La altísima
de Felipe Trigo
Tercera parte
Capítulo IV

Capítulo IV

La lección de vida habíale dejado á Adria amortiguados sus detalles repugnantes bajo la impresión desolada de la muerte y la crueldad; pero produciéndole un rarísimo efecto de ansia de aturdimiento, en su propensión de niña, al contagio de las despreocupaciones de Víctor. Mas persuadida por una parte de su insignificancia en el mundo, y totalmente convencida de que sólo para el amante tenía un valor, contemplábase á sí propia, no sin asombro, como descentrada, como un ser aislado y extraño, como una mujer toda aparte y sin filiación posible ni relación alguna con las demás mujeres: ni honrada ni prostituta, ni baronesa, era menos y era más al mismo tiempo que las honradas que no tendrían nunca en sus castillos de virtud un tesoro de amor franco; que las baronesas á cuyos lujos y trenes no cedía en su mundano bienestar; que las prostitutas á cuyo libertinaje le ganaba en libertad gallardísima... Se parecía á un pájaro, capaz lo mismo de saltar de un árbol al suelo que de posarse desnudo en una rama mirando á los pasantes.

Niña, niña... niña con conciencia de su ingenuidad al fin y entera de Víctor, su tímida insolencia de otro tiempo se había vuelto sabia y audaz sin dejar de ser modesta. No la inquietaba ya que en los teatros la fijasen los gemelos de las damas: los devolvía con una cierta indiferencia principesca de igual á igual que le quedó del príncipe. Iba con Víctor otras noches al Central-Kursaall ó á Novedades, entre un público de cocotas, y se dejaba idénticamente mirar y miraba á las cocotas como extrañas, como amigas. En los restoranes elegantes fumaba sus cigarrillos de oro sin importarla ante quién; y en las cervecerías, en los cafés más humildes, donde iban igual prostitutas que enamoradas parejas de modistas y estudiantes, gustaba de beber cerveza -habiendo saltado una noche por lo alto de una mesa, para salir de un rincón, sin más que una indicación de Víctor que le dijo bromeando:

-¡Salta!... ¡A qué molestar á estos señores!

Cuando Víctor acordó, ya estaba ella de pie sobre la mesa, é inmediatamente en el suelo. -Aplaudió la concurrencia, y Adria cruzó por la ovación, recogida en Víctor, como una gentil titiritera que con sonrisa de humildad aparenta no juzgarse digna del aplauso. Sería niña, por su antojo... siempre... poniéndose lo mismo á dar vueltas de campana en la cama del amor que en medio de la calle.

Era de Víctor más que una amiga que sólo fuese amiga, era una amante; era más que una amante que sólo fuese amante, era una amiga... Con la cual podía el observador ir recorriendo la vida de extremo á extremo: desde las Exposiciones de cuadros hasta la del dolor y de la infamia y de la muerte.

Y era una hechizada, principalmente, por aquel á quien habíase dado íntegra... Creía Víctor que si una vez en el Viaducto la dijese:-¡Tírate! -se arrojaría. Así, todas las tardes, á la que sufría rubores invencibles de que pudiera verla el pecho la doncella, decíale Víctor ahora delante de un pintor: -Anda, arréglate -y pasaba Adria al dormitorio para salir al poco rato envuelta de cadera abajo en una seda persa sujeta con imperdibles, desnuda de cadera arriba en su perfecta desnudez morena sin un adorno, sin pendientes siquiera, ni sortijas en las manos. Soportaba como podía el buen amigo de Víctor, el joven pintor de rifeño aspecto y ojos sensuales, el buen Durbán, que almorzaba con ellos, la aparición turbadora, y aprestaba la paleta empezando á trabajar.

-¡Bueno, bueno, Adria, mire, espere un poco... á que repose el café! -Pedía maligno algunas veces. -¡Y tápese mientras, hija, por el frío... tenga la bondad!

Víctor sonreía y Adria sonreía cubriéndose en una amplia capa de lana, para fumar un cigarrillo; y replicó una tarde en que aquel rabino pintor cobrizo y de rizosa barba se permitió añadir que «había cosas que no debían ser... vistas inmediatamente después de un almuerzo suculento»:

-Pues usted tendrá costumbre de ver á sus modelos.

