La Tribuna de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XIV

Capítulo XIV

Sorbete


Josefina García estaba aquella noche muy compuesta y emperejilada en el paseo de las Filas, y la acompañaban las de Sobrado. Cuanto se ponía Josefina ajustábase siempre a los últimos decretos de la moda, no sin cierta exageración y nimiedad, que olía a figurín casero. Era esa la condición del cuerpo de Josefina semejante a la de la cola que los escultores usan para vaciar sus estatuas, que recibe toda forma que se le quiera imprimir. Josefina entraba dócil en los moldes impuestos por la moda, sin rebelarse ni protestar jamás. Tenía su físico algo de impersonal, una neutralidad que le permitía variar de peinado y de adorno sin mudar de tipo. Mediana de estatura, su rostro prolongado y sus agradables facciones no ofrecían rasgos característicos. Sus ojos, ni chicos ni grandes, ni eran feos, pero sí dominantes y escudriñadores más de lo que a su edad y doncellez convenía; su sonrisa, entre reservada y cándida, demasiado permanente en los labios, para que no tuviese visos de fingida y afectada; su talle, modelado por el corsé, sería pobre de formas si hábiles artificios del traje, como un volante sobre los hombros, o en la cadera, no reforzasen sus diámetros. Sin aliño y despeinada, Josefina debía parecer poca cosa; ayudada por el tocado, adquiría cierta postiza morbidez. En realidad, era un fruto prematuramente caído del árbol, una doncella núbil antes de tiempo; a los trece, cuando tocaba habaneras, tenía ya las coqueterías, los celos, los caprichos de la mujer, y ahora aquella flor rápida y precoz se había deshojado, y en vez de la lozanía seductora de la juventud, notábase en Josefina la tiesura y empaque de una señora formal y los remilgos de una lugareña. Figurábase que la distinción, el buen tono, consistían en contrahacer los menores movimientos, ajustándolos a una pauta preestablecida; que había un modo elegante y otro cursi de reír, de estornudar, de abanicarse; que hasta existían opiniones distinguidas y bien vistas, y opiniones que ya no se llevaban; y que en todo, lo más selecto y fino eran las medias tintas, la insustancialidad, lo insípido, inodoro e incoloro. Hablando de cosas superficiales, no le faltaba cierta charla vivaz, semejante al trinar del jilguero; pero apenas se tocaban asuntos serios, creíase obligada, por su papel de niña elegante y casadera, a encogerse de hombros, hacer cuatro dengues y mudar de conversación. Tal cual era Josefina, muchas señoritas la imitaban, porque, según se decía, «sacaba las novedades»; y aunque tachándola de exagerada y rara, a veces, con el rabillo del ojo observaban las innovaciones de indumentaria que lucía, para reproducirlas al punto.

Aquel año comenzaba a imperar el traje corto, revolución tan importante para el atavío femenino, como la de Setiembre para España; las avanzadas en ideas se habían apresurado a cercenar sus faldas, mientras las conservadoras no se resolvían a suprimir la cuarta de tela con que barrían las inmundicias del piso. Josefina, que en materia de vestir era radical, llevaba la moda nueva en todo su rigor, con túnica de seda negra adornada de bellotas de pasamanería, cayendo sobre redonda falda de glasé azul. Un velo de rejilla formaba a su rostro la misteriosa aureola de un confesionario, y los cuernos de su peinado bajaban con gracia y simetría hacia la nariz. Por la espalda y en la cintura, un lazo negro muy pronunciado servía para abultar lo que entonces quería la voluble diosa que abultase. Echaba la señorita los codos atrás con objeto de destacar el busto, actitud que escrupulosamente copiaba la segunda de Sobrado, Clara. Lola, que iba en medio, era la única a poner el cuerpo como Dios se lo dio. La luz de la luna, que se alzaba iluminando el paseo de las Filas y el mar, la hora y la temperatura envidiable de una noche de verano, incitaban a amantes efusiones, o siquiera a galanteos, y hasta el ruido de la concurrencia se brindaba a ser cómplice de tiernas palabras pronunciadas a media voz; así lo comprendía Baltasar, que acompañaba a las muchachas, inamovible al lado de Josefina, y haciendo, sin escrúpulo, que sus hermanas llevasen la cesta. A lo lejos, el blando murmullo de las olas, que parecían un lago de plata, decía cosas embriagadoras y poéticas; cantaba un idilio intraducible al humano lenguaje. La conversación del grupo era, no obstante, por todo extremo, vulgar.

