XIV
La araucana primera parte
de Alonso de Ercilla
XV

XV


En este quinceno y último canto se acaba la batalla en la cual
fueron muertos todos los araucanos, sin querer alguno dellos
rendirse. Y se cuenta la navegación que las naos del Pirú hicieron
hasta llegar a Chile y la grande tormenta que entre el río Maule y
el puerto de la concepción pasaron


¿Qué cosa puede haber sin amor buena?
¿Qué verso sin amor dará contento?
¿Dónde jamás se ha visto rica vena
que no tenga de amor el nacimiento?
No se puede llamar materia llena
la que de amor no tiene el fundamento;
los contentos, los gustos, los cuidados,
son, si no son de amor, como pintados.

Amor de un juicio rústico y grosero
rompe la dura y áspera corteza,
produce ingenio y gusto verdadero
y pone cualquier cosa en más fineza.
Dante, Ariosto, Petrarca y el Ibero,
amor los trujo a tanta delgadeza
que la lengua más rica y más copiosa,
si no trata de amor, es desgustosa.

Pues yo, de amor desnudo y ornamento,
con un inculto ingenio y rudo estilo,
¿cómo he tenido tanto atrevimiento,
que me ponga al rigor del crudo filo?
Pero mi celo bueno y sano intento,
esto me hace a mí añudar el hilo,
que ya con el temor cortado había,
pensando remediar esta osadía.

Quíselo aquí dejar, considerado
ser escritura larga y trabajosa,
por ir a la verdad tan arrimado
y haber de tratar siempre de una cosa;
que no hay tan dulce estilo y delicado
ni pluma tan cortada y sonorosa
que en un largo discurso no se estrague
ni gusto que un manjar no le empalague.



Que si a mi discreción dado me fuera
salir al campo y escoger las flores,
quizá el cansado gusto removiera
la usada variedad de los sabores,
pues como otros han hecho, yo pudiera
entretejer mil fábulas y amores;
mas ya que tan adentro estoy metido,
habré de proseguir lo prometido.

Al lombardo dejé y al araucano
donde la guerra andaba más trabada,
que vienen a juntarse mano a mano,
la espada alta y la maza levantada.
De malla está cubierto el italiano,
el indio la persona desarmada
y así como más suelto y más ligero,
en descargar el golpe fue el primero.

El membrudo italiano, como vido
la maza y el rigor con que bajaba,
alzó el escudo en alto y recogido
debajo dél, el golpe reparaba;
por medio el fuerte escudo fue rompido
y en modo la cabeza le cargaba,
que, batiendo los dientes, vio en el suelo
la estrellas más mínimas del cielo.

El brazo descargó, que alto tenía,
sobre el valiente bárbaro el lombardo,
pensando que dos piezas le haría
según era del ánimo gallardo,
pero Rengo, que punto no perdía,
como una onza ligera y suelto pardo,
un presto salto dio a la diestra mano,
de suerte que el cuchillo bajó en vano.

Tras esto el diestro bárbaro rodea
la poderosa maza, de manera
que acertarle de lleno, no al Andrea
pero un duro peñasco deshiciera.
Igual andaba entre ellos la pelea,
aunque temo yo a Rengo a la primera
vez que el cuchillo baje, si le halla,
que habrá fin con su muerte la batalla.



Mas con destreza y gran reportamiento,
desnudo de armas y de esfuerzo armado,
entra, sale y revuelve como el viento,
que en maña y ligereza era estremado;
hace siempre su golpe, y al momento
le halla el enemigo así apartado,
que aunque el cuchillo de dos brazos fuera,
alcanzar a herirle no pudiera.

Mil golpes por el aire arroja en vano
el furioso italiano embravecido,
viendo cómo desnudo un araucano
y él armado, le tiene en tal partido;
la izquierda junta a la derecha mano
y apretando la espada, de corrido
al bárbaro arremete, altos los brazos,
pensando dividirle en dos pedazos.

