XXIII


Cuando Sebo volvió a reunirse a mí en la calle de Cofreros (núm. 6, paragüería de Larrea), donde teníamos nuestro cuartel general, ya nos faltaban algunas figuras del grupo: unos por cansancio, otros arrebatados por el oleaje, desaparecieron de nuestra vista. Sólo quedábamos Aransis, el hojalatero y yo. Sin movernos de aquel rincón, en el cual teníamos retirada segura por la calle de Peregrinos, supimos que en el Ayuntamiento y Gobierno Civil había penetrado también el pueblo, y que en uno y otro local se habían constituido juntas, de ésas que nacen con espontánea fecundidad de los días y más aún en las noches calurosas de revolución. Que alguna de estas juntas intentó parlamentar con Palacio, se dijo por allí; que en Palacio no quisieron recibirla, me lo imaginé yo; que en Palacio estaban a la sazón los nuevos Ministros por no poder estar en ninguna de las dependencias del Estado, lo suponíamos. Luego, al saber la verdad, vimos que habíamos acertado, y que componemos la Historia sin saberlo... Lo extraño es que antes de oír el rumor de que la plebe invadía y quemaba la vivienda de Cristina, tuve yo adivinación o presciencia de aquel suceso. No es difícil hoy que el pensamiento de cualquier ciudadano se anticipe a los hechos históricos, porque estos se anuncian por inequívocos efluvios en el ambiente que respiramos. Los odios más frenéticos del pueblo español en estos días recaen sobre dos cabezas: la de San Luis y la de María Cristina. Uno y otra han desatado sobre España todos los males. San Luis es el insolente capitán de esta cuadrilla de ladrones públicos; Cristina, la mujer rapaz, avarienta, insaciable, que con diestra mano escamotea los tesoros de la Nación. Así lo cree la gente.

Apenas se vieron las multitudes dueñas de la capital, sin autoridad que las contuviera, corrió la noticia de que ardía el palacio de la esposa de Muñoz. Se dijo antes de que fuera cierto, y todo el mundo lo creyó antes de oírlo decir. Cuando llegó a nosotros el primer rumor, ya íbamos hacia allá, seguros de encontrar incendio. Nada sabíamos aún, y nos daba en la nariz olor de madera quemada. En la plazuela de las Descalzas, un amigo de Sebo con quien tropezamos, nos dijo que, atacado por las turbas el palacio de la calle de las Rejas, la Reina Madre escapó por las caballerizas, vestida de hombre. No lo creí: ya sabe un ciudadano listo distinguir las mentiras absurdas de las verosímiles. Sin que nadie me lo asegurara, pensé que doña Cristina, desde los primeros síntomas de alboroto, se había trasladado al Palacio Real, llevándose por delante cuantos papeles pudieran comprometerla.

He perdido la memoria de las vueltas que tuvimos que dar para poder asomamos a la plazuela de Ministerios por la calle de Torija. Desde lejos vimos el resplandor del incendio. Frente a doña María de Molina habían hecho una hoguera, en la cual hombres y mujeres de mala facha arrojaban lo que iban sacando del palacio: muebles, cuadros, cortinas. No sé qué habría sido de la Reina Madre si hubieran podido cogerla como cogían un sillón. Oí decir que fue respetada la servidumbre; oí también que hicieron pedazos todo lo que por su pesadez no podían transportar a la hoguera. ¡Benigna es ciertamente la barbarie de un pueblo que venga sus agravios en muebles, porcelanas y objetos insensibles!

La curiosidad pudo en mí más que el sentimiento del peligro, y descendí a la plazuela con mis acompañantes, abriendo paso a empujones. La hoguera desplegaba al viento sus llamas rojizas. En lo más animado de la quemazón se hallaba el pueblo, pasando ya casi de lo siniestro a lo divertido, cuando vino a cortar bruscamente la gresca un destacamento de Cazadores mandado por un paisano. A la luz vivísima del incendio le conocí: era Gándara, el conspirador de 1848, el militar valiente que adora la Libertad, y sabe capitanear igualmente soldados y pueblo. Yo le supuse afecto a O'Donnell y comprometido en la Revolución. Me sorprendió verle mandando tropas. ¿Por qué las mandaba? Según la versión corriente aquella noche, habiendo sabido Gándara que el pueblo trataba de incendiar la casa de su entrañable amigo don José Salamanca, corrió a Palacio en busca del general Córdova, flamante Presidente del Consejo, y allá tuvieron los dos unas palabritas harto vivas, por si el nuevo Gobierno se cruzaba o no de brazos delante de las turbas de bandidos. Acabó Córdova por decirle que a sus órdenes ponía dos o tres compañías de Cazadores de Baza; que con ellas fuese al instante a contener los brutales atentados, empezando por lo más próximo, que era el asalto y destrucción del domicilio de la Reina Madre. No necesitó más Gándara para ponerse al frente de los Cazadores. Como insignias llevaba la faja y sombrero que le dio un caballerizo. Sus bromas, en casos de esta naturaleza, solían ser pesadas, y testigo fui de ello, pues en cuantito que embocó por la calle de Bailén a la plazuela de Ministerios, gritó con estentórea voz: «¡Cazadores, por mitades! ¡Preparen, apunten...!»

