La altísima
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo I

Capítulo I

Bibly Diora editar

La fila de coches empezaba lejos del teatro. Cruzó Víctor el vestíbulo entre guardias y lacayos, y se detuvo en el desierto foyer á mirar la esquela:

«Esta noche en el «match» Secchi-D'Aurignac, teatro Lírico, Palco II».

¿Estaría el marido?

Subió. Cierta impaciencia le impulsaba por volver á ver á la que fué suya una hora y su ignorada tantos años. Era extraña, la cita aquí; pero renunció á explicársela. La psicología femenina, sentimentalmente interesante y compleja á menudo, debía ser intelectualmente absurda, todavía, hasta en... las «intelectuales».

En lo alto le retuvo la mirada un gran espejo que le recogió la imagen severa, de frac: diez años significaban en su vida hilos blancos en la sien, sombríos pliegues en la frente... ¿Qué cambio en Matilde?... Confiábanle poco los retratos.

Un acomodador le guió.

-¿Llevan mucho?

-Viene muy tarde, señor. Se está terminando. Gana el francés.

Silencio. Gritos de los tiradores.

Soltó en el antepalco el abrigo y el sombrero.

Por un momento dudó. Dos damas, á uno y otro lado del antepecho. Pero la que estaba de frente á la escena, Bibly, le tendió la mano -; y cuando la estrechaba Víctor, retenida la suya en efusión y sin cambiar una palabra, presentó ella:

-Un amigo, novelista... Mme. D'Aurignac, mejicana, casada con el caballero D'Aurignac.

Se inclinó la criolla de soberbio escote; pero se hallaba el asalto en un momento de interés que absorbía al teatro, lleno hasta la altura, y volvió á su marido los gemelos.

Víctor se había sentado cerca de Matilde, que después de contemplarle, recogiéndole la buena impresión, y reflejándole un poco su sorpresa de hallarle con más distinción en el frac que juventud en la cara -aquella juventud de Cádiz á los veinticinco años -, le recomendó con un gesto la prudencia, tornándose también al escenario.

Más blanca, más hermosa, más mujer: le ganaba la realidad, con la animación de la vida y el color, á la fotografía. Le habría citado para esta fiesta por presentársele en gala. Su peinado, en bandós, de cocota, lucía perlas y brillantes, como el lóbulo de la oreja y la gargantilla perro de su cuello carnoso y ágil. Otra flecha de brillantes le prendía las bridas de encaje en el punto que iniciaba la divergencia de los senos, acaso no turgentes, ya, como aquellos, sino en la obediencia al corsé. ¿Habría perdido gentileza al engrosar? ¿Habría surgido en la plena mujer la ardiente?... Sí, sí, una tísica y linda chiquilla en fiebre, entonces, en fiebre mental de coqueta, sin nervios.

«¡Jep!... ¡He lá!» -gritaba siempre uno de los tiradores. Y como girada á la escena seguía el juego Mme. D'Aurignac; y como de las butacas y de los demás palcos se dirigían á éste muchos gemelos, Bibly Diora, haciéndoselo notar, le lanzó á Víctor:

-¿Ves?... ¡Han publicado de más mis retratos los periódicos!

Él sonrió. Antes que á «la escritora», mirarían á la blanca baronesa apetitosa, junto á la no fea mujer del tirador -á la chata y buena moza de boca suave... Borrábasele la novelista de los retratos sencillos, adustos, que se dijese querer ser olvidada en el pasado por bien otra espiritual coquetería, ante esta cromática figura llena de gasas y brillantes. Los tenía en los brazos también, en el mango de los gemelos, en el clavo del abanico... Y no fué hábil, en suma la «altiva romancesca» de las cartas, deseando histrionescamente presentársele por primera vez con la mujer ó la querida de un espadachín.