El araucano con mañoso brío,
baja la maza, firme lo esperaba
mas el cuerpo hurtó con un desvío
al tiempo que el cuchillo derribaba,
así que el brazo y golpe dio en vacío,
y de la fuerza inmensa que llevaba
el gran cuchillo sustentar no pudo,
quedando allí con sólo medio escudo.

Pues como tal lo vio, suelta la maza,
cerrando el presto bárbaro de hecho
y cuerpo a cuerpo así con él se abraza,
que le imprime las mallas en el pecho;
no por esto el lombardo se embaraza
mas piensa dél así haber más derecho,
y con brazos durísimos lo afierra
creyendo levantarlo de la tierra.

Lo que el valiente Alcides hizo a Anteo,
quiso el nuestro hacer del araucano;
mas no salió fortuna a su deseo
y así el deseado efeto salió en vano,
que el esforzado Rengo de un rodeo
lo lleva largo trecho por el llano,
sobre los cuerpos muertos tropezando,
siempre con más furor sobre él cargando.



Andrea, de empacho ardiendo en rabia viva,
sintiéndose de un hombre así apurado,
firme en el suelo con los pies estriba,
cobrando esfuerzo del honor sacado,
y de manera sobre Rengo arriba
que de tierra lo lleva levantado,
que era de fuerza grande y de gran prueba,
bastante a comportar la carga nueva.

Yo vi, entre muchos jóvenes valientes
sobre pruebas de fuerza porfiando,
trabar él una cuerda con los dientes,
asiendo cuatro della; y estribando
todos a un tiempo a parte diferentes,
a su pesar llevarlos arrastrando,
y de solos los dientes se valía,
que las manos atrás presas tenía.

Y con facilidad y poca pena
la mayor bota o pipa que hallaba,
capaz de veinte arrobas, de agua llena,
de tierra un codo y más la levantaba;
y suspendida sin verter, serena,
la sed por largo espacio mitigaba,
bajándola después al suelo llano
como si fuera un cántaro liviano.

Aconteció otras veces, barqueando
ríos en esta tierra caudalosos,
ir la corriente el ímpetu esforzando
a desbravar en riscos peñascosos,
arrebatando el barco, no bastando
la fuerza de los remos presurosos
y él, cubierto de malla como estaba,
luego animoso al agua se arrojaba;

y una cuerda en la boca, revolviendo
al furioso raudal el duro pecho,
los pies y fuertes brazos sacudiendo,
rompía por la canal casi derecho
remolcando la barca y resistiendo
el ímpetu del agua, del estrecho
la sacaba a la orilla en salvamento,
haciendo otras mil cosas que no cuento.



A Rengo aquí también sobrepujaba
que no fue de su fuerza menor prueba;
pero Rengo, que en ira se abrasaba,
viendo que sin firmarse alto lo lleva,
hizo por fuerza pie y sobre él tornaba,
sacando la vergüenza fuerza nueva;
pero al cabo los dos se desasieron
y otra vez a las armas acudieron.

Y comienzan de nuevo el fiero asalto
como si descansaran todo el día:
ora presto por bajo, ora por alto,
sin miedo el uno al otro acometía.
Rengo, que de armadura estaba falto
con tal destreza y maña se regía
que sostiene en un peso aquella guerra,
no perdiendo una mínima de tierra.

Con presteza una vez tal golpe asienta
al valiente cristiano por un lado
que toda la persona le atormenta
según que fue de fuerza muy cargado;
otro redobla, y otro y a mi cuenta
al cuarto, que bajaba más pesado,
el astuto italiano se desvía
y de una punta al bárbaro hería.

La espada le atraviesa el brazo fuerte
abriéndole en el lado una herida;
mas fue tal su ventura y diestra suerte
que no le privó el golpe de la vida;
el bárbaro en ponzoña se convierte
y con braveza fuera de medida
con el fiero enemigo fue en un punto,
descargando la maza todo junto.

