancada yerba estaba
en la cabeza una mujer herida,
moza que de quince años no pasaba,
de noble traje y parecer, vestida.
Y en la color quebrada se mostraba
la falta de la sangre, que esparcida
por la delgada y blanca vestidura,
la lástima aumentaba y hermosura.

Pregunté qué ocasión la había traído
a lugar tan estraño y apartado,
cómo y por qué razón la habían herido
y de inhumana crueldad usado.
Ella, con rostro y ánimo caído
y el tono del hablar debilitado,
me dijo: «Es cosa cierta y prometida
la muerte triste tras la alegre vida.

Porque entiendas el dejo y desvarío
que el humano contento trae consigo,
aún no es cumplido un mes que el padre mío,
usando de privado amor conmigo,
me dio esposo elegido a mi albedrío,
esposo y juntamente grande amigo,
tal y de tantas partes, que yo creo
que en él hallara término el deseo.




Pero su esfuerzo raro y valentía,
que della por estremo era dotado,
le trujo a la temprana muerte el día
que fue nuestro escuadrón despedazado,
donde cerca de mí, que le seguía,
un tiro le pasó por el costado,
que fuera menos crudo y más derecho
si abriera antes el paso por mi pecho.

Cayó muerto, quedando yo con vida,
vida más enojosa que la muerte;
mas viéndome un soldado así afligida
(en parte condolido de mi suerte)
me dio, por acabarme, esta herida
con brazo aunque piadoso no tan fuerte
que mi espíritu suelto le siguiese
y un bien tras tanto mal me sucediese.

Dio conmigo en el suelo fácilmente
aunque no me privó de mi sentido,
pasando el golpe y furia de la gente
en confuso tropel con gran ruido.
Pero luego un cacique mi pariente,
que en un hoyo al pasar quedó escondido,
en brazos me sacó del gran tumulto
trayéndome a este bosque y sitio oculto

«donde espero morir cada momento;
mas ya como esperado bien se tarda,
que es costumbre ordinaria del contento,
no acabar de llegar a quien le aguarda.
Y aunque ya de mi vida al fin me siento,
conmigo el cielo término no guarda,
ni la llamada muerte y tiempo viene,
que mi deseo la impide y la detiene.

La vida así me cansa y aborrece,
viendo muerto a mi esposo y dulce amigo,
que cada hora que vivo me parece
que cometo maldad, pues no le sigo;
y pues el tiempo esta ocasión me ofrece,
usa tú de piedad, señor, conmigo,
acabando hoy aquí lo que el soldado
dejó por flojo brazo comenzado».




Así la triste joven luego, luego
demandaba la muerte, de manera
que algún simple de lástima a su ruego
con bárbara piedad condecendiera.
Mas yo, que un tiempo aquel rabioso fuego
labró en mi inculto pecho, viendo que era
más cruel el amor que la herida,
corrí presto al remedio de la vida.

Y habiéndola algún tanto consolado,
y traído a que viese claramente
que era el morir remedio condenado
y para el muerto esposo impertinente,
con el zumo de yerbas aplicado
(medicina ordinaria desta gente)
le apreté la herida lastimosa,
no tanto cuanto grande, peligrosa.

Dejando pues un prático ladino
para que poco a poco la llevase,
y en los tomados pasos y camino
del peligro al pasar la asegurase,
partir a mi jornada me convino;
mas primero que della me apartase
supe que se llamaba Lauca y que era
hija de Millalauco y heredera.

La vuelta del presidio caminando
sin hallar otra cosa de importancia,
iba con los soldados platicando
de la fe de las indias y constancia
de muchas (aunque bárbaras) loando
el firme amor y gran perseverancia,
pues no guardó la casta Elisa Dido
la fe con más rigor a su marido.

Mas un soldado joven, que venía
escuchando la plática movida,
diciendo me atajó que no tenía
a Dido por tan casta y recogida,
pues en la Eneyda de Marón vería
que del amor libídino encendida,
siguiendo el torpe fin de su deseo
rompió la fe y promesa a su Sicheo.




Visto, pues, el agravio tan notable
y la objeción siniestra del soldado,
por el gran testimonio incompensable,
a la casta fenisa levantado,
pareciéndome cosa razonable
mostrarle que en aquello andaba errado
él y todos los más que me escuchaban
que en la misma opinión también estaban,

les dije que, queriendo el Mantuano
hermosear su Eneas floreciente
porque César Augusto Octaviano
se preciaba de ser su decendiente,
con Dido usó de término inhumano
infamándola injusta y falsamente,
pues vemos por los tiempos haber sido
Eneas cien años antes que fue Dido.

