XII
La araucana primera parte
de Alonso de Ercilla
XIII
XIV

XIII


Hecho el marqués de Cañete el castigo en el Pirú, llegan
mensajeros de Chile a pedirle socorro; el cual, vista ser su
demanda importante y justa, se le envía grande por mar y por
tierra. También contiene al cabo este canto cómo Francisco de
Villagrán, guiado por un indio, viene sobre Lautaro


Dichoso con razón puede llamarse
aquel que en los peligros arrojado
dellos sabe salir sin ensuciarse
y libre de poder ser imputado;
pero quien déstos puede desviarse
le tengo por más bienaventurado;
aunque el peligro afina lo perfeto,
aquel que dél se aparta es el discreto:

que muchas veces da la fantasía
en cosas que seguro nos promete,
y un ánimo a salir con ellas cría,
que con temeridad las acomete;
después en el peligro desvaría,
y no acierta a salir de a do se mete,
que la señora al siervo sometida
pierde la fuerza y tino a la salida.

Veréis en el Pirú que han procurado
levantar el tirano y ayudarle,
para sólo mostrar, después de alzado,
la traidora lealtad en derribarle;
y con designio y ánimo dañado
le dan fuerza, y después viene a matarle
la espada infiel de la maldad autora,
al Rey y amigos pérfida y traidora.

Fraguan la guerra, atizan disensiones
en hábito leal, aunque engañoso,
pensando de subir más escalones
por un áspero atajo y tropezoso.
Al cabo las malvadas intenciones
vienen a fin tan malo y afrentoso
como veréis, si bien miráis la guerra
civil y alteraciones desta tierra.



Deshechos, pues, del todo los ñublados
por el audaz marqués y su prudencia,
curando con rigor los alterados
como quien entendió bien la dolencia,
en nombre de su Rey, a otros tocados
de aquel olor, descubre la clemencia
que hasta allí del rigor cubierta estaba,
con general perdón que los lavaba.

No el atrevido caso y espantoso
en el Pirú jamás acontecido,
ni el ejemplar castigo riguroso
que amansó el fiero pueblo embravecido
fue en tal tiempo bastante y poderoso
de ensordecer el bárbaro ruido
y la voz araucana y clara fama
que en aquellas provincias se derrama.

Nuevas por mar y tierra eran llegadas
del daño y perdición de nuestra gente
por las vitorias grandes y jornadas
del araucano bárbaro potente;
pidiendo las ciudades apretadas
presuroso socorro y suficiente,
haciendo relación de cómo estaban
y de todas las cosas que pasaban.

Gerónymo Alderete, Adelantado,
a quien era el gobierno cometido,
hombre en estas provincias señalado
y en gran figura y crédito tenido,
donde como animoso y buen soldado
había grandes trabajos padecido,
-no pongo su proceso en esta historia,
que dél la general hará memoria-,

presente no se halla a tanta guerra
y a tales desventuras y contrastes;
mas con vos, gran Felipe, en Inglaterra,
cuando la fe de nuevo allí plantastes.
Allí le distes cargo desta tierra,
de allí con gran favor le despachastes,
pero cortóle el áspero destino
el hilo de la vida en el camino.



Fue su llorada muerte asaz sentida,
y más el sentimiento acrecentaba
ver el gobierno y tierra tan perdida,
que cada uno por sí se gobernaba.
Andaba la discordia ya encendida,
la ambición del mandar se desmandaba;
al fin, es imposible que acaezca
que un cuerpo sin cabeza permanezca.

Aquellos que de Chile habían venido
a pedir el socorro necesario,
viendo a su Adelantado fallecido
y todo a su propósito contrario,
con un semblante triste y afligido,
de parecer de todos voluntario,
piden a don Hurtado que se vea
y de remedio presto los provea,

diciendo: «Varón claro y excelente,
nuestra necesidad te es manifiesta,
y la fuerza del bárbaro potente
que tiene a Chile en tanto estrecho puesta;
el más fuerte remedio es llevar gente,
ésta ya puedes ver cuán cara cuesta.
De parte de tu Rey te requerimos
nos concedas aquí lo que pedimos.

A tu hijo, ¡oh Marqués!, te demandamos,
en quien tanta virtud y gracia cabe,
porque con su persona confiamos
que nuestra desventura y mal se acabe;
de sus partes, señor, nos contentamos,
pues que por natural cosa se sabe,
y aun acá en el común es habla vieja,
que nunca del león nació la oveja.