El italiano en alto el medio escudo
alzó, por recoger el golpe estraño
pero del todo resistir no pudo,
aunque se reparó parte del daño.
Batióle la cabeza el golpe crudo,
y cual si el morrión fuera de estaño
y no de fuerte pasta bien templado,
así de aquella vez quedó abollado.



Dos o tres pasos dio desvanecido
del golpe el italiano, vacilando,
perdida la memoria y el sentido
y anduvo por caer titubeando;
la sangre por el uno y otro oído
le reventó en gran flujo, como cuando
revienta de abundancia alguna fuente,
y en pie se tuvo bien difícilmente.

Pero vuelto en su acuerdo, que se mira
lleno de sangre y puesto en tal estado,
más furioso que nunca, ardiendo en ira
de verse así de un bárbaro tratado,
el brazo con el pie diestro retira
para tomar más fuerza y el pesado
cuchillo derribó con tal ruido
que revocó en los montes del sonido.

Rengo, que el gran cuchillo bajar siente
y el ímpetu y furor con que venía,
cruzando la alta maza osadamente,
al reparo debajo se metía,
no fue la asta defensa suficiente
por más barras de acero que tenía,
que a tierra vino della una gran pieza
y el furioso cuchillo a la cabeza.

Fue este golpe terrible y peligroso
por do una roja fuente manó luego,
y anduvo por caer Rengo dudoso,
atónito y de sangre casi ciego.
El italiano allí no perezoso,
viendo que no era tiempo de sosiego,
baja otra vez el gran cuchillo agudo
con todo aquel vigor que dalle pudo.

En medio de la frente en descubierto
hiere al turbado Rengo el italiano,
y hubiérale de arriba abajo abierto
si no torciera al descargar la mano;
el golpe fue de llano y como muerto
vino al suelo tendido el araucano
y el cuchillo, del golpe atormentado
por tres o cuatro partes fue quebrado.



Crino, que volvió el rostro al gran ruido
del poderoso golpe y la caída,
viendo al valiente Rengo así tendido
pensó que era pasado desta vida
y de amistad y deudo comovido,
la espada de su propio amo homicida,
que en Penco Tucapel ganado había,
en venganza del bárbaro esgrimía.

Pasa al Andrea de un golpe el estofado
no reparando en él la cruda espada,
que, rompiendo la malla por el lado,
le penetró hasta el hueso la estocada;
vuelve con un mandoble, y recatado
Andrea, viendo venir la cuchillada,
fue tan presto con él por resistirle
que no le dejó tiempo de herirle.

Sin darle más lugar, con él se afierra,
donde en satisfación de la herida,
alzándole bien alto de la tierra
de espaldas le tendió con gran caída;
y por dar presto fin a aquella guerra,
la espada le quitó y luego la vida,
metiéndose tras esto por la parte
que andaba más sangriento el fiero Marte.

Hiende por do el montón vee más estrecho:
¡triste de aquel que allí con él se junta!
Uno parte al través, otro al derecho,
otro al sesgo, otro ensarta de una punta;
otros que tiende, aún no bien satisfecho,
a coces los quebranta y descoyunta:
brazos, cabezas por el aire avienta
sin término, sin número, ni cuenta.

El buen Lasarte con la diestra airada
en medio del furor se desenvuelve;
pasa el pecho a Talcuén de una estocada,
y sobre Titaguán furioso vuelve;
abrióle la cabeza desarmada
mas el rabioso bárbaro revuelve,
y antes que la alma diese, le da un tajo
que se tuvo al arzón con gran trabajo.



Pacheco a Norpa abrió por el costado
y a Longoval derriba tras él, muerto;
pues Juan Gómez también por aquel lado,
de fresca sangre bárbara cubierto,
había de un golpe a Colca derribado
y a Galvo el desarmado vientre abierto;
el bárbaro mortal, la color vuelta,
dio en el postrer sospiro la alma envuelta.

