XIX


Con estas conversaciones, me distraía de la acción campal y no paraba mientes en sus peripecias. Al recogido lugar donde yo estaba venían noticias de que iban ganando los libertadores. Los zambombazos de la Artillería eran menos frecuentes; hasta me parecieron más lejanos. No fue menester, como en los tiempos de Josué, que se detuviera el sol en su carrera para dar lugar a que los combatientes decidieran cuál se llevaba la victoria... El día, como de Junio, era largo, tan largo, que no acababa nunca, y la victoria no parecía. Liberticidas y libertadores se peleaban, sin darse ni quitarse posiciones, ni extremar sus ataques. Creyérase que todo era una comedia marcial, representada entre compadres con menos saña que ruido... La página histórica me resultaba poco interesante. Sin duda, su interés estaba en otro lugar y ocasión. La verdadera página histórica con gravedad y trascendencia vendría después, larga secuela de un hecho militar pequeño y de poca sangre. Antes que empezase a declinar el día, cansado de su propia largura, sentimos que menguaban los tiros. Al extremo del pueblo donde yo estaba llegaron grupos de paisanos y soldados, sedientos, el polvo pegado al sudor. Nos decían que llevaban ventaja; pero no traían en sus rostros ni en sus palabras el júbilo de la victoria. Entraban en las casas atropelladamente, buscando agua con que aplacar la sed. Al paso de los hombres por los corrales, huían despavoridas las gallinas, que ya requerían los palos de sus albergues. Con más agua que vino se refrescaban los combatientes; algunos hablaban con poco miramiento de los Generales libertadores, que no les habían mandado tomar a pecho descubierto las piezas de artillería. Éstas se retiraban, según dijeron. Blaser y su ejército leal se volvían a Madrid, donde seguramente darían un parte proclamándose vencedores.

Mi criado y el cochero, a quienes di permiso para que se corrieran un poco hacia las eras del pueblo, donde podrían ver algo de la función, amparándose de las casas más próximas, volvieron a contarme lo que habían visto, y de ello no copio más que esta referencia histórica: «¿No sabe, señor? A don Telesforo Sebo le han traído entre cuatro, digo, entre dos, cogido por los brazos. Viene todo magullado de la carrera de baqueta que le dieron antes de empezar la acción, y de los pisotones de tropa y patadas de caballos que luego sufrió el pobre en lo más recio de un ataque. Heridas de arma no tiene, sino cardenales y mataduras que dan compasión. En nuestro alojamiento le han metido: allí le están curando unas mujeres, y él echando de su boca maldiciones contra los Blases de allá y los Dulces de acá». Quise ver y consolar al desdichado Sebo; mas no pude hacerlo tan pronto como quería, pues desde el punto en que recibí la noticia hasta mi alojamiento era dificultoso el tránsito, por la muchedumbre de tropa y paisanos que invadían las calles. En medio del tumulto tuve una grata sorpresa: vi un rostro conocido, de persona que como yo trataba de abrirse paso. Era Rodrigo Ansúrez, el aprendiz de hojalatero, que había sido como el anunciador de las disposiciones del Destino, determinantes de mi viaje a Vicálvaro... Le cogí por un brazo. Díjome que su maestro, el señor Albear, le había dado permiso para seguir los pasos del general O'Donnell, el cual salió de la Travesía de la Ballesta en la madrugada del 28. Con otro chico y el oficial de la hojalatería, ambos de ideas muy liberales, se había ido Rodriguín a Torrejón y a Alcalá, después a Vicálvaro. Había visto todo y podía contarlo. No disparó tiros porque no le dieron carabina ni escopeta; pero ayudó lo que pudo, llevando cartuchos para el fuego y agua para la sed. Agua y pólvora eran lo más preciso.

«Oye una cosa, Rodrigo. Sin noticia ni dato alguno en que fundarme, sólo por corazonadas, pienso que tu hermano Leoncio está en Vicálvaro. ¿Acierto? ¿Le has visto tú?

-Sí, señor... le vi un momento y hablamos. Estaba con otros paisanos que iban en el batallón de la Escuela Militar. Mi hermano, que es gran tirador, llevaba una carabina muy maja, que no sé de dónde pudo sacarla... Le perdí de vista... Como hay Dios, que Leoncio ha matado a muchos Blases.

-Haz por encontrarle, Rodriguillo. Deseo conocerle, preguntarle por su mujer. ¿Tú qué crees? ¿Leoncio se habrá vuelto a Coslada?... Si estuvo en Alcalá, y de Alcalá se vino aquí con las tropas, ¿le habrá seguido en esos trotes su mujer?

-Para mí que le ha seguido, señor, pues ella es también muy trotona. No se cansa de correr, y como se quieren tanto, juntos están siempre. Adonde va él va ella, y al revés, que es lo que se dice viceversa.

-Siempre juntos. Y si Leoncio ha estado en medio del fuego, ¿ella también...?

