La araña de oro
LA ARAÑA DE ORO
Pertenecía Raúl a una familia acomodada, y claro se está llamábanle los criados el "niño" Raúl. Era el único hijo varón, y de sus cuatro hermanas, dos eran casadas y dos andaban de rato en trance de encontrar marido. Feúchas eran, y bien feúchas, negruzcas, boconas, medio enanas, sólo tenían un encanto: el dinero.
El "Gringo" (que así llamaban a Raúl los de la familia y sus amigos) terminó sus estudios en el Colegio Nacional sin haber dado examen de ningún curso completo.
Comenzó a frecuentar la Facultad de Derecho como oyente, como intruso, y hasta dijo en casa y a los extraños que dió algunas vez exámenes. A todo esto vino la conscripción, y fué el gran pretexto para poner un paréntesis en esto de la Facultad, que él descaba fuera eterno.
Dió en casa la voz de alarma. Había que vestir el traje militar; servir a la patria... Pero cuando vió de cerca los pesados zapatones, la burda vestimenta; cuando le dijeron que a las veces había que barrer la cuadra, montar y mucho trotar, vínole algo así como un horror...
Las gestiones de su padre le salvaron. Fué declarado inhábil para el servicio.
Eliminado el lance de la conscripción, dijo continuaría sus estudios; pero no volvió más a la Facultad. La vida social le llamaba perentoriamente. Debía acompañar a sus hermanas a los "cines", a los bailes, al teatro, al hipódromo... Y debía vivir también él esa vida sin nada hacer, sin nada pensar: vida sin obstáculos, sin aguijones.
Era, fuerza es decirlo, un lindo muchacho: más bien bajo, grácil, con hermosos ojos garzos en una tez pálida... hubiérase dicho un hombre hecho de una mujer bonita.
No había chica que no viera en él un buen partido. Pero cuando le trataban, cuando conversaban con él, no encontraban eso que ellas mismas buscan: una arista de alma, una idea... una utopía, un algo. Hablaba de cosas graves como hablaba de una soprano o de un cotillón; como hablaba del mejor vestido que hubo en una fiesta; sin una pulgada de hondura, sin un tropiezo, sin un desmayo en el palabrerío hueco, de pura hojarasca, de mundanas trivialidades.
En ese ir y venir entre escotes y músicas, y flores marchitas y flores frescas, y brisas de mar y brisas de veneno, cayéronle los treinta y cinco años sin haber pensado un solo instante en la vida.
Un día notóse cierto temblor en las manos y se asustó. — Me estaré poniendo viejo?, se dijo. — Y otro día parecióle que veía los objetos dobles. Y otro día pensó que él no era como antes, que se sentía por veces melancólico sin motivo, apático. Que su tez tomaba un ligero tinte marronado. Que no dormía como antes, que su sueño era agitado y que le atormentaban pesadillas terríficas...
Se decidió a ver al médico de la familia. Este le examinó con detenimiento, y le dijo: — Vd. debe someterse a un tratamiento enérgico de inmediato y abstenerse de beber.
La opinión del médico, sentenciosa, terminante, púsole miedo y por primera vez en su vida vió obscuro. Viviría seis años, siete... No dejó de cruzar por su mente lo que hacen las mujeres fáciles al primer inconveniente en la vida, trocarla por un exceso de vida misma; pero él tenía otro egoísmo que el hartazgo de los que se echan en la corriente, menos elegante, pero al fin más egoísmo: su posición, la fortuna que heredaría.
Los venenos de la terapéutica fueron para el "Gringo" un tónico soberano; sintióse más enérgico, sus miembros adquirieron una rigidez ortopédica y su mirada ese candor agresivo de los ojos de vidrio.
Raúl acarició una curación. Y una noche que regresaba a casa de un sarao en que las mujeres parecían figuras de un viejo abanico, sintióse contento. Metióse en cama y se dijo: "Ahora dormiré". Y efectivamente durmió. Pero a la media hora de un sueño reparador, fué presa de una pesadilla. Se iniciaba la escena apocalíptica.
Una araña negra, monstruosa, del tamaño de un puño, apareció en el techo del aposento, fija, inmóvil. El animal comenzó a descender con majestad aterradora. Raúl desesperábase, quería huir, gritar, pero no podía, estaba aprisionado, sus músculos no le pertenecían; gruesas gotas de sudor corrían por su frente. A todo esto la araña estaba ya en el suelo y avanzaba en dirección al lecho del "Gringo". Pero cosa rara, a medida que la hirsuta visitante ganaba terreno iba disminuyendo de volumen, llegando a tener cerca de la cama el tamaño de una avellana. El animal llegó hasta un pie del desesperado Raúl, y, después de hacer unas volutas en el talón, dirigióse al dedo grueso. De ahí descendió al metatarso describiendo complicadas rúbricas. Allí la horrible visión comenzó a transfigurarse. Su cuerpo negro, radiado, tomó color de oro, y sus ojos, que antes parecían cuentas de azabache, tornáronse piedras rojas, transparentes. El pavor de Raúl convirtióse desde ese instante en admiración, y la sensación horripilante que el animal le había producido hasta entonces en sus excursiones anatómicas, se trocó en un cosquilleo agradable.
Siguió la araña rutilante por la cresta de la tibia, haciendo excursiones por los lados de la pierna en caprichosos arabescos. Llegó a la rótula, hizo allí unas circunferencias y se detuvo. Raúl estaba fascinado; se sentía poseedor del mágico animalito. Este inició una ascensión por la cara interna del muslo, y el "Gringo" comenzó a experimentar así como una caricia voluptuosa. La araña se detuvo, miró al "Gringo", y con rapidez abandonó el lecho. Metióse en un zapato, salió de él y trepóse en una silla. Raúl la devoraba con la vista. Dirigióse nuevamente al lecho. En ese instante se abre la puerta del aposento de par en par y la pieza se munda de luz solar, blanca, y entra Joaquín. Niño. Que se le espera a Vd. Todo el mundo está a la mesa. Son las 13 horas.
. Raúl se sienta en la cama medio dormido, la luz no le deja abrir los ojos.
—Y la araña?, pregunta al sirviente.
—Qué araña, niño?...
—... La araña de oro...!
Despiértase, al fin, cae desfallecido, se cubre la cabeza con las mantas y, acurrucándose, se muerde una rodilla en una mueca de llanto.