La altísima
de Felipe Trigo
Tercera parte
Capítulo I

Capítulo I

La altísima

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La noche de las grandes impaciencias del gran siguiente día en que la perdida hechicera vendría á brindarle en nombre de la vida éteres de pureza y sencillez, el hastiado de lo falso, sintiendo como el estruendo del tren por la lejana sombra, leía un libro de paz y de amplias visiones de Ruskin, abriéndolo con un puñal.

Era el puñal el único recuerdo de Matilde, olvidado en la mesita: pesado, rígido, hostil como ella. Cuchillo de juguete que no podría servir con su yerta pequeñez y su dureza más que para desplegar lo serenamente enorme de Ruskin y las almas.

¡Y el telegrama esperado llegó... y llegó de Víctor la gratitud ilusa, tomándoselo á Carmen, hasta acariciar la letra de Adria en la envoltura!

Lo puso, sonriendo á su bella confusión, sobre el libro abierto, que había dejado en las piernas.

Quiso encender un cigarro egipcio antes de mirar estas breves palabras que le diría el despacho con la voz misma de la que lo habría puesto feliz al subir al tren: «Salgo en el expreso...»

¡Ah, la concisa! ¡La exacta!

Encendió, aspiró en el humo perfumado la Presencia de ella, y por no devorar en un segundo la emoción de su acento (¡cuán bien oía la voz niña ó la voz trágica en las cartas!), fumó más, sin tocar el telegrama.

Lo intenso, plagaba de evocaciones las más menudas cosas. Un leve papel cerrado, plácido confirmador sin duda de la carta recibida por la tarde, y que, no obstante, removía, con todas sus ansias de ventura, todos sus temores.

Fuerza exquisita, también terrible, la de los gozos que llenan el ser. La descuidada evidencia con que él hubo de venir días antes hacia la esquiva Bibly, á cuyo alrededor no habría, sin embargo, fatalidad que no hubiera de servir para entregársela, era ante el misterio que cerraba el papel y al lado de la trémula alegría con que un alma lo miraba, miedo á cualquier casualidad, á cualquier fatalidad capaz de oponerse, por poderío de un demonio, á la voluntad de Adria por llegar aquí. ¡A la voluntad de la sencilla, de la directa, de la exacta!

«Ha descarrilado el tren...» ¡Qué cerca de la tangible presencia podía estar incluso la eterna ausencia!

Sonriéndose aún de su infantilismo... pensando que tal vez amaba á Adria, puesto que sólo el amor hace admirables niños de los hombres desolados, tomó el telegrama (ligero y azul como una mariposa de alma que sabía decirle tantas cosas), y lo abrió con el puñal.

«No puedo salir última hora. Te escribo»



El tren que debía traérsela le trajo, pues, una carta desolada. Sin calma para aguardar, había ido Víctor á reclamarla al correo. Sin agrado para ofrecerse más por sí mismo al mal espíritu que anubla una dicha cuando no puede romperla, leyó enseguida, entre empleados y carteros:

Queridísimo Víctor: Cuando te escribí ayer, había vuelto del paseo indispuesta Juanita. No te lo dije esperando que no fuese nada. Por la noche le creció la fiebre; va pasándolo hoy tan molesta, que antes de partir he querido que la vea el médico. Tiene pulmonía, la pobrecilla. Y ya ves, yo hubiese marchado, de todos modos, por no disgustarte; pero mi tía se empeña en que no debo abandonar á una hija, así, y creo que tiene razón y que tú también se la darás. Sin embargo, si tú piensas que por ser fuerte la niña esta enfermedad no será grave, dímelo y saldré. Te escribo al lado de ella; la pobrecilla está delirando contigo, de tanto como nos oye tu nombre. Adiós, adoradísimo mío; todos los días te diré cómo sigue, si quieres. Tuya. -ADRIA.»

