XIX
La araucana segunda parte
de Alonso de Ercilla
XX
XXI

XX

Retíranse los araucanos con pérdida de mucha gente; escápase
Tucapel muy herido, rompiendo por los enemigos; cuenta Tegualda a
don Alonso de Ercilla el estraño y lastimoso proceso de su historia

Nadie prometa sin mirar primero
lo que de su caudal y fuerza siente,
que quien en prometer es muy ligero
proverbio es que de espacio se arrepiente.
La palabra es empeño verdadero
que habemos de quitar forzosamente
y es derecho común y ley espresa
guardar al enemigo la promesa.

Bien fuera destas leyes va la usanza
que en este tiempo mísero se tiene.
Promesas que os ensanchan la esperanza
y ninguna se cumple ni mantiene;
así la vana y necia confianza
que estribando en el aire nos sostiene,
se viene al suelo y llega el desengaño
cuando es mayor que la esperanza el daño.

De mí sabré decir cuán trabajada
me tiene la memoria, y con cuidado
la palabra que di, bien escusada,
de acabar este libro comenzado;
que la seca materia desgustada
tan desierta y estéril que he tomado
me promete hasta el fin trabajo sumo
y es malo de sacar de un terrón zumo.

¿Quién me metió entre abrojos y por cuestas
tras las roncas trompetas y atambores,
pudiendo ir por jardines y florestas
cogiendo varias y olorosas flores,
mezclando en las empresas y requestas
cuentos, ficciones, fábulas y amores,
donde correr sin límite pudiera
y dando gusto, yo lo recibiera?

¿Todo ha de ser batallas y asperezas,
discordia, fuego, sangre, enemistades,
odios, rencores, sañas y bravezas,
desatino, furor, temeridades,
rabias, iras, venganzas y fierezas,
muertes, destrozos, rizas, crueldades
que al mismo Marte ya pondrán hastío,
agotando un caudal mayor que el mío?

Mas a mí me es forzoso ser paciente,
pues de mi voluntad quise obligarme;
y así os pido, Señor, humildemente
que no os dé pesadumbre el escucharme.
Quel atrevido bárbaro valiente
aun no me da lugar de disculparme:
tal es la furia y priesa con que viene,
que apresurar la mano me conviene.

El cual, como encerrada bestia fiera,
ora de aquella y ora desta parte
abre sangrienta y áspera carrera,
y por todas el daño igual reparte
con un orgullo tal, que acometiera
allá en su quinto trono al fiero Marte,
si viera modo de subir al cielo,
según era gallardo de cerbelo.

Pero viéndose solo y mal herido
y el ejército bárbaro deshecho,
y todo el fiero hierro convertido
contra su fuerte y animoso pecho,
se retrujo a una parte, en la cual vido
quel cerro era peinado y muy derecho,
sin muro de aquel lado, donde un salto
había de más de veinte brazas de alto.

Como si en tal razón alas tuviera,
más seguras que Dédalo las tuvo,
se arroja desde arriba de manera
que parece que en ellas se sostuvo;
hizo prueba de sí fuerte y ligera,
que el salto, aunque mortal, en poco tuvo,
cayendo abajo el bárbaro gallardo
como una onza ligera o suelto pardo.

Mas, bien no se lanzó, que en seguimiento
infinidad de tiros le arrojaron,
que, aunque no le alcanzara el pensamiento,
antes que fuese abajo le alcanzaron.
Fue tanto el descargar, que en un momento
en más de diez lugares le llagaron,
pero no de manera que cayese
ni solo un paso y pie descompusiese.

Viéndose abajo y tan herido, luego
del propósito y salto arrepentido,
abrasado en rabioso y vivo fuego,
terrible y más que nunca embravecido,
quisiera revolver de nuevo al juego
y vengarse del daño recebido;
mas era imaginarlo desatino,
que el cerro era tajado y sin camino.

Cinco o seis veces la difícil vía
y de fortuna el crédito tentaba,
que fácil lo imposible le hacía
el coraje y furor que le incitaba:
por un lado y por otro discurría,
todo de acá y de allá lo rodeaba,
como el hambriento lobo encarnizado
rodea de los corderos el cercado.

Mas viendo al fin que era designio vano
y de tiros sobre él la lluvia espesa,
retirándose a un lado, vio en el llano
la trabada batalla y fiera priesa;
y como el levantado halcón lozano
que, yendo alta la garza, se atraviesa
el cobarde milano, y desde el cielo
cala a la presa con furioso vuelo,

así el gallardo Tucapel, dejado
el temerario intento infrutuoso,
revuelve a la otra banda, encaminado
al reñido combate sanguinoso.
En esto el bando infiel desconfiado,
de mucha gente y sangre perdidoso,
se retiró siguiendo las banderas
que iban marchando ya por las laderas.