Gabriel de Villagrán no estaba ocioso,
que a Zinga y a Pillolco había tendido,
y andaba revolviéndose animoso
entre los hierros bárbaros metido.
El rumor de las armas sonoro,
los varios apellidos y el ruido,
a las aves confusas y turbadas
hacen estar mirándolas paradas.

Crece la rabia y el furor se enciende,
la gente por juntarse se apiñaba,
que ya ninguno más lugar pretende
del que para morir en pie bastaba.
Quién corta, quién barrena, rompe, hiende,
y era el estrecho tal y priesa brava
que, sin caer los muertos, de apretados
quedaban a los vivos arrimados.

La soberbia, furor, desdén, denuedo,
la priesa de los golpes y dureza
figurarla del todo aquí no puedo
ni la pluma llevar con tal presteza.
De la muerte ninguno tiene miedo,
antes, si vuelve el rostro, más tristeza
mostraban, porque claro conocían
que vencidos quedaban si vivían.

Mas aunque de vivir desconfiaban,
perdida de vencer ya la esperanza,
el punto de la muerte dilataban
por morir con alguna más venganza,
y no por esto el paso retiraban
ni el pecho rehusaban de la lanza,
si por mover un paso, como digo,
dejasen de ofender al enemigo.



Cuatro aquí, seis allí, por todos lados
vienen sin detenerse a tierra muertos,
unos de mil heridas desangrados,
de la cabeza al pecho otros abiertos;
otros por las espadas y costados
los bravos corazones descubiertos,
así dentro en los pechos palpitaban
que bien el gran coraje declaraban.

Quién en sus mismas tripas tropezando
al odioso enemigo arremetía;
quién por veinte heridas resollando
las cubiertas entrañas descubría;
allí se vio la vida estar dudando
por qué puerta de súbito saldría;
al fin salía por todas y a un momento
faltaba fuerza, vida, sangre, aliento.

Ya pues, no estaba en pie la octava parte
de los bárbaros: muertos, no rendidos;
Villagrán, que miraba esto de aparte,
viendo los que quedaban tan heridos,
les envió dos indios de su parte
a decir que se entreguen por vencidos
sometiéndose al yugo y obediencia
y que usará con ellos de clemencia.

Todos los españoles retrujeron
las espadas y el paso en el momento,
y los dos mensajeros propusieron
el pacto, condición y ofrecimiento;
pero los araucanos, cuando oyeron
aquel partido infame, el corrimiento
fue tanto y su coraje, que respuesta
no dieron a la plática propuesta.

Los ojos contra el cielo vueltos, braman.
«¡Morir!, ¡morir!», no dicen otra cosa.
Morir quieren, y así la muerte llaman
gritando: «¡Afuera vida vergonzosa!»
Esta fue su respuesta y esto claman,
y a dar fin a la guerra sanguinosa
se disponen con ánimo y braveza,
sacando nuevas fuerzas de flaqueza.



Espaldas con espaldas se juntaban
algunos de rodillas combatiendo,
que las tullidas piernas les faltaban,
sostenerse sobre ellas no pudiendo
y aun así las espadas rodeaban;
otros, que ya en el suelo retorciendo
se andaban, por dañar lo que podían,
a los contrarios pies se revolvían.

Viéranse vivos cuerpos desmembrados
con la furiosa muerte porfiando,
en el lodo y sangraza derribados,
que rabiosos se andaban revolcando
de la suerte que vemos los pescados
cuando se va algún lago desaguando,
que entre dos elementos se estremecen,
y en ellos revolcándose perecen.

Si el crudo Sylla, si Nerón sangriento
(por más sed que de sangre ellos mostraran)
della vieran aquí el derramamiento,
yo tengo para mí que se hartaran,
pues con mayor rigor, a su contento,
en viva sangre humana se bañaran,
que en Campo Marcio Sylla carnicero,
y en el Foro de Roma el bestial Nero.