-Como en el fuego mismo no estaría Mita; pero cerca sí, señor, que valiente lo es hasta dejárselo de sobra... Se habrá puesto donde pudiera verle con su carabina maja tirando tiros y acertando siempre, porque, créame el señor, no hay puntería como la de Leoncio.

-Pues si están en Vicálvaro, hemos de revolver el pueblo hasta encontrarles, lo que no es fácil con tanto barullo de tropa y de paisanos forasteros. Rodriguillo, cuenta con una recompensa magnífica, un traje nuevo, o su importe si prefieres el dinero a la ropa; un reloj si te gusta más que el traje; en fin, lo que quieras, si encuentras a Mita y Ley. Ponte en movimiento ahora mismo; no descanses, chiquillo. Mejor que ropa o reloj querrás... no sé qué... algún antojo tuyo... Dímelo.

-¿Para qué quiero yo reloj, si no me importa nada saber la hora? Y de trajes, con lo que tengo me basta... Más me gustaría otra cosa, señor...

-Pide por esa boca, hijo, y no seas corto de genio.

-Pues, señor, lo que quiero es un violín.

-¿Eres músico?

-Tengo afición. Cuando estuve en la fábrica de cuerdas, mi principal, que es de la orquesta del Circo, me dio lecciones. Aprendí pronto. Yo me habría pasado toda la noche rasca que te rasca; pero los vecinos se quejaban del ruido que hacía, porque el violín que tengo canta como un grillo, y en los graves parece un rabel de los que tocan los chicos en Navidad.

-Pues nada, cuenta con un violín bueno, de aprendizaje. No será un Stradivarius: ése lo tendrás cuando sepas, cuando seas un gran concertista... Pero no nos entretengamos. Ya estás echando a correr. Queda hecho el trato... Tráeme a Mita y Ley o dime dónde están, y tú rascarás.

Salió el chico presuroso a su encargo, y yo entré en mi alojamiento, la casa de un yesero, con almacén, dos corrales, y arriba estancias vivideras; mas era tal el cúmulo de gente militar y civil en todos los patios y aposentos, que allí no podía uno revolverse, ni aun pensar en comida y descanso. Lo mejor que hacer podía el que tuviera libertad, era huir de Vicálvaro; pero la obligación que me impuse de buscar a los salvajes me retenía en el pueblo, esperando el resultado de las investigaciones del hojalatero violinista. Mientras éste llegaba, bajé a consolar a Sebo, que asistido de dos viejas piadosas, curanderas, yacía sobre un montón de sacos de yeso, vacíos, entre sacos llenos. El polvillo blanco, flotante en la cavidad del almacén, se fijaba en el rostro y manos del magullado policía, dándole aspecto de cadáver o de figurón con jalbegue. Sus muecas de dolor y sus plañideras voces sonaban a bromas lúgubres de Carnaval. ¡Pobre Sebo! Más que de los dolores de sus mataduras, quejábase de la crueldad de Bartolomé Gracián, que había dado permiso a sus tropas para zarandearle y jugar con él a la pelota, dejando correr la fábula de que era cura disfrazado. Y no sentía tanto el molimiento y los cardenales como el grave daño inferido a su dignidad. Menos le dolerían sus huesos si se los hubieran roto, y sus carnes si se las hubieran hecho picadillo, que le dolía el alma, del escarnio sufrido y de la vergüenza de haberse visto en tan ruin vapuleo. Y era lo peor que por ningún camino podría llegar a vengarse del don Bartolomé, quien, al parecer, estaba en gran predicamento con Dulce y con Ros de Olano. En mí confiaba para su delicada traslación a Madrid manteniendo el disfraz, y ocultándose en mi casa hasta que se decidiera si los perros se ponían el collar revolucionario o el absolutista. Y yo tendría la caridad de sustentar a la familia mientras durase la encerrona y llegara el nuevo destino. Éste correría de mi cuenta si triunfaba O'Donnell, lo mismo que si ganaba Sartorius, que para uno y otro perro tengo yo buenas aldabas. «Después de servir a Vuecencia con tanta lealtad -me dijo haciendo pucheros y besuqueándome la mano-, no tendrá Vuecencia entrañas si abandona a su fiel servidor».

Mientras hablaba yo con Sebo y miraba por su asistencia, metieron en el almacén unos ocho heridos, algunos graves, y aquella atmósfera de hospital en que respirábamos yeso se me hizo insufrible. Salí al portalón, donde había corros de militares, y hablando con ellos adquirí la certeza de que la batallita no les había satisfecho, por su equívoco resultado. Ni en ellos cabía vanagloria, ni en Blaser tampoco. Verdad que los de acá, como sublevados, podían contentarse con medio triunfo, o con la modesta gloria de un combate a la defensiva, sin perder terreno, mientras que los otros, como Gobierno constituido, quedaban muy desairados con la media victoria. Su retirada hacia Madrid, sin desorganizar y dispersar a los Generales sediciosos, era un verdadero desastre.