Quedaron admirados en oírme,
que así Virgilio a Dido disfamase,
haciendo instancia todos en pedirme
que su vida y discurso les contase.
Yo pensando también con divertirme,
que la cuerda el trabajo algo aflojase,
los quise complacer y también quiero
daros aquí razón de mí primero:

Cuento una vida casta, una fee pura
de la fama y voz pública ofendida,
en esta no pensada coyuntura
por raro ejemplo y ocasión traída,
y una falsa opinión que tanto dura
no se puede mudar tan de corrida,
ni del rudo común, mal informado,
arrancar un error tan arraigado.

Y pues de aquí al presidio yo no hallo
cosa que sea de gusto ni contento,
sin dejar de picar siempre al caballo,
ni del tiempo perder sólo un momento,
no pudiendo eximirme ni escusallo
por ser historia y agradable el cuento,
quiero gastar en él, si no os enfada,
este rato y sazón desocupada.




Que el áspero sujeto desabrido,
tan seco, tan estéril y desierto,
y el estrecho camino que he seguido,
a puros brazos del trabajo abierto,
a término me tienen reducido
que busco anchura y campo descubierto
donde con libertad, sin fatigarme,
os pueda recrear y recrearme.

Viendo que os tiene sordo y atronado
el rumor de las armas inquieto,
siempre en un mismo ser continuado,
sin mudar són ni variar sujeto,
por espaciar el ánimo cansado
y ser el tiempo cómodo y quieto,
hago esta digresión, que a caso vino
cortada a la medida del camino.

Y pues una ficción impertinente
que destruye una honra es bien oída,
y a la reina de Tiro injustamente
infama y culpa su inculpable vida,
la verdad, que es la ley de toda gente,
por quien es en su honor restituida,
¿por qué no debe ser, siendo cantada,
en cualquiera sazón bien escuchada?

Que la causa mayor que me ha movido
(demás de ser cual veis importunado)
es el honor de la constante Dido,
inadvertidamente condenado.
Preste, pues, atención y grato oído
quien a oír la verdad es inclinado,
que el mal ofende (aun dicho en pasatiempo)
y para decir bien siempre es buen tiempo.

Cartago antes que Roma fue fundada
setenta años contados comúnmente
por Dido, ilustre reina, venerada
por diosa un tiempo de la tiria gente.
Del rey Belo su padre fue casada
con el sumo Pontífice asistente
del gran templo de Alcides, el cual era
después del Rey la dignidad primera.




Éste es aquel Siqueo ya nombrado,
a quien Dido guardó la fe inviolable,
varón sabio en sus ritos y abastado
de bienes y tesoro inestimable.
Mas lo que para alivio había allegado
fue causa de su muerte miserable;
que, en fin, lo que codicia mucha gente
ninguno lo posee seguramente.

Dejó Belo dos hijos herederos,
uno Pigmaleón y el otro Dido,
a quien en los consejos postrimeros
encargó la hermandad y amor unido;
lo cual, aunque duró los días primeros,
de cudicia el hermano corrompido
por haber los tesoros del cuñado,
le dio la muerte envuelta en un bocado.

Sintió, pues, la mujer su muerte tanto
que no bastando a resistir la pena,
soltó con doloroso y fiero llanto
de lágrimas un flujo en larga vena,
y cubriendo de triste y negro manto
los bellos miembros y la faz serena,
con pompa funeral cerimoniosa
dio al cuerpo sepultura sumptuosa.

Y aunque del casto amor notable indicio
fue el soberbio sepulcro y monumento,
no igualó en la grandeza el edificio
al dolor de la Reina y sentimiento;
que siempre con devoto sacrificio
y continuos sollozos y lamento
llamando al sordo espíritu, hacía
a las frías cenizas compañía,

diciendo: «¿Es justo, dioses, que yo quede
en este solitario apartamiento?
¡ Ay!, que de tibia fe y amor procede
no acabar de matarme el sentimiento;
el mal no es grande que sufrir se puede
y corto al que no basta sufrimiento;
mas quiere el cielo dilatar mi muerte
porque dure el dolor, más que ella fuerte».




Aunque el odio y rencor disimulaba
contra el pérfido hermano poderoso,
venganza al cielo sin cesar clamaba
con ira muda y con gemir rabioso,
y cuando sola a ratos se hallaba,
desfogando aquel ímpetu bascoso
soltaba, con un bajo són gimiendo,
la reprimida rabia y voz, diciendo:

«Traidor, dime ¿qué caso irremediable
debajo de hermandad y ley fingida
a maldad te movió tan detestable
contra tu misma sangre cometida?
Si fue sed de riquezas insaciable,
quitárasle el tesoro y no la vida,
templando tu impiedad y furia insana
el amor y respeto de tu hermana.