-¡Pero... hay modelos...y modelos, hija mía! -arriesgó él picarescamente incitado, sin acabar de entender qué mezcla de descaros y pudores esta mujer fuese, ni qué para Víctor.

El lienzo, el yacente retrato de ella (fiel memoria de una escena de Versala -no concebía Víctor otro arte que el fiel á sus recuerdos)... el retrato de ella semitendida en un diván, que le iba haciendo al novelista para la novela de ella... ponía al pintor en confusiones. Elegido tal ejecutante más que nada por razón de intimidad, no era un dulce pintor de mujeres, sino de simbolismos tétricos y filosofías nietzschianas, en seco desdén á todo lo sentimental, aunque sin perjuicio de acostarse un par de horas con las modelos de sus cuadros. «Un segundo abrazo á la misma -como á Pierre Louys -le parecía ya el matrimonio», al que estaba de sus cuatro hijos y de su mujer hasta los ojos: érale imposible aceptar que guardase una mujer, una querida, una horizontal seguramente hallada por Víctor quién supiese dónde, la novela de ternuras é idealismos de que aquí parecían querer ambos concederle...

Tal le resultaba del trato con los dos, llegado en pocos días, con Adria presente, á idéntica confianza, salvo en lo de emplear palabras mal sonoras, que si estuviera camaradescamente solo con el novelista en un café. Tendida ella, mostrándole sus senos con la misma imperturbabilidad -creía Durbán -que se los habría dejado morder por mil, hablaba apenas para secundar con afirmaciones de vergonzosa virgen las exaltaciones románticas con que iba el amante pensando que esclarecía las curiosidades del escéptico...

-¿Pero, bueno, vamos á ver... ustedes se quieren?

Preguntándolo soltaba los pinceles.

Víctor contestaba con una serena apología de «su amor enorme, imborrable, infinito, á esta mujer, que tenía que ser ella, como era, amante primero de otros, para ser amada así»; y Adria al asombrado que no sabía si hacíanle objeto de una burla, le confirmaba breve:

-Sí, es verdad. Así nos queremos.

Volvía el incrédulo á pintar, intrigadísimo y meditando por su cuenta. Una vaga compasión le invadía por el amigo que á pesar de su talento y su experiencia pudiera estar sirviéndole de juguete... á... una taimada brindadora al descuido para él de las mismas miraditas con sindéresis que las ninfas de su estudio. Trabajando, contaba cuentos, chistes, que hacían reír á Adria descomponiéndola la pose..., ó refería lances de su historia, más jocosos siempre que ideales -y con tal condescendiente menosprecio á las lindas poupées d'amour, que ésta á quien tan torpemente aspiraba á deslumbrar por el brutal y varonil sistema infalible con cierta clase de mujeres (jactancia del narrador), iría sin duda recordando á su teniente, al doctor de las visitas, al francés del ópalo, al banquero.

No sólo satisfacía Víctor con todo esto un deseo de exteriorizar su amor bizarro con la ocasión de un amigo acogido en la intimidad de ellos fugazmente en la gran intimidad impuesta por la artística desnudez de Adria, sino el agrado de presentarle á Adria junto á él mismo un término de comparación -un nuevo ejemplar de sus orgánicos amantes antiguos, repetido en un artista.