Así me lo dijo Borrego, hombre de gran pesquis, añadiendo que la situación está moralmente derrotada. Borrego, Martos, Ortiz de Pinedo, y otros madrileños que habían venido de mirones, andaban a la busca de comestibles, a cada hora más escasos. Los estómagos empezaban a renegar del patriotismo; llevaban muy a mal que las cabezas, antes de prevenir lo tocante al sostén de los cuerpos, se lanzaran a trastornar la política y la sociedad. Compartí con los buenos amigos lo poco que a mí me quedaba; allegamos algo más, todo ello fiambre, reseco y con sabor a yeso, no sé si real o imaginario, y luego nos fuimos a la casa próxima, donde moraban Ros de Olano y Echagüe. A éste no le vimos: había sido llamado por O'Donnell. Ros comía tranquilamente con Buceta, el teniente coronel Zalamero y el paisano don Ceferino España, sentados los cuatro en derredor de una silla, por no haber mesa disponible. ¿Qué comían? Lonjas de carne de cabra rebozadas con yeso, y almendras de Alcalá, que parecían pedazos de escayola. Con su habitual gracejo, Ros nos dijo: «El primer acto no ha sido malo. Como primero, no podía tener efectos grandes, ¿verdad? Es una exposición hecha con arte sobrio. Sería necedad acalorarse demasiado pronto.

-¿Y dónde pasará el segundo acto, mi General?

-¡Ah!, no lo sé... yo no hago la Historia... La que ven ustedes de mi letra la escribo al dictado. Me dictan; yo escribo...

-¿Se puede saber a dónde va mañana el ejército libertador?

-Si dejáramos los caballos de Dulce entregados a su instinto, creo yo que nos llevarían a la querencia de sus cuarteles.

-¡A Madrid, al bulto!

-Puede que sea más práctico esperar a que el bulto se mueva para saber lo que tiene dentro.

De las medias palabras del general Ros, colegimos que se esperaba un movimiento en Madrid. El Gobierno, con toda su tropa disponible, tendría que atender a sofocarlo: ésta era la ocasión de caer sobre la Villa y Corte. Entre tanto que el formidable tumulto estallaba, los libertadores pasearían militarmente por la zona circundante, pronunciando a los pueblos y reclutando patriotas. El fogoso Martos, que todo lo veía conforme a los anhelos de su impaciente corazón de sectario, dijo, con la solemnidad que ponía siempre en su limpia palabra, que las piedras de Madrid se levantarían para contestar con barricadas a las insolencias del polaquismo. Las lenguas habían sido ya bastante elocuentes. Lo que aún restaba por decir, lo dirían los guijarros... y la pólvora.

La idea y la esperanza de un alzamiento general en los Madriles eran unánimes. Oficiales y paisanos que se acercaron a la mesa del General, las expresaron ruidosamente, unos como chispazos de su inflamado patriotismo, otros como consuelo de la deslucida función bélica de aquella tarde. Pasando de corrillo en corillo y de casa en casa, oí, entre mil comentarios del suceso y de sus consecuencias, una versión que me pareció la más discreta y juiciosa, como salida del entendimiento de Andrés Borrego, uno de nuestros más expertos catadores de acontecimientos, y de los móviles y personas que los determinan. La jornada de esta tarde -nos dijo a Pinedo y a mí-, desairada como acción de guerra, es una obra maestra de sagacidad política y de cuquería revolucionaria. Lanzar a las tropas al ataque con todo el brío que ellas saben desplegar, habría sido dar a este movimiento, desde sus primeros vagidos, un carácter rencoroso, sanguinario, como el de las luchas por principios irreconciliables. Y aquí no hay ni puede haber a la postre lucha de esa naturaleza. No hay cosas más conciliables que dos porciones de nuestro ejército regular, la una frente a la otra. ¡Cómo que en el fondo de estos movimientos y de estos choques entre pronunciados y leales, hay siempre un compadrazgo disimulado con las apariencias de antagonismo! Compadres son todos; no se tiran a destruirse, y ninguno de ellos quiere echar sobre su contrario la tristeza de una grave derrota. Con perfecta bonhommie atacó Blaser a Dulce, y éste y O'Donnell te devolvieron su cortés tiroteo. ¡Oh!, este irlandés sabe mucho, y no sólo es un buen guerrero, sino un excelente estratega del corazón humano. En el curso de la acción he visto yo los efectos de su malicia sajona, y de su admirable delicadeza para efectuar el tacto de codos sin que nadie lo advierta, ni dejen de enterarse los codos del contrario. Viendo la acción sin ver al caudillo, yo le oía decir: «Compadre Blaser, no nos comprometamos derramando más sangre de la que manda la etiqueta. El polaquismo es cosa perdida. En el reloj del Destino ha sonado mi hora, y yo y los que están conmigo hemos de coger la sartén por el mango... Amigos seremos todos, aunque ahora el buen parecer pida que nos figuremos rivales. No tardaremos en abrazarnos... Nadie tema venganzas. Yo miraré por unos y otros... Somos el Ejército de un país sin fuerza de opinión, de un país que un día nos pide Orden, otro día Libertad... y lo que nos pide... tenemos que dárselo».