«Si no miraste, ingrato, al beneficio
que dél como cuñado recebías,
miraras al nefario sacrificio
que del hermano de tu madre hacías,
y al malvado y horrendo maleficio
en tu pecho forjado tantos días,
pues no podrás decir que fue acidente,
que nunca nadie es malo de repente.

«Si de tu inorme intento y desatino
me hubieras con indicios advertido,
no por tan duro y áspero camino
el tesoro alcanzaras pretendido;
mas el mal cuando viene por destino
no puede ser a tiempo prevenido.
¡ Ay!, ¿qué aprovecha el lamentarme ahora?,
que siempre es tarde ya cuando se llora.

¿Por qué, fiero enemigo, así quisiste
dejarte arrebatar de tu deseo,
tan ciego de codicia, que no viste
que matabas a Dido con Sicheo?
Materia de maldad al mundo diste
con un hecho atrocísimo y tan feo,
que durará en los siglos por memoria
de tu traición la abominable historia.




«¿Cabe en razón, es cosa permitida,
que, siendo tú traidor, siendo tirano,
perverso, atroz, sacrílego, homicida,
tengas con estos nombres el de hermano?
Y viéndome contigo convenida,
mi crédito andará de mano en mano
padeciendo mi honor agravio injusto:
que no dice la fama cosa al justo.

Mas si huyo de ti, fiero enemigo,
te irrito a que me sigas, pues que huyo.
Si a mi marido en la fortuna sigo,
todo lo que pretendes queda tuyo.
Si habiéndole tú muerto estoy contigo,
mancho la fama y mi opinión destruyo,
que en parte ya parece que consiente
quien perdona ligera y fácilmente.

¿Qué medio he de buscar a mal tan fuerte
que el cielo ni la tierra no le tiene,
y aquel forzoso y último, mi suerte
(porque padezca más) me le detiene?
¡ Ay!, que si es malo desear la muerte,
es peor el temerla, si conviene;
que no es pena el morir a los cuitados
sino fin de las penas y cuidados.

«Mas ya que el ser tú rey y recatado
la venganza legítima me impida,
procuraré atajar tu fin dañado
con muestra doble y hermandad fingida;
y cuando pienses verte apoderado,
quedarás con mi súbita partida
sin hermana, tesoro y sin derecho
y con la infamia del inorme hecho».

Así la triste Reina dolorosa
sobre el rico sepulcro lamentando,
pasaba vida triste y soledosa
la venganza y el tiempo deseando.
Pero de alguna fuerza recelosa,
de su prudencia y discreción usando,
doméstica, amorosa y blandamente
al hermano escribió, que estaba ausente,




haciéndole entender que ya cansada
del llanto y soledad que padecía
en aquellos palacios y morada
do tuvo un tiempo alegre compañía,
de la triste memoria lastimada,
dando algún vado a su dolor, quería
irse con él poniendo fin al lloro
con todas sus riquezas y tesoros;

para lo cual secreta y prestamente,
una fornida flota le enviase,
donde con todo su tesoro y gente
en arribando al puerto se embarcase
porque con el seguro conveniente
el mar que estaba en medio atravesase,
que era solo el temido impedimento
de su esperado y último contento.

Llegada, pues, la nueva al ambicioso
rey de aquello que tanto deseaba,
viendo que al fin y puerto venturoso
sus cosas la fortuna encaminaba,
alegre más que nunca y codicioso,
luego una gruesa flota despachaba
de naves y galeras, bastecida
de gente, de regalos y comida.

Llegó al puerto la flota deseada
con presta y no pensada diligencia,
do la gente del Rey desembarcada
fue luego a dar a Dido la obediencia,
que mostrando placer de su llegada,
con loable cuidado y providencia
hizo luego hospedar toda la gente
espléndida, cumplida y largamente.

En siendo tiempo, la cuidosa Dido
a su gente mandó que se aprestase,
y con alarde y público ruido
los empacados muebles embarcase,
haciendo que de noche y escondido
en su nave al tesoro se cargase
con tan grande secreto, que ninguno
tuvo dello noticia o rastro alguno.




Tenía sesenta cajas prevenidas,
llenas de gruesa arena y aplomadas,
de fuertes cerraduras guarnecidas,
con dobles planchas de metal herradas;
éstas fueron en público traídas
donde a vista de todos embarcadas
daban muestra que en ellas iba el oro,
las joyas, las riquezas y tesoro.