Quedaron por igual todos tendidos
aquellos que rendir no se quisieron,
que ya al fin de la vida conducidos
a la forzosa muerte se rindieron;
los lasos españoles mal heridos
de la cercada plaza se salieron,
de armas y cuerpos bárbaros tan llena
que sobre ellos andaban a gran pena.

Ningún bárbaro en pie quedó en el fuerte
ni brazo que mover pudiese espada.
Sólo Mallén, que al punto de la muerte
le dio de vivir gana acelerada,
y rendido al temor y baja suerte,
viéndose de una fiera cuchillada
en el siniestro brazo mal herido,
detrás de un paredón se había escondido.



No sintiendo el rumor que antes se oía,
que en torno retumbaba todo el llano
(que, como dije, ya la muerte había
puesto silencio con airada mano),
dejó aquel paredón, y a ver salía
si hallaba por allí algún araucano
a quien se encomendar que le salvase
y la sensible llaga le apretase.

Mas cuando vio la plaza cuál estaba
y en sus amigos tal carnicería
que aunque la muerte los desfiguraba,
la envidia conocidos los hacía,
con ira vergonzosa, presentaba
la espalda al corazón, y así decía:
«¡Cómo! ¿yo solo quedo por testigo
de la muerte y valor de tanto amigo?

«Cobarde corazón, por cierto indigno
de algún golpe de espada valerosa,
pues fue por eleción y no destino
perder una sazón tan venturosa;
tú me apartaste, ¡oh flaco!, del camino
de un eterno vivir y a vergonzosa
muerte he venido ya con mengua tuya,
por más que la mi diestra lo rehuya.

«Si a mi sangre con ésta del Estado
mezclarse aquí le fuere concebido,
viendo mi cuerpo entre éstos arrojado,
aunque de brazo débil ofendido,
quizá seré en el número contado
de los que así su patria han defendido;
mas, ¡ay triste de mí!, que en la herida
será mi flaca mano conocida.

¿Qué indicios bastarán, qué recompensa,
qué emienda puedo dar de parte mía,
que yo satisfacer pueda a la ofensa
hecha a mi honor y patria y compañía?
Yo turbo el claro honor y fama inmensa
de tantos, pues podrán decir que había
entre ellos quien de miedo, bajamente,
del enemigo apenas vio la frente.



«¿Por qué al temor doy fuerzas dilatando
con prolijas razones mi jornada?
¿Arrepentirme qué aprovecha cuando
ya el arrepentimiento vale nada?»
Aquí cerró la voz y no dudando,
entrega el cuello a la homicida espada:
corriendo con presteza el crudo filo,
sin sazón de la vida cortó el hilo.

Cese el furor del fiero Marte airado
y descansen un poco las espadas,
entretanto que vuelvo al comenzado
camino de las naves derramadas,
que contra el recio Noto porfiado,
de Neptuno las olas levantadas
proejando por fuerza iban rompiendo,
del viento y agua el ímpetu venciendo.

Por entre aquellas islas navegaron
de Sangallá, do nunca habita gente,
y las otras ignotas se dejaron
a la diestra de parte del poniente;
a Chaule a la siniestra, y arribaron
en Arica, y después difícilmente
vimos a Copiapó, valle primero
del distrito de Chile verdadero.

Allí con libertad soplan los vientos
de sus cavernas cóncavas saliendo,
y furiosos, indómitos, violentos,
todo aquel ancho mar van discurriendo,
rompiendo la prisión y mandamientos
de Eolo, su rey, el cual temiendo
que el mundo no arruinen, los encierra
echándoles encima una gran sierra.

No con esto su furia corregida,
viéndose en sus cavernas apremiados,
buscan con gran estruendo la salida
por los huecos y cóncavos cerrados;
y así la firme tierra removida
tiembla, y hay terremotos tan usados,
derribando en los pueblos y montañas
hombres, ganados, casas y cabañas.