Quiso instantáneo contestar á esta carta cándida y simple, en que aparecía la enamorada mal sujeta por el deber de la madre -heroica sin embargo, desde que con sus falsas perlas y su vida de galanterías sacrificábale los galantes faustos fáciles para su beldad á los hijos del odioso (como sacrificó primero á la avaricia de Sagrario su pudor) -, y acercándose al conserje que le había servido fuera de esperas por un duro, logró pronto papel y pluma en una mesa:

«Adria, mi bien: da un beso en esa boca inocente de la enferma que te repite mi nombre, y mírame en ella atenta noche y día. Cúidala. Dime en cada correo cómo se encuentra. Yo siento el sabor de tu alma. Tuyo, -Víctor.»

-¡Maeterlinkismo! ¡Espiritismo! ¡Telepatía! -proclamó uno de los amigos á quienes Víctor refirió vagamente el suceso. -Contó el amigo que había visto una vez, despierto y solo, en su casa, un carabinero que alzó la cortina del cuarto, que le miró, que se inclinó y se marchó... cerradas antes y entonces y después todas las puertas... y estalló la discusión de café entre los que defendían con coraje la independiente realidad de lo inmaterial fantástico, y los que sintiendo en las nalgas la caricia del diván, se reían á carcajadas. Víctor escuchaba nada mas; conocía con la suficiente amplitud física, fisiológica ó filosófica, la solidez de las cosas capaz de vaporizarse en lo maravilloso ultrasensible por sutilísimas dispersiones y enlaces más difíciles de determinar que de ser adivinados en su fatal y compleja gradación de naturales fenómenos. Y se habrían reído de él los neuróticos artistas, fragmentarios, valiosos los más de ellos, pero «sabios de catálogo» en su apremiante necesidad de sabiduría, si advirtiéndoles que por igual la animal suprema caricia del diván y el carabinero y la obra maeterlinckiana era neurastenia, les hubiese remitido con toda simplicidad al grado de bachiller y á ver flores por el campo y mujeres por las calles... Le asombró un momento el asombro que les habría producido al confesarles, él, culto novelista, que ni había leído, ni le importaban tampoco, ni sabía siquiera pronunciar sus nombres y menos escribirlos con su vera ortografía, á Verlaine, á Mallarmé, á Bjors... no sé cuántos Bjorson, á Nietzsche, quitando un poco el soberanamente majadero Zaratustra, á Wagner, casi á Baudelaire...

Pero la vida torturada, esta horrenda vida florecida de extrañezas, reclamaba aún en su gran seno madrileño al impávido escrutador doliente de orgullo humilde, mientras no llegase aquella grande alma simple de una puta á recogerle en redenciones de belleza y de candor- «Juanita sigue mal, mucha fiebre», decíanle las diarias cartas que sólo hablaban de la enferma y que le traían de la madre, al beso del amado, la huella de una lágrima.

Iba á los paseos, á ver las anónimas gentes por las calles, solo y vagador, huyendo lo posible de los complicados herméticos, de los intelectuales laberínticos (laberintos del carbón de un niño en la pared); y Héroe, á pesar suyo, de eternas grandezas soledosas, complacíase en anonadarse, en aniquilarse, en disolverse en los demás, misántropo-altruista y afirmativo negador de todo, en los demás y en sí propio: Cuando lo conseguía, por un esfuerzo de dios ¡más que de héroe!, él era con el alma del conjunto pintoresco, animada por la suya, el EXTINGUIDO EN INFINITO.

Todo, era él -humilde, de mayor grandeza que los Héroes... ¡Panteoantropomorfo!

Y era él, la recta avenida de palacios, arbolada y suntuosa, en cuyos globos de luz ardía la inteligencia de Edison, es decir, la de otro colosal disuelto, la suya. Y era él la dama espléndida y ligera en su eléctrico landó (con un olvido secular de las baronesas Georgesco) para llegar á nobles festines griegos de la vida, en una nueva Grecia arcádica de Venus con destellos en las frentes. Eran él, la costurera que no llevaba la faz del hambre, sino la prisa de trocar sus ropas de trabajo por otras sedas y otro eléctrico landó..., el aprendiz de ingeniero que salía del hoyo negro, cubierto de inmundicias, en demanda del baño y del frac... para reunirse con el médico estudiante que ya bañándose se estaría limpiando sus pestes de las autopsias..., los palacios mismos de mármol y de hierro, alcázares de la vida viva, por poder de Víctor, como de la viva muerte, en la tarde aquella, los sepulcros de Versala. Eran él... igual cada cual á cada otro, «alondras de un bando de alondras»... Y qué delicia, así, ser... NADA!