Pero se engañaba Víctor. Era la curiosidad por ella. Hubo un descanso, durante el cual se limpiaban el sudor los tiradores, envolviéndose en amplios abrigos, y desde el escenario, á donde subía por la rampa mucha gente, la saludaban... Gozosa y grave, en vez de hablarle, recogía los saludos á cambio de sonrisas, por establecer delante de él su importancia literaria... Fueron luego visitas al palco mismo, periodistas, críticos, autores... que al encontrar á Víctor le saludaban también afectuosos, llamándole algunos «maestro»... ¿Por qué Bibly se sorprendía de verle enaltecido en el jubileo de tributos soñados para ella sola? ¿Necesitaba esta pública sanción de la valía de él para reconocérsela? ¿Habría creído, además, portentosa simple, que en una hora pudiese humillar la autora de Luzbel al «montaraz» autor de Las honestas?

Sin haberse cruzado una frase de intimidad, ya estaban frente á frente los dos como enemigos. Sin habérsele revelado la literata con una sola palabra, ya Víctor sabía que ella, que empezaba á estarle amable, le habría de requerir «como maestro», como hombre al mismo tiempo en quien vengase el viejo agravio... El viejo agravio aquí aumentado en un minuto con otra igual y tremenda herida del orgullo... ¡Oh, torpeza y desdicha siempre de impulsiva, de insensata, de orgullosa!... ¿Fueron sus cartas, era su arte más que algo de cintas y lazos, fácil para cualquier tenacidad femenina, como un arte de tocador?

Por eso no había podido Víctor concederle valor positivo al libro no mal hecho de despreocupaciones de coqueta, ni á las cartas de medio año contenidas en un propósito de reserva y de altivez... Por eso, ahora, al reanudarse el asalto en la escena, no agradecía el excesivo fervor de la que se le sometía discípula -de la que corregía su recelosa y fría presentación anterior á Mme. D'Aurignac (por si presentábale á una notabilidad un insignificante) con encomios. -La había juzgado.

«¡Jep!... ¡He lá!» -atacaba el italiano.

«¡Jái!» -contestaban con áspera rabia el francés.

Los aceros chocaban, vibrantes, sonando al desenlazarse como claros timbres. Vestía Secchi de blanco, calzón corto, y daba una siniestra elegancia más la careta á su grande figura suelta, con los brazos por el aire, en vuelo de alas inmensas, fatídicas. Pequeño y nervioso, debajo, resistía sus saltos D'Aurignac, vistiendo menos atildadamente peto gris y largo pantalón negro. Parecía la lucha de un chacal con un águila... Los gritos eran chillidos salvajes, y las acometidas, fieras... Y apenas si por esta ilusión cautivaba el espectáculo -pues aparte de que la selecta concurrencia pudiera confundir una espada de combate con otra de toreo, si no fuera por lo rojo, los aceros, á pesar de los focos que tenían encima, sólo se veían en centelleantes ráfagas ó se dejaban adivinar en sus choques sonorísimos.

El mismo jurado tenía que suspender el combate para deliberar á cada dudosa estocada; es decir, á cada instante. Estuvieron, según informó Matilde, á 16 por 13. Ahora, á 17; y les faltaban 3. -Un alto, una discusión... los dos rivales en tanto, quitadas las caretas, las caras foscas, irreconciliables, limpiábanse con toallas el sudor. Y ni el público sabía si las tablillas iban marcando golpes ganados ó perdidos, ni lograba interpretar si los ¡toccato! y los ¡touché! que repetían los adversarios, querían decir que eran tocados ó tocaban...

D'Aurignac se mostraba irritadísimo. A la escuela napolitana de gritos y de saltos, de fugas y de avances, de amagos y añagazas de Secchi con el hierro atrás y la vista fija, oponía constantemente la misma inmóvil guardia recogida, con la punta á la altura de los ojos. Rabioso y firme, no cedía el terreno ganado; y á los fondos velocísimos, temible especialidad de su contrario, paraba y contestaba con rápidas sorpresas, en que le hacía romper atrás, en que le hacía por maña y por acoso, llegar al cuerpo á cuerpo ó lanzar sus «¡toccato.!» enojadores. Desconcertado, finalmente, por el juego desleal, se habían puesto á 19.

Tornábase aquello aburridor, insoportable. El último golpe empezó á reñirse en un asalto más justo, largo y llenos de floreos de sala, que hacían pensar en un convenio «cabotinesco» de los dos no obstante los rabiosos gritos. Iban en excursión hacia Marsella, hacia París: vencedor Secchi en Roma y vencido en Florencia, creeríase natural que le tocase el triunfo en Madrid, reservándole la ecuánime alternativa en su país á D'Aurignac.