Luego Elisa, con tierno sentimiento
del lastimado pueblo se embarcaba,
dando presto la vela al manso viento
que favorable en popa respiraba.
La nave con sereno movimiento
el llano y sosegado mar cortaba,
comenzando a seguir toda la flota
de la alta capitana la derrota.

Aquella noche y el siguiente día
corrió con viento próspero la armada,
mas ya que el mar las costas encubría
y del todo se vio Dido engolfada,
la noble y obediente compañía
al borde de su nave congregada,
hizo en torno allegar la demás gente,
que a la vista también fuese presente,

diciéndoles con pecho valeroso,
que su designio y pretensión no era
ir al injusto hermano cauteloso,
de quien era enemiga verdadera,
porque con trato y término alevoso
debajo de hermandad y fe sincera,
movido de sacrílego deseo
había dado la muerte a su Sicheo.

Por donde ella también, no asegurada
de sus secretos fraudes y traiciones,
quería dejar la cara patria amada,
su reino, su morada y posesiones,
y al mar dudoso y vientos entregada
buscar nuevas provincias y regiones,
adonde con seguro viviría
lejos de su dominio y tiranía.




Y pues que sus riquezas habían sido
la causa de su daño y perdimiento
matándole por ellas el marido,
y lo serían quizá del seguimiento,
todas consigo las había traído
con voluntad y resoluto intento
de echarlas en el mar, do pereciesen,
porque jamás a su poder viniesen.

Hizo luego sacar allí tras esto
los cofres del arena barreados
y con alarde y auto manifiesto
en el profundo mar fueron lanzados;
los ministros del Rey con triste gesto,
atónitos, confusos y turbados
se miraban, teniendo por estraña
de la animosa Reina la hazaña.

Y por el grave caso discurriendo
que mudos y espantados los tenía,
la furia del Rey mozo conociendo,
que el perdido tesoro aumentaría,
suspensos y medrosos, no sabiendo
qué razón o descargo bastaría
a que el airado Rey no los culpase
y en ellos su furor no ejecutase.

Pues como la entendida Reina viese
camino y coyuntura aparejada
por do a su devoción se redujese
la gente del hermano amedrentada,
antes que el tiempo y la tardanza diese
lugar a alguna novedad pensada,
haciendo sosegar toda la gente,
les dijo, prosiguiendo, lo siguiente:




«Amigos, que del firme intento mío
habéis visto a los ojos ya la prueba,
y cómo la fortuna a su albedrío
errando por el ancho mar me lleva,
podréis volver, si ya no es desvarío,
a dar al Rey la desabrida nueva
del tesoro anegado, y mi huida
a tierra y a región no conocida.

Pero ya conocéis por esperiencia
su irreparable furia acelerada,
que viendo que volvéis a su presencia
sin el tesoro y prenda deseada,
descargará con bárbara impaciencia
sobre vuestra cerviz la mano airada,
sin escuchar descargo ni disculpa,
añadiendo maldad y culpa a culpa.

Y pues es de temer la tiranía
y el ímpetu de un mozo rey airado
que así del caro reino y patria mía
a buscar nuevas tierras me ha sacado,
quien quisiere seguir mi compañía
no se verá de mí desamparado,
mas de todo el provecho y bien que espero
será participante y compañero.

El lugar y aparejo es oportuno,
y para haber consejo me remueve
así que, pues sois sabios, cada uno
elija de dos males el más leve.
Si al Rey volvéis no ha de escapar ninguno,
y este dolor y lástima me mueve
a quereros rogar que vais conmigo
por no ser yo la causa del castigo.




Las muertes figurad y crueldades
que en vosotros habrán de esecutarse;
no miréis a las casas y heredades,
que todo por la vida es bien dejarse,
que en fortunas y grandes tempestades
sólo en lo que se escapa ha de pensarse,
conociendo que están todos los bienes
sujetos a peligros y vaivenes».

A las razones de la Reina atentos
los turbados ministros estuvieron,
y en la perpleja mente y pensamientos
mil cosas en un punto revolvieron;
al cabo (aunque diversos los intentos),
todos de un parecer se resolvieron
de seguirla hasta el fin en su viaje
dándole la obediencia y vasallaje.

La fe con juramento establecida,
sin que ninguno dellos rehusase,
dando vela a la flota detenida,
mandó Dido que a Cipro enderezase,
donde graciosamente recebida,
como allí su designio declarase,
llevó del ciprioto pueblo amigo
ochenta mozas vírgenes consigo

para a tiempo casarlas con la gente
que en su servicio y devoción llevaba,
buscando alguna tierra conveniente
donde fundar un pueblo deseaba:
así la vía de la África al poniente
con favorable viento navegaba.
Mas forzoso será, según me siento,
dividir en dos partes este cuento.