De pronto, el efectivo puntapié de algún municipal á algún ratero, echaba con el ratero sus sueños á rodar, recogiéndole en él mismo, volviéndole con una crueldad que siempre el guardia ignoraría á su grandeza miserable -. Lo de piedra, lo de hierro, lo de luces... ¡sí, allí en su torno seguía, cruzado por el aire de cables telefónicos, radiado de blancura en su majestad riente de progreso y arte por lunas blancas...; pero el automóvil que cruzaba ahora era oficial, el de la cárcel... y un golfillo más veloz corría gritando el primero su diario que acababa de salir con «el navajazo del Troncho», «la cogida del Maoliyo» y «las últimas bofetadas de las Cortes».

¡Cuándo la civilización mecánica de estos Madrid y Londres y Berlín modernos sería alcanzada en su carrera por la civilización «humana», presa aún en Alejandría y en Jericó!... En efecto, junto á él pasaban dos albayaldadas hetairas de á peseta y un fraile. Por gubernamental consuelo lanzaba el gran París sobre el planeta las palabras de Jaurés, de Clemenceau... sobre el rumor de la vida hirviente y triunfadora hasta en su histórico suplicio.

¡París, patria del alma de carne de la Tierra!

«Querido Víctor: Estoy muy triste. La niña sigue peor. Hoy no la ha dejado la fiebre de cuarenta grados. Ella parece contenta, y hasta juega y ríe con sus muñecas muchos ratos; pero el médico desconfía y cree que, para ir bien, tiene que ser cosa larga. Le ha dispuesto baños y alimento de leche nada más; con lo que sufrimos lo indecible, porque no la quiere y está muy débil. Además, acabo de recibir una carta que no sé si será una contrariedad ó una alegría para nosotros: me avisa quien tú sabes, que «su amigo» ha caído con un dolor á la cadera (ya lo tuvo otros otoños, ciática, durándole varios meses), y, que en vista de esto, debo aplazar mi viaje. Seguramente hasta Marzo ó Abril no saldrá don B... de Castellón, temiéndole al frío. Te repito que no sé si es un mal ó un bien para nosotros; tú lo verás. Si piensas que, no teniendo ya que ir por ahora, no debo ir, no iré. Si quieres que de todos modos vaya á verte, volviéndome cuando pasen los doce ó quince días prometidos, iré en cuanto la niña mejore; yo haré lo que tú me digas, pues no tiene más voluntad que la tuya, tu, -ADRIA.»

Víctor besó la carta de humildad. La excelsa niña que la había escrito, mártir de «su indignidad» para exigirle nada, se imaginaría á sí propia un estorbo ante la baronesa Georgesco -de quien conocía el amistoso abandono tan en propincua situación de volver á la confianza.

Le respondió:

«Querida Adria: Cuida ahora á tu hija y piensa en mí. Se pondrá buena. Ella es fuerte y un ángel que debe vivir. Por cuanto al otro incidente... ¡ah, mi enhorabuena, mujer, y mi alegría! Vendrás... y no te dejarán mis brazos hasta que te me arranquen de ellos. La suerte ha querido compensarnos con largueza el dolor de la pobre enferma, que lo primero es que se cure. Fía en mí con la calma que yo en ti, pues me parece que no van á ser ya los que vengan á buscarme tus ocios volanderos, sino tu vida, para mí solo y para siempre. -Víctor.»

Le mandó esta noche el editor un ejemplar de Salvata, cubierto, tal como iba á salir al público al otro día... «Su libro». Libro ya nada más. Y lo miró con pena.

Una tumba. La cubierta blanca, la lápida. El título, el epitafio. La vida dentro petrificada. -Mientras él fué recogiendo aquella vida en horas de ansiedad, él vivió su angustia y su placer con lo imprevisto... con lo que le tenía suspenso en la congoja de lo que podía mudar, morir, divinizarse, envilecerse también en sus manos...; con lo que tenía que recibir su alma, al ir entregándole su forma única y pura, con cuidados de consagrado cuidador de unos seres de ilusión venidos como fantasmas de niebla desde el ampo de la VIDA.