Tal sucedió, por último. Se aplaudió, se tomó una académica fotografía, y volvieron á la escena los atriles del concierto Marés, primera y tercera parte del programa.

Desfiló parte del público. En el entreacto, solamente vino al palco D'Aurignac, á recoger á su mujer, y con prisa de la ducha y de las friegas con colonia. Preludiaba la orquesta, cuando partieron, dejando en la semiobscuridad del concierto á Víctor y á Matilde.

-¿Ves? -dijo ella, cogiéndole al amante la mano entre las sillas -. ¡Un sueño, esta vuelta á nosotros, al fin! Sabía que nos dejarían solos. ¿Cuándo llegaste?

-Hoy.

Mentíala Víctor. Hacía seis días.

-¡Sin avisar!

-He querido sorprenderte.

-Tenemos mucho que hablar. ¿Vámonos?

-Vámonos -asintió él, que se habría quedado sin violencia al concierto y á quien ya no le importaba de Bibly Diora sino la Matilde Brull... más mujer, más hermosa. Apenas á esto le añadía un poco de psicológico interés, para el observador de la vida, el no fácil procedimiento con que ella intentase presentarle la batalla -que no menos tendría que ser la liza de amor con la provocadora vencida en otro tiempo.

-Son las doce -dijo ella -. Dispongo de dos horas. Las pasaremos donde quieras... con tal que, en lo que yo no quiera, prometas respetarme.

-¡Ah! Bien. Tú sabes que sé respetar á las mujeres.

La advertencia fué, efectivamente, toda de Matilde Brull.

-¿Lo prometes?

-Lo prometo.

-¿Palabra de honor?

-Palabra.

Le dio Matilde la mano, en amistad -y resolvió tras leve duda:

-Al inglés entonces. Tengo hambre... La noche no está para paseos.

Se levantaron. Se pusieron los abrigos. Víctor sonreía. Eranle familiares á la flamante novelista los refugios de la trivial galantería.

Bajó ella un poco delante la escalera de mármol, y debió agradarse en el espejo, junto á Víctor, clara, gris en su imperial capa de pieles. Al llegar al pórtico, se les acercó una victoria con excelente tronco.

¡Al inglés! -le ordenó Bibly al lacayo que les abrió la portezuela.

Rodó el coche. Por un rato pareció su dueña preocuparse de dejar á Víctor convencerse, en el silencio, en el muelle blandor del carruaje, de que la corte de España no habíale mermado á la baronesa Georgesco los faustos fáciles en Cádiz. Él iba pensando que el tronco de caballos habría puesto más que la autora en el triunfo de Luzbel. Y le habló ella en seguida de Luzbel... de Cádiz, de la «linda y necia» Norberta, con quien Víctor la creería en rivalidad... Habló de artistas, de una obra suya destinada á la Comedia, del tiempo breve que para escribir dejaba la vida de Madrid..., del marido, el rumano, eterno jugador del Club -con quien vivía en un divorcio material absoluto y social, casi completo, á su amplia libertad... ¡Si no fuera por sus hijos!... Era, en Cádiz como en Madrid, la misma terrible y voluble habladora que iniciaba cien cuestiones, pasando apasionadamente, atropelladamente á otras -y que tenía, además, la condición de no escuchar.

A Víctor le causaría mareo, si él no tuviese, en cambio, la condición de no oír. Al desembocar en la calle de Alcalá, Matilde se esquivaba hacia el rincón, tapándose con las pieles... Lo de menos el marido. ¡Las gentes!... Un pueblo, Madrid, á los cuatro días... «¡Habían publicado tanto su retrato los periódicos!»...

-¿Ves?... ¡Barrón! -dijo recogida de improviso, ante un landó que pasaba -. Tertulio de Sánchez-Torra, el crítico... Por cierto que me asedia...

-¿El crítico?

-Y ése. Es tremenda la vida de las letras para una mujer. ¡La verdadera virtud, entre el peligro! Dice muy bien tu Salvata.