Por cuanto al retrato, resultaría plásticamente ideal si acertase Durbán á interpretarlo con toda su delicadeza de expresión y colorido; ardua tarea para el nietzschiano superhombre y simbolista que se iba demás impresionando por «la hembra». Bello y simple, en su simple y bellísima vulgaridad de mujer tendida. Mas era este superhombre igual que tantos superhombres como ha hecho el admirable pernicioso Nietzsche, sencillamente un refugiado en superhombría y en arisca soledad de placeres egoístas, á causa de su impotencia para amar lo odioso, para buscar y perseguir heroicamente, incluso durante una vida entera, lo noble en el fondo mismo de lo vil; adepto, pues, de la cómoda filosofía de las renunciaciones (la más cobarde), habíase acomodado al mundo tal cual es, á las mujeres tales cuales son... según el bruto sentir de los hombres en tantos siglos de barbarie... según el filósofo moderno, resumidor quizás de la barbarie de los siglos. Durbán, osado, desdeñoso de todas las noblezas y virtudes, de mujer, habituado en familia al tedio de la suya honrada, y fuera á la tosca liviandad de sus modelos, de las comiquillas, de las busconas callejeras, completamente ignoraba, en su arte, el arte de ver femeninas almas, y en el más complejo arte de vivir, el arte de hablar, no ya con una duquesa ó con una blanca colegiala, sino simplemente con una delicada atenta calladora como Adria, que para mayor confusión... era una perdida. Así cobraba ánimo su charla con la colaboración de Víctor, especie de prudente guía que iba como autorizándole y sancionándole en cierto límite sus atrevimientos de frase y de intención, ó por el contrario, desviándoselos y reprimiéndoselos; pero si Víctor callaba, leyendo durante la sesión algún rato el periódico, ó admirando á la semidesnuda admirable, Durbán se descomponía, pintaba inquieto, turbado cual si el silencio del amigo, del amante original, le diese la cortedad misma que si se hallase solo con la aún más original cándida en cueros que no sabía sino reír y contestar con monosílabos... Callaba también, pintaba torpe. ¡El propio y el primero notaba entonces, sin saber por qué, el mal gusto de sus exabruptos sádicos si se decidía á lanzarlos bajo su responsabilidad exclusiva por no permanecer ante ella en la asustada indecisión del niño sin andadores... ¡ante ella que le miraba alguna vez intensa, fijamente, fijamente!

¡Fijamente!

Las miradas de ella, tan suyas, tan de entrega de atención ó de quién supiese qué afán apasionable... lo mismo á príncipes y condes de Ferrisa que á los horteras y al guardia de Versala... Adria notaba que Víctor la advertía, y procurando dominarse este hábito imprudente, lo disculpaba luego, además, cuando Durbán los dejaba por la noche, sin más que manifestar acerca «del pobre Durbán», piadosos juicios bien exactos... Justamente la insistencia en tales sinceraciones, de modo alguno pedidas por Víctor, fué lo que le dio al fin una chispa de enojo... de contrariedad, de... ¿celos?, al verla después cada tarde más violenta por reprimir «sus miradas»... ¡sus hondas, candorosas miradas en que no habría querido él encontrar sino la ingenuidad de la eterna sorprendida!... ¡Celos!... -¿Celos?

Unos celos singulares, de tortura de traición, para lo trivial y lo pequeño -puesto que carecería Adria entonces de la lealtad de no esquivarle un posible antojo por el animal árabe, encanto «del pobre Durbán» -no menos valioso en este aspecto que Bibly Diora....; unos celos mínimos, de altivo que, sabiendo imposible toda otra rivalidad con él en el corazón de Adria, sentía la humillación de no encontrarla altiva para no importa qué fugaces «traidoras» emociones. Llegó á sufrir, en su falta de certeza para poder al menos acusarla de esta cobardía... ¿Tenía el derecho, en verdad, de inferir de sus miradas (quizás de mera atenta curiosa hacia este bruto extraño de talento que era el pintor) una lúbrica impulsión más ó menos efímera? Mas... ¿por qué el agravio si fuese injusto -menos liviana también que la de él la carne de la excelsa, de la redimida en alma y amor?

Caso de voluntad y acto del dominio que creía perdido: quiso, y desterró las leves preocupaciones, sin darles valor alguno y renunciando, sobre todo, al secreto ultraje que implicaría para Adria el espiarla... el salir con cualquier pretexto del salón y mirar después entre cortinas ó por el visillo de un cristal. Y como estaba pensando todo esto en uno de aquellos ratos de descanso en que ella venía á su lado envuelta por la capa; y como al pensarlo estaba mirándola fumar tan bella y tan noble en la despreocupación que él propio la había enseñado, por robarla secretamente aun delante del amigo el perdón del secreto ultraje con un beso, se inclinó á ella y la besó... la besó hasta que le besó ella riendo...