No por eso torció de su demanda
un solo paso el bárbaro valiente,
antes recio embistió por una banda,
tropellando de golpe mucha gente,
y dándoles terrible escurribanda,
pasó de un cabo a otro francamente,
hiriendo y derribando de manera
que dejó bien abierta la carrera.

Quién queda allí estropiado, quién tullido,
quién se duele, quién gime, quién se queja,
quién cae acá, quién cae allá aturdido,
quién haciéndole plaza, dél se aleja;
y en el largo escuadrón de armas tejido
un gran portillo y ancha calle deja,
con el furor que el fiero rayo apriesa
rompe el aire apretado y nube espesa.

De tal manera Tucapel, abriendo
de parte a parte el escuadrón cristiano,
arriba a los amigos, que siguiendo
iban la retirada a paso llano,
con el concierto y orden procediendo,
que vemos ir las grullas el verano,
cuando de su tendida y negra banda
ninguna se adelanta ni desmanda.

Nosotros, aunque pocos, cuando vimos
que a espaldas vueltas iban ya marchando,
de nuestro fuerte en gran tropel salimos
en la campaña un escuadrón formando,
y a paso moderado los seguimos,
de la vitoria enteramente usando;
pero dimos la vuelta apresurada
temiendo alguna bárbara emboscada.

Duró, pues, el reñido asalto tanto
que el sol en lo más alto levantado
distaba del poniente en punto cuanto
estaba del oriente desviado.
Nosotros, ya seguros, entretanto
que remataba el curso acostumbrado,
dando lugar a las noturnas horas
del personal trabajo aliviadoras,

el ciego foso alrededor limpiamos,
sin descansar un punto diligentes,
y en muchas partes dél desbaratamos
anchas, traviesas y formadas puentes;
los lugares más flacos reparamos,
con industria y defensas suficientes,
fortificando el sitio de manera
que resistir un gran furor pudiera.

La negra noche a más andar cubriendo
la tierra, que la luz desamparaba,
se fue toda la gente recogiendo
según y en el lugar que le tocaba;
la guardia y centinelas repartiendo,
que el tiempo estrecho a nadie reservaba,
me cupo el cuarto de la prima en suerte
en un bajo recuesto junto al fuerte;

donde con el trabajo de aquel día
y no me haber en quince desarmado,
el importuno sueño me afligía,
hallándome molido y quebrantado;
mas con nuevo ejercicio resistía,
paseándome deste y de aquel lado
sin parar un momento; tal estaba
que de mis propios pies no me fiaba.

No el manjar de sustancia vaporoso,
ni vino muchas veces trasegado,
ni el hábito y costumbre de reposo
me habían el grave sueño acarreado.
Que bizcocho negrísimo y mohoso
por medida de escasa mano dado
y la agua llovediza desabrida
era el mantenimiento de mi vida.

Y a veces la ración se convertía
en dos tasados puños de cebada,
que cocida con yerbas nos servía
por la falta de sal, la agua salada;
la regalada cama en que dormía
era la húmida tierra empantanada,
armado siempre y siempre en ordenanza,
la pluma ora en la mano, ora la lanza.

Andando, pues, así con el molesto
sueño que me aquejaba porfiando,
y en gran silencio el encargado puesto
de un canto al otro canto paseando,
vi que estaba el un lado del recuesto
lleno de cuerpos muertos blanqueando,
que nuestros arcabuces aquel día
habían hecho gran riza y batería.

No mucho después desto, yo que estaba
con ojo alerto y con atento oído,
sentí de rato en rato que sonaba
hacia los cuerpos muertos un ruido,
que siempre al acabar se remataba
con un triste sospiro sostenido,
y tornaba a sentirse, pareciendo
que iba de cuerpo en cuerpo discurriendo.

La noche era tan lóbrega y escura
que divisar lo cierto no podía,
y así por ver el fin desta aventura
(aunque más por cumplir lo que debía)
me vine, agazapado en la verdura,
hacia la parte que el rumor se oía,
donde vi entre los muertos ir oculto
andando a cuatro pies un negro bulto.

Yo de aquella visión mal satisfecho,
con un temor, que agora aun no le niego,
la espada en mano y la rodela al pecho,
llamando a Dios, sobre él aguijé luego.
Mas el bulto se puso en pie derecho,
y con medrosa voz y humilde ruego
dijo: «Señor, señor, merced te pido,
que soy mujer y nunca te he ofendido.