Ya, un libro.

Murió -dejándole la inmortal memoria en el alma, todo esto que en ella vivió tan rico y móvil -cuando la mano trazó la última letra. Cien veces abierto por la misma hoja, daría cien veces el mismo ademán y el mismo gesto... ¡petrificados! Veinte ejemplares... veinte reproducciones de la misma gracia prisionera en la misma rigidez... ¡Oh libro, sobra del festín, limosna de amor... á quienes tantos te iban á mirar como mendigo de aplausos!

Se alejó de él con desprecio.

Soñó con Adria -esta noche.

Recordaba claramente el ensueño, al despertar, y quiso escribírselo.

«Adria, he soñado... Verás.

Tú vestías de blanco... Tú... tú... ¡eras tú! Te recuerdo bien, y voy á contarte el sueño como él ha sido. De blanco, leyéndome un libro. Dejaste de leer para decirme: «Mis ojos son por la mañana más claros, más brillantes por la tarde. Tienen la tinta dorada y verde de las algas.» Y como miré tus ojos y así eran, y como yo había creído que eran negros, los ojos tuyos fueron otros, y tu estatura se hizo pequeña, como la de una boloñesa que ha debido de escribirme alguna vez: «... miei ochi hanno la tinta dorata e verdognata dell' alga. Non sono alta, ma assai svelta, cosi che quando vado in qualche luongo é bianco vestito, come amo di vestire, mi sento chiamare spesso signorina». -Lo raro es que no siendo Salvata boloñesa, esta boloñesa era Salvata, y las dos tú.

Acepté sin maravilla. Había visto iguales transmutaciones sobre un busto de yeso á un fulgor de sangre que le fué dando vidas varias poco á poco, en una feria. Pero tú leías andando por la nieve. Miré, y estábamos perdidos; desde Versala, paseando, habíamos pasado Niza; un celaje heliotropo entre dos montañas de amatista, que tenían en medio un lago, cuyo azul de talco reflejaba una abadía: todo translúcido como el cristal. No sé por qué vi á una vieja que nos habría vendido estampas en el Vieux-Chateau de Mónaco; y, sin embargo, teníamos detrás la montaña de la Reina Hortensia. Subimos... la virgen, vestida de blanco, tenía en las manos tus sortijas. ¡Sí, sí... tú eras la virgen vestida de blanco!

Tú eras ella. Te afirmé que eras todas las sonrisas que yo he visto en labios dulces y todas mis memorias agradables. Y te pedí: «¿Vamos á buscar á la boloñesa?» Me respondiste: «¡Oh! ¿no dices que soy yo?... ¡Amala en mí» «Tienes razón», contesté; y seguimos por la nieve. Primero, las rocas del monte parecían del bronce de las campanas viejas. Cortábanse sobre un mar desierto y caluroso, como el que surcó frente á la Arabia el buque en que yo leía versos, sintiendo zumbar al blanco, por encima, las granadas de un fuerte... Pero habían quitado el fuerte, no estaba. «¿Cómo ha de estar, si esto es Niza?», me advertiste. Yo te concedí: «¡Ah, es verdad, esto es Niza!»

Habías vuelto á ser Salvata, alta como tú. Un parapeto nos defendía del abismo. Ascendíamos sin fatiga, tú de mi brazo, los dos mirando arriba la montaña, que empezaba á enfrondecer. Luego caminamos entre abetos, luego entre palmeras, luego entre almendros sin hojas, copiosamente florecidos como en Marzo. Fué después un plano jardín de adelfas y de hortensias; el cielo claro translucía pequeñas nubes, quietas como almas en paz, y el suelo era una alfombra de nieve tibia, que no mojaba ni retenía las huellas de los pasos. «Las hortensias -me dijiste -duran más que las rosas». En seguida me suspiraste en el hombro: -«¡Te amo!» -Sonreí y te contemplé, pensando que no importaba no poseerte jamás...; contemplé otra vez ¡bien lo recuerdo!, á la morena virgen, vestida de blanco, que ya tenía lunares y negros el cabello y los ojos.