-¿La has leído? ¿Te place?

-¡Soberbia!... ¡Estás hecho un maestro, chiquillo!... Ya hablaremos. Tu libro ha trastornado mis ideas. Discutiremos, discutiremos... porque te hallo un tanto complicado... un tanto parisiano, diabolesco. Yo no; gaditana y española. Las perversidades eróticas me parecen tonterías.

-Tú me ofendes.

-¿Yo?

-Prefiero creerlo á creer que no entiendes mis libros. En ellos no hay nada perverso. Los idolitos chinos y las ánforas letales, me parecen, más que á ti..., majaderías.

-Estás un poco afrancesado, de todos modos. Te pierdes en rarezas psicológicas. Algo de extravagancia... que tú no necesitarías.

Habría argumentado, Víctor, defendiéndose. Pero la veía atenta á los coches y á sus propias impresiones, y temiendo que no le hubiese de entender más que la peinadora de Versala, se limitó á afirmar:

-Mi obra sólo tiene una aspiración, una complicación inevitable: la de deshacer la de otros, la del RETORNO ó lo sencillo. Para salir del bosque al llano, hay que volver por el bosque.

-¡Ah! -exclamó Matilde.

Y hubiera podido Víctor creer que la asustaba una imagen que cruzó gentil su fantasía: la de Adria... Pero vio el motivo más plástico: dos damas que pasaban frente al Suizo en automóvil.

-¿No las conoces? -preguntó Bibly con la petulancia de quien informa á un lugareño. -La marquesa de Valmata con Aurora Ríos, la que firma Sapho... ¡y hace bien, aunque no por los poemas! ¡Cómo está Madrid! ¡Ridículo!

Paró el coche. La preocupada de ocultarse, bajó á la puerta del Inglés ufana de llamar la atención con sus portes de gran cocota, con sus lacayos, con sus brillantes, con su amante...

Arriba, los condujo á un reservado el camarero.

Hecha la lista, quedaron solos en el claro saloncillo galante, lleno de palmeras y de espejos.

-¡Oh, sí, es igual! -exclamó Bibly con candor provocativo, alarmada ante el diván más ancho nupcialmente escondido detrás de unas kencias -. ¡Amigos de las almas!... ¡tengo tu palabra!

Y al mismo tiempo, ofrecíale sobre el hombro la capa con la punta de los dedos. Se acercó Víctor y dejóse ella despojar majestuosa... Pronto gritó, protestando:

-¡Eh!?

Un beso en la mano, cogida en alto, á traición. Dio un paso y permaneció mirando á Víctor, severa.

-Bah, nada -murmuró él -. Nada, Bibly: cancillerescamente. Pareces una reina. Altas etiquetas.

A la sumisión equívoca, vaciló la baronesa y perdonó:

-Bien como á las reinas... ¡concedido!... Pide mi

venia, sin embargo, para más... ó saldré. Has dado tu palabra de honor.

-«Respetarte en cuanto no quieras»... no fué así?

-Justo -asintió tirándose por las uñas de las manoplas y complacida del cortés aspecto.

Y él añadió, desorientándola:

-Sólo falta que tú quieras hacerte respetar.

-¡Oh! ¡oh! qué tonto eres... -reprochó sentándose á la mesa, puesto que Víctor con el ademán principesco la invitaba -. Soy ya muy otra que en Cádiz.

-Allí, de lumbre.

-Aquí, de hielo.

Se sentó Víctor también, enfrente.

Bajo la mesa, recogían los pies para no tocarse. Callaban. Estudiaba Bibly la cómica sindéresis de los respetos del amante, sembrados de osadías. Reflexionaba su más propia adaptación á la situación singularísima, subordinándola á sus propósitos, y optaba, en fin, por un plan de coqueta resuelta á hacerse desear... días ó meses, no importaba. -Lo esencial era no entregarse de nuevo, sin victoria, al altivo desdeñoso de otro tiempo, al maestro, de quien podría necesitar.

Se miraban, de codos en el mantel; y por vez primera, desde su esquiva y artera atención de cautos, fueron cayendo los dos en la egoísta atención de sí mismos: una especie de cálculo carnal del placer que pudieran darse. En la mutua fijeza, llegó á prescindir cada uno de la atención absorta del otro.