Si mi dolor y desventura estraña
a lástima y piedad no te inclinaren
y tu sangrienta espada y fiera saña
de los términos lícitos pasaren,
¿qué gloria adquirirás de tal hazaña,
cuando los justos cielos publicaren
que se empleó en una mujer tu espada,
viuda, mísera, triste y desdichada?

Ruégote pues, señor, si por ventura
o desventura, como fue la mía,
con amor verdadero y con fe pura
amaste tiernamente en algún día,
me dejes dar a un cuerpo sepultura,
que yace entre esta muerta compañía.
Mira que aquel que niega lo que es justo
lo malo aprueba ya y se hace injusto.

No quieras impedir obra tan pía,
que aun en bárbara guerra se concede,
que es especie y señal de tiranía
usar de todo aquello que se puede.
Deja buscar su cuerpo a esta alma mía,
después furioso con rigor procede,
que ya el dolor me ha puesto en tal estremo
que más la vida que la muerte temo;

que no sé mal que ya dañarme pueda:
no hay bien mayor que no le haber tenido;
acábese y fenezca lo que queda
pues que mi dulce amigo ha fenecido.
Que aunque el cielo cruel no me conceda
morir mi cuerpo con el suyo unido,
no estorbará, por más que me persiga,
que mi afligido espíritu le siga».

En esto con instancia me rogaba
que su dolor de un golpe rematase;
mas yo, que en duda y confusión estaba
aún, teniendo temor que me engañase,
del verdadero indicio no fiaba
hasta que un poco más me asegurase,
sospechando que fuese alguna espía
que a saber cómo estábamos venía.

Bien que estuve dudoso, pero luego
(aunque la noche el rostro le encubría),
en su poco temor y gran sosiego
vi que verdad en todo me decía;
y que el pérfido amor, ingrato y ciego,
en busca del marido la traía,
el cual en la primera arremetida,
queriendo señalarse, dio la vida.

Movido, pues, a compasión de vella
firme en su casto y amoroso intento,
de allí salido, me volví con ella
a mi lugar y señalado asiento,
donde yo le rogué que su querella
con ánimo seguro y sufrimiento
desde el principio al cabo me contase
y desfogando la ansia descansase.

Ella dijo: «¡Ay de mí!, que es imposible
tener jamás descanso hasta la muerte,
que es sin remedio mi pasión terrible
y más que todo sufrimiento fuerte;
mas, aunque me será cosa insufrible,
diré el discurso de mi amarga suerte;
quizá que mi dolor, según es grave,
podrá ser que esforzándole me acabe.

Yo soy Tegualda, hija desdichada
del cacique Brancol desventurado,
de muchos por hermosa en vano amada,
libre un tiempo de amor y de cuidado;
pero muy presto la fortuna, airada
de ver mi libertad y alegre estado,
turbó de tal manera mi alegría
que al fin muero del mal que no temía.

De muchos fui pedida en casamiento,
y a todos igualmente despreciaba,
de lo cual mi buen padre descontento,
que yo acetase alguno me rogaba;
pero con franco y libre pensamiento
de su importuno ruego me escusaba,
que era pensar mudarme desvarío
y martillar sin fruto en hierro frío.

No por mis libres y ásperas respuestas
los firmes pretensores aflojaron,
antes con nuevas pruebas y requestas
en su vana demanda más instaron,
y con danzas, con juegos y otras fiestas
mudar mi firme intento procuraron,
no les bastando maña ni artificio
a sacar mi propósito de quicio.

Muy presto, pues, llegó el postrero día
desta mi libertad y señorío:
¡oh si lo fuera de la vida mía!
Pero no pudo ser, que era bien mío.
En un lugar que junto al pueblo había
donde el claro Gualebo, manso río,
después que sus viciosos campos riega,
el nombre y agua al ancho Itata entrega,

allí, para castigo de mi engaño,
que fuese a ver sus fiestas me rogaron,
y como había de ser para mi daño,
fácilmente comigo lo acabaron.
Luego, por orden y artificio estraño,
la larga senda y pasos enramaron,
pareciéndoles malo el buen camino
y que el sol de tocarme no era dino.

Llegué por varios arcos donde estaba
un bien compuesto y levantado asiento,
hecho por tal manera que ayudaba
la maestra natura al ornamento.
El agua clara en torno murmuraba,
los árboles movidos por el viento
hacían un movimiento y un ruido
que alegraban la vista y el oído.

Apenas, pues, en él me había asentado,
cuando un alto y solene bando echaron,
y del ancho palenque y estacado
la embarazosa gente despejaron.
Cada cual a su puesto retirado,
la acostumbrada lucha comenzaron,
con un silencio tal que los presentes
juzgaran ser pinturas más que gentes.

