La Tribuna de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XII

Capítulo XII

Aquel animal


Aquel animal trabajaba entre tanto a más y mejor. Si faltase él, ¿quién había de encargarse de toda la labor casera? Muy cascado iba estando el señor Rosendo, y la tullida a cada paso se hallaba mejor en su cama, y se extendía entre sábanas más voluptuosamente al ver el ademán de fatiga con que soltaba su marido el cilindro por las noches. Y cuenta que de algún tiempo acá, el señor Rosendo no fabricaba barquillos sino en casos de gran necesidad, porque el fuego le inyectaba la tez, le arrebataba y sofocaba todo. Pero allí estaba Chinto para dar vueltas a la noria, y ser panacea universal de los males domésticos y comodín servible y aplicable a cuanto se ofreciese. No sólo se levantaba con estrellas, a fin de emprender la labor de Sísifo de llenar el tubo -labor que desempeñaba con mecánica destreza y rapidez-, sino que antes de salir a la venta, quedábale tiempo de barrer el portal y la cocina, de limpiar los chismes del oficio, de ir por agua a la fuente, por sardinas al muelle o al mercado, y freírlas luego; de arrimar el caldo a la lumbre, de partir leña; de cumplir, en suma, todas las tareas de la casa, incluso las propiamente femeniles, porque traía en la faltriquera un dedal perforado y un ovillo de hilo, y en la solapa, clavada, una aguja gorda; y así pegaba un botón en los calzones de su principal, como echaba un gentil remiendo de estopa en su propia morena camisa. Y si no se ofrecía a coser las sayas de Amparo y no le hacía la cama, era por unos asomos de natural y rústico pudor que no faltan al más zafio aldeano. A la tullida le daba vueltas, le sacudía los jergones, y la sacaba en vilo del lecho, tendiéndola en un mal sofá comprado de lance, mientras se arreglaba su cuarto.

Lo gracioso del caso está en que, siendo el paisanillo tan útil, por mejor decir, tan indispensable, no hubo criatura más maltratada, insultada y reñida que él. Sus más leves faltas se volvían horribles crímenes, y por ellos se le formaba una especie de consejo de guerra. Llovían sobre él a todas horas improperios, burlas y vejaciones. La explotación del hombre por el hombre tomaba carácter despiadado y feroz, según suele acontecer cuando se ejerce de pobre a pobre, y Chinto se veía estrujado, prensado, zarandeado y pisoteado al mismo tiempo. Le habían calificado y definido ya: era un mulo.

Acertó un día Chinto a volver unas miajas más tarde de lo acostumbrado, y acercose a la cama de la tullida para vaciar sus faltriqueras, donde danzaban los cuartos de la colecta diaria. Encontrábase allí Amparo, y le dio al punto en la nariz un desusado tufillo. Por sorprendente que parezca la noticia, la acuidad del sentido del olfato es notable en las cigarreras: diríase que la nicotina, lejos de embotarles la pituitaria, les aguza los nervios olfativos, hasta el extremo de que si entra alguien en la fábrica fumando, se digan unas a otras con repugnancia: «¡Puf, huele a hombre!». Así es que Amparo solía apartarse de Chinto -aunque sea inverosímil- repelida por el olor de las malas colillas que chupaba en secreto; pero lo que a la sazón percibía era peor que el tabaco; así es que pegó un salto.

-¡Vete de ahí -le gritó-; vete, maldito, que nos apestas! Anda, pellejo, despabílate.

Chinto la consideraba atónito, con los brazos colgantes, abriendo cuanto podía los ojos, cual si por ellos oyese.

-Que te largues; ¡repelo contigo!, que no se aguanta ese olor: confundes a la gente.

-¿A qué apestas, demontre? -preguntó la tullida-. Serán esos puros del estanquillo.

-¡No, señora, que es a vino! -exclamó Amparo.

-¡A vino! -clamó la impedida alzando los brazos tan escandalizada como si ella sólo catase el agua, porque en el pueblo los viejos, con sinceridad completa, se otorgan a sí propios el derecho de «echar un trago» que niegan a los mozos-. ¡A vino! ¡Tú quiéreste perder, condenado!

