La Tribuna de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XXI

Capítulo XXI

Tabaco picado


A los pocos días supo Amparo en la Granera, convento laico donde nada se ignora, que Chinto andaba pretendiendo ingresar en el taller de la picadura. Empezó a correr y comentarse en la Fábrica la leyenda del mozo transido de amor que por estar cerca de su adorado tormento se metía en los infiernos del picado, en el lugar doliente a cuya puerta hay que dejar toda esperanza. De qué manera se las compuso Chinto para lograr su deseo, no hace al caso: lo cierto es que obtuvo la plaza, y que Amparo se lo encontró frecuentemente a la entrada y a la salida, triste como can apaleado por su amo, y sin que le dijese nunca más palabras que «Adiós, mujer... vayas muy dichosa». No cabía que Amparo, generosa de suyo, dejase de ser la primera en trabar otra vez conversación con él: hablaron de cosas indiferentes, de sus respectivas labores, y Amparo prometió visitar el taller de Chinto: que con venir diariamente a la Granera, no lo conocía aún. La Comadreja la acompañó en la visita. Descendieron juntas al piso inferior, con propósito de aprovechar la ocasión y verlo todo. Si los pitillos eran el Paraíso y los cigarros comunes el Purgatorio, la analogía continuaba en los talleres bajos, que merecían el nombre de Infierno. Es verdad que abajo estaban las largas salas del oreo, y sus simétricos y pulcros estantes; el despacho del jefe, y el cuadro de las armas de España trabajadas con cigarros, orgullo de la Fábrica; los almacenes; las oficinas; pero también el lóbrego taller del desvenado y el espantoso taller de la picadura.

En el taller del desvenado daba frío ver, agazapadas sobre las negras baldosas y bajo sombría bóveda sostenida por arcos de mampostería y algo semejante a una cripta sepulcral, muchas mujeres, viejas la mayor parte, hundidas hasta la cintura en montones de hoja de tabaco, que revolvían con sus manos trémulas, separando la vena de la hoja. Otras empujaban enormes panes de prensado, del tamaño y forma de una rueda de molino, arrimándolos a la pared para que esperasen el turno de ser escogidos y desvenados. La atmósfera era a la vez espesa y glacial. La Comadreja andaba a saltos por no pisar el tabaco, y a veces llamaba por su nombre a una de las desvenadoras.

-¡Hola... señora Porcona! -exclamó dirigiéndose a una que parecía tener los párpados en carne viva y los labios blancos y colgantes, con lo cual hacía la más extraña y espantable figura del mundo-. ¿Hola... cómo le va? ¿Cómo están esos parientes? Tú no sabes -añadió volviéndose a Amparo- que la señora Porcona es parienta, muy parienta, del señor de las Guinderas, aquel tan rico que tiene dos hijas y vive en el Malecón y viene aquí a veces: y él se empeña en negarlo y en no darle un ochavo; pero ella se lo ha de ir a cantar a las hijas el día que vayan más majas por el paseo. ¿Verdá, señora Porcona?

-Yyyy... y es como el Evangelio, hiiigas... -contestó una voz temblona como el balido de la cabra, y aguardentosa además.

-Explíquenos el parentesco, ande -sugirió Amparo prestándose a la broma de su amiga.

La vieja alzó sus manos sarmentosas, se las pasó por los sangrientos ojos, y con muchas oscilaciones del labio inferior:

-Aunque... Diiios en persona estuviese allí -pronunció señalando a uno de los gigantescos panes de tabaco-, yo no he de contar mentira. Oíd, espectadores del caso. Es de saber que el padre del padre de mi madre, o quiérese decir mi bisabuelo, digo, el abuelo de mis padres, era cuñado carnal, o quiérese decir, medio hermano de la abuela de la madre política del señor de las Guinderas... De modo y manera es, que yo vengo a ser parienta de muy cerquita, por la infinidá de la sangre...

-Y es mucha picardía que no le den siquiera un realito diario para aguardiente -sugirió malignamente la Comadreja.

-¡Aaaa... guardiente! -clamó la vieja acentuando el trémolo-. ¡Diera Diiiios pan!

-Vamos, que un sorbito ya entró.

-Ni maldiito olor dél me llegó tan siquiera: y eso que a mis añitos, hiiigas... ya os gustará calentar el estómago que se pone como la pura nieve.

-¿Qué años tendrá, señora Porcona? Sin mentir.

-¡Busssss! -pronunció la desvenadora. Así Dios me salve, ni sé de verdad el año que nací. Pero... -y bajó la temblona voz- sepades que cuando se puso aquí la fábrica, de las diez y seis primeritas fui yo que aquí trabajaron...