«Yo no debía poseerte jamás.»

Pregúntale la razón á la quimérica razón de los ensueños, que borró en blanco, en nube, en nieve todo en nuestro torno. No sé por qué instantes ó qué siglos se hundió ó voló mi esperanza por un olvido blanco... En una sima blanca de grutas de hielo cristalinas, abierta á otro blanco abismo, en cuyo fondo sin fondo rugían las nieves en torrente sobre la nieve tibia que no mojaba, dulce como pétalos de rosa sin color, vi un brazo y una mano llena de sortijas, y una esparcida cabellera negra, y un albo jirón de túnica cubriendo un cuerpo muerto de tan bella muerte que no pudo causarme espanto. Aquel cuerpo, al cual la nieve tibia conservaba su calor, su flexibilidad inerte y su belleza; aquella mano engalanada que ya no podría jamás oprimir mi mano; aquella morena, faz dormida, que ya no abriría los ojos... ¡eras tú, herida por horrible sortilegio, ahogada por la vida, muerta de pureza en la pureza!... ¡Eras tú, virgen!

Ese es mi ensueño. Se ha hecho, seguramente de todas las sonrisas que yo he visto en bocas dulces y de todas mis memorias agradables... Acaso también de recuerdos de Salvata, que tú no quieres leer, y de todos mis anhelos que aún no han sido. ¿Serán?... Pregúntate esto, como yo; pero no le busques á mi ensueño otro sentido, porque no lo tiene. ¡Oh, los ensueños y tú, mi Adria! -Víctor.»

Antes de salir esta carta, recibió Víctor la del día. Un cuarto de pliego de papel, escrito con la prisa y la alarma de un martirio: «... la niña está fría, gravísima. Hemos llamado á otro médico.» Y como al siguiente día Adria no escribió, Víctor dedicó un piadoso momento de unción á la pobre y bella Juana de húngaras melenas, que ya habría muerto.



He aquí juntos á las cuarenta y ocho horas, otro telegrama y otra carta. El telegrama, leído convulsamente, anunciaba: «Salgo esta tarde. Juana sin novedad desde anteayer.» Y la carta explicaba la sorpresa... La quinina, prescrita por el médico de consulta, había cortado lo que no era pulmonía, sino paludismo... lo que no era, además, sino desfallecimiento de la hambrienta, curado con jamón por Sagrario...

-¡A escape, Santos! -le recomendó al cochero del Círculo, que ya esperaba en la puerta.

Aviso telefónico de la noche antes -entre tantos avisos y arreglos de la espera triunfal.

Era tarde: las ocho menos siete. Víctor iba pendiente del reloj. Atajó el coche desde la calle de Alcalá por la del Caballero de Gracia y la de Jacometrezo, á embocar directo la de Leganitos, y un trombo de carretas de carbón y un camión de mudanzas le detuvo en la estrechura minuto y medio perdido... Aunque no, no era tarde. Era... lo preciso para llegar al tren.

Comprobó el calor de la estufa, bajo la piel de tigre, puestas una y otra por encargo á Alfonso. La mañana fría, rodeaba con su quieta niebla á las gentes y á las cosas. Adria traería frío.

Otra vez, en la cuesta de San Vicente, le hicieron temer, unos coches que volvían con equipajes, la inexactitud de su reloj. Le parecía imperdonable que pudiese haber llegado la viajera sin encontrarle... sin ver á nadie para recibirla, porque Alfonso, enviado delante con el tílburi por las maletas, no la conocía y pudiera no saber buscarla en la confusión. Deploró entonces su temor á una larga espera que le había hecho no venir una hora antes, dispuesto como estuvo desde la media noche, levantado desde las seis. Y espiaba, á través del biselado vidrio, los coches de alquiler que regresaban.

Había mucho movimiento de viajeros en las puertas. Más, dentro. Un tren iba á partir, otro acababa de llegar. Pero comprobó en el reloj de los andenes la fidelidad absoluta del suyo, puesto con la Puerta del Sol la tarde última. Una esbelta mujer, con largo abrigo, le hizo ir á confirmar que no era el de Adria el escorzo de su cara...