No habíala estimado Víctor, ni aun como belleza limitada, atrayente en el engañoso dulzor de su faz y en su espléndida blancura, cuanto debió y la hubiera estimado por sí propia á no aceptar despreciativo su entrega de coqueta en sandia rivalidad con aquella rubia Norberta más estúpida, pero más linda. Su boca era breve, de gruesos y rectos labios muy rojos; su nariz, corta y suave como la de una niña de tres años; y sus ojos, claros y extraños bajo el pelo obscuro, planchado, brillante contra las sienes por disculpar jactanciosamente su abundancia, transparentaban una caricia de lago, serena y profunda, siempre que no cobraban durezas repulsivas por cualquier contrariedad.

-¡Qué viejo estás! -la oyó decir, como si saliese de su abstracción al volver el camarero... y al advertirse tal vez observadas las líneas que empezaban á inscribirla los años por las sienes.

-¿Mucho?-contúvose Víctor.

Sincero, la habría tenido que decir enojándola y haciéndola creer en una irónica venganza, que notaba esto, en verdad -los pliegues incipientes de su frente y de sus párpados -, y que le agradaban, en ella, «como en un melocotón muy maduro», lleno de jugos...

E insistió ella, como quien quiere justiciera probar sus dichos:

-No tienes ya aquellas crenchas de artista. Más me lo parecías entonces.

Servíala el camarero. Miró á su plato hipócritamente triunfadora.

Era que, la que no pudo antes establecer sobre el «maestro» su mental ventaja, establecía sobre el ex amante, que volvería á serlo, su ventaja física... quizás química. Un modo de anticiparle que se le daría por caridad.

Fué á asomar una pueril sonrisa en los labios de Víctor, única correspondencia posible á la pueril sandez, y se le tornó amarga. -«¡Qué viejo estoy!» habíase despreciado él propio muchas veces al despertar de sus noches de trabajo; pero oíale lo mismo á una mujer, y no por descontarle á la intención la burda malignidad de la coqueta sintió menos la verdad -en otra repentina evocación dolorosa de la lejana y divina Adria, de la niña de marfil de veintitrés años, al lado de la cual él sería un viejo indudable cuando llegase ella á los buenos treinta y ocho de Matilde ahora.

Sonreía, sonreía en cambio Matilde, Bibly, la estúpida, en éxito de juventud. Quiso compasiva consolarle -cuando volvió á partir el camarero:

-¡Qué importa, Víctor! ¡Una amistad de las almas!

Lo decía por cuarta vez.

La imbécil tocaba espiritualmente en lo grotesco. Víctor volvió á recordar como cien veces preferible la muda idiotez de Norberta.

Aplicóse ella á sorber ostras y á saborear callada el triunfo.

-¿Qué piensas? -preguntó después, viéndole apartar su plato lleno de valvas vacías.

-Lo que Salvata, en mi libro -respondió -. Que las ostras saben á besos profundos.

-¡Ah!

-Y me entraba algo así como deseo de besar profundamente tu boca como una ostra.

-¡Ah! ¡qué horror!... ¡qué poética comparación de novelista!

-Exacta. Es mi poesía.

Cogió ella una ostra de un plato y se la dio.

-Pues, toma, ¡besa! Mi boca, no. Quiere y sabe otras poesías.

Sorbió él el marisco, y Matilde al verle su resignación indiferente, acentuó su adustez.

-Y oye, Víctor, te ruego, te exijo que no me vuelvas á hablar así. He venido confiada al caballero.

-Y el caballero te escucha -argumentó Víctor.

El caballero te obedece, baronesa... aunque todos los caballeros besan á las lindas baronesas en el mundo.

Enmudeció, sirviéndose otro plato -sirviéndola vino, que ella rehusó nuevamente con gesto sutil de experta que sabe defenderse.