Y pues hay tanta falta de guerreros,
haciendo esta jornada don García
se moverá el común y caballeros,
alegres de llevar tan buena guía;
y lo que no podrán muchos dineros
podrá el amor y buena compañía
o la vergüenza y miedo de enojarte
o su propio interés en agradarle».



El Marqués de Cañete, respondiendo
a la justa demanda alegremente,
vino en ella de grado, conociendo
ser cosa necesaria y conveniente;
y el hijo, hacienda y deudos ofreciendo,
al punto derramó en toda la gente
gran gana de pasar aquella tierra,
a ejercitar las armas en tal guerra.

Uno se ofrece allí y otro se ofrece,
así gran gente en número se mueve
y aquel que no lo hace, le parece
que falta y no responde a lo que debe;
hasta en cansados viejos reverdece
el ardor juvenil y se remueve
el flaco humor y sangre casi helada
con el alegre son desta jornada.

¡Oh valientes soldados araucanos,
las armas prevenid y corazones,
y el usado valor de vuestras manos
temido en las antárticas regiones,
que gran copia de jóvenes lozanos
descoge en vuestro daño sus pendones,
pensando entrar por toda vuestra tierra
haciendo fiero estrago y cruda guerra!

No con los hierros botos y mohosos
de los que las paredes hermosean,
ni brazos del torpe ocio perezosos
que con gran pesadumbre se rodean,
ni los ánimos hechos a reposos,
que cualquiera mudanza en que se vean
los altera, los turba y entorpece
y el desusado són los desvanece;

mas hierros templadísimos y agudos
en sangre de tiranos afilados,
fuertes brazos, robustos y membrudos,
en dar golpes de muerte ejercitados;
ánimos libres de temor desnudos,
en los peligros siempre habituados,
que el són horrendo que a otros atormenta
los alegra, despierta y alimenta.



Cosas destas yo pienso que ninguna
os puede derribar de vuestro estado;
mas tiéneme dudoso sola una,
que nadie della ha sido reservado;
ésta es la usada vuelta de Fortuna
que siempre alegre rostro os ha mostrado,
y es inconstante, falsa y variable,
en el mal firme y en el bien mudable.

Que si la guerra el español procura
haciendo de su espada ufana muestra,
querríale preguntar si por ventura
corta por más lugares que la vuestra;
si la fuerza del brazo le asegura
del poder vuestro y vencedora diestra
verá, si mira bien en lo pasado,
el campo, de sus huesos ocupado.

No sé; pero soberbio y encendido
en bélico furor el pueblo veo,
y al más triste español apercebido
de armas, rico aparato y buen deseo.
¡Oh Arauco!, yo te juzgo por perdido;
si las obras igualan al arreo
y no tiempla el camino esta braveza
¡ay de tu presunción y fortaleza!

Del apartado Quito se movieron
gentes para hallarse en esta guerra;
de Loxa, Piura, de Iaén salieron,
de Truxillo, de Guánuco y su tierra;
de Guamanga, Arequipa concurrieron
gran copia; y de los pueblos de la sierra,
La Paz, Cuzco y los Charcas bien armados
bajaron muchos pláticos soldados.

Treme la tierra, brama el mar hinchado
del estruendo, tumultos y rumores
que suenan por el aire alborotado
de pífaros, trompetas y atambores
contra el rebelde pueblo libertado,
amenazando ya sus defensores
con gruesa y reforzada artillería,
que dentro del Estado el són se oía.



De aparatos, jaeces, guarniciones
los gallardos soldados se arreaban;
sobrevistas y galas, invenciones
nuevas y costosísimas sacaban;
estandartes, enseñas y pendones
al viento en cada calle tremolaban;
vieran sastres y obreros ocupados
en hechuras, recamos y bordados.

Con el concurso y junta de guerreros
el grande estruendo y trápala crecía,
y los prestos martillos de herreros
formaban dura y áspera armonía;
el rumor de solícitos armeros
todo el ancho contorno ensordecía;
los celosos caballos, de lozanos
relinchando, triscaban con las manos.

Andaba así la gente embarazada
con el nuevo bullicio de la guerra,
mas ya de lo importante aparejada
un caudillo salió luego por tierra;
llevando copia della encomendada
atravesó a Atacama y la alta sierra
con la desierta costa y despoblados,
de osamenta de bárbaros sembrados.

La gente principal, todo aprestado,
y reliquias del campo que quedaban,
para romper el mar alborotado
otra cosa que tiempo no aguardaban.
Mas viendo el cielo ya desocupado
y que las bravas olas aplacaban,
con ordenada muestra y rico alarde
salieron de Los Reyes una tarde.