Menguan allí las aguas, crece el día
al revés de la Europa, porque es cuando
el sol del equinocio se desvía
y al Capricornio más se va acercando.
Pues desde allí las naves que a porfía
corren, al mar y al Austro contrastando,
de Bóreas ayudadas luego fueron
y en el puerto coquímbico surgieron.

Apenas en la deseada arena,
salidos de las naos el pie firmamos,
cuando el prolijo mar, peligro y pena
de tan largos caminos olvidamos,
y a la nueva ciudad de La Serena,
ques dos leguas del puerto, caminamos
en lozanos caballos guarnecidos,
al esperado tiempo prevenidos.

Donde un caricioso acogimiento
a todos nos hicieron y hospedaje,
estimando con grato cumplimiento
el socorro y larguísimo viaje,
y de dulce refresco y bastimento
al punto se aprestó el matalotaje,
con que se reparó la hambrienta armada,
del largo navegar necesitada.

A la gente y caballos aguardaban
que, por áspera tierra y despoblados
rompiendo, con esfuerzo caminaban,
de hambres y trabajos fatigados;
pero a cualquier fortuna contrastaban,
y desde poco a la ciudad llegados,
un mes en mucho vicio reposaron,
hasta que los caballos reformaron.

Al fin del cual, sin esperar la flota,
reparados del áspero camino,
toman de su demanda la derrota,
llevando a la derecha el mar vecino;
pasan la fértil Ligua y a Quillota
la dejaron a un lado, que convino
entrar en Mapocho, que es do pararon
las reliquias de Penco que escaparon.



El sol del común Géminis salía
trayendo nuevo tiempo a los mortales,
y del solsticio por zenit hería
las partes y región setentrionales.
Cuando es mayor la sombra al mediodía
por este apartamiento en las australes
y los vientos en más libre ejercicio
soplan con gran rigor del austral quicio,

nosotros, sin temor de los airados
vientos, que entonces con mayor licencia
andan en esta parte derramados
mostrando más entera su violencia,
a las usadas naves retirados,
con un alegre alarde y aparencia
las aferradas áncoras alzamos,
y al norueste las velas entregamos.

La mar era bonanza, el tiempo bueno,
el viento largo, fresco y favorable,
desocupado el cielo y muy sereno,
con muestra y parecer de ser durable.
Seis días fuimos así; pero al seteno,
Fortuna, que en el bien jamás fue estable,
turbó el cielo de nubes, mudó el viento,
revolviendo la mar desde el asiento.

Bóreas furioso aquí tomó la mano
con presurosos soplos esforzados,
y súbito en el mar tranquilo y llano
se alzaron grandes montes y collados.
Los españoles, que el furor insano
vieron del agua y viento atribulados,
tomaron por partido estar en tierra
aunque del todo hubiera fin la guerra.

De mi nave podré sólo dar cuenta,
que era la capitana de la armada,
que arrojada de la áspera tormenta
andaba sin gobierno derramada;
pero ¿quién será aquel que en tal afrenta
estará tan en sí, que falte en nada?
Que el general temor apoderado
no me dejó aun para esto reservado.



Con tal furia a la nave el viento asalta
y fue tan recio y presto el terremoto,
que la cogió la vela mayor alta,
y estaba en punto el mástil de ser roto;
mas viendo el tiempo así turbado, salta
diciendo a grandes voces el piloto:
«¡Larga la triza en banda!, ¡larga, larga!,
¡larga presto, ¡ay de mí!, que el viento carga!».

La braveza del mar, el recio viento,
el clamor, alboroto, las promesas
el cerrarse la noche en un momento
de negras nubes, lóbregas y espesas;
los truenos, los relámpagos sin cuento,
las voces de pilotos y las priesas
hacen un són tan triste y armonía,
que parece que el mundo perecía.