-Señorito!

-¡Alfonso! ¿Es tiempo?

-Faltan seis minutos. Entrará en aquella vía.

Alfonso le había dejado el tílburi á un mozo de cuerda. Había buscado á su amo, fuertemente contagiado de vigilante interés. Se dirigieron al andén de la segunda vía.

Allí aguardaban ya muchas gentes, entre empleados y mozos de equipajes.

Sonó como un rumor lejano, y Víctor se quitó rápidamente un guante.

-¡Ya viene! -anunció Alfonso, que volvía después de haberse alejado un poco á las agujas.

Le pareció á Víctor raro, este fenómeno de los últimos momentos, que se los había como abreviado, y volvió á mirar el reloj, discorde con su paciencia. Exacto: las ocho y trece. Era tan densa la niebla, que hasta los no muchos metros no se destacó en ella, negra y enorme, la locomotora. Desfilaba el tren en muriente marcha... las puertas semiabiertas, los viajeros en las ventanillas... Un señor, una familia, dos damas, un inglés...¡Ah, sí!,¡Adria! ¡Ella!... ¡buscando!... fuera la cabeza y los hombros sobre el cristal á medio bajar del reservado de señoras! Víctor vio su gorrita de terciopelo rojo, con una pluma, su velo rojo, un blusón de astracán de fuego sombra que la envolvía... y ella le vio y calmó el ansia de pronto en su cara lunarosa una sonrisa muy leve... muy honda, que la hizo cerrar los párpados en descanso. Paraba el tren cuando Víctor llegó al compartimiento, cuya portezuela abría ya un mozo de equipajes al estribo.

-¡Sí! -le dijo al mozo. -¡Quédate!...

Y como Adria le esperó, recogida al fondo, él subió y tomó la querida mano, firme, firmemente, y con el otro brazo rodeó leve su espalda, al tiempo que besó la boca á través del tul...

-¡Oh! -habían gemido los dos, nada más, con emoción infinita.

Un segundo aún, y estrecharon el abrazo, pecho á pecho, contenidos por cortesía hacia las gentes del andén.

-¿Traes facturado? -inquirió Víctor, circunspecto, complacido en ocuparse así de lo pequeño é íntimo de su viajera.

-Sí.

-Dame el talón.

De un tarjetero perla lo sacó ella.

Bajaron. Adria después, de un salto. Le entregó Víctor el talón á Alfonso, á quien Adria reconoció de verle cruzar ante su hotel, saludándole con un «¡hola!» confiadísimo, que fué respondido con una reverencia gorra al aire... y partió con Víctor, después de indicar los asientos del reservado donde venían la manta, libros, pequeñas cosas que no había tenido tiempo de envolver.

-He despertado en Pozuelo. ¡Adivinación!... porque venía muy dormida desde más de las dos y media, en que logré rendirme.

Víctor le oprimió el brazo como á una hermana. No sabía si la ternura ó la niebla le llenaban de humedad de lágrima los ojos.

-¡Abrígate!

Obedeció Adria, ciñéndose con la enguantada mano el cuello del blusón, y fué Víctor pensando hasta la berlina si habría cometido antes la torpeza de dejarla abierta, expuesta al frío. No. Subieron y rodó de un latigazo; la estufa conservábala agradable.

-¿Es tuya... también? -inquirió, en una leve sorpresa de comodidades, Adria.

-Del Círculo. Pero como si lo fuera... ¡Nuestra!

Y ahora, aquí volando otra vez entre cien coches, cuesta arriba, por la niebla, sin necesidad de estores, porque la humedad interior se perlaba en los cristales, libre de gasa la boca, se besaron, se abrazaron fuertemente...

-¡Oh, déjame, por Dios! -pidió pronto Víctor, esquivado hacia el rincón.

Adria, apartados los dos debajo de la piel que les cubría las piernas por los gruesos paños de invierno, por el astracán color de ascua, retuvo con una mano sobre su falda plomo la mano del amante, y hacia la otra dobló la frente en la misma onda insoportable de ventura.