Yo con ellos también, que en el servicio
vuestro empecé y acabaré la vida,
que estando en Inglaterra en el oficio
que aun la espada no me era permitida,
llegó allí la maldad en deservicio
vuestro, por los de Arauco cometida,
y la gran desvergüenza de la gente
a la Real Corona inobediente.



Y con vuestra licencia, en compañía
del nuevo capitán y Adelantado
caminé desde Londres hasta el día
que le dejé en Taboga sepultado;
de donde, con trabajos y porfía,
de la fortuna y vientos arrojado,
llegué a tiempo que pude juntamente
salir con tan lucida y buena gente.

Otro escuadrón de amigos se me olvida,
no menos que nosotros necesarios,
gente templada, mansa y recogida,
de frailes, provisores, comisarios,
teólogos de honesta y santa vida,
franciscos, dominicos, mercenarios,
para evitar insultos de la guerra,
usados más allí que en otra tierra.

De varias profesiones y colores
sale de Lima una lucida banda
y en el puerto tendidas por las flores
estaban mesas llenas de vianda
con vinos de odoríferos sabores,
donde luego por una y otra banda
sobre la verde hierba reclinados
gustamos los manjares delicados.

Alegres los estómagos, contentos
fuimos a la marina conducidos
a do de verdes ramos y ornamentos
estaban los bateles prevenidos,
y al són de varios y altos instrumentos,
de los caros amigos despedidos
en los ligeros barcos nos metemos,
dando a un tiempo con fuerza al mar los remos.

Los bateles de tierra se alargaban,
dejando con penosa envidia a aquellos
que en la arenosa playa se quedaban
sin apartar los ojos jamás dellos.
Sobre diez galeones arribaban
los prestos barcos, y saltando en ellos
tiempo los marineros no perdieron,
que las velas al viento descogieron.



De estandartes, banderas, gallardetes
estaban las diez naves adornadas;
hiriendo el fresco viento en los trinquetes
comienzan a moverse sosegadas.
Suenan cañones, sacres, falconetes,
y al doblar de la Isleta embarazadas,
del Austro cargan a babor la escota
tomando al Su-sudueste la derrota.

Las naos por el contrario mar rompiendo
la blanca espuma en torno levantaban,
y a la furia del Austro resistiendo
por fuerza, a su pesar, tierra ganaban;
pero sobre el Garbino revolviendo
de la gran cordillera se apartaban
y de sola una vuelta que viraron
el Guarco, a lesnordeste se hallaron.

Mas presto por la popa el Guarco vimos
con Chinca de otro bordo emparejando;
en alta mar tras éstos nos metimos
sobre la Nasca fértil arribando;
y al esforzado Noto resistimos,
su furia y bravas olas contrastando,
no bastando los recios movimientos
de dos tan poderosos elementos.

¿Qué haya en Pirú, no es caso soberano
tanta mudanza en tres leguas de tierra,
que cuando es en los llanos el verano,
los montes el lluvioso invierno cierra?
Y cuando espesa niebla cubre el llano
en descubierto hiere el sol la sierra
y por esta razón van más crecientes
en el verano abajo las vertientes.

De los vientos, el Austro es el que manda
que deshace los húmidos ñublados,
y por todo aquel mar discurre y anda
del cual son para siempre desterrados;
los otros vientos reinan a la banda
de Atacama, y allí son libertados,
que bajar al Pirú ninguno puede
ni por natural orden se concede.



Pues las naves, del Austro combatidas,
las espumosas olas van cortando,
que de valientes soplos impelidas
rompen la furia en ellas, azotando
las levantadas proas guarnecidas
de planchas de metal... Pero mirando
al español del bárbaro vecino,
habré de andar más presto este camino.

Correré a Villagrán, el cual por tierra
también en su jornada se apresura,
atravesando la fragosa sierra
que iguala con las nubes su estatura;
diré lo que sucede en esta guerra
y qué rostro le muestra la ventura.
Mas, porque todo venga a ser más claro,
quiero tratar un poco de Lautaro

que estaba con su escuadra de guerreros
en el sitio que dije recogido,
y de foso, fajina y de maderos
le había en breve sazón fortalecido.
Tenía dentro soldados forasteros
que a fama de la guerra habían venido,
reparos, bastimentos y otras cosas
para el lugar y tiempo provechosas.

Sola una senda este lugar tenía
de alertas centinelas ocupada;
otra ni rastro alguno no lo había
por ser casi la tierra despoblada.
Aquella noche el bárbaro dormía
con la bella Guacolda enamorada,
a quien él de encendido amor amaba
y ella por él no menos se abrasaba.