«¡Amaina!, ¡amaina!», gritan marineros:
«¡amaina la mayor! ¡iza trinquete!»
Esfuerzan esta voz los pasajeros,
y a la triza un gran número arremete;
los otros de tropel corren ligeros
a la escota, a la braza, al chafaldete,
mas del viento la fuerza era tan brava
que ningún aparejo gobernaba.

Ábrese el cielo, el mar brama alterado,
gime el soberbio viento embravecido;
en esto un monte de agua levantado
sobre las nubes con un gran ruido
embistió el galeón por un costado
llevándolo un gran rato sumergido,
y la gente tragó del temor fuerte
a vueltas de agua, la esperada muerte.

Mas quiso Dios que de la suerte como
la gran ballena, el cuerpo sacudiendo,
rompe con el furioso hocico romo,
de las olas el ímpeto venciendo,
descubre y saca el espacioso lomo
en anchos cercos la agua revolviendo,
así debajo el mar sacó el navío
vertiendo a cada banda un grueso río.



El proceloso Bóreas más crecido
la mar hasta los cielos levantaba,
y aunque era un mangle el mástil muy fornido
sobre la proa la alta gavia estaba;
la gente con gran fuerza y alarido
en amainar la vela porfiaba,
que en forma de arco el mástil oprimía
y así la racamenta no corría.

Eolo, o ya fue acaso, o se doliendo
del afligido pueblo castellano,
iba al valiente Bóreas recogiendo,
queriendo él encerrarle por su mano;
y abriendo la caverna, no advirtiendo
al Céfiro, que estaba más cercano,
rotas ya las cadenas a la puerta,
salió bramando al mar, viéndola abierta.

Y con violento soplo, arrebatando
cuantas nubes halló por el camino,
se arroja al levantado mar, cerrando
más la noche con negro torbellino,
y las valientes olas reparando,
que del furioso cierzo repentino
iban la vía siguiendo, las airaba,
y el removido mar más alteraba.

Súbito la borrasca y travesía
y un turbión de granizo sacudieron
por un lado a la nao, y así pendía
que al mar las altas gavias decendieron.
Fue la furia tan presta, que aún no había
amainado la gente; y cuando vieron
los pilotos la costa y viento airado,
rindieron la esperanza al duro hado.

La nao, del mar y viento contrastada
andaba con la quilla descubierta,
ya sobre sierras de agua levantada,
ya debajo del mar toda cubierta.
Vino en esto de viento una grupada
que abrió a la agua furiosa una ancha puerta,
rompiendo del trinquete la una escota
y la mura mayor fue casi rota.



Alzóse un alarido entre la gente
pensando haber del todo zozobrado,
miran al gran piloto atentamente
que no sabe mandar de atribulado.
Unos dicen: «¡zaborda!»; otros; «¡detente!»,
«¡cierra el timón en banda!», y cuál turbado
buscaba escotillón, tabla o madero
para tentar el medio postrimero.

Crece el miedo, el clamor se multiplica,
uno dice: «¡a la mar!»; otro: «¡arribemos!»;
otro da grita: «¡amaina!»; otro replica:
«¡A orza, no amainar, que nos perdemos!»;
otro dice: «¡herramientas, pica, pica!;
¡mástiles y obras muertas derribemos!»
Atónita de acá y de allá la gente
corre en montón confuso diligente.

Las gúmenas y jarcias rechinaban
del turbulento Céfiro estiradas;
y las hinchadas olas rebramaban
en las vecinas rocas quebrantadas,
que la escura tiniebla penetraban
y cerrazón de nubes intricadas;
y así en las peñas ásperas batían,
que blancas hasta el cielo resurtían.

Travesía era el viento y por vecina
la brava costa de arrecifes llena,
que del grande reflujo en la marina
hervía el agua mezclada con la arena;
rota la scota, larga la bolina,
suelto el trinquete, sin calar la entena
y la poca esperanza quebrantada
por el furioso viento arrebatada.

LAUS DEO


Fin de la primera parte