-Yo... pero yo... quiérese decir que yo... -balbució Chinto abrumado por el peso de su culpa.

-¡Aún tendrás valor para contar mentira! -chilló la enferma-. ¡Llégate acá, bruto! (Chinto se llegó compungido.) Echa el aliento. (Chinto lo echó.) Más fuerte, más fuerte... (Y la tullida asió de los indómitos pelos al paisano y le obligó, mal de su grado, a carearse con ella.) ¡Puf!, ¡pues es verdá y muy verdá! ¿Dónde te metiste? ¿Andas ya arrastrado por las tabernas, bribón?

-Yo... no, no fue cosa mala ninguna... no fue perrita, ni licor... Fue...

-Cuenta la verdá, borrachón de los infiernos, como si estuvieses difunto en el tribunal del devino Señor...

-No fue nada más sino que encontré un amigo de allí... de la Erbeda, que cayó soldado... y allí... me convidó, me dijo así: -¿Quieres una chiquita?-. Y yo... allí, le dije: -Bueno-. Y él me llevó allí... a casa de...

-¡Calla, calla y recalla ya, que siquiera sabes lo que dices, con la mona que traes a cuestas!... ¡Como otra vez te vea yo así perdido de vino, he de decirle a Rosendo que te arree una tunda con la correa de la caja, que te has de chupar los dedos; chiquilicuatro, mocoso, viciosón! Convidarte, ¿eh? Me convides. ¡Quien te da vino, no te da pan; mulo! ¡Anda afuera, que me mareas la cabeza toda!

Amparo ejecutó el decreto materno empujando a Chinto por los hombros a las tinieblas exteriores del portal, y Chinto resignado optó por acostarse. Lo único que sentía confusamente era no poder ver a la muchacha un rato. Ahora le entretenía casi tanto mirar a Amparo, como antes contemplar la rueda del amolador y la bahía. Admirábale a él, rudo y tardío de eloquio como suele serlo el aldeano, la facilidad y rapidez con que la pitillera se expresaba, la copia de palabras que sin esfuerzo salían de su boca. Si lo que experimentaba Chinto era enamoramiento, podía llamarse el enamoramiento por pasmo. Ello es que se le venían con frecuencia suma impulsos de tratar a Amparo como a las chiquillas de su aldea, las tardes de gaita; de pellizcarla, de soltarle un pescozón cariñoso, de echarle la zancadilla, de darle un varazo suave con la recién cortada vara de mimbre. Pero tan osados pensamientos no llegaban a realizarse nunca. Amparo sí que solía empujar a Chinto, y no por vía de halago, bien lo sabe Dios, sino de pura rabia que le tuvo siempre. Si pudiese leer en el alma del paisano, adivinar cómo le hervía la sangre al acercarse a ella, le hubiera cobrado asco amén del odio inveterado ya.

Para Amparo, hija de las calles de Marineda, ciudadana hasta la médula de los huesos, Chinto era un ilota. Alguna duquesa confinada en oscuro pueblo, después de adornar los saraos de la corte, debe sentir por los señoritos del poblachón lo que la pitillera por Chinto. Enfadábale todo en él: la necia abertura de su boca, la pequeñez de sus ojos, lo sinuoso y desgarbado de su andar, su glotona manera de comer el caldo. Le entraban irritaciones sordas a la vista de objetos dejados por él, un par de zapatos viejos y torcidos, una faja de lana roja pendiente de una percha, una colilla negra y pegajosa, caída en el suelo. Y fortificaba su antipatía el que Chinto, con la desconfianza socarrona propia del paisano, lejos de resolverse a aceptar los ideales políticos de Amparo, a su modo, daba a entender que le parecía huero y vano todo el bullicio federal. Con risa entre idiota y maliciosa, solía decir a veces a la muchacha:

-Andas metiéndote en cuentos... Aún han de venir a buscarte los civiles, para te llevar a la cárcel...