Estaba el araucano despojado
del vestido de marte embarazoso,
que aquella sola noche el duro hado
le dio aparejo y gana de reposo.
Los ojos le cerró un sueño pesado,
del cual luego despierta congojoso,
y la bella Guacolda sin aliento
la causa le pregunta y sentimiento.



Lautaro le responde: «Amiga mía,
sabrás que yo soñaba en este instante
que un soberbio español se me ponía
con muestra ferocísima delante
y con violenta mano me oprimía
la fuerza y corazón, sin ser bastante
de poderme valer; y en aquel punto
me despertó la rabia y pena junto».

Ella en esto soltó la voz turbada
diciendo: «¡Ay, que he soñado también cuanto
de mi dicha temí, y es ya llegada
la fin tuya y principio de mi llanto!
Mas no podré ya ser tan desdichada
ni Fortuna conmigo podrá tanto
que no corte y ataje con la muerte
el áspero camino de mi suerte.

Trabaje por mostrárseme terrible,
y del tálamo alegre derribarme,
que, si revuelve y hace lo posible
de ti no es poderosa de apartarme:
aunque el golpe que espero es insufrible,
podré con otro luego remediarme,
que no caerá tu cuerpo en tierra frío
cuando estará en el suelo muerto el mío».

El hijo de Pillán con lazo estrecho
los brazos por el cuello le ceñía;
de lágrimas bañando el blanco pecho,
en nuevo amor ardiendo respondía:
«No lo tengáis, señora, por tan hecho
ni turbéis con agüeros mi alegría
y aquel gozoso estado en que me veo
pues libre en estos brazos os poseo.

Siento el veros así imaginativa,
no porque yo me juzgue peligroso;
mas la llaga de amor está tan viva
que estoy de lo imposible receloso:
si vos queréis, señora, que yo viva,
¿quién a darme la muerte es poderoso?
Mi vida está sujeta a vuestras manos
y no a todo el poder de los humanos.



¿Quién el pueblo araucano ha restaurado
en su reputación que se perdía,
pues el soberbio cuello no domado
ya doméstico al yugo sometía?
Yo soy quien de los hombros le ha quitado
el español dominio y tiranía:
mi nombre basta solo en esta tierra,
sin levantar espada, a hacer la guerra.

Cuanto más que, teniéndoos a mi lado
no tengo qué temer ni daño espero;
no os dé un sueño, señora, tal cuidado,
pues no os lo puede dar lo verdadero,
que ya a poner estoy acostumbrado
mi fortuna a mayor despeñadero;
en más peligros que éste me he metido
y dellos con honor siempre he salido».

Ella, menos segura y más llorosa,
del cuello de Lautaro se colgaba
y con piadosos ojos, lastimosa,
boca con boca así le conjuraba:
«Si aquella voluntad pura, amorosa,
que libre os di cuando más libre estaba,
y dello el alto cielo es buen testigo,
algo puede, señor, y dulce amigo;

por ella os juro y por aquel tormento
que sentí cuando vos de mí os partistes
y por la fe, si no la llevo el viento,
que allí con tantas lágrimas me distes,
que a lo menos me deis este contento
(si alguna vez de mí ya lo tuvistes),
y es que os vistáis las armas prestamente
y al muro asista en orden vuestra gente».



El bárbaro responde: «Harto claro
mi poca estimación por vos se muestra:
¿en tan flaca opinión está Lautaro
y en tan poco tenéis la fuerte diestra
que por la redención del pueblo caro
ha dado ya de sí bastante muestra?
¡Buen crédito con vos tengo, por cierto
pues me lloráis de miedo ya por muerto!»

«¡Ay de mí!, que de vos yo satisfecha
-dice Guacolda- estoy, mas no segura:
¿ser vuestro brazo fuerte qué aprovecha,
si es más fuerte y mayor mi desventura?
Mas ya que salga cierta mi sospecha,
el mismo amor que os tengo me asegura
que la espada que hará el apartamiento,
hará que vaya en vuestro seguimiento.

Pues ya el preciso hado y dura suerte
me amenazan con áspera caída
y forzoso he de ver un mal tan fuerte,
un mal como es de vos verme partida,
dejadme llorar antes de mi muerte
esto poco que queda de mi vida:
que quien no siente el mal, es argumento
que tuvo con el bien poco contento».

Tras esto tantas lágrimas vertía
que mueve a compasión el contemplalla,
y así el tierno Lautaro no podía
dejar en tal sazón de acompañalla.
Pero ya la turbada pluma mía
que en las cosas de amor nueva se halla,
confusa, tarda y con temor se mueve
y a pasar adelante no se atreve.