Habló, habló entonces Bibly Diora, voluble, trivial, victoriosa, mientras sirvió el correcto camarero tres platos más, y sobre el que creía aturdimiento contrariado de Víctor. Habló de todo otra vez, en vértigo de cosas vividas ó soñadas que iba aplazando por igual «para otro día»... Nunca impresionadora, su charla, que tenía siquiera música no ingrata, y constantemente impresionable superficial, ella, como un movible espejo, hasta del silencio del adusto, apenas cortado por monosílabos, apenas delatado en vaguedad por su atención pasajera á los desnudos brazos de «la novelista» y al escote de blancor de leche que se henchía en bilobada expansión al respirar, dedujo en fugaz irritación, siempre incongruente, que seguía siendo «el orgulloso intolerable»... aunque también, al menos, el voluptuoso caprichoso que la habían revelado plenamente sus libros...

-¡Qué piensas? -insistió con brusquedad, convencida de que no la iba atendiendo.

-En ti. En una sola cosa de ti, que me anubla tus ideas. Tengo el antojo de un beso.

-¡Víctor!

-De uno tan solo, Matilde... y ya lo ves, no te lo doy... lo pido, fiel á tu orden.

-¿Es un honor á la... hembra? ¿No sabes otros?

-Es un honor á la artista -replicó Víctor con su dócil sumisión hondamente impregnada de burla audaz, que la irritaba -. Un beso para un ansia y para oírte en calma después.

Matilde le contempló. Dudó y resolvió:

-¡Menos mal... para un ansia! Creí que el novelista de amor había llegado á ser tan burdo que sólo supiera pedir los besos á las damas por antojo... ¡Ven por él!

Le ofrecía los labios. Se levantó Víctor, se acercó dando una vuelta á la mesa, y dio el beso.

-¡Uno solo! -contuvo Bibly apartándole.

-Esperaba el sonar del tuyo, Bibly.

-Bah, yo no beso. Tú, que te complace, y Norberta.

Restituido á su sitio, la oyó continuar ahora su desprecio hacia Norberta, en odio vivo todavía... en dolor por el amante «que llegó tan torpemente -no quería decir innoblemente -á despreciarla ante aquella mona rubia cuya apariencia de virgen ártica y cuyos ojos celestes, serenos, le tenían al marido la cabeza hecha una selva»... Protestaba, en cambio, de ser aquel amor EL ÚNICO á que habíase lanzado ella, en mala hora, buscando la salvación de su infierno con el soez rumano, para caer en el «poeta de grosería sin nombre»...

-Sí, Víctor, sí... perdóname... Pecado mío, al fin (te lo concedo), de chiquilla... ¡Era tan niña entonces!...

-Y... ahora? -insinuó Víctor.

-¡Mujer! -le respondió altanera.

-¿Que no ama?

-¡Con el alma!... ¡Que no es niña! ¡Que no besa! El camarero servía postres. La miró.

Otra extrañeza de otra índole hubo en la afirmación para Víctor; y la dijo, mondando un plátano, de que hubo salido el camarero:

-Yo, sí; beso. Y mi Salvata.

¿Por qué cayó entre los dos tal nombre de un fantasma con la pesada fuerza de una rival llena de vida?

-¿Tu... Salvata? -rechazó Matilde en una rabia sonriente -. ¡Bah! ¡la original! ¡la excéntrica titiritera que brinda el champaña en las nubes!... ¡tu proyección de un ensueño «extravagante»! Yo, sin besos..., más alta, mucho más que TU Salvata!

-Creo, Bibly, con todos los respetos, que no has tenido la suerte de comprender á mi heroína.

-Sí, una mujer que se da en Lisboa á un llegado por mil francos... ¡Pobre de ti!... ¿tu ensueño? ¡Ni tú mismo sabes lo que dices!

Caía á la exasperación celosa con todo su ser miserable de coqueta, y terminó en sarcasmo:

-Yo le habría puesto á tu libro, en nombre del pobre Darío excelso, este título que quiso darle un satírico escritor á una agencia de novios: El cuerno espontáneo.

Víctor se inmutó. Habría contestado una violencia, y dijo nada más -acaso más sañoso en su sonrisa:

-¿Estás tu cierta... de haber comprendido á Salvata?

-Tanto -replicó Bibly Diora con viveza -, que deploro nada más por tu ideal, que no hayas escrito ese libro después de conocerme.