No pudo, al fin, Víctor dudar de la impresión inmensa que le arrancaba lágrimas junto á la noble chiquilla que llegaba á él con su enorme libertad tan cruel... con su belleza tan pura, y, no obstante, con su fatalidad monstruosa de elegante perdida que debería sonreír después á un viejo. ¿Porqué no era su hermana... su amor, en una tierra donde pudieran brotar las bellas vidas libres sin historias de vileza?

-¡Mírame! ¡Lloro! -mostró repentino sin querer decirle, sin embargo, la compleja causa.

-¿Por qué, Víctor? -preguntó con asombro de placer la que bien le comprendía.

-Por ti.

-¡Me quieres!

-Tanto, que venía pensando que debieras ser mi hermana.

Sonreía la feliz agradecida, sin lágrimas en su franqueza, un poco desorientada, sin embargo, por la protesta como de altiva fraternidad limpia de deseos.

-Sí -explicó el que á su vez la adivinaba -. Son las purezas que me inspira este dolor de ansia de todas tus caricias, de tu alma y de tu carne, ahora sintiéndote tan mía. ¡Oh Adria, qué tremenda gloria de tormentos deliciosos nos aguarda! ¡jamás ha sido esperada con tal pasión una esposa!

Se le abandonó en el hombro, y él, espantado de estas terribles voluptuosidades del verdadero amor, habló en seguida de lo que no fuese de ambos, cubriéndola con la piel nuevamente. Hízola contar de la niña. Quedaba buena. En la dedicación de este impaciente sacrificio de la madre, que la turbaba un poco, sincerábase ella afirmando que hubiera de telegrafiarla Sagrario toda novedad... Podría volver, si hacía falta... y había dejado á la criada el encargo de escribir, mientras pasábale á Sagrario el coraje...

-No por la enferma... Es que ha vuelto á odiarte. Teme, incluso que no me verá más..., la tonta, incapaz de conformarse conque te quiera también.

El coche paró. A la mitad de la escalera salió Carmen; Marciana, al descanso; una y otra con la curiosidad de la esperada, que teníalas en sobresalto. Mas no les fué posible verla bien en la semiluz filtrada del nebuloso día, en la especie de infantil vergüenza, además, que hizo á Adria subir como amparada en Victor y contestando apenas las salutaciones cariñosas. Era que la sensación de respetable, de «honrado hogar» impuesta por Víctor para ella también á sus sirvientes con la devoción que habíanle visto en el apercibimiento de este arrobo, la imponía. Tal vez Adria no tenía memoria de haber entrado en una casa con semejante homenaje de cariño y sencillez.

Fué preciso para verla, para admirarse de su juventud y de su cándida belleza, que Marciana llegase guiándolos al salón, donde ardía la chimenea con claror nuevo de oro entre limpio mármol y vertiendo su resplandor de naranja á la alfombra verde en la interior mañana opaca que flotaba en el orden religioso de los muebles; fué preciso que Carmen volviese del coche con la piel y con la estufa, encontrando á la viajera ya despojada por Marciana, mientras Víctor en otro extremo se quitaba el abrigo y el sombrero, para que Marciana y Carmen, aturdidas de inocencia por las respuestas tímidas y amables que Adria les decía á media voz, se pudieran internamente preguntar, asaltadas á la vez por el efímero y despótico recuerdo de la baronesa Georgesco: «¿Pero quién trae á este ángel? ¿La habrá robado?... Porque su aislamiento de campestres forasteras en Tur las mantenía en ignorancia completa de la condición de Adria: no sabían más, por Alfonso, sino que el señorito tenía una novia ó un enredo y que las habían hecho á ellas traer un baúl mandado á Tur misteriosamente de parte «de la señorita Adria». ¿Serían la misma cosa la novia y el enredo?