Aunque había muchos jóvenes lucidos
todos al parecer competidores,
de diferentes suertes y vestidos,
y de un fin engañoso pretensores;
no estaba en cuáles eran los vencidos,
ni cuáles habían sido vencedores,
buscando acá y allá entretenimiento,
con un ocioso y libre pensamiento,

Yo, que en cosa de aquellas no paraba
el fin de sus contiendas deseando,
ora los altos árboles miraba,
de natura las obras contemplando;
ora la agua que el prado atravesaba,
las varias pedrezuelas numerando,
libre a mi parecer y muy segura
de cuidado, de amor y desventura,

cuando un gran alboroto y vocería
(cosa muy cierta en semejante juego)
se levantó entre aquella compañía,
que me sacó de seso y mi sosiego.
Yo, queriendo entender lo que sería,
al más cerca de mí pregunté luego
la causa de la grita ocasionada,
que me fuera mejor no saber nada.

El cual dijo: -Señora, ¿no has mirado
cómo el robusto joven Mareguano
con todos cuantos mozos ha luchado,
los ha puesto de espaldas en el llano?
Y cuando ya esperaba confiado
que la bella guirnalda de tu mano
la ciñera la ufana y leda frente
en premio y por señal más valiente,

aquel gallardo mozo bien dispuesto
del vestido de verde y encarnado,
con gran facilidad le ha en tierra puesto,
llevándole el honor que había ganado;
y el fácil y liviano pueblo desto
como de novedad maravillado,
ha levantado aquel confuso estruendo,
la fuerza del mancebo encareciendo.

Y también Mareguano que procura
de volver a luchar, el cual alega
que fue siniestro caso y desventura,
que en fuerza y maña el otro no le llega;
pero la condición y la postura
del espreso cartel se lo deniega,
aunque el joven con ánimo valiente
da voces que es contento y lo consiente;

pero los jueces, por razón, no admiten
del uno ni de otro el pedimiento,
ni en modo alguno quieren ni permiten
inovación en esto y movimiento,
mas que de su propósito se quiten
si entrambos de común consentimiento,
pareciendo primero en tu presencia
no alcanzaren de ti franca licencia.

En esto a mi lugar enderezando
de aquella gente un gran tropel venía,
que como junto a mí llegó, cesando
el discorde alboroto y vocería,
el mozo vencedor la voz alzando,
con una humilde y baja cortesía
dijo: -Señora, una merced te pido,
sin haberla mis obras merecido:

que si soy estranjero y no merezco
hagas por mí lo que es tan de tu oficio,
como tu siervo natural me ofrezco
de vivir y morir en tu servicio;
que aunque el agravio aquí yo le padezco,
por dar desta mi oferta algún indicio
quiero, si dello fueres tú servida,
luchar con Mareguano otra caída,

y otra y otra y aun más, si él quiere, quiero,
hasta dejarle en todo satisfecho;
y consiento que al punto y ser primero
se reduza la prueba y el derecho,
que siendo en tu presencia cierto espero
salir con mayor gloria deste hecho.
Danos licencia, rompe el estatuto
con tu poder sin límite absoluto.

Esto dicho, con baja reverencia
la respuesta, mirándome, esperaba;
mas yo, que sin recato y advertencia,
escuchándole atenta le miraba,
no sólo concederle la licencia
pero ya que venciese deseaba,
y así le respondí: -Si yo algo puedo,
libre y graciosamente lo concedo.

Luego con un gallardo continente
ambos juntos de mí se despidieron,
y con grande alborozo de la gente
en la cerrada plaza los metieron,
adonde los padrinos igualmente
el sol ya bajo y campo les partieron,
y dejándolos solos en el puesto
el uno para el otro movió presto.

Juntáronse en un punto y porfiando
por el campo anduvieron un gran trecho,
ora volviendo en torno y volteando,
ora yendo al través, ora al derecho,
ora alzándose en alto, ora bajando,
ora en sí recogidos pecho a pecho,
tan estrechos, gimiendo, se tenían,
que recebir aliento aun no podían.

«Volvían a forcejar con un ruido,
que era de ver y oírlos cosa estraña,
pero el mozo estranjero, ya corrido
de su poca pujanza y mala maña,
alzó de tierra al otro y de un gemido
de espaldas le trabuca en la campaña
con tal golpe, que al triste Mareguano
no le quedó sentido y hueso sano.

Luego de mucha gente acompañado
a mi asiento los jueces le trujeron,
el cual ante mis pies arrodillado,
que yo le diese el precio me dijeron.
No sé si fue su estrella o fue mi hado
ni las causas que en esto concurrieron,
que comencé a temblar y un fuego ardiendo
fue por todos mis huesos discurriendo.