¡Fuego! A la primera descarga cayeron muchos. La dispersión fue instantánea y rapidísima. Corrí de los primeros, pues maldita la gracia que me hacía ser fusilado estúpidamente... Encontreme solo junto a la escalerilla de la calle del Reloj, donde se me reunió Rodriguillo Ansúrez... Preguntéle por Aransis y Sebo, y no supo contestarme. Díjome que en derredor de la hoguera había más de una docena de muertos. En la puerta del Senado, vi a un pobre que allí quedó seco, y a pocos pasos de él una mujer, que yacía boca abajo... La segunda descarga ya nos cogió en salvo; pero poco faltó para que nos arrollara la multitud que por la calle del Reloj emprendía la retirada. La ardiente curiosidad me picó de nuevo y asomé las narices a la plazuela. Vi a los Cazadores acometiendo a bayonetazos a los infelices que buscaron refugio en el mismo palacio asaltado. Dentro de éste sonaron tiros. Los de Baza mataban sin piedad a cuantos andaban todavía en el trajín de acarrear muebles para la hoguera. Los atizadores de ésta, o habían desaparecido o pataleaban en el suelo. Clamaban los heridos entre tizones: aquí y allí zapatos, ropas, gorras y sombreros abandonados; algún trabuco, charcos de sangre, despojos del palacio y de sus asaltadores...

No quise ver más ni exponerme a nuevos peligros, y por la travesía del Reloj y la calle de Fomento tratamos de ganar la Cuesta de Santo Domingo. Fuimos a parar a la rinconada próxima al pórtico del venerable convento de monjas, y allí, por extraño encadenamiento de ideas, me acordé de un poema burlesco, graciosísimo, que Narciso Serra nos había recitado con prodigiosa memoria en el banquete de Torrejón. Era una historia disparatada, parodia de las leyendas en boga: un galán hambriento que rondaba el convento de dominicas buscando la manera de escalarlo para verse con la Sor de sus pensamientos; un jorobado sacristán que le llevaba bartolillos y empanadas, y dentro de una de éstas la esperada cartita... La misteriosa volubilidad del pensamiento humano se me patentizó entonces, pues, hallándome frente a una situación trágica, mi memoria dio un salto hacia las cosas de burlas, reconstruyendo sin perder sílaba la primera quintilla del chistoso poema, y, en voz alta la repetí:


En un obscuro lugar
que junto a Santo Domingo
húmedo se suele hallar,
porque en él a conjugar
van todos el verbo MINGO...


Nada tenía que ver esto con lo que a la sazón me rodeaba; pero los caprichos de nuestra mente no están sujetos a ninguna ley conocida. Mi memoria continuó jugando con la quintilla, y dándosela y quitándosela a la palabra... Luego vi que venían tropas por la calle de Fomento. Era un retén que debía cerrar el paso a la plazuela de Ministerios. Los soldados ocuparon la bocacalle, y el oficial que los mandaba pasó a la rinconada con objeto, al parecer, de conjugar el verbo mencionado en la quintilla. Le vi de vuelta y, reconociéndole, le salí al paso. Era Navascués. Hablamos rápidamente, encareciendo él la rabia que sentía de verse obligado a hacer fuego contra el pueblo, preguntándole yo dónde estaba Gracián, y qué papel hacía en la diabólica función de aquella noche. Con desconsolado acento me dijo que su amigo había logrado evadirse del servicio de tropa regular, y andaba organizando los grupos más levantiscos de la plebe allá por la calle de Toledo y plaza Mayor. Y yo: «Mucho me temo que Bartolomé perezca de mala manera en este torbellino de las venganzas populares». Y él: «Gracián no muere. Está donde le llaman su destino y su vocación. Algo terrible y grande hará si le ayudan... Como no hay Gobierno, el pueblo es el amo esta noche». Y yo: «Si no hay Gobierno a media noche, a la madrugada lo habrá... El héroe de esta noche y de mañana no será Gracián, sino Joaquín de la Gándara». Y él: «Gándara es héroe popular, por más que ahora nos haya traído a castigar a los incendiarios. Por caudillo del pueblo le tuve yo siempre. Con él me batí el 48.

-Pues si es héroe popular, ¿por qué ha mandado fusilar al pueblo?... Gándara es hoy el héroe del Orden, no de la Libertad.

-No, señor: de la Libertad. El Orden que el defiende es el Orden del Desorden.

-Es decir, la autoridad de la revolución. ¿Cree usted, Rogelio, que el rebaño puede ser pastor?

-Si es rebaño de ovejas, no; si lo es de hombres, sí.