-¡Vamos, vamos, señores... amigos, que no hay Dios que lo aguante!! -saltó el pintor en aspaviento y girando con horror cómico lo veloz que pudo el taburete.

Adria reía, reía.

Durbán, roja como el fuego la faz, que seguía ocultando con la mano abierta, y extendido el brazo en la comedia jovial de no podía decir qué amarguras de estar siendo burlado por la cándida perversa que así con él jugaría á confiarle y á escarnecerle (pues ya era su inclinación por ella casi un respeto) -trataba de reír también, de disimular en vano su contrariedad, su azoramiento, sus... celos ¡éstos sí!

Y... ¿fué una generosidad, ó una venganza casi ruin de Víctor con el ruin? ¿Fué un súbito deseo del magnánimo por hacerle llegar al inconsciente sediento de amor un rayo del amor de la Altísima, ó fué una angustia repentina de sujetar á la posible desleal á la prueba de una turbación reveladora?... No lo supo; obedeció al impulso sin tiempo de descifrarlo:

-Adria, al pobre Durbán le dan envidia tus besos... ¿No quieres darle un beso á Durbán?

La estupefacción tendióse grande en la sorpresa, pero breve.

Adria, dijo:

-¿Se lo doy?

-Dáselo.

Autorizada, se levantó, se acercó, se dobló al estupefacto sujetándose con las manos la capa gris en la garganta, y le dejó en mitad de la mejilla un beso fresco, sonorísimo... en el que no pudo Víctor advertir ni la menor turbación reveladora.

Luego se volvió á su asiento riéndose del perplejo, del helado, del inmóvil Durbán, que dudaba ya si era la taimada la que jugaba con Víctor y con él, ó Victor con él y la taimada... ¡El extraño Víctor!!

La vergüenza que le empurpuraba hasta las sienes, hasta las córneas, no le consintió más que labiear balbuciente:

-¡Bien!... ¡Gracias, Adria... muchas gracias!

El beso había sido de la misma hipnótica obediencia que la hizo saltar la mesa del café y que la arrojaría por el Viaducto. Y Víctor se estremeció de posesión, de poderío.

Al día siguiente quedaba terminado el lienzo, el mal retrato hecho entre azoramientos y preocupaciones ajenas al arte de amar y de pintar, y que no habría de servir para nada.

El buen Durbán no volvió.

Le vieron después en los cafés, en los teatros, y apenas si osó acercarse un instante á saludarlos el bien Durbán.

Escapaba de ellos, incapaz de conciliar que fuesen la misma la que él había visto desnuda, la procaz que le besó, y esta elegantísima y espiritual chiquilla de los abrigos de piel y terciopelo y de los ojos errabundos y asustados... No había en todo el teatro jovencilla de más púdica expresión. -Y luego, de pronto, él que seguía observándola de lejos, sin deseo alguno de ser visto, asombrábase á su vez de verla á ratos cambiar, coger los gemelos, mirar descarada á los gemelos de otros palcos...

-Es su mujer.

-Es su querida.

Oyó una vez decir y rectificar á su lado á unas señoras.

La duda de lo que pudiera serle al novelista la enigmática, igual en él que en los demás. -En suma, la enigmática, la estrambótica -¡la débil niña inofensiva! -infundíale espanto al superhombre..., y trató de no encontrarla más y de olvidarla como un efímero bello monstruo de ensueños.

Paró la berlina. Bajó Víctor, nada más. A través del tul de la nieve vio Adria, cuando abrió Víctor la mampara del teatro, el foyer lleno de actores -, en esta frígida tarde de ensayo. Sí, habríala dado vergüenza cruzar también entre tantos hombres; ya vería cómo arreglárselas para ser cómica... ¡Bah!

Resuelta la noche antes á verter al fin toda su cobarde alma en la declaración de un fragmento de comedia, se había sorprendido á sí propia y había sorprendido al «maestro», que no había logrado antes más que escucharla leer. Con la alucinación convencida de un porvenir de triunfo -y ella lo creyó, puesto que él lo creyó -el «maestro» quiso no diferir el comienzo del ordenado aprendizaje más que hasta el día siguiente... hasta hoy. Acababa de entrar para que le informara el director de la Princesa, amigo suyo, de las condiciones en que pudiera Adria asistir al Conservatorio... Y Adria temblaba como ante el único empeño laborioso de su vida.

