La amada inmóvil/Prólogo
I
editarCreí que Serenidad sería mi último libro de versos, y así lo afirmé a un amigo. Esta afirmación me perdió, porque la vida no gusta de que le tracen caminos, y el arcano burla los propósitos de los hombres. He vuelto, pues, a componer poemas. Un nuevo dolor, el más formidable de mi vida, los ha dictado y, sollozo a sollozo, lágrima a lágrima, formaron al fin el collar de obsidiana de estas rimas, que cronológicamente siguen a las de Serenidad.
¡Serenidad! Pensé que en la madurez de la vida iba a llegar a esa altiplanicie desde la cual dominamos los acontecimientos, vemos pasar la caravana de trivialidades y miserias terrestres y sonreímos piadosamente «del Circo de las Civilizaciones». Pensé que si hasta entonces mi vida había sido conturbada e inquieta, el hondo deseo de ser sereno y el tesón de expresarlo acabarían por serenarme de veras, haciéndome adquirir por fin el más precioso de los dones que he ansiado en la turbulencia y la amargura de mis días: la Ecuanimidad.
Complacíame en el viejo símil de la montaña: arriba, nieve, el inmutable firmamento sin límites; abajo, nubes, tormentas, ciclones, torrentes bravíos, árboles desgajados...
¡Pobre superhombre! La mano de Dios se abatió sobre mí y en un instante el alma himalayesca, cobijada por el azul, no fue más que un pobre guiñapo sangriento, convulso y sollozante.
Tenía yo un cariño, uno solo, ornamento de mi soledad, alivio de mi melancolía, flor de mi heredad modesta, dignidad de mi retiro, lamparita santa y dulce de mis tinieblas, y en unos cuantos días, ante mis ojos despavoridos, ante mi amor estupefacto, se me fue de la vida, dejándome de tal manera atónito frente a la realidad, que necesito cogerme la cabeza entre las manos febriles y apretármela como entre dos tenazas para convencerme de que es verdad lo que sé, lo que pienso, lo que me pasa; que no se trata de una macabra prestidigitación, de un espantoso escamoteo, y de que todo lo que amé se ha desvanecido de veras y se ha vuelto fantasma.