Halléme tan confusa y alterada
de aquella nueva causa y acidente,
que estuve un rato atónita y turbada
en medio del peligro y tanta gente;
pero volviendo en mí más reportada,
al vencedor en todo dignamente,
que estaba allí inclinado ya en mi falda,
le puse en la cabeza la guirnalda.

Pero bajé los ojos al momento
de la honesta vergüenza reprimidos,
y el mozo con un largo ofrecimiento
inclinó a sus razones mis oídos.
Al fin se fue, llevándome el contento
y dejando turbados mis sentidos;
pues que llegué de amor y pena junto
de solo el primer paso al postrer punto.

Sentí una novedad que me apremiaba
la libre fuerza y el rebelde brío,
a la cual sometida se entregaba
la razón, libertad y el albedrío.
Yo, que cuando acordé, ya me hallaba
ardiendo en vivo fuego el pecho frío,
alcé los ojos tímidos cebados,
que la vergüenza allí tenía abajados.

Roto con fuerza súbita y furiosa
de la vergüenza y continencia el freno,
le seguí con la vista deseosa,
cebando más la llaga y el veneno.
Que sólo allí mirarle y no otra cosa
para mi mal hallaba que era bueno,
así que adonde quiera que pasaba
tras sí los ojos y alma me llevaba.

Vile que a la sazón se apercebía
para correr el palio acostumbrado,
que una milla de trecho y más tenía
el término del curso señalado,
y al suelto vencedor se prometía
un anillo de esmaltes rodeado
y una gruesa esmeralda bien labrada,
dado por esta mano desdichada.

Más de cuarenta mozos en el puesto
a pretender el precio parecieron
donde, en la raya y el pie cada cual puesto,
promptos y apercebidos atendieron:
que no sintieron la señal tan presto
cuando todos en hila igual partieron
con tal velocidad, que casi apenas
señalaban la planta en las arenas.

Pero Crepino, el joven estranjero,
que así de nombre propio se llamaba,
venía con tanta furia el delantero,
que al presuroso viento atrás dejaba.
El rojo palio al fin tocó el primero
que la larga carrera remataba,
dejando con su término agraciado
el circunstante pueblo aficionado.

Y con solene triunfo rodeando
la llena y ancha plaza, le llevaron;
pero después a mi lugar tornando,
que le diese el anillo me rogaron.
Yo, un medroso temblor disimulando
(que atentamente todos me miraron),
del empacho y temor pasado el punto,
le di mi libertad y anillo junto.

Él me dijo: -Señora, te suplico
le recibas de mí, que aunque parece
pobre y pequeño el don, te certifico
que es grande la afición con que se ofrece;
que con este favor quedaré rico
y así el ánimo y fuerzas me engrandece,
que no habrá empresa grande ni habrá cosa
que ya me pueda ser dificultosa.

Yo, por usar de toda cortesía
(que es lo que a las mujeres perficiona),
le dije que el anillo recebía
y más la voluntad de tal persona;
en esto toda aquella compañía
hecha en torno de mi espesa corona,
del ya agradable asiento me bajaron
y a casa de mi padre me llevaron.

No con pequeña fuerza y resistencia,
por dar satisfación de mí a la gente,
encubrí tres semanas mi dolencia,
siempre creciendo el daño y fuego ardiente;
y mostrando venir a la obediencia
de mi padre y señor, mañosamente
le di a entender por señas y rodeo
querer cumplir su ruego y mi deseo,

diciendo que pues él me persuadía
que tomase parientes y marido,
al parecer según que convenía,
yo por le obedecer le había elegido:
el cual era Crepino, que tenía
valor, suerte y linaje conocido,
junto con ser discreto, honesto, afable,
de condición y término loable.

Mi padre, que con sesgo y ledo gesto
hasta el fin escuchó el parecer mío,
besándome en la frente, dijo: -En esto
y en todo me remito a tu albedrío,
pues de tu discreción e intento honesto
que elegirás lo que conviene fío,
y bien muestra Crepino en su crianza
ser de buenos respetos y esperanza.

Ya que con voluntad y mandamiento
a mi honor y deseo satisfizo
y la vana contienda y fundamento
de los presentes jóvenes deshizo,
el infelice y triste casamiento
en forma y acto público se hizo.
Hoy hace justo un mes, ¡oh suerte dura,
qué cerca está del bien la desventura!

«Ayer me vi contenta de mi suerte,
sin temor de contraste ni recelo;
hoy la sangrienta y rigurosa muerte
todo lo ha derribado por el suelo.
¿Qué consuelo ha de haber a mal tan fuerte?;
¿qué recompensa puede darme el cielo,
adonde ya ningún remedio vale
ni hay bien que con tan grande mal se iguale?