Volvió á abrirse la manpara y se acercó Víctor con un señor.

-Ven; está en su cuarto la Sardá, y quiere conocerte. Te presento al director.

Ella en la berlina, y aguantando ellos la nieve en la acera, se saludaron. En seguida, otro señor que estaba en el teatro, brindó momentáneamente su paraguas para guarecer á Adria hasta la puerta.

-¡Oh -dijo detrás en voz baja á Víctor el director entusiasmado, -es preciosa, elegantísima... la gran figura de actriz! ¡Ya la había yo visto con usted, y la Sardá, desde la escena!

Se había vestido Adria, en efecto, por consejo de Víctor, para hacer buena impresión, todas sus elegancias. La célebre Amelia Sardá la recibió encantada: era una de esas estrellas empresarias, incansable lanzadora de bellas y jóvenes artistas, que se cuidan mas de rodearse de una corte de muñecas, propia para el conjunto donde sólo ella debería lucir, que no de posibles rivales en actrices de talento. Una gran adquisición, pues, Adria sin más que verla, para esta dueña del teatro, como para aquella ama del tugurio. Desde luego meritoria, allí, en su misma escena... para hacer damitas de visita... y ¡nada de clases oficiales!... «¿Qué clase mejor, señorita, que las tablas ante el público?»...

Tomaba té la Sardá, y brindó té. Se charló, se bromeó afablemente; habló por último, Víctor, de que él la venía habituando á leer alto, y el director y la empresaria quisieron oírla leer... Adria temía, se resistía... Marcaba á la vez un reloj de mesa las tres menos siete, hora próxima al ensayo, y decidió levantándose Amelia Sardá:

-Bien, aquí no. Mañana, en mi casa... después que almorcemos juntos. ¡Les invito á ustedes!

La galante reverencia había comprendido al director. En seguida guió á la escena, para que fuese acostumbrándose desde hoy.

Fué un éxito al otro día la prueba declamatoria. Los dos profesionales afirmaron igualmente que había en Adria una gran actriz, si estudiaba... que podría encargarse incluso de papeles de cierto empuje así que se habituara en dos semanas al público... Y en las fiebres y en las prisas de las conveniencias y de los entusiasmos, quedó pactado que la neófita se encargaría de una duquesita, comparsa en la comedia que se pondría á ensayo el viernes...

«Lunes, martes, miércoles...; cinco días» -iba contando Adria de regreso en la berlina, por los dedos. Y Víctor mientras á su lado, descansando la cabeza contra ella, iba mirando por el vidrio la nieve que caía profusa, abundantísima como una definitiva consagración de pureza y de grandeza en torno de los dos. Corrían Madrid por una inmensa alfombra blanca, entre unos inmensos velos blancos colgados desde el cielo, como para una fiesta de almas nupcial...

¿Qué miraban uno y otro al lado allá infinito de estos velos? ¿Cuánta dicha? ¿Sería al fin, Adria para Víctor, como Aspasia para el griego dictador, la efectiva esposa que él también querría por retener suya siempre á la amiga y á la amante?...

-Una carta, señorita.

De Versala. Se la arrebató á Carmen, al entrar en casa, con la alegría de poder transmitirle á la tía Sagrario las buenas nuevas; y rota y leída en

un balcón... volvió lívida, hacia Víctor, como muerta, ó como para ir á morir, con dos pliegos en la mano. Uno decía:

«Distinguida amiga: Adjunto remito á usted el importe del trimestre, más lo necesario para su viaje á Madrid, hacia donde se pondrá en marcha inmediatamente. Nuestro amigo, hace tiempo mejorado del dolor, saldrá de ésta el martes. Le encontrará donde siempre. -Suyo afectísimo, -PEDRO VIVES.

P. D. -Me encarga que no deje usted de llevar consigo los papeles.»

¡Víctor!! -exclamó nada más ella, cayendo en una butaca cuando Víctor terminaba la lectura con un temblor en los labios.