Cuando salieron, Víctor, que había permanecido junto al fuego, abrumado por esta realidad tan cierta de tenerla aquí, sin osar mirarla, oyendo el cuchicheo en que la dulce parecía entregarse á la bondad de las criadas, ganadas á fuerza de dulzura en la humildad, sintió sus pasos por la alfombra. Venía á él... suelta en su sencillo traje plomo: y se abrazaron... con toda el alma esta vez, con todo el cuerpo. Abrazo largo, eterno, sin besos... por no separar siquiera la cara de la cara, en plena y tremenda quietud «de tormento»... ¡Sí, sí! ¡Cuán delicioso y terrible el que les guardaba esta calma de templo de amor. Tuvo que ser todavía el amante el primero que rompió el abrazo con brusquedad de sensual martirio.

-¡Déjame!¡Déjame... ¡Adria!

Y mirándola extático, prorrumpió, lanzándola casi brutal á la butaca, donde quedó sentada:

-¡Yo odio en este instante tu belleza, que no podría renunciar, que no podré aceptar sin sufrir... de tanto como me mata! ¡Es de... una gloria del infierno! ¡Déjame!

Quería reír, agradecer... la agradecida, pero no pudo... doblóse en el asiento y se pasaba las palmas de ambas manos por los ojos, desde la frente al mentón, pálida como la abrasante emoción carnal que quería arrancarse... Él la contempló así, y escapó á sonar un timbre. Defendíase con extraños.

-La señorita querrá lavarse... antes de almorzar... -le indicó á Carmen, que acudía; y le añadió á Adria: -Sí, ¿sabes? He dispuesto que almorcemos (son las nueve) para que duermas, para que descanses sin tener que levantarte á las doce...

Partida la doncella al dormitorio, terminó él, más bajo y todo intenso:

-Duerme... hasta la noche... ¡La noche será nuestra!

Adria le besó la mano caída á su hombro, y le dejó adivinar, á pesar suyo, en la avidez pesada de los labios, la incredulidad hacia el propósito que ambos igualmente fuesen incapaces de cumplir.

-Mientras duermes -acentuó Víctor, queriendo aferrarse al esfuerzo de respeto á la viajera y de suntuosidad en su inmensa noche -yo apuntaré cosas de ti, de esta llegada tuya á nuestro templo..., en el despacho.

-Lo que quieras -sonrió la gentil oprimiéndole la mano. -No estoy cansada. No dormiré, me parece.

-¡El almuerzo! -pregonó desde la puerta Marciana, entrando bandeja en alto.

Fueron su voz y su irrupción de una casta alegría, cual si sus culinarias artes se hallaran bien empleadas, al fin (durábale el rencor á Matilde, á la efímera antipática) en la novia, en la linda novia de su Víctor. Adria era, pues, el sol de modestia que entraba en la casa radiando una simpática sentimentalidad de que ni los criados podían librarse. Toda contenta ya y confiada, corrió chiquilla á la alcoba y se quitó el corpiño para jabonarse la cara, el cuello, los brazos antes de almorzar, auxiliada por Carmen, que le presentaba toallas y colonia, y haciéndole de paso á la doncella pequeñas preguntas simples, amiga futura, entre arpegiados de risa... Le dio sus llaves. Quería que le sacase la ropa de los baúles mientras ellos á la mesa. Y puesto que salió por el falsete Carmen á decirle á Alfonso que entrase también el otro baúl, como tardase ella en el tocador un poco, un poco más de lo que convenía al plato caliente que esperaba, Víctor fué... sorprendiéndola á medio poner el corpiño, desnudo el cuello y un brazo todavía... que tocó para su mal, al darla, impulsivo, un nuevo abrazo... «¿Sí, sí, ves?... ¡imposible!... ¡Qué, noche!... Me parece, Víctor, que tú tampoco escribirías»...

-¿Vamos? -apremió fuera Marciana con su confianza de vieja ama y su inquietud de cocinera que quería lucirse.

Y fué un beso de los labios ya dormidos en promesa para después del almuerzo lo que cortó la voz, y no fueron Adria ni Víctor ciertamente los que hoy en el almuerzo pudieron estimar las excelencias de Marciana... Gracias á que restituida á su puesto de honor del fogón, mientras Alfonso servía se ahorró la vieja cocinera aquel desastre de comensales autómatas, veloces, bajo el amor que invitaba á otro bien más enorme festín...

Cuando fué por plácemes Marciana, no pudo entrar... herméticamente cerradas las puertas.