Éste es, pues, el proceso; ésta es la historia
y el fin tan cierto de la dulce vida:
he aquí mi libertad y breve gloria
en eterna amargura convertida.
Y pues que por tu causa la memoria
mi llaga ha renovado encrudecida,
en recompensa del dolor te pido
me dejes enterrar a mi marido;

que no es bien que las aves carniceras
despedacen el cuerpo miserable,
ni los perros y brutas bestias fieras
satisfagan su estómago insaciable;
mas cuando empedernido ya no quieras
hacer cosa tan justa y razonable,
haznos con esa espada y mano dura
iguales, en la muerte y sepultura».

Aquí acabó su historia, y comenzaba
un llanto tal que el monte enternecía
con una ansia y dolor que me obligaba
a tenerle en el duelo compañía;
que ya el asegurarle no bastaba
de cuanto prometer yo le podía:
solo pedía la muerte y sacrificio
por último remedio y beneficio.

En gran congoja y confusión me viera,
si don Simón Pereira, que a otro lado
hacía también la guardia, no viniera
a decirme que el tiempo era acabado;
y espantado también de lo que oyera,
que un poco desde aparte había escuchado,
me ayudó a consolarla, haciendo ciertas
con nuevo ofrecimiento mis ofertas.

Ya el presuroso cielo volteando
en el mar las estrellas trastornaba,
y el Crucero las horas señalando,
entre el sur y sudueste declinaba
en mitad del silencio y noche, cuando
visto cuánto la oferta la obligaba,
reprimiendo Tegualda su lamento,
la llevamos a nuestro alojamiento;

donde en honesta guarda y compañía
de mujeres casadas quedó, en tanto
que el esperado ya vecino día quitase
de la noche el negro manto.
Entretanto también razón sería,
pues que todos descansan y yo canto,
dejarlo hasta mañana en este estado,
que de reposo estoy necesitado.

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Allí, para castigo de mi engaño,
que fuese a ver sus fiestas me rogaron,
y como había de ser para mi daño,
fácilmente comigo lo acabaron.
Luego, por orden y artificio estraño,
la larga senda y pasos enramaron,
pareciéndoles malo el buen camino
y que el sol de tocarme no era dino.

Llegué por varios arcos donde estaba
un bien compuesto y levantado asiento,
hecho por tal manera que ayudaba
la maestra natura al ornamento.
El agua clara en torno murmuraba,
los árboles movidos por el viento
hacían un movimiento y un ruido
que alegraban la vista y el oído.

Apenas, pues, en él me había asentado,
cuando un alto y solene bando echaron,
y del ancho palenque y estacado
la embarazosa gente despejaron.
Cada cual a su puesto retirado,
la acostumbrada lucha comenzaron,
con un silencio tal que los presentes
juzgaran ser pinturas más que gentes.

Aunque había muchos jóvenes lucidos
todos al parecer competidores,
de diferentes suertes y vestidos,
y de un fin engañoso pretensores;
no estaba en cuáles eran los vencidos,
ni cuáles habían sido vencedores,
buscando acá y allá entretenimiento,
con un ocioso y libre pensamiento,

Yo, que en cosa de aquellas no paraba
el fin de sus contiendas deseando,
ora los altos árboles miraba,
de natura las obras contemplando;
ora la agua que el prado atravesaba,
las varias pedrezuelas numerando,
libre a mi parecer y muy segura
de cuidado, de amor y desventura,


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cuando un gran alboroto y vocería
(cosa muy cierta en semejante juego)
se levantó entre aquella compañía,
que me sacó de seso y mi sosiego.
Yo, queriendo entender lo que sería,
al más cerca de mí pregunté luego
la causa de la grita ocasionada,
que me fuera mejor no saber nada.

El cual dijo: -Señora, ¿no has mirado
cómo el robusto joven Mareguano
con todos cuantos mozos ha luchado,
los ha puesto de espaldas en el llano?
Y cuando ya esperaba confiado
que la bella guirnalda de tu mano
la ciñera la ufana y leda frente
en premio y por señal más valiente,

aquel gallardo mozo bien dispuesto
del vestido de verde y encarnado,
con gran facilidad le ha en tierra puesto,
llevándole el honor que había ganado;
y el fácil y liviano pueblo desto
como de novedad maravillado,
ha levantado aquel confuso estruendo,
la fuerza del mancebo encareciendo.

Y también Mareguano que procura
de volver a luchar, el cual alega
que fue siniestro caso y desventura,
que en fuerza y maña el otro no le llega;
pero la condición y la postura
del espreso cartel se lo deniega,
aunque el joven con ánimo valiente
da voces que es contento y lo consiente;

pero los jueces, por razón, no admiten
del uno ni de otro el pedimiento,
ni en modo alguno quieren ni permiten
inovación en esto y movimiento,
mas que de su propósito se quiten
si entrambos de común consentimiento,
pareciendo primero en tu presencia
no alcanzaren de ti franca licencia.