-Está desanimado el paseo. ¿Verdad, Sobrado?

-Animadísimo lo encuentro yo. ¿Por qué dice usted eso?... -Y los ojos de Baltasar buscaron los de Josefina, y una mirada se cruzó entre ambos.

-¡Qué cosas tiene usted! Vaya, falta gente: usted no lo notará, pero sí falta.

-Yo, intervino Lola, me aburro con tanto dar y dar vueltas... En cualquier sitio me divertiría más. No hubiera salido hoy, si no fuese por la Octava de San Hilario... Pero ni aun la Octava estuvo a mi gusto; faltó muchísima gente de la que acostumbra alumbrar... ¿Sabéis porqué?

-No -dijo maquinalmente Josefina.

-Sí -declaró Baltasar-, porque fueron a esperar al muelle a los delegados de Cantabria.

-Los delegados... ¿de qué? -preguntó Josefina jugando con el abanico.

-De Cantabria... Vienen a firmar la unión del Norte... -explicó Lola-. ¡A mí me gustaría ver el desembarque! Si hubiese tenido con quien ir.

-Yo fui... ¡Qué lástima! -dijo Baltasar.

-Chica... ¡Vaya una idea! -exclamó Josefina soltando menudas carcajaditas-. Yo huyo de esas confusiones... Me aterra pensar que pueden gentes sin educación apachucarme, pisarme... ¡Qué fastidio! Y al fin poco tendrá que ver... Diga usted, Sobrado, ¿se ha divertido usted mucho?

-No por cierto... ¡Diversión! ¿Qué diversión ha de ser? Pero es curioso... ¡Hubo vivas, y mueras, y un silbido vergonzante, y abrazos, y apretones de manos!

-¡Bien por el que silbó! -dijo Lola batiendo palmas-. ¡A eso quería yo ir, a silbar con la llave de la puerta!

-Dice el tío Isidoro -intervino Clara- que si esto sigue así van a tener que cerrarse los comercios y se concluirá la industria.

-¡Y también se cerrarán las iglesias! -recalcó Lola con más calor aún-. ¡Malditos revoltosos! ¡A silbar, a silbar debió ir todo el mundo!

-¡Psss! ¡Por Dios! -suplicó Josefina-. Estamos llamando la atención... Luego dirán que nos metemos en política.

-Pues yo me meto... ¿y qué? Ahora todo el mundo se mete -afirmó Lola.

-¡Ay... yo no! Qué ridiculez, ¿eh, Sobrado? Yo no entiendo de eso.

-¿No tiene usted opiniones, polla?

-No... es decir, no me gustan los alborotos; ¡cuando hay trifulca el teatro está tan soso!... Ni queda humor para vestirse y salir.

-Vamos, usted debe tener sus preferencias... ¿Será usted carlista?

-¡Ay, no!... ¡La Inquisición me da un miedo!... -dijo riendo.

-¿Republicana?

-¡Qué horror! ¡Cosa más cursi...!

-Moderada, ea. Es usted moderada, de fijo.

-Tal vez, tal vez, algo moderada... La pobre Reina me da mucha lástima.

-Bueno, ahora ya sé que es usted moderada y lo voy a divulgar por ahí para que la prendan a usted por conspiradora.

-No, por Dios, que no sueñen que hablamos de estas cosas... Se reirían de mí y dirían que parecemos un club. ¿No sabe usted alguna noticia? ¿Qué me cuenta usted del prestidigitador que trabaja en el teatro?

-¿El húngaro? ¡Bah! Como todas esas funciones... Muy pesado, mucho cubilete y los pistoletazos de cajón...

-¡Pistoletazos! Los odio: me asustan atrozmente. En viendo que preparan la pistola, ya estoy tapándome los oídos: las chicas se ríen y mamá me dice siempre: «Niña, que te miran...». Pero yo no puedo...

-¡Mejor! Si la miran a usted, ¿qué más quieren los espectadores? -declaró Baltasar cediendo a la destreza con que Josefina traía el diálogo al terreno personal.

Mientras pasaba este coloquio, las madres, que venían detrás, se sentaron en un banco, sin que su plática, por versar sobre asuntos de muy otra especie cediese en animación a la de la gente joven. Un momento, al pasar por delante de ellas, Lola se volvió a preguntarles no sé qué; al mismo tiempo Josefina tocó levemente en el codo a Baltasar, el cual se inclinó, y por movimiento simultáneo cayeron los brazos de ambos y sus manos se unieron el espacio de un segundo, depositando la mano varonil en la femenina un papelito blanco, tamaño como una mariposa. Susurraban las acacias, llenaba el aire el misterioso silabeo de las conversaciones de última hora, y el amoroso gemido del mar, besando el parapeto, completaba la sinfonía.