-Pues, mira, yo te digo esto -acentuó Víctor firme ya sin perder la cortesía -: esa mujer de ilusión, será, de ti conmigo, tu prueba formidable. ¡La prueba de todo el Amor, con su luz de gloria... por encima de las humanas miserias que hacen del amor una guerra de caza ó de conquista, y luz quizás más fuerte que lo que aún pueden soportar sin deslumbrarse los más claros ojos de las... tenebrosas Dianas de la tierra!

Bibly se había levantado de la mesa. La habían levantado el odio y la altivez, en lenta rabia. Apoyada una mano en el respaldo de la silla y la otra en el mantel, exclamó:

-¡Orgulloso!

-«¡Como un dios!» -recogió Víctor sin moverse.

Y ella entonces, alejándose, tornó sobre el hombro la cabeza al decir despreciativa:

-¿Frases de... Salvata?

-Ya lo ves. Estamos jugando su parodia.

Dicho esto con la enorme indiferencia que lo expresó Víctor, fué una pedrada en el alma de cristales. Crispó los puños Matilde y miró su abrigo. Pensó salir. Veía al ex amante tomar tranquilo á cucharadas un sorbete... y se acercó amenazadora, poniéndole la mano en el hombro.

No supo, al temblor de su boca, cuáles de las varias frases de odio que el corazón le vertía dejar salir:

-Oye, Víctor -preguntó -: ¿me crees de verdad incapaz de igualar... incluso á esa Salvata, si quisiera?

-Te juzgo capaz de... intentarlo.

O era torpe ó le bastaba, segura de no arrancarle más, tan pequeña concesión. Se sentó á su lado y arrastró por entre los fruteros la copa de su sorbete.

-Llámame Salvata también si el nombre te enamora.

-¿Lo quieres ser tú, mi Bibly?

-Lo puedo ser.

Doblado á ella, se halló tan cerca que no tuvo sino tender el brazo un poco para rodearla el cuello y besarla... por besarla y por ocultar el nuevo gesto desdeñoso ante la arrogancia inconsciente. Estaba Bibly Diora en una excitación dolorosa de toda su vida removida, de todo su mismo ser, hecho sobre un fondo de soberbia con ternuras fáciles, y le besó también -llorando, por absoluta necesidad de desahogar sus iras de algún modo..

Le besó, en callados besos, reteniéndole contra ella con no sabría ella misma qué angustiosa ambición de apacible hermano ó de esquivo rival incomprensible á quien al menos así sujetaba entre su carne. Lloraba... y el llanto luego cesó, abandonada la frente contra el hombro del tirano domado con caricias.

Pero la advirtió Víctor molesta en el borde de la silla, y la alzó enlazada y la guió al diván. Las kencias le formaban un dosel de flotantes abanicos desmayados. Allí, siempre Bibly sobre su pecho, empezó á contarle lastimera cómo por él, para ser completamente digna de él algún día, se había propuesto ser «artista como él», ya que hacia él la impulsaron su desvío y la horrible vida solitaria de esposa sin cariño y hasta sin consideraciones por parte de aquel españolizado extranjero soez y vicioso...

Todo pudiera ser comedia para Víctor, excepto la realidad de los blancos senos ofrecidos tan cerca en el escote, olientes á jazmín, á heliotropo, á velutina, á un perfume picante y polvoroso. Era él ¡que perdía!... «el transformador de lo horrible» y podía, por tanto, jugar un poco también con esta baronesa Georgesco á su Salvata... como había jugado y seguiría jugando con Adria transfigurada de prostituta en «ideal»... ¡Qué perdía!.. la obligó á escucharle, con el gesto y el acento de pasión, y dejóla oír largamente «para ella», y más arrogante y humano, el decir de sus novelas.

Matilde Brull, aturdida de éxtasis y de asombros, se abandonaba en pleno olvido de Bibly Diora... Las ascuas de amor que estallaban en su oído ó en sus ojos, iban prendiendo fuegos nuevos ó ignotos en su sangre... fuegos de su vida de mujer que nadie supo encender, ni este amante que la tuvo, por torpezas é impaciencias de ella, en la hora limitada y frívola del lecho de un hotel.