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En esto a mi lugar enderezando
de aquella gente un gran tropel venía,
que como junto a mí llegó, cesando
el discorde alboroto y vocería,
el mozo vencedor la voz alzando,
con una humilde y baja cortesía
dijo: -Señora, una merced te pido,
sin haberla mis obras merecido:

que si soy estranjero y no merezco
hagas por mí lo que es tan de tu oficio,
como tu siervo natural me ofrezco
de vivir y morir en tu servicio;
que aunque el agravio aquí yo le padezco,
por dar desta mi oferta algún indicio
quiero, si dello fueres tú servida,
luchar con Mareguano otra caída,

y otra y otra y aun más, si él quiere, quiero,
hasta dejarle en todo satisfecho;
y consiento que al punto y ser primero
se reduza la prueba y el derecho,
que siendo en tu presencia cierto espero
salir con mayor gloria deste hecho.
Danos licencia, rompe el estatuto
con tu poder sin límite absoluto.

Esto dicho, con baja reverencia
la respuesta, mirándome, esperaba;
mas yo, que sin recato y advertencia,
escuchándole atenta le miraba,
no sólo concederle la licencia
pero ya que venciese deseaba,
y así le respondí: -Si yo algo puedo,
libre y graciosamente lo concedo.

Luego con un gallardo continente
ambos juntos de mí se despidieron,
y con grande alborozo de la gente
en la cerrada plaza los metieron,
adonde los padrinos igualmente
el sol ya bajo y campo les partieron,
y dejándolos solos en el puesto
el uno para el otro movió presto.


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Juntáronse en un punto y porfiando
por el campo anduvieron un gran trecho,
ora volviendo en torno y volteando,
ora yendo al través, ora al derecho,
ora alzándose en alto, ora bajando,
ora en sí recogidos pecho a pecho,
tan estrechos, gimiendo, se tenían,
que recebir aliento aun no podían.

«Volvían a forcejar con un ruido,
que era de ver y oírlos cosa estraña,
pero el mozo estranjero, ya corrido
de su poca pujanza y mala maña,
alzó de tierra al otro y de un gemido
de espaldas le trabuca en la campaña
con tal golpe, que al triste Mareguano
no le quedó sentido y hueso sano.

Luego de mucha gente acompañado
a mi asiento los jueces le trujeron,
el cual ante mis pies arrodillado,
que yo le diese el precio me dijeron.
No sé si fue su estrella o fue mi hado
ni las causas que en esto concurrieron,
que comencé a temblar y un fuego ardiendo
fue por todos mis huesos discurriendo.

Halléme tan confusa y alterada
de aquella nueva causa y acidente,
que estuve un rato atónita y turbada
en medio del peligro y tanta gente;
pero volviendo en mí más reportada,
al vencedor en todo dignamente,
que estaba allí inclinado ya en mi falda,
le puse en la cabeza la guirnalda.

Pero bajé los ojos al momento
de la honesta vergüenza reprimidos,
y el mozo con un largo ofrecimiento
inclinó a sus razones mis oídos.
Al fin se fue, llevándome el contento
y dejando turbados mis sentidos;
pues que llegué de amor y pena junto
de solo el primer paso al postrer punto.


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Sentí una novedad que me apremiaba
la libre fuerza y el rebelde brío,
a la cual sometida se entregaba
la razón, libertad y el albedrío.
Yo, que cuando acordé, ya me hallaba
ardiendo en vivo fuego el pecho frío,
alcé los ojos tímidos cebados,
que la vergüenza allí tenía abajados.

Roto con fuerza súbita y furiosa
de la vergüenza y continencia el freno,
le seguí con la vista deseosa,
cebando más la llaga y el veneno.
Que sólo allí mirarle y no otra cosa
para mi mal hallaba que era bueno,
así que adonde quiera que pasaba
tras sí los ojos y alma me llevaba.

Vile que a la sazón se apercebía
para correr el palio acostumbrado,
que una milla de trecho y más tenía
el término del curso señalado,
y al suelto vencedor se prometía
un anillo de esmaltes rodeado
y una gruesa esmeralda bien labrada,
dado por esta mano desdichada.

Más de cuarenta mozos en el puesto
a pretender el precio parecieron
donde, en la raya y el pie cada cual puesto,
promptos y apercebidos atendieron:
que no sintieron la señal tan presto
cuando todos en hila igual partieron
con tal velocidad, que casi apenas
señalaban la planta en las arenas.