-¡Dónde irá la fecha! -murmuró la Comadreja. Amparo le tiró del brazo horrorizada de aquella imagen de la decrepitud que se le aparecía como vaga visión del porvenir. Recorrieron la sala de oreos, donde miles de mazos de cigarros se hallaban colocados en fila, y los almacenes, henchidos de bocoyes, que, amontonados en la sombra, parecen sillares de algún ciclópeo edificio, y de altas maniguetas de tabaco filipino envueltas en sus finos miriñaques de tela vegetal; atravesaron los corredores atestados de cajones de blanco pino, dispuestos para el envase, y el patio interior lleno de duelas y aros sueltos de destrozadas pipas; y por último, pararon en los talleres de la picadura.

Dentro de una habitación caleada, pero negruzca ya por todas partes, y donde apenas se filtraba luz al través de los vidrios sucios de alta ventana, vieron las dos muchachas hasta veinte hombres vestidos con zaragüelles de lienzo muy remangados y camisa de estopa muy abierta, y saltando sin cesar. El tabaco los rodeaba: habíalos metidos en él hasta media pierna: a todos les volaba por hombros, cuello y manos, y en la atmósfera flotaban remolinos de él. Los trabajadores estribaban en la punta de los pies y lo que se movía para brincar era el resto del cuerpo, merced a repetido y automático esfuerzo de los músculos; el punto de apoyo permanecía fijo. Cada dos hombres tenían ante sí una mesa o tablero, y mientras el uno, saltando con rapidez, subía y bajaba la cuchilla picando la hoja, el otro, con los brazos enterrados en el tabaco, lo revolvía para que el ya picado fuese deslizándose y quedase sólo en la mesa el entero, operación que requería gran agilidad y tino, porque era fácil que al caer la cuchilla segase los dedos o la mano que encontrara a su alcance. Como se trabajaba a destajo, los picadores no se daban punto de reposo: corría el sudor de todos los poros de su miserable cuerpo, y la ligereza del traje y violencia de las actitudes patentizaba la delgadez de sus miembros, el hundimiento del jadeante esternón, la pobreza de las Barrosas canillas, el térreo color de las consumidas carnes. Desde la puerta, el primer golpe de vista era singular: aquellos hombres, medio desnudos, color de tabaco, y rebotando como pelotas, semejaban indios cumpliendo alguna ceremonia o rito de sus extraños cultos. A Amparo no se le ocurrió este símil, pero gritó:

-Jesús... Parecen monos.

Chinto, al ver a las muchachas, se paró de pronto, y soltando el mango de la cuchilla, y sacudiéndose el tabaco, como un perro cuando sale de bañarse sacude el agua, se les acercó todo sudoroso, y con un sobrealiento terrible:

-Aquí se trabaja firme... dijo con ronca voz y aire de taco. Se trabaja... prosiguió jactanciosamente, y se gana el pan con los puños... ¡Se trabaja de Dios, conchas!

-Estás bonito; parece que te chuparon -exclamó la Comadreja, mientras Amparo lo miraba entre compadecida y asquillosa, admirándose de los estragos que en tan poco tiempo había hecho en él su perruno oficio. Le sobresalía la nuez, y bajo la grosera camisa se pronunciaban los omóplatos y el cúbito. Su tez tenía matices de cera, y a trechos manchas hepáticas; sus ojos parecían pálidos y grandes respecto de su cara enflaquecida.

-Pero, bruto -exclamó la Tribuna con bondadoso acento-, estás sudando como un toro y te plantas aquí entre puertas, en este pasillo tan ventilado... para coger la muerte.

-Boh... -y el mozo se encogió de hombros-. Si reparásemos a eso... Todo el día de Dios estamos aquí saliendo y entrando y las puertas abiertas, y frío de aquí y frío de allí... Mira onde afilamos la cuchilla.

Y señaló una rueda de amolar colocada en el mismo patio.

-La calor y el abrigo, por dentro... Ya se sabe que no teniendo aquí una gota... (y se dio una palmada en el diafragma).

-Así apestas, maldito -observó Ana-. Anda, que no sé qué sustancia le sacáis al condenado vinazo.

-Antes -pronunció sentenciosamente Amparo- sólo probabas vino algún día de fiesta que otro... Pues aquí no tienes por qué tomar vicios, que gracias a Dios la borrachera poco daño nos hace...

-Las de arriba bien habláis, bien habláis... Si os metieran en estos trabajitos... Para lo que hacéis, que es labor de señoritas, con agua basta... Quiérese decir, vamos... que un hombre no ha de ponerse chispo; pero un rifigelio... un tentacá... ¿Queréis ver cómo bailo?

Volvió a manejar la cuchilla, mostrando su agilidad y fuerza en el duro ejercicio. De esta entrevista quedaron reconciliados la pitillera y el picador, que la acompañó algunas veces por la cuesta de San Hilario abajo, sin renovar sus pretensiones amorosas.