«... ¡Cómo te engañas, artista! ¡Y cuán poco supieras del mundo obstinada en la soberbia solitaria de Luzbel!... Lo contrario, borrarse, deshacerse, desparramarse en la Tierra, dándose igual á otro igual que á la esencia de una rosa... Morir, es disolverse en amores... ¡Morir augusto, de dioses de los cielos... morirse en bella muerte inmortal transfundido al alma de la luz y de los aires!... infelices los que odian!...¿No hablaba yo así á mi Salvata, á mi Flora, á mi Marta, á mi Mercedes?... Las besaba, y ¡ah!, el beso, Matilde... Pero ¿qué sé yo que sepas de nada tú, cándida novia mía, si no me haces saber que sabes lo que es el beso?... Es la vida misma, la verdad... la verdad entera de una vida pequeña ó grande, ó como la vida sea, temblando en unos labios... Eso es ¡oh mi inocente!, el beso supremo que se estampa cuando está entregada con el cuerpo toda el alma.»

Brindó la cara Matilde, estrechó la corona desnuda de sus brazos, y en la boca del amante prisionero bebió vida largamente... ¿Qué hizo él?... ¿Dejó pasar tal vez el instante propicio?... ¿Fué aquel tremor del cuerpo elástico y hermoso el de la frágil copa animada que vierte su ambrosía... ó fué nada más la coqueta advertida de improviso en inminente entrega al impulso de unos brazos suavemente invitadores?...

La sintió Víctor esquivársele; la vio levantada y destrozada sin embargo de deseos junto á él.

-¡Matilde!

No respondía.

Tenía los puños en los ojos y así se alejaba lentamente hasta la mesa.

-¡Matilde!... ¡Salvata, ven!

Y el nombre no fué oportuno. Una imperceptible convulsión irguió á la altiva; bajó los brazos y.

-¡Oh, no, Víctor! -exclamó -. ¡Amantes de las almas! ¡Nada más!

Inútil toda insistencia. Se lo indicaba á Víctor el ademán nuevamente teatral, aparatoso, con humildad compuesto de falsas majestades.

Esperaba ella verle acercarse, suplicando, cayendo de rodillas, rendido á discreción en su hermosura á sus hábiles ardides, que habrían de ser implacables esta noche, y la sorprendió y la contrarió verle resignarse, displicente de pronto también, incorporado en el asiento para sacar del bolsillo del frac la pitillera. Encendió Víctor el cigarro y arrojó la cerilla sin decir una palabra. Fumó, y se entretuvo en arrojarle arriba el humo á la kencia...

-¿Te vas, acaso? -preguntó luego con frialdad.

Y Bibly Diora, que permanecía apoyada de espaldas en el borde de la mesa, palideció.

-Sí -dijo mirando el relojillo con un gesto que quiso que fuera jovial, por no traslucir el infierno de su pecho.

-Ya es tarde, las dos y media. Media hora más de la ofrecida. ¿Tú, te quedas?

-Sí. Tal vez sea imprudente que salgamos juntos.

-Como quieras. Puedo dejarte en tu casa.

-¿Y quedarte en ella?

-¡Oh, no, no! Eso, jamás!

-Bien. Me llevas. Gracias.

Se levantó, llamó al mozo, pagó mientras Bibly Diora se ponía la regia capa de pieles, acabó él aún de echársela sobre los hombros, y un momento después estaban en la victoria.

Olózaga, 43 triplicado, le ordenó esta vez Bibly al cochero, tras de oírle á Víctor su dirección.

El coche partió por la ancha calle alumbrada y casi desierta. Matilde y Víctor hablaron de libros, de editores, de sendos proyectos de trabajo.

Al llegar se despidió él con un beso en la mano.

-¿Hasta cuándo?

-Hasta... ¡no lo sé!-contestó Bibly -. Quizás fuese mejor no buscarnos, Víctor. Dos amigos, ¿te parece? Por ahí... ¡Nos veremos tantos días!

-Hasta la vista entonces, Matilde.

-Hasta la vista.

Él mismo cerró el coche, y vio saltar al lacayo y partir de nuevo la victoria hacia recoletos.