Pero Crepino, el joven estranjero,
que así de nombre propio se llamaba,
venía con tanta furia el delantero,
que al presuroso viento atrás dejaba.
El rojo palio al fin tocó el primero
que la larga carrera remataba,
dejando con su término agraciado
el circunstante pueblo aficionado.



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Y con solene triunfo rodeando
la llena y ancha plaza, le llevaron;
pero después a mi lugar tornando,
que le diese el anillo me rogaron.
Yo, un medroso temblor disimulando
(que atentamente todos me miraron),
del empacho y temor pasado el punto,
le di mi libertad y anillo junto.

Él me dijo: -Señora, te suplico
le recibas de mí, que aunque parece
pobre y pequeño el don, te certifico
que es grande la afición con que se ofrece;
que con este favor quedaré rico
y así el ánimo y fuerzas me engrandece,
que no habrá empresa grande ni habrá cosa
que ya me pueda ser dificultosa.

Yo, por usar de toda cortesía
(que es lo que a las mujeres perficiona),
le dije que el anillo recebía
y más la voluntad de tal persona;
en esto toda aquella compañía
hecha en torno de mi espesa corona,
del ya agradable asiento me bajaron
y a casa de mi padre me llevaron.

No con pequeña fuerza y resistencia,
por dar satisfación de mí a la gente,
encubrí tres semanas mi dolencia,
siempre creciendo el daño y fuego ardiente;
y mostrando venir a la obediencia
de mi padre y señor, mañosamente
le di a entender por señas y rodeo
querer cumplir su ruego y mi deseo,

diciendo que pues él me persuadía
que tomase parientes y marido,
al parecer según que convenía,
yo por le obedecer le había elegido:
el cual era Crepino, que tenía
valor, suerte y linaje conocido,
junto con ser discreto, honesto, afable,
de condición y término loable.


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Mi padre, que con sesgo y ledo gesto
hasta el fin escuchó el parecer mío,
besándome en la frente, dijo: -En esto
y en todo me remito a tu albedrío,
pues de tu discreción e intento honesto
que elegirás lo que conviene fío,
y bien muestra Crepino en su crianza
ser de buenos respetos y esperanza.

Ya que con voluntad y mandamiento
a mi honor y deseo satisfizo
y la vana contienda y fundamento
de los presentes jóvenes deshizo,
el infelice y triste casamiento
en forma y acto público se hizo.
Hoy hace justo un mes, ¡oh suerte dura,
qué cerca está del bien la desventura!

«Ayer me vi contenta de mi suerte,
sin temor de contraste ni recelo;
hoy la sangrienta y rigurosa muerte
todo lo ha derribado por el suelo.
¿Qué consuelo ha de haber a mal tan fuerte?;
¿qué recompensa puede darme el cielo,
adonde ya ningún remedio vale
ni hay bien que con tan grande mal se iguale?

Éste es, pues, el proceso; ésta es la historia
y el fin tan cierto de la dulce vida:
he aquí mi libertad y breve gloria
en eterna amargura convertida.
Y pues que por tu causa la memoria
mi llaga ha renovado encrudecida,
en recompensa del dolor te pido
me dejes enterrar a mi marido;

que no es bien que las aves carniceras
despedacen el cuerpo miserable,
ni los perros y brutas bestias fieras
satisfagan su estómago insaciable;
mas cuando empedernido ya no quieras
hacer cosa tan justa y razonable,
haznos con esa espada y mano dura
iguales, en la muerte y sepultura».


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Aquí acabó su historia, y comenzaba
un llanto tal que el monte enternecía
con una ansia y dolor que me obligaba
a tenerle en el duelo compañía;
que ya el asegurarle no bastaba
de cuanto prometer yo le podía:
solo pedía la muerte y sacrificio
por último remedio y beneficio.

En gran congoja y confusión me viera,
si don Simón Pereira, que a otro lado
hacía también la guardia, no viniera
a decirme que el tiempo era acabado;
y espantado también de lo que oyera,
que un poco desde aparte había escuchado,
me ayudó a consolarla, haciendo ciertas
con nuevo ofrecimiento mis ofertas.

Ya el presuroso cielo volteando
en el mar las estrellas trastornaba,
y el Crucero las horas señalando,
entre el sur y sudueste declinaba
en mitad del silencio y noche, cuando
visto cuánto la oferta la obligaba,
reprimiendo Tegualda su lamento,
la llevamos a nuestro alojamiento;

donde en honesta guarda y compañía
de mujeres casadas quedó, en tanto
que el esperado ya vecino día quitase
de la noche el negro manto.
Entretanto también razón sería,
pues que todos descansan y yo canto,
dejarlo hasta mañana en este estado,
que de reposo estoy necesitado.