Ni se escapó el detalle del papel al ojo avizor de la viuda ni a la vigilante atención de doña Dolores, quien puso torcido y avinagrado gesto, levantándose al punto y anunciando que era hora de retirarse. Al tiempo que regresaban las dos familias, desde las Filas a la calle Mayor, la señora de Sobrado meditaba una épica pequeñez, una tontería trascendental y feroz que le sirviese para dar despachaderas a las de García y quedarse sola con sus hijas. Y como llegasen cerca de las puertas del café de la Aurora, que dejaban pasar la luz amarilla y cruda del gas, ocurriósele, por fin, la liliputiense estratagema, y con felina amabilidad dijo la viuda:

-Y ahora, ¿qué se hacen? Nosotros pensábamos entrar a tomar un refresco... ¿Nos acompañarán ustedes? Un sorbetito, cualquier cosa...

-¡Jesús... pues no faltaba más! -contestó la viuda, abochornada como persona a quien ofrecen de mala gana y por fórmula un obsequio que cuesta dinero-. Nosotras tenemos que hacer, y nos retiramos.

-¡Baltasar! -gritó doña Dolores a su hijo, que iba delante con las muchachas-. ¡Baltasarito, entra aquí, que vamos a tomar sorbete!...

-Vengan ustedes, señoritas -murmuró el teniente, creyendo que se trataba de convidar a la familia García.

-No, estas señoras no quieren nada -se apresuró a advertir la madre, clavando a su hijo a la puerta del café con una mirada elocuentísima.

A pesar del aplomo de buen género que creía Josefinita poseer, se vieron a la claridad del gas sus ojos preñados de lágrimas de orgullo y su tez encendida, como si la abofeteasen. Dijo un seco «adiós» a Clara y Lola; a Baltasar y a doña Dolores ni palabra. Cogiose del brazo de la viuda y pronto se confundieron en la oscuridad del fin de la calle sus espaldas, erguidas con dignidad propia de espaldas de destronadas reinas. Baltasar se volvió hacia su madre.

-Pero, mamá... -pronunció.

-¡Chsss! -murmuró ella en voz baja, casi al oído del mancebo...-. Eres un bolo, que te comprometes en público con ellas, y tienen medio perdido su asunto. Van a quedar en la calle, chiquillo... He confesado a la infeliz de la madre y no pudo negármelo... Yo ya lo sabía por un abogado. Va muy mal todo eso... Niñas, sentaos -añadió dirigiéndose a Lola y Clara-. Mozo, cuatro medios de leche y barquillos...

-Yo no tomo... -dijo Baltasar.

-Mozo, tres medios no más... Pues mira como andas, porque esa mocosa con su gesto de todo me fastidia, te va a envolver... La tendrás que mantener, y a las cuñaditas, y a la viuda...

-Pero si no pienso... usted todo lo abulta. Sólo que las cosas hechas así de este modo se comentan y dan que hablar... ¿No se empeñó usted misma en que las acompañase?

-Con permiso de ustedes -dijo el mozo colocando en la mesa tres vasos de leche amerengada coronados de canela, y un cestito de paja lleno de barquillos. Clara y Lola se pusieron a chupar su refresco, comprendiendo que no debían oír el diálogo de su madre y hermano.

-Que las acompañases, sí... porque no me figuraba yo que iba a resultar tal compromiso... Si pierden el pleito, ni sé cómo pagarán las costas... Han de acudir al bolsillo del prójimo; acuérdate de lo que te digo; como si todo el mundo tuviese ahí el dinero a disposición...

-Pues yo -declaró Baltasar- no vuelvo a meterme en otra... Mire usted bien las cosas antes, porque esto de andar así, hoy tomo y mañana dejo, es ridículo y le pone a uno en evidencia. Dirá la gente que cazamos... que cazo un dote... ¡Ya ve usted!

-¡Dios quiera que los cazados no seamos nosotros! -tartamudeó doña Dolores con las mejillas horriblemente sumidas por los esfuerzos de absorción que practicaba, a fin de convertir su barquillo en bomba ascendente de la leche garrapiñada.