-Siempre hay un hombre que pastoree. Ya no es Sartorius el pastor: ¿lo será Gracián?

-Lo es, lo será... Retírese, querido Pepe... Abur.

¡Pobrecillo!, era un eco de la fraseología de Gracián; su pensamiento volaba con las ideas del otro pájaro... Seguimos Rodriguillo y yo, no recuerdo por qué calles, en busca de emociones nuevas, viendo y admirando el aspecto de Madrid a tales horas, en noche de plena emancipación del pueblo. ¡Infeliz pueblo! Por una noche, por algunas horas no más, le permiten los dioses el uso práctico de su soberanía, de esa realeza ideal que sólo existe en las vanas retóricas de algún tratadista vesánico. Y en su candidez, en la inexperiencia de su soberanía, es el pueblo como un niño al que entregan un juguete de mecanismo delicado y sutil. No sabe de qué suerte lo ha de poner en movimiento, ni con qué frenos pararlo, ni con qué llaves darle cuerda... acaba por romper el juguete y abominar de él...

Pues bien: aunque por ninguna parte se notaban indicios de autoridad, no vimos desafueros más graves que los que ordinariamente turban la paz del vecindario; no advertimos más que una alegría desatinada, burlas ruidosas de las autoridades ausentes, desvanecidas como el humo de los incendios. En la Red de San Luis vimos en el cielo el resplandor de las hogueras, y a nosotros llegaba un alarido sordo de embriaguez revolucionaria, mezcla de vivas y mueras... A lo largo de la calle de Caballero de Gracia oímos tiros, y mayor escándalo de voces airadas o triunfales. Hermoso me pareció el tinte rojo del cielo; solemne el ruido lejano de combatientes, incendiarios o lo que fueren. Descartando el juicio de los hechos, y ateniéndome sólo a la estética, la noche ruidosa, iluminada por las hogueras, me arrebataba de admiración, de un júbilo de artista. Veía, por fin, una página histórica, interesante, dramática, producida en el tiempo, sin estudio, por espontáneo brote en el cerebro y en la voluntad de millares de hombres, que el día anterior ignoraban que iban a ser histriones de una teatralidad tan bella. No tenían más inspiración que sus odios, verdadera razón de Estado para los ciudadanos que no habían gobernado nunca, y entonces con actos bárbaros gobernaban a su modo, realizando algo parecido a la justicia, si no era la justicia misma en todo su esplendor.

Mañana, pensaba yo, se juzgarán estos hechos como atentados a la propiedad, como profanación de la ley o arrebatos de salvaje cólera. ¡Y las culpas de esta brutal plebe, nadie las atenuará con el recuerdo de las horribles violaciones de toda ley moral y cristiana que se contienen en el gobierno regular de las sociedades; nadie verá la inmensa barbarie que encierra el régimen burocrático, expoliador del ciudadano y martirizador de pobres y ricos; nadie se acordará del sinnúmero de verdugos que constituyen la familia oficial, y cuya única misión es oprimir, vejar, expoliar y apurar la paciencia, la sangre y el bolsillo de tantos miles de españoles que sufren y callan!... Nadie se fijará en el crimen lento, hipócrita, metodizado, de la acción gobernante, mientras que salta a la vista el crimen desnudo, instantáneo, de unas gavillas de insensatos que asaltan, queman, matan, sin respetar haciendas ni vidas. Nadie ve las víctimas obscuras que inmoló la ambición de los poderosos, ni los atropellos que se suceden en el seno recatado de una paz artificiosa, sostenida por la fuerza bruta dominante, y todos se horrorizan de que la fuerza oprimida y dominada se sacuda un día y, aprovechando un descuido del domador, tome venganza en horas breves de los ultrajes y castigos de siglos largos... Y bien mirado esto, delante del sacro altar de Clío, ante el cual no cabe falsear la verdad; bien miradas estas vindicaciones instantáneas frente a las demasías que las motivaron, todo se reduce a una bella variedad de formas de justicia dentro del canon de Naturaleza. Tenemos la justicia espiritual, que nos habla, nos oprime y nos mata con el lenguaje del derecho. Tenemos la justicia animal, que nos aterra con manotazos y rugidos. De la intercadencia histórica de una y otra justicia resulta una armonía mágica, que es de grande enseñanza para los pueblos.

Puestos todos a violar, no creo que deban cargarse a la cuenta de la plebe las más escandalosas violaciones. El favoritismo en altas esferas no hace menos estragos que la desatada barbarie en las bajas. No es el pueblo quien da forma de embudo a las leyes, ni quien envenena las aguas del poder en su propio manantial. Su ignorancia no es el único mal; otros males hay, de que son responsables los que leen de corrido, los que escriben con buena sintaxis, y los que hablan con sonora elocuencia. Así están las leyes, arrinconadas como trastos viejos cuando perjudican a los que las han hecho. Así huele tan mal el libro de la Constitución...


porque en él a conjugar
van todos el verbo MINGO.